3 - Historia de lo Gratis

Cero, almuerzo, y los enemigos del capitalismo

El problema de nada

Una de las razones por las que lo Gratis es tan difícil de comprender es que no es una cosa, sino más bien la ausencia de una cosa. Es el vacío en el que debería estar el precio, el vacío en la caja registradora. Tendemos a pensar en términos de lo concreto y lo tangible, pero lo Gratis es un concepto, no algo que puedes contar con los dedos. La civilización tardó incluso miles de años en encontrar un número para describirlo.

La cuantificación de la nada comenzó, como tantas otras cosas, con los babilonios. En torno al 3000 a. C., en el Creciente Fértil (el actual Irak), una floreciente sociedad agrícola tenía un problema para contar. No se trataba de la evidente pega que usted o yo podríamos haber detectado, que es que su sistema era sexagesimal, basado en potencias de 60 en lugar de en potencias de 10. Por muy poco práctico que fuera, mientras no esperes contar con los dedos de las manos y de los pies, es lo suficientemente sencillo de entender (después de todo, es la raíz de nuestro propio sistema de medición del tiempo).

No, el problema era otra cosa: cómo anotar números.

A diferencia de la mayoría de culturas de esa época, los babilonios no tenían un símbolo diferente para cada número en su serie básica. En cambio, utilizaban solamente dos marcas: una cuña que representaba el 1, y una doble cuña que representaba el 10.

De modo que, dependiendo de dónde estaba colocada, una única cuña podía representar 1; 60; 3600; o incluso un múltiplo mayor de 60. Fue, escribe Charles Seife[12] en Zero: The Biography of a Dangerous Idea [Cero: la biografía de una idea peligrosa, RBA, Barcelona, 2007], «el equivalente a la Edad de Bronce en el mundo del código informático».

Esto tenía pleno sentido en una cultura que contaba mediante un ábaco. Añadir números con este ingenioso aparato es una simple cuestión de mover piedras hacia arriba y hacia abajo, en el que las piedras de diferentes columnas representan diferentes valores. Si tienes un ábaco con 60 piedras en cada columna, un sistema de numeración basado en potencias de 60 no es más difícil que uno basado en potencias de 10.

Pero cuando quieres señalar un número en un ábaco, ¿qué haces si no hay piedras en una columna? El número 60 es una cuña en la columna de los 60 y ninguna en la columna de los 1. ¿Cómo se escribe «ninguna cuña»? Los babilonios necesitaban una marca que representara la nada. Así que tuvieron que inventar el cero. De modo que crearon un nuevo carácter, sin valor, para significar una columna vacía. Lo indicaron con dos cuñas inclinadas.

Dada la evidente necesidad de tal indicador cuando se están anotando números basados en potencias de cualquier base, se podría pensar que el cero ha estado con nosotros desde el alba de la historia escrita. Pero muchas civilizaciones avanzadas se las apañaron para aparecer y desaparecer sin él. Los romanos no lo utilizaron en su numeración. (No hay columnas fijas en esa notación. En cambio, el valor de cualquier dígito está determinado por los otros dígitos que lo rodean).

Por su parte, los griegos rechazaron explícitamente el cero. Dado que su sistema matemático estaba basado en la geometría, los números tenían que representar espacio de un tipo o de otro: longitud, ángulos, superficie, etc. El espacio cero no tenía sentido. El paradigma de la matemática griega fue Pitágoras y su escuela pitagórica, que realizaron descubrimientos tan importantes como la escala musical y la proporción áurea (aunque paradójicamente no el Teorema de Pitágoras: la fórmula para calcular la hipotenusa de un triángulo rectángulo se conocía muchos años antes de Pitágoras). Aunque comprendieron que la aritmética produce a veces números negativos, números irracionales e incluso el cero, los griegos los rechazaron todos porque no podían ser representados en forma física. (Curiosamente, la proporción áurea es en sí misma un número irracional, que fue mantenido secreto todo lo que fue posible).

Dicha miopía es comprensible. Cuando los números sólo representan cosas reales, no se necesita un número para expresar la ausencia de algo. Es un concepto abstracto, y sólo aparece cuando la matemática se vuelve igualmente abstracta. «La cuestión con el cero es que no necesitamos utilizarlo en las operaciones de la vida cotidiana (escribió el matemático británico Alfred North Whitehead, en 1911). Nadie sale a comprar cero pescados. En cierto sentido es el más civilizado de todos los números cardinales, y su uso sólo nos es impuesto por las necesidades de modos cultivados de pensamiento».

Algo que recayó en los matemáticos de la India. A diferencia de los griegos, señala Seife, los indios no veían formas en todos los números. Pero veían los números como conceptos. El misticismo oriental abarcaba tanto lo tangible como lo intangible a través del yin y el yang de la dualidad. El dios Shiva era al mismo tiempo el creador y el destructor de mundos; de hecho, un aspecto de la deidad Nishkala Shiva era el Shiva «sin partes», el vado. Gracias a su capacidad de separar los números de la realidad física, los indios inventaron el álgebra. Ello, a su vez, les permitió llevar las matemáticas hasta sus extremos ilógicos, incluyendo los números negativos y, en el siglo IX, hasta el cero. De hecho, la misma palabra «cero» es de origen indio: la palabra india para cero era sunya, que significa «vacío», que los árabes convirtieron en sifr. Los estudiosos occidentales la latinizaron como zephirus, raíz de nuestro cero.

El problema de lo Gratis

En el año 900 había un símbolo y una estructura algebraica para la nada. ¿Pero, había un sistema económico? Bueno, en cierto sentido había existido siempre. La palabra «economía» viene del griego oikos («casa») y nomos («costumbre» o «ley»), de ahí, «reglas de la casa». Y en el hogar, lo Gratis siempre ha sido la norma. Incluso después de que la mayoría de culturas establecieran economías monetarias, las transacciones cotidianas entre grupos sociales emparentados, desde familias a tribus, se seguían realizando fundamentalmente sin precio. Las monedas de la generosidad, la confianza, la buena voluntad, la reputación y el intercambio equitativo siguen dominando los bienes y servicios de la familia, el vecindario, e incluso el lugar de trabajo. En general, entre amigos no se necesita dinero en efectivo.

Pero para las transacciones entre extraños, en las que los lazos sociales no son el sistema que prima, el dinero suministraba una medida de valor acordada, y el trueque se convirtió en pago. Pero incluso entonces había un lugar para lo Gratis, en cualquier cosa, desde el mecenazgo a los servicios civiles.

Cuando surgieron las naciones-estado en el siglo XVIL, también lo hizo la noción del impuesto progresivo, mediante el cual los ricos aportaban más, de manera que los pobres pudieran pagar menos y recibir servicios gratuitos. La creación de organismos públicos para atender a los pobres hizo surgir un tipo especial de lo Gratis: puede que no tengas que pagar por los servicios que presta el Gobierno, pero sí lo hace la sociedad en su conjunto, y es posible que nunca puedas saber con exactitud que parte de tus propios dólares pagados en impuestos revierten directamente a ti.

La beneficencia, como es evidente, es también una forma de lo Gratis, como los actos benéficos comunitarios y «potlaches» (ceremonias de repartos de bienes entre los indios americanos). La aparición de la semana laboral de 5 días, las leyes laborales que establecen límites máximos y mínimos de la edad laboral, y el paso del trabajo agrícola al trabajo industrial y luego al trabajo administrativo, propició la aparición del tiempo libre. Ello, a su vez, creó el auge del voluntariado (trabajo gratuito), que sigue existiendo hoy.

Incluso cuando las economías monetarias se convirtieron en la norma, la importancia de no cobrar algunas cosas siguió estando profundamente arraigada. Tal vez el mejor ejemplo es el interés sobre un préstamo, que ha estado considerado históricamente como una especie de explotación, en especial cuando se trata de personas pobres. La palabra «usura»[13] significa hoy interés excesivo, pero originalmente significaba cualquier tipo de interés. (Un préstamo sin interés es considerado hoy una forma de regalo). La Iglesia Católica primitiva adoptó una actitud firme contra el cobro por los préstamos, y el Papa Clemente V convirtió en 1311 en herejía la creencia en el derecho a la usura.

No todas las sociedades han considerado malignos los intereses. El historiador Paul Johnson observa:

La mayoría de sistemas religiosos primitivos del antiguo Oriente Próximo, y los códigos seculares que surgieron de ellos, no prohibían la usura. Estas sociedades consideraban la materia inanimada como algo vivo, al igual que las plantas, los animales y las personas, y capaz de reproducirse. Por eso, si prestabas «dinero alimentario» o prendas monetarias de cualquier tipo, era legítimo cobrar interés. El dinero alimentario en forma de aceitunas, semillas o animales se prestaba ya en el año 5000 a. C., si no antes.

Pero cuando se trata de obtener un beneficio con el dinero contante y sonante, muchas sociedades han adoptado una actitud muy firme. Las leyes islámicas prohíben los intereses por completo, y el Corán no se anda con chiquitas a la hora de referirse a ello:

Aquellos que ejercen la usura están en la misma situación que quienes están bajo la influencia del diablo. Lo hacen porque afirman que la usura es lo mismo que el comercio. Sin embargo, Dios permite el comercio y prohíbe la usura. Por lo tanto, aquel que tenga en cuenta este mandamiento de su Señor y se abstenga de la usura, podrá conservar sus pasadas ganancias y estará acatando la ley de Dios. Pero quienes persistan en la usura, irán al infierno, donde morarán para siempre.

Finalmente, el pragmatismo económico hizo que el interés se volviera aceptable (y la Iglesia se dejó convencer, en parte para apaciguar a las clases comerciantes y obtener su apoyo político). En el siglo XVI, señala el artículo de la Wikipedia sobre la usura, los tipos de interés a corto plazo cayeron espectacularmente (del 20-30 por ciento anual al 9-10 por ciento), gracias a sistemas bancarios y técnicas comerciales más eficientes, unido a la mayor cantidad de dinero en circulación. La bajada de los tipos de interés suavizó mucho la oposición religiosa a la usura.

El capitalismo y sus enemigos

Después del siglo XVII, el papel del mercado y la clase mercantil fueron aceptados en casi todas partes. Se reguló el suministro de dinero, se protegieron las monedas, y florecieron las economías tal como ahora las conocemos. Cada vez se realizaba más comercio entre extraños gracias a los principios de la ventaja comparativa y la especialización. (La gente hacía lo que sabía hacer mejor y comerciaba para obtener otros objetos con gente que a su vez los sabía hacer mejor). Las monedas se volvieron más importantes como unidades de valor porque éste procedía de la confianza en la autoridad emisora (generalmente el Estado), más que de las partes de la transacción. La noción de que «todo tiene un precio» sólo tiene unos pocos siglos de antigüedad.

Gracias a Adam Smith, el comercio pasó de ser un lugar donde comprar a una forma de pensar acerca de todas las actividades humanas. La ciencia social de la economía nació como una forma de estudiar por qué la gente hace las elecciones que hace. Al igual que en la descripción de la naturaleza de Darwin, la competencia era el núcleo de esta emergente ciencia del comercio. El dinero era la forma de llevar la cuenta. Cobrar por las cosas era sencillamente la manera más eficiente de asegurar de que seguirían siendo producidas (el motivo del beneficio es tan fuerte en economía como el «gen egoísta» en la naturaleza).

Pero en medio de tanto triunfalismo del mercado, seguía habiendo grupos de personas que se oponían al dinero como mediador de todo intercambio. Carlos Marx defendía la propiedad colectiva y la asignación de acuerdo con las necesidades, no con la capacidad de pagar. Y los pensadores anarquistas del siglo XIX, como el radical príncipe Pedro Kropotkin[14], imaginaron utopías colectivistas en las que sus miembros «realizarían espontáneamente todo el trabajo necesario porque reconocerían los beneficios de la empresa comunitaria y de la ayuda mutua», tal y como lo expone el artículo de la Wikipedia sobre Anarquismo comunista.

Kropotkin, que lo explica con detalle en su libro de 1902, El apoyo mutuo: Un factor de la evolución, anticipaba algunas de las fuerzas sociales que dominan la «economía de vínculos» del Internet actual (la gente se relaciona entre sí en sus mensajes, aportando tráfico y reputación al destinatario). Al regalar algo, argumentaba, lo que se obtiene no es dinero sino satisfacción. Esta satisfacción tenía sus raíces en la comunidad, la ayuda mutua y el apoyo. Las cualidades inherentes a esa ayuda harían que los otros te dieran a ti a su vez de la misma manera. Las «sociedades primitivas» funcionaban de ese modo, sostenía, de manera que esas economías del regalo estaban más cerca del estado natural de la humanidad que el capitalismo de mercado.

Pero todos los esfuerzos para llevarlo a la práctica a cualquier escala han fallado, en gran medida porque los vínculos sociales que controlan esa ayuda mutua tienden a debilitarse cuando el tamaño del grupo excede de 150 (llamado el «número de Dunbar»: el límite empíricamente observado para que los miembros de una comunidad humana puedan mantener fuertes vínculos entre sí). Evidentemente, esto condenaba sin remedio al fracaso al colectivismo en un grupo tan grande como un país. Había que esperar la llegada de las palabras virtuales, para que viéramos por fin funcionar grandes economías construidas en torno al beneficio mutuo. Las sociedades o los juegos con múltiples jugadores que se crean en Internet nos pueden permitir mantener redes sociales que son mucho más amplias que las que mantenemos en el mundo físico. El software amplía nuestro campo de acción y lleva la cuenta.

El primer almuerzo gratis

A finales del siglo XIX, parecía que las batallas ideológicas habían terminado. Las economías de mercado estaban firmemente establecidas en todo Occidente. Lejos de ser la raíz de todo mal, el dinero estaba demostrando ser un catalizador del crecimiento y la llave de la prosperidad. El valor de las cosas quedaba mejor establecido por el precio que la gente pagaría por ellas, así de sencillo. Los sueños utópicos de sistemas alternativos basados en regalos, trueques u obligaciones sociales quedaban reservados a los experimentos marginales, desde las comunas a los kibbutzim de Israel. En el mundo del comercio, lo «gratis» adquirió su significado primario moderno: una herramienta de marketing. Y como tal, rápidamente fue considerado con desconfianza.

En la época en que King Gillette y Pearle Wait hicieron sus fortunas con lo Gratis, los consumidores estaban habituados a escuchar eso de «nadie te da de comer gratis»[15]. La frase se refiere a una tradición que llegó a ser común en los bares norteamericanos, que comenzaron ofreciendo comida «gratis» a los clientes que compraban al menos una bebida. Desde un bocadillo a una comida de varios platos, estos almuerzos gratuitos valían bastante más que el precio de una bebida. Sin embargo, los dueños de los bares apostaban a que la mayoría de clientes compraría más de una bebida, y que el gancho de la comida gratis atraería clientes durante las horas más flojas del día.

El artículo de la Wikipedia sobre el Almuerzo gratuito es un fascinante vislumbre de la historia de esta tradición. En él se nos señala que en 1872 el New York Times informaba que los almuerzos gratis se han convertido en un rasgo «singular» ampliamente extendido en New orleans.

Según el informe, la costumbre del almuerzo gratuito estaba alimentando a miles de hombres que subsistían «totalmente con comidas de este tipo». El artículo del Times, citado en la entrada de la Wikipedia, continuaba así:

Una barra en la que se sirven almuerzos gratuitos es un gran nivelador de clases, y cuando un hombre se sienta ante una de ellas, debe abandonar toda esperanza de presentar un aspecto digno. Toda clase de personas pueden ser vistas compartiendo estas comidas, y se empujan y pelean para que les sirvan una segunda vez.

La costumbre llegó a San Francisco con la fiebre del oro y perduró durante años. Pero fuera de allí, el almuerzo gratuito chocó con el movimiento por la abstinencia de bebidas alcohólicas. Una historia de 1874 sobre la batalla para prohibir el alcohol, asimismo citada en la entrada de la Wikipedia, sugiere que el almuerzo gratis —unido a mujeres y canciones— no era más que una manera de disfrazar un bar bien abastecido. El alcohol era el «centro sobre el que giraba el resto de cosas».

Tal y como señala la Wikipedia, otros sostenían que el almuerzo gratuito realizaba de hecho una función de auxilio social. El reformador William T. Stead comentó que en 1894, los bares donde se servía comida gratuita «alimentaron a más gente hambrienta en Chicago que el resto de instituciones religiosas, de beneficencia y municipales juntas». Citaba el cálculo de un periódico según el cual los 3000 dueños de bares alimentaban a 60.000 personas al día.

Muestras, regalos y desgustación

A principios del siglo XX, lo Gratis volvió a surgir con la nueva industria de artículos envasados. Con el auge de las marcas, la publicidad y la distribución nacional, lo Gratis se convirtió en un truco de venta. No hay nada nuevo en las muestras gratuitas, pero su comercialización masiva se atribuye a un genio del marketing del siglo XIX llamado Benjamín Babbitt[16].

Entre las muchas invenciones de Babbitt se encontraban varios métodos para fabricar jabón. Pero en lo que realmente destacó fue en su innovadora forma de venta, que rivalizó incluso con la de su amigo P. T. Barnum. El Jabón de Babbitt se hizo famoso a nivel nacional debido a su publicidad y campañas de promoción, que incluyeron la primera distribución masiva de muestras gratuitas. «Todo lo que pido es una prueba justa», proclamaban sus anuncios, que mostraban vendedores entregando muestras.

Otro ejemplo pionero es Wall Drug en Dakota del Sur. En 1931, Ted Hustead, farmacéutico y nativo de Nebraska, estaba buscando para establecer su negocio una pequeña ciudad con una iglesia católica. Encontró exactamente lo que buscaba en Wall Drug. Era un almacén situado en un pueblo de 231 personas «en mitad de ninguna parte» según sus palabras. Lógicamente, el negocio tuvo problemas. Pero en 1933 se inauguró el Memorial Nacional Monte Rushmore con las esculturas monumentales de Washington, Jefferson, Theodor Roosevelt y Lincoln, a unos 100 kilómetros al oeste, y la esposa de Hustead, Dorothy, tuvo la idea de anunciar agua fría gratuita para los sedientos viajeros que se dirigían a ver el monumento. La táctica situó a Wall Drug en el mapa y el negocio floreció.

Hoy, Wall Drug es un enorme centro comercial temático. Ahora regala pegatinas de parachoques alusivas al monumento y ofrece además café a 5 céntimos. El agua fría, por supuesto, sigue siendo gratis.

Lo gratis como un arma

Uno de los primeros indicios del poder que tendría lo Gratis en el siglo XX apareció con ese medio transformador que fue la radio. Hoy sabemos que la manera más perjudicial de entrar en el mercado es volatilizar la economía de modelos de negocio existentes. No cobrar nada por un producto del que sus operadores tradicionales dependen para sus beneficios. El mundo le asediará y podrá venderle entonces cualquier otra cosa. Consideremos simplemente las llamadas interurbanas gratuitas con los teléfonos móviles que diezmaron el negocio de ese tipo de llamadas de las líneas fijas, o pensemos en lo que los anuncios por palabras gratuitos hacen a los periódicos.

Hace 70 años, se llevó a cabo una batalla similar con la música grabada. A finales de la década de 1930, la radio estaba surgiendo como un formato de entretenimiento popular, pero también revolucionó la manera en que se pagaba a los músicos. American Decades, de Enciclopedia.com, describe el dilema de la época:

»La mayoría de las retransmisiones de música radiofónica de la época eran en directo, y los músicos y compositores cobraban por cada actuación, pero para los músicos y compositores el pago por una única actuación no era justo cuando esa actuación estaba siendo escuchada por millones de oyentes. En caso de que esos millones de oyentes se encontraran dentro de una sala de conciertos, la parte a cobrar por los músicos probablemente habría sido mayor. Los propietarios de las emisoras de radio sostenían que era imposible pagar un canon de licencia basándose en cuántos oyentes sintonizaban la radio, porque nadie sabía cuál era su número». Pero la ASCAP [American Association of Composers, Authors and Publishers], con su cuasi-monopolio sobre los artistas más populares, impuso las reglas: insistía en royalties del 3 al 5 por ciento de los ingresos brutos en publicidad de una emisora a cambio del derecho a reproducir música. Peor aún, amenazó con aumentar ese porcentaje cuando el contrato expirara en 1940.

Mientras las emisoras y la ASCAP estaban negociando, éstas comenzaron a ocuparse ellas mismas del asunto y cortaron por lo sano las actuaciones en directo. La tecnología de grabación estaba mejorando, y cada vez eran más las emisoras que comenzaban a poner discos que eran presentados por un anunciante del estudio conocido como disk jockey. Los sellos musicales respondieron vendiendo discos con la etiqueta «NO AUTORIZADO PARA RADIODIFUSIÓN», pero en 1940 el Tribunal Supremo decidió que las emisoras de radio podían emitir cualquier disco que hubieran comprado. De manera que la ASCAP convenció a sus miembros más prominentes, como Bing Crosby, de dejar simplemente de hacer nuevos discos.

Enfrentados a una reserva de música que iba menguando y a un posible y ruinoso pleito por royalties, los propietarios de emisoras respondieron organizando su propia agencia de royalties, llamada Broadcast Music Incorporated (BMI). La naciente BMI[17], de acuerdo con el relato de American Decades, «se convirtió rápidamente en un imán para músicos regionales, como artistas de rhytbm-and-blues y de música country y del oeste, tradicionalmente olvidados por la ASCAP con su base en Nueva York». Como estos músicos menos populares querían difusión más que dinero, aceptaron que las emisoras de radio emitieran su música de manera gratuita. El modelo de negocio de cobrar a las emisoras de radio una fortuna por el derecho a reproducir música se vino abajo. En cambio, la radio fue reconocida como un canal de marketing esencial para artistas, que ganarían dinero vendiendo discos y dando conciertos.

Aunque la ASCAP intentó oponerse en varios pleitos en la década de 1950, nunca recuperó el poder de cobrar elevados royalties a las emisoras de radio. La radio de libre difusión más los royalties nominales para los artistas dieron lugar a la era del disk jockey y, esto a su vez, al fenómeno de los 40 Principales. Hoy en día estos royalties se calculan mediante una formula en la que intervienen el tiempo, el alcance y el tipo de emisora, pero son lo suficientemente bajos como para que las emisoras prosperen.

La ironía fue completa. En lugar de socavar el negocio de la música, como había temido la ASCAP, lo gratuito ayudó a la industria de la música a crecer hasta hacerse enorme y rentable. Una versión inferior gratuita de la música (menor calidad, disponibilidad imprevisible) resultó ser un gran marketing para la versión superior de pago, y los ingresos de los artistas pasaron de provenir de las actuaciones a los royalties de los discos. Ahora, lo gratuito ofrece la oportunidad de volver a cambiar de nuevo, ya que la música gratis sirve de marketing al creciente negocio de los conciertos. Como era de esperar, lo único constante es que los sellos están en contra de ello.

La edad de la abundancia

Si durante el siglo XX la gente comenzó a aceptar nuevamente lo Gratis como un concepto, también fue testigo de un fenómeno crucial que ayudó a hacer que lo Gratis fuera una realidad: la llegada de la abundancia. Para la mayoría de las generaciones anteriores, la escasez (de comida, de ropa o de un refugio) era una preocupación constante. Sin embargo, para quienes nacieron en el mundo desarrollado de la segunda mitad del pasado siglo, la abundancia ha sido la tónica. Y en parte alguna ha sido más aparente la abundancia como en ese bien fundamental para la vida: los alimentos.

Cuando yo era niño, el hambre era uno de los principales problemas de la pobreza en Estados Unidos. Hoy en día es la obesidad. En las últimas cuatro décadas se ha producido un cambio espectacular en el mundo de la agricultura: aprendimos a cultivar alimentos mucho mejor. Una revolución impulsada por la tecnología convirtió un producto escaso en otro abundante. Y en esa historia se encuentran las claves de lo que puede pasar cuando cualquier recurso importante pasa de la escasez a la abundancia.

Una cosecha necesita sólo cinco cosas importantes: sol, aire, agua, tierra (nutrientes) y mano de obra. El sol y el aire son gratuitos, y si la cosecha crece en una zona donde llueve de manera abundante, el agua también puede ser gratuita. Los otros factores —fundamentalmente mano de obra, tierra, y fertilizantes— no son ni mucho menos gratuitos, y representan la mayor parte del precio de las cosechas.

En el siglo XIX, la Revolución Industrial mecanizó la agricultura, reduciendo radicalmente el coste de la mano de obra e incrementando el rendimiento de los cultivos. Pero fue la «Revolución Verde» de los años sesenta la que transformó realmente la economía de los alimentos haciendo que la agricultura fuera tan eficiente que cada vez tenían que dedicarse a ella menos personas. El secreto de esta segunda revolución fue la química.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el abono ha determinado la cantidad de comida de la que disponíamos. La producción agrícola estaba limitada por la disponibilidad de fertilizantes que en gran parte procedía de los residuos animales (y a veces humanos). Si una granja quería mantener animales y cosechas en un ciclo de nutrientes sinérgico, tenía que dividir sus tierras entre ellos. Pero a finales del siglo XIX los naturalistas comenzaron a comprender qué tenía el abono que necesitaban las plantas: nitrógeno, fósforo y potasio.

Al principio del siglo XX, unos cuantos químicos comenzaron a trabajar para obtener estos elementos sintéticamente. El mayor avance se produjo cuando Fritz Haber, que trabajaba para la BASF, descubrió cómo extraer nitrógeno del aire en forma de amoniaco[18] combinando aire con gas natural a presión y calor elevados. Comercializado por Carl Bosch en 1910, el barato abono nitrogenado incremento ampliamente la productividad agrícola y ayudó a evitar la hacía tiempo anunciada «catástrofe malthusiana» o crisis de población. Actualmente, la producción de amoniaco constituye el 5 por ciento del consumo de gas natural global, representando aproximadamente el 2 por ciento de la producción de energía mundial.

El Proceso Haber-Bosch[19] eliminó la dependencia que los agricultores tenían del abono. Junto a los pesticidas y herbicidas químicos, creó la Revolución Verde, que incrementó casi en 100 veces la capacidad agrícola del planeta en todo el mundo, permitiendo a la Tierra alimentar a una población en aumento, especialmente a una nueva clase media que, deseosa de nutrirse mejor, optó por la carne en lugar de limitarse a los cereales.

Los efectos han sido espectaculares. Lo que nos cuesta alimentarnos ha caído de ser un tercio de los ingresos medios de una familia norteamericana en 1955 a menos del 15 por ciento hoy.

Montones de maíz

Un aspecto de la abundancia agrícola que nos afecta a cada uno de nosotros cada día es la Economía del Maíz[20]. Esta extraordinaria planta, cultivada por el hombre durante milenios para obtener granos cada vez más grandes, produce más alimentos por hectárea que cualquier otra planta de la Tierra.

Las economías del maíz son economías naturalmente abundantes, al menos en lo que respecta a los alimentos. Los historiadores analizan a menudo las grandes civilizaciones del mundo antiguo a través de la lente de tres granos: arroz, trigo y maíz. El arroz es rico en proteínas pero extremadamente difícil de cultivar. El trigo es fácil de cultivar pero pobre en proteínas. Sólo el maíz es a la vez fácil de cultivar y abundante en proteínas.

Lo que los historiadores han observado es que la relación trabajo/proteína de estos granos influyó en el curso de las civilizaciones que se basaban en ellos. Cuanto más alta era esa relación, mayor «excedente social» tenía la gente que comía ese grano, ya que podían alimentarse con menos trabajo. El efecto de esto no siempre fue positivo. Las sociedades del arroz y del trigo tendían a ser culturas agrarias, centradas en sí mismas, tal vez porque el proceso de cultivar las cosechas les robaba demasiada energía. Pero las culturas del maíz —los mayas, los aztecas— tenían tiempo libre y energía de sobra, que empleaban a menudo en atacar a sus vecinos. Si nos guiamos por este análisis, la abundancia de maíz convirtió en guerreros a los aztecas.

Hoy utilizamos el maíz para algo más que como alimento. Entre el abono sintético y las técnicas de cultivo que hacen del maíz el convertidor mundial más eficiente de luz del sol y agua en almidón, estamos nadando actualmente en una dorada cosecha de abundancia, mucho más de lo que podemos comer. De modo que el maíz se ha convertido en una materia prima industrial para productos de todo tipo, desde pintura a envases. El maíz barato ha suprimido muchos otros alimentos de nuestra dieta y convertido a animales comedores de hierba, como las vacas, en máquinas para procesar maíz.

Como indica Michael Pollan en The Omnivore’s Dilemma, las alas de pollo «son un montón de maíz: lo que puedan tener de pollo es maíz con el que se ha alimentado el pollo, pero lo mismo sucede con los otros ingredientes, como el almidón de maíz modificado que lo aglutina todo, la harina de maíz en la mezcla para rebozar, y el aceite de maíz con que se fríen. Menos evidentes son las levaduras y la lecitina, los mono—, di— y triglicéridos, el atractivo color dorado, e incluso el ácido cítrico que mantiene frescas las alas de pollo, aunque todos ellos pueden derivarse del maíz».

Un cuarto de todos los productos que se encuentran hoy en un supermercado medio contienen maíz, escribe Pollan. Y lo mismo sucede con los productos no alimentarios. Desde la pasta de dientes y cosméticos a los limpiadores y pañales desechables, todo contiene maíz, incluido el cartón en el que vienen envasados. El mismo supermercado, con su fibra prensada y el compuesto para juntas, linóleo y adhesivos, está construido con maíz.

El maíz es tan abundante que ahora lo utilizamos para fabricar combustible para nuestros coches en forma de etanol, poniendo por fin a prueba sus límites de abundancia. Después de muchos decenios de bajada de los precios, el maíz se ha ido encareciendo en los últimos años al mismo tiempo que el petróleo. Pero las innovaciones aborrecen los productos que suben de precio, de manera que este aumento ha acelerado la búsqueda de una manera de fabricar etanol a partir de «switchgrass» (pasto perenne que crece espontáneamente) u otras formas de celulosa, que pueden crecer donde no puede hacerlo el maíz. Una vez que se encuentre esa enzima mágica comedora de celulosa, el maíz volverá a ser barato de nuevo, y con él, todo tipo de alimentos.

La mala apuesta de Ehrlich

La idea de que los productos pueden abaratarse con el tiempo, en lugar de encarecerse, es antiintuitiva. Los alimentos al menos se pueden reponer, pero los minerales no. Después de todo, la Tierra es un recurso limitado, y cuanto más mineral extraigamos de ella, menos quedará, lo que constituye un caso clásico de escasez. En 1972, un grupo de expertos llamado el Club de Roma publicó un libro llamado Límites al crecimiento[21], en el que se indicaba que las consecuencias de una población mundial en rápido crecimiento y sometida a unos recursos limitados podrían ser catastróficas. Llegó a vender 30 millones de ejemplares y sentó las bases del movimiento ecologista, alertando sobre los peligros de la «bomba de población» que estaba sometiendo al planeta a una presión que éste no podía soportar.

Pero no todo el mundo estuvo de acuerdo con este pesimismo malthusiano. Una mirada a la historia de los siglos XIX y XX sugería que nos hacemos inteligentes con más rapidez de lo que nos reproducimos: el ingenio humano tiende a encontrar formas de extraer recursos de la Tierra con más rapidez de la que podemos utilizarlos. Ello tiene el efecto de incrementar la oferta con más rapidez que la demanda, lo que a su vez disminuye los precios. (Como es evidente, esto no puede prolongarse eternamente, ya que en última instancia los recursos están limitados, pero el asunto era que se encontraban mucho menos limitados de lo que el Club de Roma pensaba). El debate que rodea la veracidad de esta afirmación se convirtió en una de las apuestas más famosas de la historia, la que definiría esencialmente las opiniones contrapuestas de la escasez frente a la abundancia.

En septiembre de 1980, Paul Ehrlich, un biólogo poblacionista, y Julián Simon, economista, hicieron una apuesta, recogida públicamente en las páginas del Social Science Quarterly, sobre el precio futuro de algunos productos.

Simon apostó públicamente 10.000 dólares a que, en su opinión, «el precio de las materias primas no controladas por el Gobierno (incluyendo cereales y petróleo) no subiría a largo plazo». Erlich aceptó la apuesta[22], y puso como fecha límite el 29 de septiembre de 1990, es decir, diez años después. Si los precios de diversos metales, descontada la inflación, aumentaban durante ese periodo, Simon pagaría a Ehrlich la diferencia combinada; si los precios bajaban, Ehrlich pagaría a Simon. Ehrlich eligió cinco metales: cobre, cromo, níquel, estaño y tungsteno.

Ed Regis, de Wired, informó sobre los resultados: «Entre 1980 y 1990, la población mundial creció en más de 800 millones de personas, el mayor incremento en una década de toda la historia. Pero en septiembre de 1990, sin una sola excepción, el precio de cada uno de los metales elegidos por Ehrlich estaba por los suelos. El cromo, que se vendía a 3,90 dólares la libra en 1980, había caído a 3,70 dólares en 1990. El estaño, que estaba a 8,72 dólares la libra en 1980, había caído a 3,88 dólares una década más tarde».

¿Por qué ganó la apuesta Simon? En parte porque era un buen economista y comprendió el efecto de sustitución: si un recurso se vuelve demasiado escaso y caro, suministra un incentivo para buscar un sustituto abundante, que desvía la demanda del recurso escaso (como la actual carrera por encontrar sustitutos del petróleo). Simon creía, y con razón, que el ingenio humano y la curva de aprendizaje de la ciencia y la tecnología tenderían a crear nuevos recursos con más rapidez de lo que los usamos.

También ganó porque Ehrlich era demasiado pesimista. Ehrlich había previsto hambrunas de «proporciones increíbles» que se producirían en 1975, que conducirían a la muerte a cientos de millones de personas en las décadas de 1970 y 1980, lo cual significaría que el mundo estaba «entrando en una auténtica era de escasez». (A pesar de lo erróneo de sus cálculos, Ehrlich recibió en 1990 el Premio al Genio de la Fundación MacArthur por haber «contribuido al conocimiento por parte del gran público de los problemas ambientales»).

Los humanos estamos programados para comprender la escasez mejor que la abundancia. Al igual que hemos evolucionado para reaccionar ante las amenazas y el peligro, una de nuestras tácticas de supervivencia es centrarnos en el riesgo de quedamos sin provisiones. La abundancia, desde una perspectiva evolucionista, se resuelve por sí misma, mientras que hay que luchar para resolver la escasez. El resultado es que, a pesar de la victoria de Simon, el mundo pareció suponer que, en cierto sentido, Ehrlich seguía teniendo razón.

Simon se quejaba de que, por cierta razón que no era capaz de comprender, la gente era proclive a creer lo peor sobre todo y de todo; era inmune a las pruebas que lo rebatían como si hubiera sido vacunada contra la fuerza de la evidencia». Los tenebrosos pronósticos de Ehrlich siguieron (y lo hacen aún) teniendo influencia. Entre tanto, las observaciones de Simon parecen interesar únicamente a los comerciantes de productos primarios.

Ceguera ante el cuerno de la abundancia

Debería haber sido obvio que Simon tenía más probabilidades de ganar la apuesta. Pero nuestra tendencia a prestar más atención a la escasez que a la abundancia nos ha llevado a ignorar muchos ejemplos de abundancia que han surgido durante nuestra vida, como, para empezar, el del maíz. El problema es que una vez que algo se vuelve abundante, tendemos a ignorarlo, como ignoramos el aire que respiramos. Hay una razón por la que la economía se define como la ciencia del «reparto óptimo de recursos escasos»: en la abundancia no hay que tomar decisiones, lo cual significa que no tienes que pensar en ella en absoluto.

Lo podemos apreciar en ejemplos de todo tipo. El antiguo profesor de ingeniería de la Universidad de Colorado, Peter Beckmann, señaló que «Durante la Edad Media, en algunas partes de Europa sin acceso al mar, la sal solía ser tan escasa que se utilizaba como “moneda”[23], al igual que el oro. Veamos lo que sucede ahora: es un condimento que se da gratis con cualquier comida, ya que es demasiado barata como para medirla».

En una categoría más amplia se encuentran los efectos generalizadores como los de la globalización, que han puesto mano de obra abundante a disposición de cualquier país. Hoy en día, las necesidades básicas como la ropa se pueden fabricar de forma tan barata como para que sea casi desechable. En 1900, la camisa de hombre más sencilla (básicamente, el tejido y cosido equivalente de una camiseta) costaba en Estados Unidos 1 dólar al por mayor, lo cual era mucho, especialmente después de que el precio subiera para ser vendida al por menor. El resultado era que un consumidor estadounidense medio tenía solamente 8 unidades.

Hoy, esa camiseta sigue costando 1 dólar al por mayor. Pero 1 dólar de hoy es una veinticincoava parte de 1 dólar de hace un siglo, lo que significa que en la práctica podemos comprar 25 camisas por el precio de 1 de entonces. Nadie tiene necesidad de ir en harapos hoy; de hecho, algunas personas sin techo tienen acceso más fácil a la ropa gratuita que a una ducha o a una lavadora, de manera que tratan la ropa como un artículo desechable que se lleva durante un corto periodo y luego se tira.

Pero tal vez el ejemplo más familiar de abundancia en el siglo XX era el plástico, que convirtió a los átomos en casi tan baratos y maleables como los bits. Lo que podía hacer el plástico, el producto básico fungible en última instancia, era reducir los costes de fabricación y materiales a prácticamente nada. No tenía que ser tallado, mecanizado, pintado, fundido o estampado. Simplemente era moldeado en cualquier forma, textura o color deseado. El resultado fue el nacimiento de la cultura del usar y tirar. El concepto que introdujo King Gillette con la cuchilla de afeitar se extendió prácticamente a cualquier cosa cuando Leo Baekeland creó el primer polímero completamente sintético en 1907. Su apellido nos dio la baquelita. El logo de la empresa fue la letra B encima del símbolo matemático de infinito, en alusión a las aparentemente ilimitadas aplicaciones del polímero.

En la Segunda Guerra Mundial, el plástico se convirtió en un material estratégico clave, y el Gobierno de EE. UU. gastó 1000 millones de dólares en instalaciones de fabricación del polímero sintético. Después de la guerra, toda esta capacidad, redirigida hacia el mercado de consumo, convirtió un material notablemente maleable en otro extraordinariamente barato. Y así nacieron, como lo cuenta Heather Rogers en Gone Tomorrow: The Hidden Life of Garbage[24], «los Tupperware, las mesas de fórmica, las sillas de fibra de vidrio, los asientos Naugahyde, los hula hoops, los bolígrafos desechables, el Blandy Blub o Silly Putty (masilla plástica), y los leotardos de nailon».

La primera generación de plástico se vendió no como una sustancia desechable sino como algo de gran calidad. Podía adoptar formas más perfectas que el metal y era más duradero que la madera. Pero la segunda generación de plásticos, los vinilos y poliestirenos, eran tan baratos que podían ser tirados sin contemplaciones. En la década de 1960, los artículos desechables de brillantes colores representaban la modernidad, el triunfo de la tecnología industrial sobre la escasez de materiales. Tirar cualquier artículo manufacturado no era despilfarrar; era el privilegio de una civilización avanzada.

Después de la década de 1970, la actitud ante esta superabundancia comenzó a cambiar. El coste medioambiental de una cultura de consumo desechable resultó más evidente. Había parecido que el plástico era gratis, pero sólo porque no le habíamos puesto el precio correcto. Si incluimos los costes medioambientales —los «efectos externos negativos»—, tal vez ya no parezca tan correcto tirar ese juguete que te dan con una Happy Meal de McDonald’s después de haber jugado una sola vez con él. Una generación comenzó a reciclar. Nuestra actitud ante la abundancia de recursos pasó de la psicología personal («para mí es gratis») a una psicología colectiva («para nosotros no es gratis»).

Gana la abundancia

La historia del siglo XX es la de un extraordinario cambio económico y social impulsado por la abundancia. El automóvil fue posible por la capacidad de explotar enormes depósitos de petróleo, que sustituyó al escaso aceite de ballenas y convirtió los combustibles líquidos en omnipresentes. El contenedor de 80 pies (2,26 m³), que no necesitaba un montón de estibadores para su carga y descarga, hizo que el transporte por mar fuera lo suficientemente barato como para utilizar abundante mano de obra lejana. Los ordenadores hicieron posible la abundancia de información.

Al igual que el agua fluye siempre colina abajo, las economías tienden hacia la abundancia. Los productos que pueden convertirse en artículos de consumo masivo y de precio bajo tienden a hacerlo, y las empresas que buscan beneficios se mueven a contracorriente en busca de nuevas escaseces. Cuando la abundancia echa el coste de algo por los suelos, el valor se mueve hacia niveles adyacentes, algo que el autor Clayton Christensen llama la «Ley de conservación de beneficios atractivos[25]».

En 2001, el gurú de la gestión Seth Godin escribió en Unleashing the Ideavirus [Liberando los ideavirus, Robinbook, Barcelona, 2002]: «Hace veinte años[26], las 100 principales empresas de Fortune 500 o bien sacaban algo de la tierra, o bien convertían un recurso natural (mineral de hierro o petróleo) en algo que podías tocar». Actualmente, como observó Godin, las cosas son diferentes. Sólo 32 de las 100 principales empresas hacen cosas que se pueden tocar, desde vehículos motorizados y aeroespaciales a productos químicos y alimentos, curvado de metales e industria pesada. Las otras 68 comercian fundamentalmente con ideas, no con procesamiento de recursos. Algunas ofrecen servidos en lugar de bienes, como atención sanitaria y telecomunicaciones. Otras crean bienes que fundamentalmente son propiedad intelectual, como los medicamentos y los semiconductores, donde el coste de fabricar el producto físico es minúsculo en comparación con el coste de inventarlo. Otros aún crean mercados para los bienes de otras personas, como los minoristas y los mayoristas. A continuación damos la lista desglosada:

  • Seguros: vida, salud (12)
  • Atención sanitaria (6)
  • Bancos comerciales (5)
  • Mayoristas (5)
  • Tiendas de comestibles, periódicos y medicamentos (5)
  • Minoristas (4)
  • Empresas farmacéuticas (4)
  • Valores (4)
  • Minoristas especializados (4)
  • Telecomunicaciones (4)
  • Ordenadores, equipos de oficina (3)
  • Entretenimiento (3)
  • Productos financieros diversificados (2)
  • Correo, paquetería, transporte (2)
  • Equipos de red y otras comunicaciones (2)
  • Software informático (1)
  • Instituciones de ahorro (1)
  • Semiconductores y otros componentes electrónicos (1)

La cuestión era, como aprendimos de la apuesta Ehrlich/ Simon, que a medida que los productos de gran consumo se abaratan, el valor se va a otra parte. Los artículos de consumo masivo siguen dando mucho dinero (no hay más que ver los países productores de petróleo), pero los márgenes de beneficio más elevados se suelen encontrar allí donde se ha añadido materia gris a las cosas. Eso es lo que sucedió a la lista anterior. Hace unos pocos decenios, el mayor valor se encontraba en la fabricación. Luego la globalización convirtió la fabricación en un producto de gran consumo y el precio cayó. De modo que el valor se trasladó a cosas que (todavía) no eran productos de gran consumo, más lejos de la coordinación mano-ojo y más cerca de la coordinación cerebro-boca. Los trabajadores del conocimiento de hoy son los obreros de las fábricas de ayer (y los campesinos de anteayer) que se mueven a contracorriente en busca de la escasez.

En estos días en que la escasez es lo que el antiguo secretario de trabajo de Estados Unidos, Robert Reich, llamaba «análisis simbólico», la combinación de conocimientos, capacidades y pensamiento abstracto es lo que define a un trabajador del conocimiento eficaz. El desafio constante es descubrir cómo dividir mejor el trabajo entre personas y ordenadores, línea que se encuentra siempre en movimiento.

A medida que se enseña a los ordenadores a hacer un trabajo humano (como la compraventa de acciones), el precio de ese trabajo cae a cero y los humanos desplazados o bien aprenden a hacer otra cosa que les exige un reto, o no. Normalmente, al primer grupo le pagan mejor de lo que solían, y el segundo grupo cobra menos. El primero es la oportunidad que se presenta con las industrias que avanzan hacia la abundancia; el segundo es el coste. Como sociedad, nuestro trabajo es hacer que el primer grupo sea mayor que el segundo.

Pensar en la abundancia no es sólo descubrir qué es lo que se va a abaratar sino buscar también lo que aumentará de valor a consecuencia de ese cambio y avanzar en esa dirección. Es el motor del crecimiento, algo en lo que llevamos montados antes incluso de que David Ricardo definiera «la ventaja comparativa» de un país sobre otro en el siglo XVII. La abundancia de ayer consistía en productos de otro país que tenía más recursos y mano de obra más barata. La de hoy también consiste en productos de la tierra del silicio e hilos de vidrio.