Capítulo XVI

La Dama Ardina 

Cadvan volvió a decirle al arquero que viajaban pacíficamente, extendiendo las manos desnudas mientras lo hacía. Aunque no bajó el arco, el hombre pareció mirarlo con menos frialdad.

Hablaron durante un rato, y Maerad se removía incómoda en su silla; sabía bastante Habla para darse cuenta de que era esa la lengua que hablaban, pero no entendía nada de lo que se decía. Escuchó a Cadvan mencionar su nombre, y se volvió hacia ella haciendo un gesto con la mano; ella asintió y sonrió con lo que deseaba fuese una expresión ingenua y abierta. El extraño continuaba sin bajar el arma, y por fin, después de más cháchara, Cadvan se volvió hacia ella.

—Dice que tenemos que ir con él y que no tolerará desobediencia de ningún tipo. Dice que tiene amigos cerca, y que si nos movemos en cualquier dirección diferente a la que nos indique, los dos moriremos instantáneamente con una flecha clavada en la garganta. Creo que no tenemos elección.

—¿Quién es? —dijo Maerad—. ¿Es un Bardo?

—No —dijo Cadvan—. Y nunca he escuchado que hubiese Bardos en el Gran Bosque. Pero no son gente malvada, y creo que estaremos bastante seguros, o por lo menos esa es mi esperanza.

El arquero les indicaba impaciente que debían avanzar, así que dejaron de hablar y se colocaron delante de él. Inmediatamente cuatro arqueros más, tan altos y gráciles como el primero, saltaron desde el roble y se les unieron. Todos llevaban flechas colocadas contra la cuerda. Les dijeron a Maerad y Cadvan que desmontasen; los arqueros parecían no fiarse de los caballos, y se consultaron en privado antes de ordenarles que los siguiesen a pie. Después se separaron del río, adentrándose en el corazón del bosque. Aunque hubieran tratado de escapar, hubiera sido inútil: pronto habrían perdido el rumbo por completo.

Los arqueros los guiaron durante horas, hasta bien entrada la noche.

Maerad alzaba la vista para mirar entre los árboles y veía las estrellas, que brillaban luminosas y frías sobre ellos. ¿Cuántas veces había elevado los ojos hacia las estrellas en busca de aliento?, se preguntó. Durante tanto tiempo como era capaz de recordar, había encontrado serenidad en su gélida belleza, tan alejada del sufrimiento humano. Ahora estaba cansada y muy hambrienta, y sentía las piernas entumecidas, avanzaba por pura voluntad. Por fin, cuando ya sentía que no podría caminar ni una milla más ni aunque tuviera una flecha apuntándole directamente al pecho, sus captores los guiaron a través de un grueso anillo de árboles hacia un Hogar Bárdico.

Este era más grande que cualquiera de los que había visto Maerad: era una plaza de césped de unos sesenta metros de diámetro, de manera que el cielo nocturno observaba el centro sin ningún obstáculo, y la luna creciente y las estrellas emitían su luz sin sombra sobre el césped. En el extremo más alejado del claro descendía una cascada que brillaba en color plata y nácar bajo la luz de la luna sobre una pequeña superficie rocosa.

Allí se les permitió descansar, y desensillaron a los caballos para dejarlos beber y pastar. Tras del velo de la cascada había una gran cueva. Para sorpresa de Maerad, ocultaba una enorme y cómoda cámara iluminada por antorchas parpadeantes colgadas de las paredes rocosas; incluso había camas, hechas de ramas fuertemente entrelazadas. Dos de los arqueros se marcharon en aquel momento por algún recado urgente. El que hacía de líder le habló a Cadvan, y este le dijo a Maerad que allí comerían y descansarían antes de continuar al día siguiente.

—¿Adónde nos llevan? —preguntó Maerad con miedo.

—No me lo dicen —dijo Cadvan—. Pero la verdad es que estoy agradecido por tener una cama y una comida caliente —caminaron hasta el punto en el que el arroyo se convertía en una pequeña poza, antes de que fluyese alejándose del Hogar Bárdico, hacia el bosque, y se salpicó el rostro con agua—. ¡Así quizá pueda permanecer despierto suficiente tiempo para comer!

Poco después les dieron un guiso especiado humeante, servido en unos cuencos hechos de arcilla esmaltada. Maerad observó la artesanía con curiosidad, los cuencos tenían una pureza en la hechura que le llamó la atención. Comió con hambre, y después se tumbó sobre una de las camas y se quedó dormida casi instantáneamente.

Los arqueros los despertaron temprano, y de nuevo comenzaron su pesada marcha. Poco después Maerad se dio cuenta de que seguían un sendero que rodeaba los árboles y parecía, pensó, incluso mayor que los que habían visto durante los últimos días. Pese a ir a pie, avanzaban rápido y tal vez habían cubierto ya veinte millas antes de detenerse en otro Hogar Bárdico, muy parecido al primero. Cadvan y Maerad hablaron muy poco a lo largo del día, pese a que conversaron con los arqueros, que se llamaban Farndar, Imunt y Penar. Su conversación les reveló muy poco. No les dirían ni su destino ni quiénes eran más allá de sus nombres, y no le preguntaron a Cadvan por la razón de su viaje, ni dónde había comenzado.

Maerad no sentía tanto miedo como inquietud, se preguntaba cómo podrían salir en algún momento del bosque, si aquellos extraños tipos los dejaban marchar. Eran menos hostiles, pero a Cadvan y Maerad les quedó claro que eran sus cautivos. ¿Cómo llegarían ahora a Norloch?

A la hora de comer del día siguiente alcanzaron un ancho río que fluía rápido por un lecho rocoso, acelerando entre elevadas orillas.

—Este podría ser el Cirion, que fluye sin estar cartografiado por el Gran Bosque —le dijo Cadvan a Maerad—. Comienza en el Osidh Elanor pasando por Lirhan, y después desaparece en el bosque, donde desaparece de los mapas. Comienzo a recordar historias de mi infancia de las gentes salvajes, los Deridhu, que viven en el corazón del bosque, se dice que salen y provocan pesadillas a los niños que no hacen lo que se les dice, y montan a las vacas de manera que por la mañana tienen la mirada fija y no producen leche. Quizá sean recuerdos de este pueblo que todavía se cuentan a1 lado del hogar. Muchas cosas olvidadas todavía viven en los cuentos infantiles —Maerad miró a los arqueros, en general parecían demasiado serios para subirse salvajemente a lomos de una vaca.

El sendero discurría a lo largo de la orilla del río durante un tramo y después giraba a la izquierda. Aquí era posible cruzarlo: no había puente, pero las orillas eran menos empinadas y las aguas se expandían poco profundas. Un arroyuelo se separaba del río y fluía lentamente entre los árboles. No había que vadear mucho para cruzar, pero Penar caminó hacia el otro lado y ató una cuerda a un árbol en la otra orilla. La utilizaron como guía para cruzar con seguridad al otro lado. Siguieron el arroyo más pequeño, percibieron que la luz dorada se iba volviendo progresivamente más intensa y que los árboles estaban cada vez más espaciados, así que a veces más bien parecían estar cruzando praderas con una gran densidad de árboles, que un bosque. No se detuvieron a almorzar, y el sol acababa de comenzar su lento descenso cuando de repente dejaron los árboles atrás y se encontraron mirando hacia un ancho valle verde hendido en el mismo corazón del bosque.

Maerad contuvo un grito de asombro. Ante ellos se extendía una ciudad completamente hecha de madera. Todos los edificios eran bajos, con unos altos y curiosamente tallados gabletes y puertas que daban a amplios porches, y sus tejados de tablillas resplandecían plateados bajo la luz del sol. A su alrededor había hermosos jardines y céspedes, y gruesos árboles en flor —serbales, ciruelos, almendros y manzanos— plantados por todas partes. Acababan de salirles las hojas y la mayoría de las flores habían caído, con lo que el suelo estaba alfombrado de pétalos rosas y blancos, como si hubiese nevado.

Los arqueros le hablaron a Cadvan, que se había detenido, con el rostro iluminado de tan maravillado como estaba.

—Me han dicho que esta es la ciudad de Rachida —le dijo Cadvan a Maerad—. He oído hablar de un lugar con ese nombre, era uno de los refugios de los Dhyllin, y se creía que había sido destruida hace muchos años. Creo que ya comienzo a comprender. Pero ¿cómo ha podido, tan hermoso lugar, pasar desapercibido para los Bardos de Annar durante tanto tiempo?

Negó con la cabeza, como si no acabase de creerse lo que había dicho, y después continuó caminando, siguiendo a sus escoltas por las anchas calles de la ciudad. Los arqueros, por fin, habían dejado las flechas a un lado, y Cadvan y Maerad caminaban libremente, volviendo la cabeza de lado a lado para mirar los edificios a su paso. Estaban hermosa y sólidamente construidos, todos ellos con curiosos tallados en las puertas, dinteles y aleros. Maerad no vio vidrio por ninguna parte, las casas tenían anchas ventanas que se cerraban según la necesidad con gruesos postigos de madera, y tras ellos había unas pantallas blancas alargadas que dejaban pasar una suave luz del día, más tarde averiguaría que se trataba de un fuerte papel. Los habitantes tenían el cabello claro y eran altos, como los arqueros, y saludaban cortésmente con la cabeza a los extranjeros, aunque después de que pasasen, muchos se quedaban allí mirándolos. Maerad y Cadvan destacaban por su cabello oscuro, pero los caballos despertaban incluso más interés para la gente con la que se cruzaban, ya que parecían ser completamente desconocidos en aquella tierra. A medida que avanzaban por Rachida comenzaron a reunir una curiosa comitiva de niños pequeños que los seguían en creciente tropel, con los ojos muy abiertos y riendo, llamándose unos a otros y señalando.

Por fin alcanzaron una amplia colina, cubierta por una hierba suave salpicada de florecillas azules, y allí Imunt y Penar los dejaron y los niños se dispersaron. Farndar le dijo a Cadvan que la colina se llamaba Nirimor, «el ombligo» en annariense, y en su cima estaba el Nirhel, el salón de su gobernadora. Se les dijo a los caballos que se quedasen en la base, y Cadvan y Maerad siguieron a Fandnar abriéndose camino con pasos poco profundos sobre la hierba hacia la cima de la colina. Allí había una gran casa, construida igual que las otras que había visto, pero más majestuosa.

Las puertas estaban diseñadas en madera plateada, complicadamente tallada y extrañamente bien conservada, y estaban abiertas hacia un ancho e iluminado pasillo. Fueron guiados a su interior y hacia la izquierda, a una agradable sala en la que había una mesa baja de madera negra y dura rodeada de cojines grandes y suntuosamente teñidos. Se habían retirado las pantallas de las ventanas, y al otro lado podían ver un pequeño patio cubierto de hierba en el que unos árboles en flor descolgaban sus ramas hacia un estanque. Los pétalos flotaban sobre el agua clara, y vieron unos reflejos dorados en los lugares por los que las carpas se movían con pereza bajo los lirios.

Se les dijo que se podían lavar si lo deseaban, y les enseñaron otra habitación en la que había palanganas con agua, toallas y ropa limpia.

Maerad, terriblemente hambrienta ya que se habían saltado una comida, se sintió aliviada cuando volvieron a la primera sala y encontraron panes y carnes frías sobre la meta. La comida tenía un gusto extraño, condimentada con hinojo, rábano picante y un extraño tipo de menta, pero estaba fresca y deliciosa.

—¿Qué es este lugar? —le preguntó a Cadvan mientras comía—. No creo que quieran hacernos ningún daño, o en cualquier caso no ahora.

—Por lo menos no es un lugar maligno —respondió Cadvan—. Aunque produce una extraña sensación. Está sumido en algún tipo de poderoso encantamiento.

«Sí, resulta extraño», musitó Maerad, mirando hacia el patio a través de la ventana. Era como si la hubiesen transportado hacia atrás en el tiempo, o incluso como si el tiempo hubiera desaparecido. Cualquier sensación de prisa se había desvanecido. Se acomodó sobre los cojines, satisfecha de momento con no hacer nada más que comer y descansar.

Poco después Farndar volvió y los llevó a un gran salón en el centro de la casa. El techo se elevaba hasta una gran altura, sostenido por muchas vigas ingeniosamente talladas con formas retorcidas de ramas y hojas. Las paredes eran de la misma madera plateada, hecha para parecer suave y sin junturas, y de ellas colgaban tapices de vivos colores tejidos con motivos del bosque. En el centro había un estanque poco profundo en el que florecían lirios blancos y amarillos. El agua irradiaba una luz, que iluminaba el salón con un resplandor suave y dorado, como el sol de principios de primavera.

En el extremo más alejado había un estrado donde había colocada únicamente una sola silla, sencillamente tallada en una madera negra pulida, de la que Maerad pensó en principio que era piedra, y en la silla estaba sentada una mujer alta. Iba vestida de blanco, y el cabello le caía libremente por los hombros y casi le llegaba a los pies, como si fuese un río de plata. Su rostro parecía al mismo tiempo joven e infinitamente anciano, como si fuese el retrato pintado de una reina que había reinado en tiempos pasados y que, por algún tipo de encantamiento, estuviese viva. Su mirada atravesó a Maerad provocándole un extraño estremecimiento, como si acabase de meterse en un río frío. No llevaba ningún anillo, ni joyas ni objetos de autoridad, aunque Maerad supo desde el principio que era una reina de gran poder.

Farndar tos llevó ante la mujer e inclinó la cabeza mientras hablaba. Ella asintió, y después se volvió para mirarlos.

—Bienvenidos la ciudad de Rachida —dijo, y su voz era musical como el agua—. Pocos del mundo exterior han visto alguna vez este lugar o vivido en él.

Para alivio de Maerad, hablaba en la lengua de Annar, con un acento extraño pero aun así comprensible.

—Me han dicho vuestros nombres, y sois de Annar; ciertamente sois afortunados de que Cadvan de Lirigon conozca el Habla, pues de otra forma estaríais seguramente muertos. Pero nosotros no buscamos matar innecesariamente, y por eso habéis sido traídos aquí para conocer mi edicto.

—Os hablaré voluntariamente de nosotros, señora de Rachida —dijo Cadvan con una reverencia—. Pero me parece una falta de cortesía no saber a quién me estoy dirigiendo, y quién reina sobre este lugar cautivador.

—¿Deseáis saber quién soy? —la mujer pareció aplaudir de diversión, pese a que no sonrió—. Se me llama muchas cosas. Para mi pueblo soy la Estrella de la Noche, y la Canción de la Mañana, y la Savia que Alimenta el Árbol de la Vida; y una vez fui llamada la Niña de la Luna, y la Joya de Lirion, y muchos otros nombres. He caminado más allá de las Puertas, hacia las Praderas de la Sombra, y he vuelto entera, y por lo tanto cargo con un sino único entre los de mi especie, y también se me llama la Solitaria. ¿Qué es un nombre?

Maerad, que miraba a Cadvan, vio que este se había quedado sin habla del asombro. Hizo una reverencia aún más baja.

—Mi señora —dijo, una vez hubo recobrado la compostura—. ¿Tengo entonces el honor de estar dirigiéndome a aquella conocida entre los Bardos como Reina Ardina?

Ella lo miró, y Cadvan le sostuvo la miraba durante un tiempo, hasta que bajó la vista y luego la desvió hacia un lado.

—Veo que sois alguien con profundos saberes ancestrales, y alguien en quien habita el Habla, más que uno que la aprende por tener facilidad para las lenguas —dijo la Dama—. Tales personas son extrañas en mi reino —hizo una pausa—. No creía que todavía se hablase de mi nombre en el ancho mundo.

—En los salones de los Bardos de Annar y los Siete Reinos todavía se canta vuestra belleza —dijo Cadvan—. Pero las canciones os hacen escasa justicia. También dicen que cruzasteis hace mucho tiempo a los valles de las estrellas, y que todavía moráis allí. Me siento desconcertado de encontrar aquí a alguien a quien pensaba que nunca conocería, sin importar lo lejos que llegase en este mundo.

—Hace mucho tiempo me escondí del mundo, muriendo en la memoria de Annar —dijo Ardina, soñadora—. Pero no abandoné este mundo. No debo hacerlo —una sombra pasó ante su rostro, breve como el batir de las alas de un pájaro eclipsando el sol—. Pero acercaos, resulta aburrido hablar de mí. Desearía saber quiénes sois, y por qué estáis aquí —se volvió hacia Farndar y se dirigió a él. Este les trajo dos sillas y una mesita con bebidas, y después los dejó con la Reina.

La Dama interrogó a Cadvan acerca de adonde se dirigían, y por qué estaban al este del Gran Bosque. Este le habló de su viaje y de su intención de ir a Norloch, pero no mencionó la razón. Ardina pareció satisfecha con sus respuestas. Le pidió noticias del reino de Annar con una curiosidad distante, como si hablase de algo que tío tuviese nada que ver con ella, pero le resultase curioso, como las historias de viajeros sobre distantes regiones.

—He escuchado que hay un nuevo temor ahí afuera —dijo con indiferencia—. Las noticias llegan incluso hasta aquí. Pero tienen tan poco que ver con nosotros, como nosotros con ellas.

Maerad se quedó allí sentada y aburrida durante mucho rato, golpeándose los tobillos contra las patas de la silla y deseando haber podido retirarse si iban a ignorarla de aquella manera. Al final la Dama se volvió hacia ella, y le dijo:

—Ahora desearía hablar con Maerad de Pellinor, Ya que percibo que ella es una de los míos, siento curiosidad por saber de dónde ha venido, ya que muchas de las cosas que amaba se extinguieron en la Oscuridad más allá de la esperanza del reino presente, del reino presente.

Maerad levantó la vista, zarandeada de su aburrimiento, y se encontró con los ojos de Ardina. Era, percibió Maerad, desconcertantemente parecida a la Elidhu: su rostro tenía un aire salvaje similar, aunque la mirada que le dirigió era dulce y reflexiva. Con asombro, Maerad se dio cuenta de que los ojos de Ardina no eran humanos. Eran los mismos que los de la Elidhu: dentro de la parte blanca había un iris dorado con una pupila como la de un gato. De nuevo se sintió como si la acabasen de sumergir en agua fría, y un extraño escalofrío le recorrió la espalda.

—Soy la hija de Milana del Primer Círculo de Pellinor —dijo, con una especie de orgullo desafiante—. ¿Cómo podemos ser parientes?

—Por la más extraña de las casualidades, si es que la llamas casualidad — dijo Ardina suavemente—. A menudo lo que los humanos llamáis casualidad es en cambio obra de una pauta más profunda, que el ojo superficial no puede percibir fácilmente. Te he visto en el pasado en mis sueños interiores, que no mienten. Pero a menudo es difícil saber lo que se ha visto en tales sueños: si se trata del futuro, o del pasado, o de algo que tan solo podría ser. En ti sé que está mi propia sangre. Pero hay más…

Maerad sintió que se le ponía la piel de gallina, y que un extraño terror la atrapaba. ¿Qué quería decir? No era capaz de encontrarse con la extraña mirada de la Reina, y se quedó mirándose los pies, profundamente alterada.

Se produjo una pausa y entonces Ardina se puso en pie, como para pensarse mejor lo que estaba a punto de decir.

—Os estoy cansando, importunándoos con mis preguntas —dijo—.

Marchad en paz, y descansad, y saboread las delicias de mi reino; cuando hayáis descansado, volveremos a encontrarnos y hablaremos más. Y entonces sabréis mi parecer.

Tanto Cadvan como Maerad se pusieron en pie e inclinaron la cabeza.

Pareció que una luz dorada aumentaba alrededor de Ardina, haciéndose cada vez más y más brillante hasta que se vieron obligados a parpadear, y en aquel momento la Reina se desvaneció, y la silla se quedó vacía ante ellos. De repente la hermosa sala se quedó desolada ante su ausencia.

Abandonaron el salón sin palabras. Farndar los esperaba en la puerta, y los llevó a una casa que no estaba lejos de Nirimor, de la que les dijo que era suya para que la utilizasen a su voluntad, y los dejó allí. La casa estaba construida alrededor de un patio central y rodeada por un amplio porche, amueblada en el mismo estilo que el Nirhel. Los suelos eran de madera pulida, bien cubiertos contra el frío por lujosas alfombras, y unos pequeños braseros de hierro calentaban cada estancia. Sobre una mesita baja en la sala principal estaba dispuesta una comida y vino. Había un terreno vallado con buenos pastos en el que Farndar dijo que se podían quedarse los caballos, ya que no tenían establos. Después los caballos caminaron libres por las calles de Rachida, donde los niños les daban dulces y zanahorias, y causaban gran maravilla.

Era la hora del crepúsculo. Tanto Cadvan como Maerad se sentían extrañamente agotados tras su entrevista con la Dama Ardina, como si hubiesen estado hablando mucho tiempo y los hubiesen interrogado en profundidad, pese a que en realidad su entrevista había durado menos de una hora.

—Esta es la más extraña de las muchas cosas extrañas que me han ocurrido —dijo Cadvan mientras servía vino—. ¡La Dama Andina! ¡Ahora las leyendas vuelven a la vida y caminan sobre la tierra!

—¿Quién es? —preguntó Maerad. Al principio Cadvan no dijo nada, parecía perdido en sus pensamientos. Después sacó su lira del hatillo y comenzó, casi al azar, a tañer unos cuantos acordes. Un rato después se fueron modulando en una melodía, y su voz subió en una canción: 

 

      Cuando Arkan estimó sin fin el hielo

e inhóspitos los bosques se tornaron

sobre el mundo lloró la luna en el cielo,

herida al ver su belleza mermada:

cayó a la tierra una única lágrima

y de ella surgió una niña brillante

cual luz de luna que del alabastro

brota, encendida y pálida

 

      Una aflicción salvaje se encadenó

al corazón de la Hija de la Luna.

Por los valles de Lirion esta huyó,

su voz cual campana resonaba

volviendo las ramas floridas

y en bosques de acero de lánguidas hojas 

      la primavera se despertó y cantó

dando al dulce Verano la bienvenida

 

 

—Y así, hace mucho tiempo, cantaba el Bardo Tulkan, en la lengua de su país —dijo Cadvan mientras dejaba la lira—. Es una métrica difícil de traducir en nuestro idioma, he intentado hacerlo lo mejor posible, pero esto es solo una sombra de la canción original. Nos habla del nacimiento de Ardina, la Hija de la Luna, antes de que el mundo cambiase para siempre durante las Guerras de los Elementales, y de su amor por Ardhor, que era un rey mortal. Ella lo rescató del yugo del Brujo de Hielo, que lo había maldecido por no cumplir con lo que había ofrecido y lo congeló en las profundidades de las montañas durante muchos años. El relato completo es largo y triste —Cadvan se sirvió un poco más de vino.

Maerad escuchaba embelesaba. Ahora pensaba que comprendía un poco del sobrecogimiento de Cadvan.

—¿Hay muchas canciones sobre ella? —preguntó.

—Sí, muchísimas —respondió—. Es uno de los grandes relatos. Aunque Ardina desapareció de nuestro conocimiento hace una era. Esta noche el mundo me resulta un lugar diferente —negó con la cabeza—. ¡Pensar que he visto su rostro vivo! Pero me pregunto qué quería decir, cuando hablaba de su sino. La Dama Ardina era una Elemental, y solo ella entre todos los de su clase intentó morir como una mortal y seguir a su amante al otro lado de las Puertas. La canción dice que caminaron juntos pasando las Praderas de la Sombra hacia las Arboledas Estrelladas que tienen vistas a este mundo, y allí por fin pudieron estar juntos como deseaban. Pero parece ser que las canciones están equivocadas.

Cadvan se quedó en silencio durante un buen rato, sorbiendo su vino pensativamente, y Maerad, satisfecha con no decir nada, lo contemplaba con curiosidad. Parecía estar envuelto en algún hermoso recuerdo que, sin embargo, lo llenaba de una profunda melancolía. Ahora ella podía ver cómo debía de haber sido como joven Bardo, tal y como lo recordaba Dernhil, y en su interior sintió una oscura sensación que era como un dolor. Finalmente Cadvan suspiró y miró a Maerad.

—Ningún poder, ni tan siquiera el amor, puede vencer la prohibición contra el Retorno, excepto los vínculos elegidos por El Sin Nombre —dijo, sonriendo con tristeza—. ¡Ay! El mundo es cruel. ¿Más vino?

Maerad le ofreció su copa.

—Me pregunto qué irá a decirme la Dama Ardina —dijo.

—Yo también me lo pregunto —dijo Cadvan—. Aquí hay misterios que van más allá de mi capacidad de comprensión. Y tú, Maerad, ¡no eres el menor de ellos! —alzó la copa ante ella y bebió.

—Bueno, yo también me siento perpleja ante mí misma —respondió ella irónicamente. Se echó hacia delante y se sirvió otra copa. Era un vino suave y dorado, pero sorprendentemente fuerte, y sintió que se le subía a la cabeza. De repente deseaba romper aquel aura de encantamiento, el extraño humor de Cadvan le perturbaba—. Ya que todo esto a mí me resulta ligeramente, bueno, ligeramente remoto. Si ella tiene poco que ver con nosotros, nosotros, tenemos poco que ver con ella. Todavía tenemos que salir de este bosque, no podemos quedarnos aquí, por hermoso que sea. ¿Cómo encontrarás el camino para salir de aquí?

—No lo sé —dijo Cadvan, frunciendo el ceño—. Estoy lleno de dudas y miedos. Es sabia, más peligrosa, esta señora de Rachida, y temo que nos demostrará ser tan severa como las montañas. No le preocupan las penalidades de nuestro mundo. Aunque —añadió— se me ocurre pensar que quizá puedan ahora tener un motivo para mirar más allá de sus fronteras —se estiró y bostezó con pereza, y apuró su vino—. Por lo menos esta noche dormiremos seguros, como no lo hemos hecho desde que salimos de Innail.

Poco después se retiraron a sus alcobas, donde encontraron unos divanes con una pila de mantas tejidas en una tela suave que no reconocieron. La noche era templada, así que Maerad dejó la ventana abierta, tras retirar las pantallas de papel. Se fue a dormir bañada por la brisa aromática del jardín, donde el agua de un pequeño canal caía formando una cascada en una piscina de piedra. Su suave sonido discurrió bajo sus sueños aquella noche.

Por primera vez desde que podía recordar, Maerad soñó con su madre. No como la última vez que la había visto, retorcida por la enfermedad, lisiada por la angustia y la desesperación, su luz extinguida; sino alta, orgullosa y fuerte, como apenas la recordaba. En el sueño ella estaba de pie en una alta torre de cristal, tocando su lira y, mientras tocaba, unos pájaros de fabulosos colores —zafiro, dorado, esmeralda, escarlata— salían volando de la lira y la rodeaban en una grácil danza. Maerad corría hacia la pared de la torre, llamando a su madre; pero no había ninguna puerta en la torre, por mucho que buscase y buscase. Se acercó al cristal y la llamó — ‹‹mamá, mamá››— pero su voz era pequeña y patética, su madre no la oía y continuaba tocando, absorta en la música. Maerad golpeaba con los puños las paredes duras y frías hasta que se le quedaban las manos amoratadas y sangrantes, pero Milana seguía sin volverse para mirarla, y al final Maerad se dejaba caer al suelo, agotada. ‹‹¿Cómo puede haberme abandonado?››, sollozaba para sí. ‹‹¿Cómo ha podido olvidarme?››

Se despertó y se dio cuenta de que tenía las mejillas húmedas y frías por las lágrimas. Se volvió y miró a través de la ventana, al jardín. Todavía era noche cerrada y las estrellas brillaban en el cielo frío, lanzando sombras cambiantes sobre el fresco pasto, grisáceo por el rocío. La imagen de su madre le quemaba en la mente, brillante y enormemente lejana. ‹‹¿Si ella era Primer Bardo de Pellinor››, pensó para sí, ‹‹por qué no nos liberó? ¿Por qué no pudo escapar conmigo, como hizo Cadvan?›› Maerad no podía recordar a Milana ni siquiera mencionando a su padre, pero súbitamente supo con firme seguridad que su muerte había destruido a su madre. Se preguntó cómo sería amar así a alguien, como su madre había amado a su padre, como Ardina había amado a Ardhor. Ella nunca lo haría: era demasiado peligroso. Había matado a Milana. Y ni tan siquiera Maerad había sido suficiente para salvarla. ¿Por qué no? Un dolor que nunca había reconocido se abrió y floreció en su pecho. ¿Por qué no había podido ella salvar a su madre? ¿Por qué había muerto Milana, tan afligida, tan rota, en un lugar tan lejos del brillante mundo que le correspondía por derecho?

Maerad se incorporó y se quedó mirando hacia delante con tristeza, abrazada a las mantas que le cubrían los hombros. Ya no tenía sueño. Le estaban ocurriendo demasiadas cosas, y no sabía qué pensar de ninguna de ellas. Su mente recorrió sin descanso los acontecimientos de las últimas semanas, y todo lo que sintió fue confusión.

Pensó en Silvia, en lo profundamente que la amaba, en cómo en tan poco tiempo en Innail había sido más madre para ella de lo que había sido nadie. ‹‹Excepto Milana antes de que Pellinor ardiese››, añadió para sí lealmente, aunque la verdad era que apenas recordaba Pellinor. Y la Elidhu la había llamado hija. ¿Qué significaba aquello? Y ¿cómo podía haberlo sabido Ardina? Ella parecía normal y corriente, igual que cualquier otra persona. ¿Qué la marcaba? Y ¿qué era la llama que había matado al Kulag y al Gluma? ¿De verdad había salido de ella? ¿Era por eso por lo que la buscaban los Glumas? Una imagen de Dernhil se le apareció de repente vivida en la mente, con el rostro iluminado de entusiasmo, el dedo índice sobre la página de un libro… Se preguntó incómoda qué querrían decir Cadvan y Silvia cuando hablaban del amor con tanta facilidad, de las maneras del corazón. ‹‹Murió por mi culpa››, pensó abatida. ‹‹¿Por qué?

¿Qué soy yo? ¿Cómo lo sabré alguna vez? ››

Se preguntó sin descanso si alguna vez llegarían a Norloch y, si ocurría, si eso respondería a alguna de sus preguntas. Sus sentimientos sobre Cadvan eran completamente enigmáticos. Sabía que confiaba en él como no había confiado en ningún hombre en su vida, excepto tal vez el padre al que apenas recordaba, pero en realidad no comprendía por qué. Quizá fuese porque Silvia también había confiado en él, pero en su interior sabía que era algo más que eso. Recordaba cómo se había colocado ante ella por primera vez en el establo de las vacas, le parecía que años atrás, pese a que solo hacía un par de meses: cómo su rostro estaba entonces gris de cansancio, vulnerable y, pensaba ahora, triste. Incluso entonces no se le había ocurrido en serio dudar de él. Pensó en su rostro severo, cambiante, lo decidido que parecía, lo aislado; pero después se había iluminado con aquella sonrisa vívida y cálida… ¿Qué significaba ella para él? Una herramienta de la Luz, un objeto de misterioso poder… ¿Seguro que no era solo eso? ¿Qué estaba haciendo ella, huyendo entre tales peligros con aquel hombre, a Norloch, un lugar del que no sabía nada? ¿Y si él estaba equivocado? ¿La abandonaría entonces?

Se echó la manta sobre los hombros, sintiéndose inquieta, y salió de la cama. Caminó en la oscuridad hacia la sala en la que habían comido, palpando el camino lentamente por las paredes, y después fue a la puerta principal, que cedió silenciosa bajo su mano. Salió descalza al porche. La media luna colgaba sobre ella, entre las estrellas. Unas cuantas nubecillas oscuras se movían en lo alto, pero no sintió que hiciese viento. Se acurrucó en un sillón con cojines que había allí, envolviéndose bien en la manta para protegerse del frío, y miró al cielo, saludando a las estrellas como si fuesen viejos amigos: el cinturón oscilante de Melchar, y el Gran Barco, y la estrella única Ilion, que ardía como un brillante cristal en la parte baja del horizonte. Su belleza muda alivió la ansiedad que sentía, y se quedó allí gasta que, sin darse cuenta se quedó dormida; y allí la encontró Cadvan a la mañana siguiente, temprano, con el cabello cayéndole sobre los ojos y la boca como si fuese una tela de araña. Si ella hubiera podido verle la cara, habría percibido en ella una ternura que él nunca le había mostrado. Se inclinó hacia ella y le retiró el cabello suavemente del rostro.

Ella se removió, murmurando algo, y no se despertó. Él se la quedó mirando durante unos segundos más, después sonrió y volvió a entrar, dejándola allí para que se despertase cuando el sol se alzase lo suficiente para golpearle la cara.

Aquella misma mañana Farndar, uno de los arqueros que los había capturado, vino y le dijo a Cadvan que se marchaba de Rachida, de nuevo hacia el sur, hacia las fronteras de su reino. Hablaba con renovado respeto.

—Tenéis el favor de mi señora —le dijo a Cadvan—. Los extranjeros son poco comunes aquí. No había venido ninguno en toda mi vida.

Maerad se puse en pie, intentando seguir la conversación. Las palabras en Habla resbalaban extrañamente de su memoria, no sentía que pudiera aprenderla, como parecía que sí lo hacían estas personas, de una manera normal. De alguna forma aquello la hacía sentirse más exiliada, como si fuese una extranjera incluso para sí misma. Al final Farndar se volvió a ella e hizo una cortés reverencia. Ella se la devolvió, y después él se marchó.

—Ojalá pudiese entender a esta gente —le dijo a Cadvan cuando se hubo marchado—. ¿Por qué no puedo aprender el Habla? No todos ellos son Bardos, ¿verdad?

—No —dijo Cadvan—. Todavía no me he encontrado con ninguno que lo sea. Los Dhyllin eran la única raza que utilizaba el Habla como lengua propia, esta gente debe de ser una reliquia de aquel pueblo. En las bocas de quienes no son Bardos el Habla no tiene las virtudes Bárdicas. En realidad, lo que aquí hablan es un raro dialecto, pero aun así puedo entenderles.

—Entonces ¿por qué yo no puedo aprenderla? —Maerad se sentó frunciendo el ceño—. No tengo ningún problema para aprender otras cosas. Pero olvido las palabras en cuanto las oigo. Resbalan de mi mente.

—Nadie comprende cómo el Habla brota en la mente de los Bardos —dijo Cadvan—. Pero quizá tú la tengas cerrada, hasta que llegue por decisión propia.

—No creo que llegue a aprenderla nunca —dijo Maerad.

—Lo harás —dijo Cadvan—. Ya duerme en tu interior.

—¿Y si estuvieras equivocado?

Cadvan la miró objetivamente y después se sentó a su lado.

—Siempre puedo estar equivocado —dijo—. Pero esto no es algo por lo que tú ni yo debamos preocuparnos. Debemos hacer lo que podamos, saber o suponer lo que podamos; y si te sirve de consuelo, rara vez mis suposiciones se alejan de lo cierto. Creo que tú eres la Predestinada, y tengo buenas razones para pensarlo; quizá las mejores sean aquellas que no puedo explicar, unidas a un Saber interno del que no soy completamente consciente. No tiene sentido ser impaciente con ninguna parte del Saber, y especialmente con el Habla, que es uno de los misterios principales.

—No sabías lo de los Elementales —dijo Maerad beligerante.

—No —dijo Cadvan—. No lo sé todo. Nadie lo sabe, y solo los estúpidos lo intentan —buscó el rostro de ella y dijo dulcemente—. No te quedes ahí tan ceñuda y triste, Maerad. Es duro ser de los elegidos, sin que sea por tu propia elección ni voluntad, para llevar una vida que te hace estar separada de los demás. Incluso ser Bardo es difícil, si tu gente no lo es; ser la Predestinada debe de ser mucho más duro. Aun así, ¡de qué manera te abre a las rarezas y hermosura del mundo!

Maerad no dijo nada durante un rato. ‹‹Siempre he estado separada, pensó. No es eso lo que me molesta.›› Finalmente preguntó, con voz apagada:

—¿Fue difícil para ti cuando descubriste que eras un Bardo?

Cadvan suspiró y bajo la vista.

—Sí —dijo—. Mi gente era del pueblo llano. Que ellos supieran, nunca había habido Bardos en mi familia. A menudo ocurre eso. Mi padre era zapatero remendón en Lirigon. ¡Si fuese necesario, yo todavía podría hacer un buen par de botas! Yo era el hijo menor, y para ellos fue duro verme partir hacia un mundo del que comprendían muy poco. Y fue duro cuando yo no me hice viejo como ellos. Cuando mis padres murieron yo todavía me sentía joven. Mis hermanos y hermanas murieron hace mucho tiempo. No podía curarlos de la ancianidad.

—Pero incluso entre los Bardos, tú estás un poco separado —dijo Maerad—. Quiero decir, que se te ve más cómodo con los posaderos, por ejemplo, o con los tenderos, que en las Escuelas.

Cadvan le dirigió una mirada mordaz, y después se echó a reír.

—Me resulta extraño ser observado —dijo—. Me gusta considerarme el ojo que mira pero que pasa sin ser visto. No es cierto, por supuesto…Sí, tal vez una parte de mí desearía que se me hubiera concedido llevar una vida corriente, y haber sido zapatero como era mi padre. Mis padres eran buena gente. ¡Pero no era ese mi destino! Y no lo lamento, pese a que a veces me ha llenado de tristeza.

—Entonces ¿por qué…? —comenzó a decir Maerad, pero Cadvan la interrumpió.

—A este ritmo, me pasaré todo el día respondiendo preguntas —dijo mientras se ponía de pie—. Creo que deberíamos salir y ver Rachida.

Tenemos la libertad de la cuidad, eso me ha dicho Farndar, y estoy impaciente por ver este lugar. No podemos escapar, nos encontraríamos completamente perdidos en el bosque, así que será mejor que aprovechemos nuestra estancia.

Maerad estaba a punto de preguntarle por qué su condición de Bardo le había llevado a intentar descubrir la Oscuridad. Recordaba la imagen de un rostro que había visto cuando él la había visionado, y la insinuación de Dernhil de una tragedia ocurrida mucho tiempo atrás, cuando Cadvan era joven, y comenzaba a adivinar… Pero reflexionó y pensó que mejor no se lo preguntaría. Dudaba de que se lo fuese a contar.

Tras las incomodidades y peligros del viaje, Rachida resultó ser un bienvenido refugio. Se pasaron los días descansando y comiendo, o paseando por el pueblo. Durante el día se daban cuenta de que el cielo parecía estar velado por una neblina dorada, y la extraña sensación de que caminaban por un tiempo que era al mismo tiempo presente y también irredimiblemente distante comenzó a crecer en su interior. Cadvan creía que Rachida estaba atrapada por un poderoso encantamiento que la ocultaba, creado por Ardina. Era un lugar de una extraña belleza, cada objeto, desde las ollas y los cuencos hasta los juguetes de los niños o las telas, destacaba por su delicadeza. Los habitantes de Rachida comían en vajillas de vidrio glaseado, que quizá tuviese un único detalle de adorno, como una flor, una serpiente o un pájaro, y se vestían con atuendos delicadamente teñidos y de corte exquisito. Incluso la comida se presentaba como una obra de arte.

Las gentes de Rachida eran amistosas y generosas, y Cadvan y Maerad no tuvieron problemas para hacer amigos. En muchas casas los invitaban a comer y les enseñaban cosas maravillosas: un serbal de los cazadores, realista en cada detalle, tallado en una sola pieza de alabastro, un collar con muchas cuentas complicadamente talladas hecho de una sola pieza de hueso de ciervo, una prenda de seda, teñida de todos los colores de la puesta de sol derramándose sobre un río, tejida con un solo hilo. Los habitantes de Rachida estaban encantados con tales hazañas de habilidad e ingenio, pero no había codicia en aquel placer. Cadvan y Maerad rechazaron la ofrenda de muchos objetos preciosos, que les daban simplemente porque los admiraban, con la excusa de que no podían transportarlos hasta su hogar. Pese a ello, muchos de ellos aparecieron en su casa.

Si no comían con otros, un hombre joven llamado Idris les llevaba la comida a su casa. Cosa poco frecuente entre las gentes de Rachida, él sentía mucha curiosidad por el mundo más allá de Rachida, que nadie a quien Idris conociese había visto jamás. Pese a su aislamiento, la mayoría de la gente que conocieron tenía muy poco interés en cualquier cosa que estuviese más allá de sus fronteras. Llamaban a Rachida el Ombligo del Mundo, y creían que su ciudad tenía todo lo que podían desear. Idris escuchaba atentamente las historias de Cadvan sobre ciudades lejanas, con los ojos brillantes. Pero cuando Cadvan le preguntó si deseaba viajar, él se limitó a negar con la cabeza.

—No quiero —dijo—. ¿Qué tesoro podría encontrar que fuese más rico que este? —tanto Maerad como Cadvan comprendieron lo que quería decir, pero un par de días después comenzó a escocerles el retraso que llevaban.

Todavía no había escuchado ni una palabra de la Dama Ardina.

—¡Nunca había visto un lugar tan retirado del mundo! —dijo Cadvan cuando Idris se marchó—. Comienzo a preguntarme si se nos permitirá marcharnos. Quizá el precio de entrometerse aquí sea que debamos quedarnos, y no podemos.

Maerad volvió la vista atrás y calculó que había pasado exactamente dos meses desde que había conocido a Cadvan, lo que hacía que ahora estuviesen a finales de abril o principios de mayo. ‹‹¡Qué poco tiempo!››, pensó para sí asombrada. El tiempo que había pasado en El Castro de Gilman le parecía que fuese totalmente otra vida, un mal recuerdo amortiguado por la distancia, e incluso su estancia en Innail parecía haber ocurrido hacía una eternidad. Y allí estaban, atrapados como moscas en el ámbar, fuera del propio tiempo. Miró por la ventana, hacia la fuente, que chapoteaba suavemente en el aire cálido. La sala estaba totalmente en paz, pero no hallaba ninguna paz en su interior como respuesta. No pertenecía a aquel lugar.

—Espero que no —dijo—. Es la hora de que nos marchemos.

El séptimo día fueron llamados al Nirhel de nuevo. Esta vez realizaron el camino hasta la gran casa sin compañía. Cuando entraron en el salón la Reina Ardina los estaba esperando, sentada en su silla negra.

Maerad parpadeó. Ya había olvidado el impacto de la belleza de Ardina, la potencia de su mirada. Esta vez Ardina llevaba el cabello trenzado con una larga rosca plateada con perlas entretejidas, y llevaba un sencillo anillo de plata en el que había una única piedra lunar engarzada.

—Cadvan de Lirigon y Maerad de Pellinor —dijo la Dama, poniéndose en pie para saludarlos—. Confío en que hayáis descansado, y hayáis degustado la hospitalidad de mi ciudad.

—Nuestro agradecimiento, Reina Ardina —respondió Cadvan—. Es verdad que hemos descansado. Y se nos ha mostrado gran cortesía y hemos visto una gran cantidad de cosas hermosas. Rachida es un lugar lleno de maravillas, en el que un corazón dolorido puede descansar satisfecho.

Ardina les indicó que debían sentarse.

—Con razón se llama a Rachida el Ombligo del Mundo —dijo—. Pero la visión de tales maravillas tiene un precio. La ley de Rachida dice que nadie que pase por aquí puede marcharse. Así mantenemos en secreto la pureza de este lugar, ya que si no fuese así podría ser dañado por la maldad del mundo exterior.

Maerad contuvo el aliento. Aquello era lo que temía Cadvan. Se quedó mirando a la Dama, y en ella vio una voluntad inamovible; era hermosa, sí, como el delicado alabastro del que mana la luz de la luna aprisionada, pero tan severa e implacable como firme.

Cadvan parecía impasible.

—Me imaginaba eso. Y ahora pido que se haga una excepción a la ley para Maerad y para mí. Si solo nos preocupásemos por nosotros mismos, no nos resultaría un castigo que nuestras vidas transcurriesen aquí entre vuestro generoso pueblo de corazón abierto. Pero no somos solo asunto nuestro. Llevamos con nosotros un sino mortal que afecta a todos los que vivimos en este tiempo, y no podemos demorarnos aquí. Si nos prohibís que nos marchemos, tendremos que hacerlo contra vuestra voluntad.

—Entonces moriríais —dijo Ardina. Su mirada era severa y fría.

—Incluso en ese caso lo intentaríamos —replicó Cadvan—. Tal es la urgencia de nuestra búsqueda, que no tenemos opción. ¿Desearíais que se dijese que la Dama Ardina ayudó a la Oscuridad?

La Reina le dirigió a Cadvan una mirada orgullosa.

—Me pedís algo muy grande —dijo—. Tan grande que solo preguntarlo resulta descortés. Si lo concedo, me arriesgo a que se destruya todo lo que amo, pues para mí Rachida es algo muy preciado, y aprecio a mi pueblo por encima de todos los demás. ¿Por qué debería, entonces, concederos algo así? ¿Cuál es el sino del que habláis?

Cadvan hizo una pausa, como si estuviese reuniendo toda su resolución.

Maerad sentía con fuerza el vigor de la voluntad de la Reina, ella ya estaba a punto de abandonar su viaje simplemente ante la petición de Ardina.

—Dama Ardina, confío en que recordéis al Sin Nombre, que destruyó todo Imbral y Lirion —dijo Cadvan.

La Reina se removió en el asiento, y pareció mirar en profundidad hacia sus recuerdos.

—Recuerdo bien a Sharma, antes de que adquiriese su poder —dijo—. Un hombre reservado y desagradable, pensaba de él, no merecedor de los favores de los Grandes Bardos de Afinil, por mucho talento que tuviese. Yo se lo dije, y se demostró que así fue. ¿Por qué pensáis que me retiré al corazón del Cilicader? ¿Por qué pensáis que he creado una prohibición tal?

—No sé si habéis oído hablar de la premonición, que dice que su última victoria no sería la peor —dijo Cadvan—. Entre los Bardos de Annar se comenta desde hace mucho que El Sin Nombre volverá, y que su próxima venida será la más oscura, pues destruirá todo lo que es hermoso y libre, marchitará todos los bosques, hundirá en la sombra todos los refugios de la Luz que aún existen. ¿No pensáis que ha aprendido de su derrota? ¿Y no pensáis, mi señora, que ni tan siquiera vos, con vuestro gran poder, podréis conservar aquí la Luz que habéis creado, si todo Annar queda desolado y los Bardos son derrotados por completo?

››Su última victoria no fue total. La Luz tiene refugios no solo aquí, sino ocultos en los Siete Reinos, y así por fin fue su reinado destruido y su poder derrocado. Pero se dice que si vuelve a imponerse, su maldad y poder serán absolutos hasta un tiempo que va más allá de la capacidad de percibir de los mortales. Y os digo, Dama Ardina, que los Dhyllin siempre fueron aquellos a quien él mas ha odiado y ha intentado destruir. Pienso que si alcanza tal poder, esta vez no pasará Rachida por alto.

Tal era el poder y la urgencia de su súplica que Ardina bajó la vista hacia el regazo, y su rostro se vio ensombrecido por la duda.

—Continuad —dijo. Le dirigió una penetrante mirada—. Esa predicción podría ser cierta. Pero ¿qué sabéis vos de este levantamiento del Sin Nombre? Habláis como si fuese a alzarse ahora.

—Creo que se está alzando ahora —dijo Cadvan gravemente—. Así se me ha mostrado —inspiró profundamente antes de continuar—. Antes de este invierno, fui enviado por los Bardos de Norloch en una misión, al lejano norte, y a mi retorno fui capturado por uno de los vuestros, que habita una montaña que algunos conocen como el Landrost. Este había sido atrapado y corrompido por El Sin Nombre. Era un hechicero de gran fuerza y maldad, e incluso así no es más que un esclavo del poder Oscuro.

—Sé de quien habláis —dijo Ardina—. No diré su nombre.

—Me arrojó a sus mazmorras —Cadvan se quedó un momento en silencio—.

No hablaré de lo que tuvo lugar allí. Pero en su orgullo alardeó ante mí del retorno de la Oscuridad. En su salón del trono poseía un estaque, como el vuestro, mi señora, pero en él se veía un reflejo malvado. No hay Luz que allí habite, sino una Sombra indecible. Y en aquel espejo pueden verse cosas que existen. Creyó que me haría morir de desesperación, y me mostró cómo se construían las fuerzas en Den Raven y se reunía corrupción en los lugares de la Luz, y cómo el mal se acercaba lentamente a Annar como un humo ponzoñoso, y finalmente me reveló que El Sin Nombre había vuelto.

—Las herramientas de la Oscuridad alguna vez han mentido —dijo Ardina rápidamente.

—Cierto, señora —dijo Cadvan—. Pero entre los Bardos se dice que yo soy Buscador de la Verdad, y que tengo el don de saber lo que es mentira y lo que no lo es, y hace tiempo que me habitué a los engaños de la Oscuridad.

Lo que se me mostró no era mentira. No podría haber esperado atormentarme con una falsedad o una engañosa sombra, él lo sabe muy bien.

Estuvieron en silencio durante largo tiempo, mientras Ardina se quedaba pensativa. Maerad miró a Cadvan con renovado asombro: nunca le había hablado del Landrost, tan solo había hecho un breve comentario durante su primer viaje juntos a Innail. Ahora Maerad veía con más claridad lo que Cadvan quería decir con la extraña casualidad de su encuentro. Se preguntó cómo habría sobrevivido, y cómo habría escapado; pero la Dama no lo preguntó.

—No me habéis hablado de la carga que portáis —dijo por fin Ardina.

Cadvan, que se había quedado mirando hacia sus manos, levantó la vista.

Tenía el rostro nublado por un doloroso recuerdo.

—Hay otra profecía, un recuerdo que los Bardos conservan en una canción, pese a que ha caído en el olvido y es ahora poco conocida —dijo—. Habla de alguien que aparecerá cuando El Sin Nombre aumente su poder gracias a su alzamiento más oscuro. Este será a Quien el Destino ha elegido. Y se dice que aquel a Quien el Destino ha elegido vencerá al Sin Nombre, y lo derrotará en su más fuerte salto a la Luz.

—¿Se dice cómo ocurrirá eso? —preguntó Ardina.

—No —respondió Cadvan.

—Y ¿quién es el Predestinado?

—Creo que Maerad de Pellinor es la Predestinada. Y es por esa razón que viajamos juntos hacia Norloch por caminos no transitados y ocultos, para que la Oscuridad no se percate de nuestra presencia, que nos ha perseguido casi hasta las fronteras de vuestro reino. Pues en Norloch hay sabiduría y tradiciones ancestrales que podrían comprender mejor este enigma.

Ardina lanzó una mirada penetrante al rostro de Cadvan. Esta vez él le sostuvo la mirada. Finalmente ella apartó la vista y suspiró.

—Casi me has recordado al rey Ardhor —dijo con tristeza—, tal es vuestro coraje y verdad. Desearía que no fuese así, pues me colocáis entre la espada y la pared, y no importa hacia donde dirija mis pasos, habrá peligro.

Después se volvió para mirar a Maerad, y cuando alzó sus ojos no humanos, Maerad vio asombrada una compasión y tristeza insondables.

En aquel momento la Reina Ardina ya no parecía una distante figura salida de una leyenda, sino delicada y mortal, como ella misma.

—Veo en vos un Destino, hermana —dijo Ardina en voz baja. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Maerad al darse cuenta de que Ardina le hablaba en la lengua de los Elidhu, no en la lengua de Annar—. Lo percibí la primera vez que vi vuestro rostro. No sé qué deciros, ya que vuestro arte yace dormido, como el lirio que duerme bajo el suelo en invierno, pero ya alberga un fuego de resplandor sin par, que florecerá a su debido tiempo.

No sé qué significa ni qué nos dice; y en mi corazón temo que augure el final de mi pueblo, sin importar cómo lo interprete.

—No digáis que es el final —dijo Maerad en la misma lengua, sorprendiéndose a sí misma, ya que sentía como si otra voz estuviese hablando en su interior—. Decid más bien que es otro comienzo.

—Tal vez —dijo Ardina—. Pero habrá un final, igualmente. Y quizá sea ese el sino que todos tememos que caiga sobre nosotros, sin importar cuánto luchemos contra él. Pero es mejor luchar que ser arrasado sin oponer resistencia —mientras Ardina hablaba, a Maerad le pareció que le temblaba la vista, y volvió a ver a la brillante Elidhu del bosque superpuesta a la imagen de la poderosa Reina. Se dio cuenta, repentinamente maravillada, de que Ardina y la Elidhu del bosque eran una. Contuvo un grito y miró a los ojos amarillos de Ardina.

—Sí, hermana —dijo Ardina, que la estaba estudiando atentamente—. Veis correctamente. Soy tanto Reina como Elidhu, aquí y allí, fuego salvaje y fuego del hogar, olvido y recuerdo. Pero no habléis todavía de esto, ya que los hombres se ponen nerviosos ante tales cosas y no toleran las contradicciones.

Cadvan mirada de una mujer a la otra con incomprensión, y la Reina miró hacia él y se levantó.

—Cadvan de Lirigon —dijo en la lengua de Annar—. Sé que me habláis con sinceridad. ¡Cómo habéis aumentado mis pesares! No creáis que mi aislamiento significa que sé poco de la fortuna de Annar, pues tengo mi propio espejo al mundo, como habéis adivinado. Deseaba continuar sin ser vista. Como todas las falsas esperanzas, era reconfortante. Pero nunca se ha dicho que la Dama Ardina sea débil de corazón, o se refugie en las excusas de los cobardes.

Hizo una pausa, como si estuviese valorando de nuevo sus pensamientos.

—Ahora os transmitiré mi resolución. Solo vos, de todos los que han pasado por aquí, podréis partir de mi reino sin trabas. Os concedo esto porque sé que decís la verdad, y porque habéis llegado aquí con una de los míos, y porque debemos reforzarnos contra nuestro enemigo común y no dividirnos. Solo os pido que no le habléis a nadie de vuestra estancia aquí.

Y además, os daré toda la ayuda que pueda y os ofreceré guía hasta las fronteras del Cilicader, ya que hay muchos lugares oscuros en este bosque que sería mejor evitar.

Cadvan se levantó e inclinó la cabeza.

—Os doy las gracias, Dama Ardina —dijo—. Sé lo que os cuesta concedernos esto. Cierto es que sois una Reina poderosa, y que vuestra ley es justa —parecía como si quisiera decir algo más pero no pudiese.

—Id en paz, entonces —dijo Ardina—. Maerad de Pellinor, mis mejores deseos viajan contigo. ¡Que tu Sino no sea tan duro como el mío! Y en señal de nuestro parentesco, te ofrezco que tomes esto —se sacó del dedo una fina banda de oro con un diseño de lirios, en el que cada flor se engarzaba en la siguiente con una artesanía milagrosamente delicada.

—Lleva esto en recuerdo de Ardina —dijo la Dama—. Me lo dio alguien a quien amé hace mucho tiempo. Tu futuro es incierto, y no puedo decirte nada que te pueda ayudar. Eres singular y peligrosa, y es por eso que tanto la Oscuridad como la Luz te buscan. Tal vez halles que tu Destino no está relacionado con ninguno de los dos. Podría ser que descubras que tu mayor peligro ya existe en tu interior. Solo hay una cosa clara, y es que tienes un gran corazón, pero solo hallarás que lo es a través de un gran dolor. Esa es la sabiduría del amor, y es un dudoso don. Pues yo he soportado mucho sufrimiento, y continúo sin sentir rencor y sin cerrarme a mí misma.

Maerad volvió a mirar a la Reina a los ojos, y le pareció que la vista de Ardina agujereaba la suya en el punto en el que era más delicada, hiriéndola, pero recibió bien la herida. No podía sostenerle la vista a la Reina durante mucho tiempo e inclinó la cabeza, dándole vueltas a las palabras de Ardina, que no había comprendido.

—A vos, viajero y Buscador de la Verdad —dijo Ardina volviéndose por fin hacia Cadvan—, no os doy nada excepto mi bendición. Vuestra senda será oscura, pero dudo que os resulte desconocida. Y la Luz florece más brillante en los lugares más oscuros.

—La bendición de Ardina no es poca cosa —dijo Cadvan—. Os vuelvo a dar las gracias, mi señora. ¡Acierta vuestro pueblo al elogiaros llamándoos la Savia del Árbol de la Vida!

Ardina levantó la mano en un gesto de despedida, y después la luz dorada se reunió a su alrededor, parpadearon y cuando volvieron a mirar había desaparecido.

—Tal era la gloria de los días de Dhyllin —dijo Cadvan, suspirado tras un largo silencio—. Estaré agradecido toda mi vida por el hecho de que se nos haya otorgado vislumbrar esto. Y la alegría que supone se mezcla con un gran pesar.

Cuando volvieron a casa, Maerad se dio cuenta de que le había vuelto a venir el periodo. Maldijo aquella incomodidad y se metió en su habitación para ocuparse de ello. Mientras revolvía su hatillo en busca de unos trapos, se dio cuenta repentinamente de que no sentía retorcijones. Se sentó sobre los tablones, pensativa. ‹‹¿Los habrá aliviado Ardina?›› Pensó en su mirada profunda, que le había parecido a un tiempo una herida y su remedio, tan despiadada y compasiva como el cuchillo de un curandero.

Sin duda los dolores habían desaparecido, y nunca volvieron a molestarla.

Valoró lo que le había dicho Ardina. Pese q los malos augurios resultaba extrañamente reconfortante. Le parecía que Ardina había comprendido, como nadie más podía, sus propias dudas y miedos, y su soledad. Aquel único momento de percepción había iluminado sus confusiones y de alguna forma la había hecho sentirse menos aislada. Siempre llevaría el anillo, igual que llevaba la joya que le había dado Silvia, como una señal de amor.

Al día siguiente se prepararon para marcharse de Rachida, no sin una serie de sentimientos entremezclados. Estaba claro que la decisión de Ardina se había sabido, ya que parecía que todo el pueblo supiese que se marchaban, y aquella mañana muy temprano encontraron una pila de provisiones frescas que los esperaba en el porche. Los atosigaron con muchos regalos, pero Cadvan los rechazaba con una sonrisa, diciendo que solo podían llevarse lo estrictamente necesario por miedo a sobrecargar a los caballos.

Aquella noche, pese a las muchas invitaciones que tenían, permanecieron en su casa y cenaron solos. Sentían una necesidad no expresada de prepararse para el viaje que tenían por delante. Idris llegó con comida y se despidió, con aspecto muy abatido. Al verle, Cadvan le regaló su broche de plata, la estrella que era el símbolo de Lirigon. Idris los abrazó a los dos y se marchó en un mar de lágrimas.

—No quiero marcharme —dijo Maerad apenada cuando se sentaron a cenar—, aunque sé que debemos hacerlo.

—Nunca se me había recibido con tal calor entre extraños —dijo Cadvan mientras servía sendas copas de vino—. He estado en muchos lugares más majestuosos que este, pero en ninguno tan encantador. Es una cosa más que está en peligro. ¡Piensa en todo lo que ha hecho ya Ardina para proteger a su pueblo! Pero dudo que puedan conservar su aislamiento durante mucho tiempo más, ni aunque capturen a cada viajero que se extravíe por estos bosques —picoteó su comida de mala gana—. Ya hay demasiado a lo que temer.

A la mañana siguiente se levantaron temprano y se vistieron con sus ropas de viaje, y poco después se encontraron con sus guías, que eran sus primeros captores, Imunt y Penar.

—Ya que os hemos traído hasta aquí, tenemos la misión de liberaros —dijo Penar, sonriendo mientras los abrazaba.

Condujeron a los caballos a pie cruzando el pueblo, una pesada desgana cargaba sus pasos. Maerad miró a su alrededor con ansia, deseando imprimir aquella belleza en su memoria. Rachida yacía inmaculada ante ellos, todavía húmeda por el rocío de la mañana, y mientras los cascos de los caballos resonaban por las calles, se abrían ventanas, la gente los saludaba y niños de cabello claro salían corriendo para darles a los caballos las últimas exquisiteces, y corrían a su lado riendo y gritando. Se sentían como si fuesen motivo de un festival Subieron por el lado oeste del valle, dejando las casas a sus espaldas. En la cumbre, Maerad se volvió para echar una última mirada, antes de que Rachida se desvaneciese para siempre tras ella, El sol naciente golpeaba los tejados de forma que brillaban como plata bruñida, y la luz caía suavemente en forma de neblina melosa sobre las calles y los jardines, tomando los colores frescos de los árboles, flores y casas, de manera que daba la impresión de estar recién creados. Incluso le parecía que un velo brillante caía entre ella y Rachida, como si, a aquella distancia, solo permaneciese en su recuerdo, un sueño dorado de belleza intocable