Capítulo XIII
Elidhu
Cadvan despertó a Maerad en las oscuras horas que seguían a la medianoche, sacudiéndola con urgencia. Ella se puso alerta al instante y se sentó muy erguida.
Aguzó el oído y de repente escuchó algo que sonaba como un gran animal que caminaba pisoteando el bosque, rompiendo ramas a su paso. Juzgó que estaría a una milla de distancia, y en la dirección de la que habían venido. Cadvan ya había cubierto a los caballos con un encantamiento para que no hicieran ruido, y los dos escuchaban silenciosos como ratones mientras las zancadas se iban acercando más y más. Fuese lo que fuese se detenía cada pocos minutos, como si estuviese intentando encontrar un aroma. Maerad buscó inquieta su espada. Parecía estar siguiéndoles el paso, se preguntó qué sería. Era demasiado grande, demasiado torpe para ser un lobo, y era un animal solo, no una manada.
Se acercó hasta menos de cien metros de donde estaban ellos y se detuvo.
Maerad oía su respiración, una inhalación vibrante, y el horrible sonido de un babeo. Cadvan y ella se quedaron sentados absolutamente quietos, atrapados en un suspense que los dejó sin respiración. Después, la criatura arremetió hacia delante, apartándose del claro, y fue como si de súbito la sangre comenzase a circular por las venas de Maerad. Esta se quedó sin fuerzas por el alivio que experimentó. Permanecieron en escucha mientras se alejaba pisoteando el bosque, y el ruido fue disminuyendo alejándose de ellos cada vez más hasta que ya no fueron capaces de oírlo.
—¿Qué ha sido eso? —susurró, cuando los ruidos nocturnos del bosque comenzaron a estabilizarse sobre el silencio inquietante.
—No lo sé —dijo Cadvan—. Un goromante, quizá, sonaba como si lo fuese.
—¿Un goromante?
—Una gran bestia con la cola como la de un escorpión y una armadura blindada. Cazan por el olor y es muy difícil matarlos. Tenemos suerte de estar en este Hogar Bárdico, nos protege.
—¿Crees que… crees que lo ha enviado la Oscuridad?
Cadvan entornó los ojos para mirarla en la oscuridad de la noche.
—No, creo que no, Maerad. Hay muchas criaturas nacidas de un poder más antiguo que El Sin Nombre. Y todavía viven en los antiguos bosques como este, son supervivientes de una antigua maldad. Aunque es cierto que El Sin Nombre podría utilizarlos.
—Entonces ¿cómo sabes que no fue enviado?
Cadvan no tenía respuesta para eso, y sencillamente respondió que mantendría la guardia. Conmocionada, Maerad volvió a acostarse. Pasó mucho rato antes de que consiguiese dormirse de nuevo.
Se levantaron al alba del día siguiente y continuaron por el Bosque Grávido. En la paz que ahora los rodeaba, el incidente de la noche anterior parecía un extraño sueño. Pero Cadvan señaló las huellas del paso de la bestia: unas huellas de garras en el barro fresco al lado de un arroyo, y los arbolillos y ramas rotas hacía poco. Las huellas eran muy profundas, y Maerad se estremeció al pensar en el peso que estas implicaban, ya que debía de ser monstruoso.
De cada ramita colgaban gotitas de rocío, chispeantes bajo los rayos de luz del sol que traspasaban el dosel que cubría el camino. Al mirar a cada lado, Maerad vio que los árboles aquí crecían más gruesos, envolviendo el bosque en sombras. A veces en la distancia veía un parche de sol vagabundo en el lugar en el que un gran roble había caído al suelo y yacía entretejido con hiedra y muérdago, o en el que unos afloramientos de granito surgían repentinamente del suelo del bosque. El terreno estaba atestado de helechos, que hacían a un lado las ruinas cobrizas del invierno con sus hojas ligeramente verdes, y cerca del camino florecían todo tipo de plantas: celidóneas y jacintos, hiedra terrestre, ramilletes de bayas y cicuta, matorrales de ortigas y zarzas. Cadvan las iba identificando a medida que pasaban, llegando a bajarse una vez para coger la modesta flor verde con forma de estrella de la uva de zorro.
—También se le llama hierba de la luna o amor verdadero, y los Bardos lo llaman «martagon» —le dijo—. A cada flor le sale una única baya roja y negra, cuando está más adelantado el año, si se pulveriza tiene virtudes contra el veneno. Y hay quien dice que tiene otras virtudes además de esta, y que si se toma en infusión, hace que se tengan sueños maravillosos.
El camino estaba completamente lleno de hojas podridas desparramadas, que amortiguaban el sonido de los cascos de los caballos, y con frecuencia aparecían vados llenos de piedras de los muchos riachuelos que lo cruzaban. Ahora se encontraban en las profundidades del Bosque Grávido, en dirección al norte. A medida que pasaba el día Maerad comenzó a sentirse oprimida por el silencio, y Cadvan y ella hablaban menos y con menos frecuencia. Pensaba a menudo en la gran bestia que habían escuchado la noche anterior, ahora ya no quedaba ninguna señal de tal criatura. El único sonido que se podía escuchar en el bosque era el canto de los pájaros, pero estos continuaban escondidos entre las ramas. Una vez pensó haber visto la forma roja de un ciervo que desaparecía, rápido como un pensamiento, entre los árboles, pero fue tan breve que podría haber sido un espejismo. Aparte de aquello, no vio ningún ser vivo.
Cadvan le daba vueltas mentalmente a cuál sería la mejor ruta para llegar a Norloch. Se había desviado de la Carretera del Oeste para ponerse a cubierto en el bosque en cuanto había podido, y ya habían abandonado el camino más directo. Ahora se debatía interiormente oponiendo las virtudes de la discreción y la rapidez. El camino más recto era también el más peligroso, pero quedarse rezagado también tenía sus peligros. Se sentía profundamente trastornado por la revelación que le había hecho Maerad la noche anterior, y en su dilema deseaba poder estar seguro acerca de la muerte de Dernhil. Tenía que decidir qué camino se ajustaría mejor a ellos, si seguir las carreteras que iban a Norloch o abrirse paso por el campo salvaje lejos de lugares habitados. Cualquiera de las dos rutas tenía sus riesgos y sus virtudes. No necesitaba tomar una decisión hasta que saliesen del Bosque Grávido, unos días más adelante, pero entonces la elección sería irrevocable.
Aquella noche la pasaron en otro Derenhel, de nuevo plantado alrededor de una pared rocosa en la que había una cueva, y esta vez había una poza en el centro del claro. Hicieron guardia por turnos, pero no escucharon nada siniestro. La noche siguiente acamparon bajo un enorme roble cercano al camino, manteniendo la guardia de nuevo. No encendieron fuego, ya que Cadvan no quería hacer nada que llamase la atención en el bosque, y Maerad durmió inquieta, sintiéndose desprotegida. La quietud del bosque comenzaba a parecerle desconcertante.
Mientras viajaban, Cadvan pasaba el tiempo enseñándole más cosas del Saber y de los misterios del Habla, de las historias de los Siete Reinos y del reino de Annar, del comportamiento de los pájaros salvajes y de las propiedades de las plantas. Le contó las diferentes leyendas que existían acerca de la aparición del continente de los Bardos, llamado en el Habla de la Gente de las Estrellas el Dhillareare, y que nadie se ponía de acuerdo sobre su origen, y a veces le recitaba leyendas de la época del Gran Silencio, sobre las batallas desesperadas de la Luz contra El Sin Nombre.
Le explicó cómo en aquel tiempo la Luz se había retirado a las zonas exteriores, ahora llamadas los Siete Reinos —Culain, Ileadh, Thorold, Lanorial, Amdridh, Suderain y Lirhan— y que siempre era dirigida por Annar en conjunto. En ningún momento mencionó a los Glumas.
La mayoría de las noches sacaban las liras y tocaban juntos. Maerad aprendió durante aquellos días a escuchar de nuevo todas las canciones que ya sabía de memoria, y a comprenderlas de una manera diferente: no simplemente como historias creadas para aliviar el tedio de las noches de invierno, sino como representaciones en las que los antiguos secretos del Saber se traían al presente y se hacían reales. Tras el golpe que había supuesto la muerte del Dernhil y todos los acontecimientos que la habían precedido —todo lo que había ocurrido desde que se había encontrado con Cadvan en el castro—, agradecía aquella paz. Desearía que solo estuviesen viajando, y no tuviesen ninguna búsqueda urgente; apartaba a un lado los pensamientos sobre ser Quien el Destino ha elegido, la Predestinada, todas aquellas palabras importantes que parecían no tener nada que ver con ella.
En el tercer día en el bosque Maerad sintió que el sentimiento de opresión aumentaba, como si estuviesen siendo observados. Cadvan no parecía estar alterado así que no dijo nada. Aquella noche acamparon bajo un árbol, una vez más sin fuego, y mientras se acurrucaba tristemente en el frío a punto de caer en un incómodo sueño, se despertó de repente con la sensación de haber tropezado y estar cayendo dentro de unas aguas profundas. Abrió los ojos ante otro par de ojos, de un color amarillo brillante como los de un gato, que miraban directamente a los suyos desde una distancia de menos de tres metros. Se incorporó alarmada, pero estos se desvanecieron inmediatamente, y cuando Cadvan le preguntó qué le pasaba, dijo que le parecía haber visto un búho, o algún otro animal.
Comenzaba a cansarse del Bosque Grávido, y anhelaba sentir la brisa en el rostro y la vista clara de las estrellas o el sol. Por primera vez desde que habían salido de Innail anhelaba un baño, sentía la piel pegajosa y mugrienta, y recordaba con nostalgia los aceites de aromas dulces de la casa de Silvia. A la mañana siguiente ensilló a Imi a disgusto.
—¿Cuánto tiempo llevamos en este condenado bosque? —le preguntó a Cadvan—. ¿Nunca se va a acabar?
—Se acabará —dijo Cadvan—. Preferiría no ser visto, y el Bosque Grávido es un lugar excelente para esconderse, pero sé lo que sientes —hizo una mueca de dolor mientras se enrollaba la correa de la cincha de Darsor, y saltó a la silla—. Dos días más, y estaremos, nuevamente, ante una visión clara del cielo.
La sensación de incomodidad de Maerad volvió a aparecer durante el día.
Comenzó a ansiar salir del bosque y deseó que Cadvan acelerase el paso.
Ahora empezaba a estar segura de que algo los miraba, pese a que nunca conseguía ver nada. Si miraba por encima del hombro, a veces sentía que una figura acababa de desaparecer para salir de la vista, o percibía movimientos en la visión periférica que bien podrían haber sido hojas movidas por el viento, de haber habido viento que las moviese. ¿Los estarían siguiendo? Y si así era, ¿qué los seguía? A última hora de la tarde pegaba un salto cada vez que uno de los caballos pisaba una ramita.
Después creyó haber oído algo, una voz que parecía danzar en los límites del oído, así que al principio no estaba segura de que fuese una voz, podría ser el viento que soplaba entre las ramas, o el lejano canto de un pájaro.
Sonaba, después se desvanecía antes de que pudiese atraparla, y entonces volvía a sonar, y todo el tiempo parecía más cercana. Comenzó a tener miedo y miró a Cadvan, deseando que él mencionase aquello. Pero este continuó cabalgando sin decir nada. Al final, incapaz de contener su agitación, dijo:
—Cadvan, ¿oyes algo?
—¿Puedes oír a nuestro compañero viajante? —se volvió hacia ella y sonrió—. No todos los oídos pueden escuchar esta canción.
—¿Qué es?
Como si la voz fuese consciente de que la estaban escuchando, de repente trajo una nueva claridad. Maerad comenzó a escuchar palabras, pese a que parecían abstractas, como si fuesen formas que se movían bajo la superficie ondulada del agua. Después le pareció que el foco de atención cambiaba, como ocurre a veces cuando miras dentro de una poza, de forma que donde antes solo veías los extremos de las ondas iluminadas por el sol emitiendo destellos sobre la superficie del agua, ahora ves claramente, en sus profundidades, la forma quieta de una trucha salpicada de rojo y dorado, mientras mueve lentamente las aletas en las remolonas corrientes. Con un ligero shock Maerad se dio cuenta de que entendía las palabras:
Suave como es el río para con el cisne dormido
fría como el rayo de luna que se desvanece en la roca
profunda como el musgo inmortal del árbol cantor
yo soy esto, y esto, y esto.
Ágil como la estrella que atraviesa el claro sin ser vista
antigua como la raíz oculta que alimenta al mundo
fuerte como la luz que el ojo viviente ciega
yo soy esto, y esto, y esto.
Imi y Darsor se detuvieron y levantaron la cabeza, relinchando. Maerad se quedó quieta, atrapada por el encantamiento de la canción, que era absolutamente extraño y parecía que, más que escucharlo, le resonase dentro de la cabeza. No era consciente de la rápida preocupación de Cadvan, o de que este se había bajado del caballo y se había acercado a Imi, sosteniendo las riendas y extendiendo la mano para tomar las de Maerad.
A Maerad le pareció que el bosque se oscurecía a su alrededor, y que de entre los bosques surgía una titubeante iluminación plateada, como una luz bajo el agua, y que dentro de la luz cambiante había una figura.
—Salve, hija —le dijo la figura a Maerad—. He estado observándoos.
Maerad la miró asombrada. La figura era una mujer, que estaría desnuda si no fuese por la extraña impresión que la hacía parecer estar vestida de luz, como si las brillantes ondas plateadas la cubriesen más que descubrirla. Maerad la miró a los ojos, y aquellos eran los mismos ojos amarillos que la habían despertado la noche anterior. Tenía el rostro más salvaje que hubiese visto nunca, inhumano y de duende, amoral y hermoso como una flor.
—¿Por qué? —tartamudeó Maerad—. ¿Por qué habéis estado observándome?
La figura rio.
—¿Cuántas veces aparece por este camino una de mi especie? Pensé que quizá vinieseis a saludarme y a tocar música al estilo de antes. Pero ya veo que estáis con uno de estos estúpidos humanos —volvió a reír, y Maerad sintió que un escalofrío helado le recorría la espalda. Se sacudió y bajó la vista; Cadvan la observaba, pero era como si ella lo mirase a él a través de un velo.
—¿Qué queréis de mí? —preguntó.
—Os conozco —dijo la figura—. No os perturbaré —se acercó más a Maerad, y pareció que caminaba sobre el aire y se paraba ante ella, englobada en la luz acuosa—. Yo no perturbo a mis hijos —le tomó la barbilla a Maerad con una mano y se la levantó, de forma que se pudieron mirar a los ojos—. Amé a vuestro antepasado hace muchos años, y su cabeza descansó sobre mi pecho, pues tal placer me maravillaba.
Soltó a Maerad y se estiró sensualmente, como un gato, alargando los brazos hacia los árboles.
—Pero como todos los mortales, envejeció y murió. Lo olvidé. Y entonces escuché vuestra voz, que sonaba parecida a la de él, y lo recordé. Así que os he seguido y os he visto: sois de los míos, de mi familia.
Maerad permaneció en silencio.
—¿Es vuestro amante este humano? Olvidadlos, mueren como juncos.
Venid conmigo a vuestro propio reino.
Maerad sintió una puñalada de miedo. ¿Iba a hacerla desaparecer?
—No —dijo, en un tono más alto del que pretendía.
—¿No? —la figura se encogió de hombros y después sonrió—. Entiendo lo que es el amor. Yo también amé una vez. Pero escuchad, os daré esto.
Quizá os acabéis cansando de los humanos, pues ensucian el mundo y envenenan la raíz de las cosas —le tendió a Maerad una pequeña flauta hecha con un junco—. Si la tocáis os escucharé.
Maerad parpadeó, y en aquel momento la figura desapareció y todo volvió a ser como antes, excepto que ahora tenía en la mano la pequeña flauta de junco. Bajó la vista. Cadvan sostenía las riendas de Imi y miraba a Maerad fijamente, enmudecido. Esta meneó la cabeza, intentando liberarse de la extrañeza de lo que acababa de ocurrir, y rio.
—¿Qué era eso? —dijo temblorosa.
—¿Qué era el qué? —dijo Cadvan ansioso—. Cuéntame, Maerad, ¿qué ha ocurrido?
—¿Quién era ella?
—Era un Espíritu Elemental, una Elidhu. ¿Qué te dijo?
—¿No lo oías? —preguntó Maerad, atónita.
—Podía oírla, pero ningún humano vivo habla su idioma. Si quieren hablar con seres humanos, lo que pocas veces ocurre, utilizan nuestra lengua, o quizá el Habla. Maerad, tú has utilizado una lengua que yo no conozco al hablar con ella.
Maerad se quedó muy quieta, digiriendo la información.
—¿He hecho eso?
—Sí, lo has hecho —Cadvan parecía agitado—. No sabía si te habían embrujado.
—No —dijo Maerad lentamente—. No, no lo creo. Me ha dicho: «No os perturbaré» —después le explicó su extraña conversación, omitiendo los comentarios de la Elidhu sobre Cadvan, y él comenzó a parecer menos preocupado, aunque no menos asombrado. Cogió la pequeña flauta y la inspeccionó minuciosamente.
—Yo hacía instrumentos como este cuando era niño —dijo, y se la tendió—. Pero este está hecho con un tipo de junco que me resulta extraño —miró a Maerad con curiosidad renovada, aun así teñida, sintió ella, de asombro—. Había rumores de que había sangre Elemental en la Casa de Karn. Yo nunca los he creído, está claro que me equivocaba —negó con la cabeza, como si estuviese intentando aclarar sus pensamientos—. ¿Qué significa esto? Es extraño, muy extraño…
Maerad le devolvió una mirada vacía, todavía se sentía como si estuviese emergiendo hacia la superficie desde unas aguas profundas. Cadvan hizo como si fuese a hacerle otra pregunta, pero se detuvo bruscamente. En lugar de eso, le tendió las riendas, volvió a Darsor y montó.
—Deberíamos apresurarnos —dijo—. Hay un Hogar Bárdico más o menos a una legua de aquí. Ya hablaremos más adelante.
En el Hogar Bárdico desensillaron a los caballos y los soltaron, y después, como ya se había convertido en rutina, encendieron fuego en la caverna y prepararon la comida. Cadvan parecía distraído y Maerad se mantuvo en silencio, pese a que las preguntas la quemaban por dentro. Cuando acabaron de comer, Cadvan estiró las piernas y se apoyó contra la pared de la cueva, y Maerad lo estudió a la luz del fuego. Parecía cansado, unas profundas arrugas discurrían desde su nariz a la boca, y tenía los ojos hundidos. En momentos así le parecía un extraño: un hombre oscuro y retraído, con el rostro marcado por el pensamiento, endurecido y curtido por una vida de la que ella no sabía nada. Esperó, y al fin, cuando la tarde comenzaba a oscurecer, salió de su ensimismamiento y la miró sonriendo.
—Perdóname —dijo—. Lo que ha ocurrido hoy era algo totalmente inesperado. No tenía ni idea… —meneó la cabeza—. Sabía que estabas llena de sorpresas, Maerad, pero esta me ha sorprendido incluso a mí.
—A mí también me sorprende —dijo Maerad—. ¿Cómo puedo hablar Elidhu y no conocer todavía el Habla?
—No lo sé —dijo Cadvan—. El arte de ser Bardo es un saber ancestral.
Pero existe un Saber más antiguo, tan antiguo como las aguas, los árboles y la tierra, y una buena parte de él nos es desconocido, o débilmente adivinado. Ese es el conocimiento del que crece el arte de los Bardos, la raíz. Más no son lo mismo. El arte de los Bardos es asunto de la especie humana, pero los Elidhu caminaban sobre la tierra antes que nosotros — hizo una pausa y después continuó—. Entre los Bardos, tener sangre de los Elementales no está considerado una cosa muy buena —dijo—. Si era así en la Casa de Karn, no me sorprende que se mantuviese en secreto.
—¿Por qué? —preguntó Maerad—. Ella no era malvada.
—No, no era malvada —dijo Cadvan—. Pero tampoco se puede confiar en ellos en el mundo humano. Tú hablaste con la Elidhu, ¿la creerías? Las cosas de lo Salvaje no son como las nuestras, ellos son capaces de olvidar lo que nosotros debemos recordar, y pasar en un abrir y cerrar de ojos de ser benignos a mortales.
Maerad se quedó en silencio, con la vista fija en las llamas.
—¿Y qué es la Casa de Karn?
Cadvan levantó la vista rápidamente y después la volvió a bajar.
—Es tu Casa, tu familia —dijo—. Algunos Bardos, quizá la mitad de ellos, vienen de familias en las que nunca ha habido Bardos. Yo soy uno de esos.
Otros no. La Casa de Karn es una antigua familia de Bardos. Participaron en la fundación de Pellinor, y antes de eso estaban en Lirion, en el norte, y a través del Silencio su linaje continuó sin romperse en el oeste lejano, en la Isla de Thorold. Larnorgil el Clarividente pertenecía a esa familia.
Andomian y Beruldh, cuya historia has cantado tan a menudo, son tus antepasados lejanos. Milana, tu madre, era la hija de un gran linaje de Bardos. Igual que tú.
—¿Yo? —Maerad se sentía más estupefacta ante aquellas noticias que ante el encuentro con la Elidhu. De repente la trágica historia de Andomian adoptó una nueva proximidad. «Es mi historia» pensó, «mi historia». Se imaginó a Andomian muriendo en las mazmorras del hechicero Karak, solo y desesperado, tras rescatar a sus hermanos de la esclavitud, y se estremeció.
—¿Por qué no me habías contado esto antes? —dijo.
Cadvan se quedó en silencio.
—Usted mencionó su linaje en el Consejo de Innail, pero aparte de eso no había salido el tema —dijo por fin—. Y quizá yo no crea en la idea de que la condición de Bardo sea hereditaria. Hay quienes no son dignos de sus ancestros, y quienes tienen más orgullo que capacidades o derechos.
Se quedaron callados un rato, cada uno siguiendo el hilo de sus propios pensamientos. Maerad pensó que percibía una nueva distancia en Cadvan, un retroceso en la intimidad que había comenzado a crecer entre ellos, y aquello la apenaba. No era culpa de ella, pensó, venir de una familia así; nunca lo había elegido, igual que no había elegido ser esclava durante toda su infancia. Ella continuaba siendo quien era, fuesen cuales fuesen los retazos de historia que arrastrase tras ella. Pero entonces Cadvan se espabiló.
—Todavía estoy extrañado con una cosa —dijo—. ¿Me puedes repetir la canción que cantó la Elidhu?
Maerad repitió las estrofas que había escuchado, y Cadvan escuchó atentamente.
—Sí —dijo—. El «musgo inmortal del árbol cantor» y «la raíz oculta». Y
Lanorgil hablaba del Canto del Árbol. Mas Maerad, yo tengo profundos conocimientos del Habla, y una buena parte de ese ancestral saber trata sobre las raíces de la lengua, del Árbol de la Vida y temas así. Supongo que estos están relacionados. Pero no he escuchado hablar del Canto del Árbol. No sé lo que es —pinchó el fuego con impaciencia—. Creo que podría ser bastante importante que lo averiguásemos —dijo—. Y que quizá el Saber de los Elementales tenga un poco más de importancia en nuestros asuntos de la que le han dado los Bardos. Está escrito que los Elementales iban a menudo a Afinil y cantaban con los Bardos de allí, y que buena parte del Saber se perdió en el Gran Silencio. Aquí hay muchas cosas que me dejan perplejo. ¡Ojalá pudiese hablar con Nelac! —suspiró.
—¿Tu profesor? —preguntó Maerad con curiosidad.
—Sí, era mi profesor —dijo Cadvan, mirándola—. Ahora es muy viejo. Es el más grande de los Lectores de esta tierra. Él es la principal razón por la que quiero ir a Norloch. Necesitamos su consejo.
—¿Es Primer Bardo de allí?
—No, no es el Primero, aunque por supuesto pertenece al Circulo. A mi parecer es el más sabio del lugar: hace mucho tiempo, a la muerte de Noldor, a Nelac se le pidió que fuese Primer Bardo, pero se negó, diciendo que no buscaba tales eminencias. El Primer Bardo es Enkir, otro gran Lector. Los Primeros Bardos de Norloch han sido casi sin excepción Lectores, pese a que ha habido unos cuantos Creadores. El intelecto de Enkir es tan severo como firme, y entre los sabios se le tiene como muy grande; es un Bardo orgulloso y altivo, de otra gran Casa, la Casa de Lenar.
—¿Pero Nelac es el Bardo más grande? —dijo Maerad.
Cadvan bajó la vista hacia Maerad y sonrió, y sus preocupaciones previas se disolvieron de súbito.
—Sí, en mi opinión, pese a que muchos no estarían de acuerdo —dijo—.
Ya que Nelac de Lirigon también es sabio en las maneras del corazón, mientras que Enkir es demasiado frío, demasiado severo, demasiado orgulloso para comprender. Pero ya conocerás a esa gente y juzgarás por ti misma.
—Suena como si Norloch… bueno, como si no tuviera nada que ver conmigo —dijo Maerad, dudosa.
—Norloch es muy diferente a Innail —dijo Cadvan—. Pero tú ya has soportado más cosas escalofriantes que los hombres mayores.
Al día siguiente continuaron atravesando el Bosque Grávido, y al final a Maerad le pareció haber detectado que los árboles disminuían sutilmente y se preguntó si estarían cerca de los límites. Cadvan se lo confirmó.
—Un día más de cabalgata y estaremos fuera, al nordeste de Annar, a un día o dos de Milhol —dijo—. Y entonces tendremos que decidir qué camino seguimos. Allí podríamos tomar la Carretera de Ettinor, aunque yo creo que no sería lo más inteligente viajar por ese camino, pese a que iríamos más rápido, y retomar nuestro camino más hacia el norte nos haría desviarnos todavía más de nuestro camino. Incluso estoy tentado de ir a mi escuela, Lirigon, y desde ahí al sur, hacia Norloch. De verdad que me gustaría recopilar algunas noticias. Pero serían muchos días de camino hacia el norte, y al final no sacaríamos gran beneficio de ello, pienso.
—¿Tenemos que seguir las carreteras? —preguntó Maerad.
—No, no siempre —dijo Cadvan—. Y creo que no lo haremos, pese a que al oeste de Milhol el campo es agreste e impenetrable en algunas partes.
¡También tengo miedo de que nos perdamos!
Continuaron cabalgando en un silencio acompañado. Después de su encuentro con la Elidhu el día anterior, a Maerad el Bosque Grávido ya no le resultaba hostil, y aunque todavía ansiaba salir del claroscuro de los árboles a la luz del sol y el viento, también se daba cuenta de que se sentía más segura allí, escondida de las miradas entrometidas, a pesar de los peligros que suponía el bosque. Tenía la sensación, sin ninguna razón que pudiese definir, de que la Elidhu los protegía. Los largos días cabalgando por el bosque también le habían dado la oportunidad de asimilar los acontecimientos de las últimas tres semanas. Se sentía menos confusa en su interior, menos dudosa, pese a que parecía que cuanto más averiguase, más se multiplicarían sus preguntas. Le contó todo esto a Cadvan, que respondió:
—A veces el camino del Saber es así. A menudo he pensado que es como una luz que se abre en un mar oscuro: a medida que aumenta, también aumentan la profundidad y el tamaño de lo desconocido. ¡Los más sabios son quienes saben lo poco que saben!
Aquella noche acamparon en otro claro, pero esta vez no había cueva y no pudieron hacer fuego. El buen tiempo se mantuvo, e incluso llegó a hacer un poco de calor. Continuaron tras el amanecer del día siguiente. Hacia la hora de comer Maerad vio una luz entre los árboles y así alcanzaron el final del camino.
El bosque se detuvo abruptamente, y Maered descubrió, parpadeando, que ante su vista se extendía una tierra de colinas redondeadas y sombreadas por la flor violácea del brezo. El camino deambulaba por el paisaje que tenían delante, y Cadvan le dijo que si lo seguían, acabarían llegando a una de las Carreteras Bárdicas que llevaban a Ettinor, siguiendo el río Milhol.
—De momento —dijo— creo que continuaremos hacia Milhol. Deseo saber cómo es la tierra por esos lares. Y después debemos decidir qué hacer luego.
El paisaje que atravesaban era solitario y desnudo, barrido por fuertes vientos que soplaban bajando de unas distantes montañas que formaban unas chepas azules en el horizonte del este. Allí no crecían árboles, aparte de unos cuantos espinos raquíticos, y de vez en cuando pasaban ante afloramientos caídos de granito grisáceo y desgastados por el tiempo, moteado de líquenes brillantes, violetas, amarillos, verdes y blancos.
También había otras piedras, que parecían haber sido colocadas allí por manos humanas: círculos en lo alto de pequeñas colinas que parecían unas inmensas coronas rotas, algunas de ellas derrumbadas y quebradas, otras todavía en pie pero locamente inclinadas como hombres borrachos.
—Estaban aquí antes que Afinil, y datan de los primeros días en los que los humanos caminaron por estas tierras —le dijo Cadvan—. Nadie sabe ahora lo que significaban, ya eran antiguas y estaban abandonadas en los días de Dhyllin. Las colocaron aquí, en la colina, gentes que vivieron hace muchos miles de años. Algunos piensan que señalaban las tumbas de sus reyes y reinas, otros piensan que eran lugares en los que adoraban a sus dioses. Algunos tienen curiosos grabados.
—Y tú ¿qué piensas? —preguntó Maerad.
—No lo sé —dijo.
Cuando el atardecer comenzó a caer, todavía estaban lejos de un lugar habitado, y encontraron una hondonada apartada del viento al pie de una de las colinas, donde acamparon. No se oía ningún sonido, a excepción del suspiro del viento entre la hierba y los llantos melancólicos de los chorlitos, y aquella noche no sacaron sus liras, pero hablaron juntos en voz baja. Maerad se acercó más al fuego.
—Qué sensación más desolada —dijo.
—Sí —dijo Cadvan—. Les llaman las Tierras Hundidas. No se recuerda que nadie haya vivido aquí.
—Hace tanto tiempo y está tan lejos —dijo ella—. Pero es como si la tierra recordase a la gente, aun así.
Aquella noche Maerad durmió agitada, y le pareció haber oído en sueños un lejano ruido de cascos en la noche, que la buscada, y a su alrededor había siniestras formas de hombres envueltos en capas negras. Se despertó temblando y miró hacia arriba, a los cielos cubiertos de estrellas, donde la luna creciente cabalgaba bien alta sobre unas nubes rotas.
Cadvan yacía cerca, roncando ligeramente, pero ella enseguida se volvió a dormir y ya no soñó más.
Continuaron siguiendo el camino que los había llevado a través del Bosque Grávido, que a media mañana del día siguiente se introducía repentinamente en terrenos cenagosos. Por allí tenían que avanzar lentamente ya que debían ir abriéndose camino, temerosos de perder por completo el sendero, y a menudo los caballos hundían los cascos por completo en el barro. Nubes de insectos y mosquitos los perturbaban, y su incomodidad crecía a medida que calentaba más el sol. Continuaron durante varias horas, sin detenerse a comer, y por fin, para alivio de Maerad, dejaron atrás la ciénaga y volvieron a un terreno sólido. Se detuvieron al lado de un pequeño arroyo para realizar un almuerzo tardío, y dejaron que los caballos pastasen y bebiesen.
—Bueno —dijo Cadvan—, pronto volveremos a encontrarnos entre gente.
Dudo que veamos a nadie que me conozca, pero aun así merece la pena tomar precauciones contra los ojos Bárdicos —se quedó pensando un rato y después dijo—. ¿Qué te parecería ser mi hijo mudo, y que yo fuese un… un zapatero, quizá, de cerca de Pellinor, que va a Ettinor a buscar ayuda para la enfermedad de su hijo?
—¿Por qué no? —dijo Maerad, divertida—. Pero ¿sabes algo de hacer botas?
—Pues sí, señorita —dijo Cadvan, guiñándole un ojo al estilo de un granuja—. No sabes lo que yo sé. Mi padre era zapatero remendón y sus botas eran muy apreciadas en Lirigon. Y en todas partes, a decir verdad.
Disfrazarse les llevó un ratito. Cadvan se ocupó primero de Maerad, hizo que colocase las manos sobre sus hombros, como cuando la había visionado, y mientras tanto murmuró un encantamiento en el Habla. Un breve resplandor de luz pasó ante la vista de Maerad, la hizo marearse durante un segundo, y cuando se recompuso, miró hacia abajo y soltó un grito involuntario. Su cuerpo había cambiado: ahora parecía un muchacho, y sus ropas eran ligeramente diferentes, toscamente tejidas con lana sin teñir. Después Cadvan se cambió a sí mismo, y Maerad lo miró con fascinación. Sus ojos no pudieron captar el momento de la transformación, pero pareció como si el rostro de Cadvan se difuminase; ella parpadeó y cuando volvió a mirar era diferente. Tenía el cabello rojo y una barba roja, y sus facciones eran más duras.
—Ahora los caballos —dijo, y ella volvió a parpadear, ya que también su voz era más áspera y profunda—. Son demasiado finos para alguien como nosotros —volvió a practicar el encantamiento y súbitamente Darsor e Imi eran dos animales de granja, y Darsor era bizco.
Cadvan se volvió hacia Maerad y le pasó las manos ante los ojos.
—Esto durará hasta que el sol se ponga mañana —dijo—, y será suficiente.
No quiero quedarme más de una noche en Milhol. Ningún Bardo ni Gluma nos reconocerá ahora. Pero debo descansar un rato, para engañar a los ojos de los Bardos se necesita más que con el resto de la gente. Mírame bien, ya que has de recordar qué aspecto tengo.
Aquella noche la pasaron en Milhol, un pequeño pueblo de mercado de dos o tres mil habitantes, con casas de varios pisos que casi chocaban sobre las estrechas callejuelas adoquinadas, cortando la luz. La gente los miraba mientras atravesaban las estrechas calles, y a Maerad no le gustaban las miradas porque le parecían desconfiadas y hostiles. Las calles apestaban a estercolero, y las cunetas estaban llenas de basura, mondaduras de verdura, cáscaras de huevo y basura podrida. No era, pensó, un lugar especialmente agradable en comparación con los bien cuidados jardines de la Escuela de Innail. A la fuerza, acabó por recordar el Castro de Gilman.
Tampoco disfrutó de su estancia en la posada maloliente. La dirigía un hombre de cejas negras con un delantal grasiento, que los aceptó de malos modos y los guió hasta un mísero cuartucho con una diminuta ventana cubierta de telas de araña y dos palés llenos de bultos. Para disgusto de Cadvan, les cobró más del doble de lo que habían pagado en la Franja de Innail. Fueron a cenar a la taberna, porque Cadvan quería escuchar a los habitantes del lugar hablar de las condiciones en las que vivían, pero no se quedaron mucho rato. La conversación de los lugareños decía que el único peligro real que había en la carretera eran los bandidos.
Maerad se despertó antes del amanecer. Un gallo cantaba en algún lugar en la distancia, pero no fue aquello lo que la despertó; era algo que la picaba por todas partes. Mientras se rascaba furiosamente, se incorporó, y Cadvan se removió adormilado, y después se despertó instantáneamente.
—¿Qué pasa? —dijo.
—Chinches —susurró—. O pulgas. O piojos. Me está picando algo.
—Seguramente sean chinches —dijo Cadvan. Inspeccionó su cama sin mucha pasión—. Mira, tienes una picadura en la nariz.
—Ojalá a ti también te hayan picado. Y mucho —dijo ella, debatiéndose entre la irritación y la diversión.
Cadvan se incorporó.
—No creo que lo hayan hecho —dijo—. No les gusto mucho a los insectos.
Soy demasiado duro —sacó las piernas por el lateral de la cama y se frotó el cabello con los dedos, de forma que se le puso de punta—. Bueno, nos han despertado lo bastante pronto para sacarnos de aquí. Así que vámonos.
Cadvan le dijo que se pusiese la cota de malla, así que la sacó del hatillo en el que había estado guardada desde que habían salido de Innail. El cuello le picó al ponérsela, al sentir su pesada frialdad, y se colocó torpemente la espada que le colgaba de la cadera, que llevaba días sin ser utilizada y tenía casi olvidada. Después recogieron sus hatillos y salieron del cuarto.
Abajo la única señal de vida era el cocinero que estaba encendiendo la cocina de leña. No pareció muy dispuesto a servirles el desayuno, así que abandonaron la posada y emprendieron el camino a pesar del viento gélido. Maerad sintió un alivio indecible al dejar aquel ambiente fétido y respiró profundamente el aire fresco, pese a que estaba tan frío que era como si unas cuchillas heladas se le clavasen en los pulmones. Unos penachos de humo le salieron de los agujeros de la nariz como si fuese un dragón.
Sacaron los caballos de los establos y encontraron una panadería más lejos en la misma calle, donde Cadvan compró dos hogazas de pan y unas tortas de carne. Se comieron las tortas a caballo mientras salían trotando de Milhol, con el aliento formando espirales de vaho en el aire helado. La puerta acababa de abrir, y dos guardas mugrientos los miraron con desconfianza mientras salían. Cadvan les dirigió un alegre saludo, ante el evidente descontento de los guardas, y después trotaron vivamente por la carretera de tierra por la que habían llegado al pueblo. En poco menos de media hora la carretera se fundía con otra, esta vez de piedra.
—Esta es la Carretera Bárdica que lleva a Ettinor. Aquí podremos recuperar algo de tiempo perdido —dijo Cadvan, y se volvió sobre la silla.
Imi y Darsor relincharon y piafaron al suelo, y después continuaron hacia delante al galope. Parecían estar tan contentos de salir de Milhol como sus jinetes.
El sol se levantó poco después de que encontrasen la Carretera Bárdica, iluminando un paisaje adusto suavizado por una pesada niebla.
Aminoraron el trote, y Maerad comenzó a mirar a su alrededor. Tras ellos todavía se veían las montañas elevándose imponentes en el horizonte, y a su izquierda Maerad veía las colinas purpurescentes de las onduladas tierras altas en la distancia, pero a su alrededor toda la tierra era llana como si fuese una planicie aluvial. El río Milhol discurría a su derecha, y a Maread le parecío tan sombrío como el paisaje, con unos juncos negros que sobresalían en la superficie marrón. Había pocos árboles, y los que vio se erguían solitarios, inclinados por los vientos predominantes. La tierra era pobre y rocosa, llena de matas de hierba áspera, cardos y asclepias.
Tras la salida del sol comenzaron a cruzarse con granjeros que se dirigían a los mercados de Milhol. Se cruzaron con carros de mercancías tirados por ponis de aspecto cansado con las crines ásperas y las costillas visibles, y de vez en cuando un carro tirado por bueyes; dos o tres veces vieron a mujeres caminando con una pesada cesta atada a la espalda, de la que sobresalían las cabezas de los pollos, que graznaban a modo de protesta, o las hojas en movimiento de los nabos o colinabos. Cadvan saludaba con la cabeza a todas las personas con las que se cruzaban, pero solo una vez le devolvieron el saludo, una mujer joven que tenía a un niño pequeño y lloroso tirándole de las faldas.
—Resulta duro sacarle el sustento a esta tierra —dijo Cadvan—. Y hace que la gente se amargue. No siempre ha sido así. Hace cien años esta tierra era verde y fértil. La gente de aquí ha olvidado cómo hablar con la tierra, ahora toman sin dar.
Cuanto más se alejaban de Milhol, más escasas eran las personas que veían, y a última hora de la tarde ya no vieron a nadie más ni pasaron al lado de más casas. Avanzaban a trote ligero, ambos sentían que cuanto antes abandonasen aquel sombrío lugar, mejor, y continuaron cabalgando tras el atardecer hasta que ya era casi noche cerrada, guiados por la luz de las estrellas y la media luna. Solo cuando ya no pudieron avanzar más se echaron a un lado de la carretera y acamparon. Se acurrucaron al abrigo de un gran árbol al que parecía haber partido un rayo y yacía dividido en dos mitades retorcidas. Cadvan se quedó quieto, escuchando un rato, y entonces decidió encender un fuego.
—No escucho nada en millas a la redonda —dijo—. Creo que estaremos bastante seguros. Pero pienso que deberíamos mantener la vigilancia esta noche.
Mientras él encendía una llama con su pedernal, Maerad vio que Cadvan volvía a tener su propio rostro.
—¡Cadvan! —dijo. Él levantó la vista sorprendido—. ¡Has vuelto!
—Y tú también —dijo él, entornando la vista en la oscuridad—. He de decir que mejoras bastante. Fui ligeramente demasiado convincente al convertirte en un muchacho idiota —el fuego chisporroteó y se avivó, y Cadvan lo atendió—. Llevaremos nuestros rostros durante un par de días.
Es arriesgado, pero no tengo energía para disfrazarnos a no ser que sea de gran necesidad.
Continuaron por aquel deprimente paraje durante los siguientes dos días, viajando todo el día tan rápido como podían y manteniendo la vigilancia durante la noche. No vieron a nadie más en la carretera. Gradualmente el paisaje comenzó a cambiar, el río se abría paso en un barranco que se volvía cada vez más profundo, y unos cerros comenzaban a hacerles sombra y se alzaban en afilados picos de roca desnuda que descendían en escarpados precipicios. Unas pequeñas cascadas bajaban por los precipicios, el agua se acumulaba en piscinas de roca poco profundas llenas de cieno verde, y unos pinos atrofiados crecían desordenados por las ásperas pendientes. Cadvan miraba con cautela a su alrededor, y mientras cabalgaban, Maerad comenzó a sentirse incómodamente consciente del agudo sonido que emitían los cascos de los caballos sobre la carretera, que resonaban sonoramente en las rocas.
—Estas son las Colinas Quebradas. Tierra de bandidos —dijo Cadvan—.
Utiliza el oído.
Maerad dirigió su alerta hacia las colinas. Escuchó cómo el viento soplaba entre los dientes de roca, la refriega de unas garras sobre las piedras sueltas, los gritos de las aves de rapiña y los chillidos moribundos de unos animalitos, pero nada humano. Volando en círculos en el viento que soplaba sobre sus cabezas, muy altos, de vez en cuando veía un par de pájaros.
—Águilas —dijo Cadvan—. No son pájaros de la Oscuridad. Buscan sus presas —aun así, ella no pudo deshacerse de la sensación de amenaza, que se había ido acumulando durante todo el día a medida que el campo se volvía más salvaje y la carretera comenzaba a abrirse paso entre gargantas de roca, con sus laterales que ascendían escarpados a cada uno de sus lados. Pero aun así la tierra estaba vacía, y no había oído ni pasos ni ruido de cascos en todo el día. El mismo silencio parecía amenazador.
Aquella noche acamparon ligeramente fuera de la carretera, bajo una roca que sobresalía. No encendieron fuego. Los caballos daban patadas al suelo y vueltas en círculo, pastando la áspera y amarga hierba, y ellos se quedaron sentados en silencio, mirando hacia la carretera y el horizonte rocoso que al otro lado cortaba las estrellas con cuchillas de oscuridad.
Estaban, le dijo Cadvan, a menos de dos días de camino de Ettinor.
—Si nuestra suerte se mantiene, lo habremos pasado en tres días más o menos —dijo—. Pero no confío en esas colinas. Todo está demasiado silencioso.
—¿No vamos a ir a Ettinor? —preguntó Maerad, pensando en Helgar y en los otros Bardos que estaban en Innail.
—De ninguna manera a la Escuela —respondió él—. Daremos un rodeo por la Franja, y después abandonaremos la carretera durante un tiempo.
Después de Ettinor, la carretera discurre al lado del río Aleph, directamente hasta Norloch. Creo que tendremos que mantenernos todo lo alejados que podamos de las carreteras a partir de ahora: si la Oscuridad sospecha que tú eres la Elegida, tal y como temo que pueda ser, utilizará cada recurso que tenga para encontrarte.
Justo antes del amanecer la temperatura descendió bruscamente y comenzó a lloviznar. Maerad y Cadvan partieron temprano, sencillamente para hacer que les circulase la sangre por los miembros congelados. En la tétrica luz anterior al amanecer el paisaje parecía incluso más aterrador de lo que les había parecido el día anterior. Maerad comenzaba a estar agotada tras el trayecto castigador de los últimos días, y sentía un cansancio más profundo, que pertenecía al espíritu más que al cuerpo, y era más difícil de soportar. Imi ya no caminaba con paso brioso, sino lenta y pesadamente, manteniendo obstinada el paso de Darsor, que caminaba tan orgullosamente como antes. Manteniéndose como podía sobre el lomo de Imi, Maerad se sentía abatida. Tenía las manos entumecidas por el frío, la capa le batía húmeda contra las rodillas y tenía la cara escocida por las quemaduras del viento. Intentaba no pensar en un baño ni en un asado, pese a que en su cabeza no paraban de aparecer imágenes de las dos, que hacían que el momento presente fuese incluso peor. La llovizna continuó durante toda la mañana, y después se transformó en una lluvia constante.
Se detuvieron para realizar un apresurado almuerzo, y después de eso la lluvia amainó y la sustituyó un viento helado que les atravesaba las ropas, dejándolos congelados hasta los huesos.
Cadvan continuaba alerta, mirando a su alrededor constantemente, pero Maread tenía demasiado frío para preocuparse y cabalgaba sumida en un afligido aletargamiento. La cogió por sorpresa el hecho de que él se detuviese, levantando la mano para indicarle que ella también debía parar.
—Escucha —dijo.
Maerad aguzó el oído sintiéndose sobresaltada y culpable. Bajo el débil aullido del viento oía golpes de cascos que resonaban en la distancia.
Sonaba como si fuese un único caballo que se dirigía hacia ellos. Se volvió hacia Cadvan, interrogante.
—Creo que está a una milla de distancia de nosotros —dijo Cadvan—. Un viajero solitario por estas tierras ha de ser un Bardo. Y ahora no puedo disfrazarnos, está tan cerca que notaría el encantamiento —miró a Maerad—. Tendremos que fingir que somos simples viajeros. Si es un Gluma, que es poco probable, no parezcas sorprendida ni asustada, seguramente vaya envuelto en un hechizo destellante y no te darías cuenta si no fueses Bardo.
—Pero ¿no se dará cuenta un Gluma de que somos Bardos? —preguntó Maerad, inquieta.
—Seguramente no nos mire tan de cerca, con este tiempo —dijo Cadvan—.
Pero estaría bien que te velases.
—¿Que me vele? —Maerad se le quedó mirando. Mientras miraba, el aire que rodeaba a Cadvan parecía volverse borroso. Apenas era perceptible, y más que ver notó la diferencia.
—Piensa que es un escudo que te protege y te esconde —dijo. Maerad cerró los ojos y se concentró. Volvió a abrirlos y miró a Cadvan inquisitivamente.
—Sí, eso es —dijo él. Los inspeccionó a los dos y se cubrió mejor la cabeza con la capucha—. Creo que parecemos lo bastante míseros para pasar por campesinos —dijo—. Pero Darsor no pasará —le habló al caballo, que resopló y piafó el suelo, pero después se dejó caer. Maerad parpadeó atónita: el orgulloso Darsor ahora parecía tener el cuello de un ganso y el lomo curvado, y caminaba cojeando ligeramente. Cadvan le palmeó el cuello.
—Este caballo es un señor actor —dijo.
—Esta vez podría ser tu hija lunática —dijo Maerad—. Si eso te sirve de ayuda—. Se revolvió el cabello se dejó caer mechones sobre la cara, enredados como los de una bruja, y dejó la mandíbula floja.
Cadvan rio gravemente.
—Estoy comenzando a pensar que en algunos aspectos tu educación ha sido gravemente rigurosa —dijo.
Continuaron a paso lento. Maerad estaba ahora alerta, había olvidado por completo el frío y controlaba los golpes de los cascos que entraron dentro de un rango de sonido normal. Sintió una vaga sensación de malevolencia, percibió que la desolación y la maldad aumentaban a medida que el ruido de los otros cascos se acercaba. El corazón comenzó a latirle cada vez más rápido. Entonces, más repentinamente de lo que esperaba, el jinete apareció a unos treinta metros de ellos, rodeando a trote lento un saliente rocoso.
Llevaba una pesada capa negra y unas botas negras y altas con afiladas espuelas. Cabalgaba sobre un caballo zaino de grandes huesos, que echaba la cabeza hacia atrás continuamente, mordiendo un cruel freno.
Maerad supo inmediatamente que el jinete era un Gluma. El caballo tenía unos círculos blancos alrededor de los ojos, y en los flancos se le veían motas de una espuma blanca mezclada con sangre. El rostro del Gluma estaba completamente oculto por la capucha, pero Maerad observó, estremecida, que las manos que sostenían las riendas estaban arrugadas y eran blancas y huesudas, como las de un cadáver momificado, y llevaba un anillo de plata sin brillo con una piedra negra engarzada. Tragó saliva y continuó caminando lenta y pesadamente al lado de Cadvan, acercándose más y más al Gluma, aunque sentía que los pasos de Imi estaban llenos de odio y el animal se veía acobardado.
Tras lo que pareció una semana, se cruzaron. Ahora a Maerad el corazón le daba martillazos contra las costillas, y sentía la lengua seca en la boca.
No podría haber dicho nada ni aunque hubiera querido hacerlo. El jinete se detuvo, bloqueándoles el paso, y el estómago le dio un vuelco del susto.
Bajó la vista y le miró las manos, pese a que aquella imagen la ponía enferma, y vio que la piedra negra del anillo estaba tallada en forma de calavera sonriente. Cadvan se detuvo, como por cortesía, y habló: —Un tiempo imponentemente malo para cabalgar.
El Gluma se le quedó mirando, y esta vez Maerad pudo ver una nariz huesuda y unos ojos que ardían como brasas rojas dentro de la sombra de la capucha.
—Cierto es —dijo, y su voz parecía surgir de una gran profundidad—. Solo los imprudentes se aventuran a viajar por esta ruta.
—Sí —dijo Cadvan—. O los desesperados —señaló a Maerad con una inclinación de cabeza—. Mi hija, señor, se volvió loca hace tres meses, y voy a Ettinor en busca de ayuda.
Maerad miró solícita al Gluma con los ojos desorbitados. Descubrió que si no enfocaba la vista, el Gluma parecía casi un Bardo o un fino señor con una larga capa, lo cual era más fácil de soportar que la lúgubre figura que veía si no.
—Puede que en Ettinor haya ayuda para gente como vosotros —dijo el Gluma en tono burlón—. O puede que no.
—No busco favores, señor, por los que puedo pagar —dijo Cadvan. Tenía el rostro sin expresión, ansioso por complacer, y ligeramente estúpido—. Pero me pregunto, señor, si habrá visto bandidos por esta carretera. Al principio temí que fuese uno de ellos, y le suplico que me disculpe, pero todavía no hemos visto ninguno, aunque nos han advertido de que los hay.
—Se ha purgado a los bandidos —dijo el Gluma—. Se habían vuelto un incordio.
—Bueno, sin duda esas son buenas noticias —dijo Cadvan. Se produjo una breve pausa—. Bien, tenemos un largo camino por delante —apuró a Darsor—. Que tenga un buen día, señor.
Lentamente, como si lo hiciese de mala gana, el Gluma se echó a un lado para dejarlos pasar. Maerad bajó la cabeza y siguió a Cadvan, manteniendo la mente en blanco tanto como le fue posible. No pudo evitar que le temblasen las manos. Cuando estuvieron al mismo nivel, la cabeza del Gluma surgió de repente, y silbó como si estuviese a punto de decir algo, mirándola directamente a ella. Sintió que estaba poniendo su mente a prueba, como si unos asquerosos tentáculos la recorriesen, y se le formó un nudo en la garganta. Sin pensar se echó sobre la perilla de la montura, emitiendo un agudo y lacrimoso grito, igual que había escuchado una vez lamentarse a una mujer loca en El Castro de Gilman. Llenó su mente de imágenes de pesadilla de una araña gigante, y después de una serpiente con muchas cabezas, y los toqueteos del Gluma se retiraron de golpe, como con desagrado.
—Venga, Marta, no te pongas así —dijo Cadvan mientras continuaba cabalgando—. Perdónela, señor, perdónela —le dijo al Gluma—. Es la locura, le dan ataques así…
El Gluma escupió sobre el suelo y espoleó su caballo para adelantarlos, dándole un golpe a Darsor al pasar. El caballo negro se tambaleó y casi tira a Cadvan de la silla. Maerad continuó con su lamento hasta que los golpes de los cascos se desvanecieron en la distancia, y entonces se detuvo, hipando unas cuantas veces para darle verosimilitud. Levantó la vista hacia Cadvan, que se colocó el dedo índice sobre la boca para decirle que guardase silencio. Continuaron al mismo paso lento durante una hora más antes de atreverse a decirse nada el uno al otro.
—Hemos estado cerca —dijo finalmente Cadvan—. Gracias a la Luz por tus rápidos reflejos, Maerad. Por un segundo pensé que estábamos perdidos.
Te percibió.
Maerad todavía sentía náuseas, como si algo la hubiese envenenado.
—Intentó leerme —dijo temblorosa—. Así que me dejé invadir por el pánico y pensé en monstruos. Fue horrible.
—No eres ni de lejos tan frágil como pareces. Es mejor parecer débil que serlo —Cadvan sonrió sarcásticamente, y Maerad le devolvió una lánguida sonrisa, mientras sentía que las náuseas comenzaban a remitir—. Es extraño que los Glumas cabalguen abiertamente por Annar, incluso en estos días —dijo Cadvan—. Y venía de Ettinor. Quizá lo hayan enviado en busca de noticias sobre nosotros, quizá por otros asuntos. No lo sé. Pero comienzo a ver las cosas con más claridad.
—¿Acerca de Ettinor? —preguntó Maerad.
—Sí —dijo Cadvan categóricamente—. Ya te he hablado de algunos de mis miedos. Parece que no iban desencaminados. Llevo años sin estar en Ettinor. La última vez no me gustó, pero no sentí maldad activa. Pero las cosas pueden cambiar rápidamente —Cadvan parecía sumido en unos pensamientos preocupados—. Incluso si Ettinor fuese una de las Escuelas corruptas, no me atrevo a pensar que esté en deuda con El Sin Nombre y sea refugio de los Glumas. Incluso allí hay Bardos que se han mostrado en contra de la corrupción de las Escuelas, y que trabajan para la restauración de las artes Bárdicas.
Cabalgaron un rato en silencio.
—El Sin Nombre debe de sentirse seguro de su poder, para colarse tan cerca en el seno de su enemigo —dijo él por fin—. Es muy mala señal.