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De cómo una vieja broma con un siglo de antigüedad se convirtió en la Ley de la Economía Digital

En 1838, Antoine Cournot[77], un matemático francés residente en París, publicó Recherches, hoy considerado como una obra maestra de la economía (aunque no muchos pensaron igual en su época). En su libro trató de crear un modelo de cómo compiten las empresas, y llegó a la conclusión, tras un montón de cálculos, que todo estaba relacionado con la cantidad que producían. Si una empresa fabricaba platos y otra empresa deseaba abrir otra fábrica de platos, tendría buen cuidado de no fabricar demasiados por temor a inundar de platos el mercado y hundir los precios. De forma simultánea e independiente ambas empresas deberían regular su producción para mantener los precios lo más altos posible.

El libro, como ocurre a menudo incluso con los trabajos más inspirados, no tardó en ser olvidado. Los miembros de la Escuela Liberal Francesa, que en aquella época dominaban la economía francesa, no se mostraron interesados y dejaron a Cournot desalentado y amargado. (De todas formas, llegó a hacer una distinguida carrera, obtuvo premios y murió en 1877.) Pero tras su muerte, un grupo de jóvenes economistas recuperaron Recherches y llegaron a la conclusión de que Cournot no había sido lo suficientemente reconocido por sus contemporáneos. Y reclamaron que se reexaminasen sus modelos de competencia.

Así, en 1883, otro matemático francés, Joseph Bertrand, decidió echarle una ojeada más de cerca a Recherches. Y le pareció aborrecible. Tal y como lo expone el artículo de la Wikipedia sobre Cournot, «Bertrand adujo que Cournot había extraído la conclusión errónea prácticamente en todo». En verdad, Bertrand pensaba que el uso del volumen de producción como la unidad clave para la competencia era tan arbitrario que, medio en broma, rehizo los modelos de Cournot poniendo los precios, no el rendimiento, como la variable básica. Curiosamente, al hacer eso dio con un modelo que era igual de ingenioso, si no más.

La Competencia de Bertrand puede ser resumida así:

En un mercado competitivo, el precio recae en el coste marginal.

Por descontado que en aquella época no había muchos mercados realmente competitivos, al menos no como aquellos matemáticos los definían: con productos homogéneos (sin diferenciación de productos) y sin connivencia. De manera que otros economistas desestimaron a ambos como teóricos que trataban sin necesidad de encajar comportamientos humanos extremadamente complejos en rígidas ecuaciones, y durante las siguientes décadas la cuestión quedó olvidada como si fuera una disputa académica más.

Pero cuando la economía se adentró en el siglo XX y los mercados se volvieron competitivos y más cuantificables, los investigadores se volvieron hacia aquellos dos franceses enemistados. Generaciones de estudiantes graduados en economía se afanaron en imaginar qué industrias se adecuaban más a la Competencia de Cournot y cuáles a la Competencia de Bertrand. Ahorro los detalles, pero la versión corta es esta: en mercados de abundancia, donde es fácil fabricar más, Bertrand tiende a ganar; el precio recae muchas veces sobre el coste marginal.

Todo ello seguiría siendo de interés fundamentalmente académico si no fuera por el hecho de que estamos creando el mercado más competitivo que el mundo haya visto nunca, donde el coste marginal de los productos y servicios está cerca de cero. En la red, donde la información es un bien de consumo y los productos y servicios pueden ser copiados fácilmente, estamos viendo que la Competencia de Bertrand funciona de una forma que hubiese asombrado al propio Bertrand.

Si la ley es «el precio recae sobre el coste marginal», en ese caso lo gratuito no es tan sólo una opción sino el final inevitable. Es la fuerza de la gravedad económica, y sólo puedes combatirla durante un tiempo. ¡Vaya!

Pero un momento. ¿El software no es otro mercado con el coste marginal casi cero? ¿Y Microsoft no cobra centenares de dólares por Office y Windows? Sí, y sí. En cuyo caso, ¿cómo encaja esto en la teoría?

La respuesta reside en la parte referente al «mercado competitivo». Microsoft creó un producto que se benefició mucho de los efectos de Red: cuanta más gente usa un producto, más gente se siente obligada a hacer lo mismo. En el caso de un sistema operativo como Windows, ello es así porque el sistema operativo más popular atraerá a más técnicos de software a fin de crear más programas para operar con él. En el caso de Office, como usted quiere intercambiar archivos con otras personas, se inclina a usar los mismos programas que usan ellas.

Ambos ejemplos tienden a crear programas del tipo «el ganador-se-lo-lleva-todo», que es la razón por la que Microsoft creó un monopolio. Y una vez que tienes un monopolio, puedes cargar «precios de monopolio», que es como decir 300 dólares por 2 discos en una caja donde pone «Office», cuando el coste real de hacer esos discos es sólo 1 o 2 dólares.

Otra cosa respecto a la Competencia Bertrand es que se aplica fundamentalmente a productos similares. Pero si un producto es ampliamente superior para los fines del usuario, el principal determinante del precio no es el coste marginal sino la «utilidad marginal»: el valor que tiene para usted. En Internet, esto puede reflejar o bien las características del servicio, o bien lo implicado que esté usted en él.

Por ejemplo, hay por ahí numerosas redes sociales, pero si usted tiene todas sus propias conexiones sociales en Facebook, puede que esté poco dispuesto a salir de ahí, incluso si empiezan a cobrarle. Para usted su utilidad marginal es mucho más alta que la de las otras redes sociales por las que usted estaría dispuesto a pagar. Pero para los recién llegados que todavía no han creado su Web de conexiones, la utilidad marginal de la red social les puede parecer similar. Puestos a elegir entre dos redes sociales —pongamos una Facebook de pago y una MySpace gratuita—, los recién llegados tenderán a escoger la gratuita. Y esa es la razón por la que Facebook no cobra: los socios ya existentes puede que pagasen, pero empezaría a perder volumen por falta de nuevos miembros a favor de las redes competidoras gratuitas.

Los monopolios ya no son lo que eran

La segunda mitad del siglo XX estuvo llena de ejemplos «el ganador se lleva todos los mercados» y con unos márgenes de beneficios asombrosamente altos (90, 95 por ciento, e incluso más), lo que parecía demostrar lo contrario que la Competencia de Bertrand. No era tan sólo el software sino cualquier cosa en la que el valor del producto resida fundamentalmente en la propiedad intelectual y no en sus propiedades materiales. Las medicinas (las pastillas apenas cuestan nada, pero la investigación para inventarlas cuesta centenares de millones de dólares), los chips semiconductores (ídem) e incluso Hollywood (las películas son caras de realizar y baratas de reproducir) entran en esta categoría.

Esas industrias se benefician de algo llamado «rendimientos crecientes», que es como decir que mientras los costes fijos del producto (I+D, construcción de la fábrica, etc.,) pueden ser altos, si los costes marginales son bajos, cuanto más produzca usted, mayor será su margen de beneficio. El premio por seguir una estrategia «max» es que ella reparte los costes fijos sobre un mayor número de unidades, haciendo que el beneficio crezca con cada una.

No hay nada nuevo en todo esto. Como ha señalado el economista Paul Krugman, «Incluso Alfred Marshall[78], el economista Victoriano que fue el primero en formalizar el modelo de la oferta y la demanda, describió industrias en las que la disponibilidad de mano de obra especializada, la presencia de proveedores especializados y la difusión del conocimiento rebajaba progresivamente los costes». (Su primer ejemplo fueron los fabricantes de cuberterías de Sheffield, Inglaterra, que fueron capaces de aplicar las técnicas de la Revolución Industrial a la producción en masa de cuberterías de plata.) Pero «rendimientos crecientes» se refiere tradicionalmente a incrementos de rendimientos de producción. Los mercados digitales se benefician asimismo de incrementos de rendimientos por el consumo, donde los productos se hacen más valiosos según se consumen más, creando un círculo virtuoso que puede provocar un dominio del mercado.

Por descontado que esto sólo funciona si se puede mantener controlada a la competencia, y la razón de que esos márgenes de beneficios fuesen tan altos es que en el siglo XX había un montón de formas de lograrlo eficazmente. Además de los monopolios estaban las patentes, los derechos de autor y protección de marca registrada, los secretos de mercado y la táctica de mano dura con los minoristas para mantener a los competidores alejados del pastel.

El problema de la mayoría de esas estrategias para acabar con la competencia es que ya no funcionan como solían. La piratería, contra el software, los contenidos o los productos farmacéuticos, está en aumento según se generalizan las tecnologías de duplicación (desde su ordenador personal al equipo biomédico). El mayor fabricante del mundo, China, hace que intentar la protección de patentes sea difícil. Y según se generaliza la distribución online, donde la superficie de exposición es infinita, es imposible mantener alejados a los competidores de los consumidores (al margen de la influencia que tenga usted en Wal-Mart). Al combinar las herramientas de producción democratizadas (ordenadores) con herramientas de distribución democratizadas (redes), Internet ha hecho posible lo que Bertrand únicamente había imaginado: un mercado realmente competitivo.

De repente, un modelo económico teórico, inventado hace años como una broma para ridiculizar a otro economista, se ha convertido en la ley de fijación de precios en Internet.

Es demasiado pronto para decir que los monopolios online ya no son de temer. Esos mismos efectos de red fueron los que dieron a Microsoft su posición de dominio en el campo del ordenador y en Internet, como Google ha demostrado fehacientemente. Pero lo interesante de los casi monopolios en la red es que raras veces traen consigo rendimientos de monopolio. Pese a su dominio, Google no cobra 300 dólares por sus procesadores de textos o sus hojas de cálculo sino que los regala (Google Docs/Google Office). Incluso en las cosas por las que sí cobra, fundamentalmente espacio de publicidad, el precio lo fija una subasta, no Google.

Lo mismo pasa con todos los números uno en las grandes categorías online, desde Facebook a eBay. Pese a todo su poderío, apenas tienen un pequeño poder para fijar precios. Facebook sólo puede cargar precios tirados a razón de menos de 1 dólar por 1000 entradas, y cada vez que eBay trata de subir sus tasas de inscripción, los vendedores amenazan con marcharse, y dada la abundancia de alternativas online, no es una amenaza vana.

Entonces, ¿cómo ganan miles de millones? Cuestión de escala. No se trata tanto de perder dinero con cada venta y compensarlo con el volumen, sino de perder dinero con un montón de personas y recuperarlo con relativamente pocas. Lo que pasa es que esas empresas aplican la estrategia max, según la cual unos (relativamente) pocos pueden sumar millares o millones de personas. Estas son buenas noticias para los consumidores, que están consiguiendo productos y servicios baratos, ¿pero qué pasa con las empresas que no pueden aplicar la estrategia max? Después de todo, por cada Google y Facebook hay centenares de miles de empresas que nunca van más allá de los nichos de mercado.

Para ellas no hay una respuesta única. Cada mercado es diferente. Lo Gratis es una atracción constante en todos los mercados, pero hacer dinero a costa de lo Gratis, especialmente cuando no tienes millones de usuarios (y a veces incluso cuando los tienes), es una cuestión de pensamiento creativo y experimentación constante, de lo cual los ejemplos al final del presente libro son sólo una pequeña muestra.

Lo Gratis es sólo otra versión

Los principios económicos detrás de esos modelos entran mayormente en las cuatro clases de lo Gratis que ya hemos examinado. Y la economía no tiene problema con los precios cero. La teoría de precios está basada en el llamado «versionado», donde clientes diferentes pagan precios diferentes. Las cervezas durante la Happy Hour son baratas, con la esperanza de que los clientes se quedarán y seguirán bebiendo cuando sean caras.

La idea fundamental detrás del versionado tiene que ver con la venta de productos similares a clientes diferentes a precios diferentes. Cuando usted decide entre gasolina normal o súper, está experimentando el versionado, y lo mismo cuando asiste a una sesión matinal de cine a mitad de precio u obtiene un descuento para jubilados. Tal es el meollo del freemium: una de las versiones es gratuita, pero las restantes son de pago. O, para fastidiar a Marx, a cada uno según sus necesidades, y de cada uno según su disposición a sacar la cartera.

Otra vía para que la teoría de fijación de precios pueda invocar a lo Gratis es mediante los precios de tarifa plana («coma cuanto pueda»). Esto puede verse en ejemplos como el alquiler de DVDs por correo de Netflix. Mediante una suscripción fija mensual usted puede alquilar tantos DVDs como quiera, hasta tres cada vez. Aunque sigue pagando, no paga por cada DVD de más que consuma (incluso el envío postal es gratis). De manera que el coste percibido de mirar un vídeo, devolverlo y obtener uno nuevo es, efectivamente, cero. Lo «sientes gratuito», pese a que estés pagando una tasa mensual por el privilegio.

Este es un ejemplo de lo que los economistas llaman «precio marginal» cercano a cero, a no confundir con el coste marginal cercano a cero. El primero lo experimentan los consumidores, y el segundo los productores. Pero el mejor modelo es el que permite combinar ambos, que es lo que hace Netflix.

En su mayoría, los precios de Netflix son fijos: obtener suscriptores, mantenerlos, crear almacenes de distribución y desarrollar software, y comprar DVDs. El coste marginal de enviar más DVDs es muy bajo —un poco más de franqueo, un poco de trabajo (aunque está altamente automatizado), y el incremento de algunos royalties, sobre todo en comparación con el beneficio de los suscriptores por haber hecho tal elección y su comodidad. De manera que cuando Netflix alinea su interés económico (repartir los costes fijos entre más DVDs, reducir los costes marginales) con el de sus clientes (la cuota fija hace que alquilar más DVDs parezca gratis), todos salen ganando.

En cierto modo Netflix es como un gimnasio. Los costes fijos son montarlo y dotarlo de personal. Cuanto menos lo use usted, más dinero gana la empresa, puesto que puede atender a más usuarios con menos personal si la mayoría de aquellos no lo usa la mayor parte de los días. De igual forma, Netflix gana más dinero si usted no devuelve a menudo los vídeos para reponerlos. Pero la diferencia es que usted no se siente tan mal por esa falta de uso como pasa con el gimnasio. Con Netflix no hay que pagar cuotas por retraso si usted retiene un vídeo durante semanas y, comparado con la alternativa, eso cuenta como ganancia.

Se puede ver este modelo de precio marginal cercano a cero en todas partes, desde el buffet libre hasta su teléfono móvil o las ofertas para acceso a la banda ancha de Internet. En cada caso, una tarifa plana desactiva la psicología negativa del precio marginal —el tic-tac del contador o la sensación de estar siendo esquilmado céntimo a céntimo—, y hace que los usuarios se sientan más cómodos con lo que consumen. Funciona si los usuarios consumen mucho, porque normalmente se compara con el modelo de bajo coste de producción marginal, y funciona incluso mejor (al menos para el fabricante) si consumen poco. Como dice Hal Varian[79], economista jefe de Google (y pionero en la formulación de la economía de lo Gratis): «¿Quién es el cliente favorito de un gimnasio? El que paga su cuota de inscripción y no va nunca».

De modo que lo Gratis no es algo nuevo en el mundo económico. Sin embargo, muchas veces no se entiende bien. Uno de los principios más famosos que pone en cuestión es el llamado «problema del polizón» (free rider).

El no-problema del polizón

Russell Roberts[80], un economista de la Universidad George Mason, tiene un popular «podcast» llamado Econ Talk (y que es excelente). En una emisión de 2008 observó lo siguiente:

Una de las cosas que me fascinan acerca de [Wikipedia] es que si les hubiesen preguntado: «¿Puede funcionar Wikipedia?» a economistas de las décadas de 1950, 1960, 1970, 1980, 1990 e incluso 2000, la mayoría de ellos diría que no. Según ellos, «no puede funcionar, sabe usted, porque obtienes muy poca gloria de ello. No hay beneficio. Todo el mundo va a querer viajar gratis. Les encantaría leer la Wikipedia si existiese, pero nadie la va a crear porque existe el problema del polizón». Pero aquellos tipos se equivocaban. No entendieron el simple placer de superar en parte el problema del polizón.

El problema del polizón es la cara oscura del buffet libre. Al igual que el «gorrón» del buffet libre se demora en el comedor, los polizones son aquellos que consumen más de la parte que equitativamente les corresponde de un recurso, o arriman el hombro menos de lo que equitativamente les corresponde en los costes de producción. Pero dado que «equitativo» es totalmente subjetivo, sólo se considera un problema en economía cuando conduce al desplome de un mercado. De manera que cuando unos estudiantes glotones arrasan un buffet libre, obligando a la dirección a retirarlo, ello podría ser un ejemplo de polizones fuera de control.

Como ha observado Timothy Lee, un científico informático y becario del Cato Institute, la interpretación de este problema en el siglo XX ya no funciona por dos razones. En primer lugar, da por supuesto que el coste del recurso consumido es lo bastante alto como para preocuparse por ello, o por decirlo de otra manera, que esos costes deben ser compensados. Ello puede ser cierto para el buffet libre, pero no lo es para cosas que la gente hace gratis encantada con la esperanza de tener una audiencia, lo cual describe gran parte del contenido online. Ser leído es pago suficiente.

En segundo lugar, juzga muy equivocadamente el efecto de la escala Internet. Como ya hemos visto, si usted es el único padre que trabaja como voluntario en la clase, finalmente puede objetar que el resto de padres se estén aprovechando sin echar una mano. Usted puede molestarse hasta el extremo de dimitir. En ese caso, quizá entre el 10 y el 20 por ciento de padres deberían ayudar para evitar el peligro de que el sistema entero se venga abajo.

Pero en Internet, donde los números son mucho más grandes, muchas comunidades de voluntarios prosperan sólo con que contribuya el 1 por ciento de los participantes. Lejos de ser un problema, un número elevado de consumidores pasivos es la recompensa para los pocos que contribuyen (los llaman su público).

Como dice Lee: «Este público numeroso actúa como un poderoso motivador para la contribución continua en la Web. A la gente le gusta contribuir en una enciclopedia con un gran público; en realidad, el gran número de “polizones” —también conocidos como usuarios— es uno de los aspectos más atractivos de ser un editor de Wikipedia».

En otras palabras, no hace falta un título de licenciado para entender por qué lo Gratis funciona tan bien online. Lo único que debe usted hacer es olvidar los diez primeros capítulos (aproximadamente) de sus libros de texto sobre economía.

Lo que resta de esta última sección examinará las muchas facetas de lo dicho. Empezaremos con los esfuerzos por cuantificar mercados no monetarios tales como atención y reputación, y de vez en cuando convertirlos en dinero real. Entonces examinaremos la paradójica palabra «derroche», que estamos entrenados para evitar, pero que en cambio deberíamos aplicar más a menudo. (Una vez que las cosas escasas se vuelven abundantes, los mercados las tratan de forma diferente: explotan esa materia prima barata para crear otra cosa de más valor.) Después examinaremos China y Brasil, modernos bancos de pruebas para lo gratuito. Y a continuación un vistazo rápido a la ficción, donde la abundancia en tanto que recurso para un argumento ha obligado a los autores a considerar las consecuencias. Finalmente debatiremos las numerosas objeciones a lo Gratis, desde aquellos que cuestionan su poderío hasta los que lo temen.