LAS REGLAS DEL JUEGO
EN su magnífico libro Tiempo de feminismo, nos cuenta Celia Amorós que Lévi~Strauss, ante la propuesta de ingreso de Marguerite Yourcenar en la Academia de la Lengua Francesa, se opuso sentenciando: «No se cambian las reglas de la tribu.» El feminismo replicaría esta actitud, y con razón. Las reglas de nuestra tribu consisten, precisamente, en que estas mismas reglas están sujetas a revisión, crítica y debate, y a ellas se aplica lo que Savater llama la «perspectiva civilizatoria»: las reglas de todas las tribus están en cuestión; no se puede en rigor argumentar que «no se cambian las reglas de la tribu». Las mujeres debemos cambiar esas reglas que resultan oprimentes y discriminatorias, proponiendo la alianza del feminismo, que ha de asumir el reto de la multiculturalidad, con «una cultura de razones», concluye Celia Amorós.
¿Qué reglas de juego estableceríamos las mujeres? Esta es una cuestión que nos preocupa y que tiene también una especial relevancia respecto al poder. El poder es una pasión humana que la tradición filosófica ha descrito como libido dominandi, esto es, amor a la gloria, deseo de honores y de renombre este deseo de consideración social ya no pertenece en exclusiva a los hombres. Parece claro que a las mujeres el poder nos resulta extraño porque históricamente hemos sido excluidas de él. Lo que hemos practicado es la influencia, el poder indirecto. Dada la falta de experiencia y referentes, incluso existen dudas de que en caso de ejercerlo, lo hagamos de manera diferente a los hombres. Es opinión bastante extendida que las mujeres queremos ocupar puestos de poder para transformar la sociedad o, al menos, para «hacer cosas» y no tanto por el propio poder.
Resulta obvio que tenemos derecho a compartir el poder; es una cuestión de justicia. Sin dejar de visualizar la subordinación de las mujeres ni abandonar la vindicación, debemos seguir reflexionando y plantearnos nuestras propias estrategias porque, aparte del reducidísimo número de mujeres que alcanzan posiciones de poder, no nos hemos librado de lo emblemático ni de la trivialización que se cierne sobre nosotras cuando estamos en política.
Los obstáculos que encontramos en el acceso al poder, magníficamente expuestos por Amelia Valcárcel, nos impulsan por una parte a pactar entre nosotras y, por otra, a plantearnos qué podemos aportar, sin caer en el esencialismo y el naturalismo. Sólo hará falta mirar a nuestro alrededor para llegar a la conclusión de que los hombres, por su mera condición, no son un modelo a seguir aunque sin duda haya hombres admirables. Una cosa es aspirar a la emancipación y otra, muy distinta, es la imitación pura y simple de los que hoy se nos presentan como valores del varón, nada más lejos, como dice Raquel Osborne, de un feminismo que se pretende renovador y que intenta contribuir al alumbramiento de una nueva concepción del varón, de la mujer y de la relación entre ambos.
No voy a entrar en la polémica entre las partidarias del llamado feminismo de la igualdad y el feminismo de la diferencia, de la ética del cuidado y la ética de la justicia. Doctoras tiene la Iglesia. Desde luego, yo no creo en el todo vale. Tengo claro que no vamos a renunciar al ideal de justicia, pero que éste se puede complementar, que se puede apostar por una sociedad que acepte otras formas de mirar y, en consecuencia, otras formas de actuar. Complementariedad deseable y posible si huimos del esencialismo. Esto nos lleva a la debatida cuestión de los valores.
Sobre este tema, Victoria Camps propone transformar la manera de hacer política, la dicotomía entre lo público y lo privado, tanto para que la actividad política sea más compatible con las actividades de la vida privada, como para que la vida pública suavice alguna de sus formas y manifestaciones. Estima, junto a otras muchas mujeres, que virtudes o cualidades corno la ternura, la compasión, la renuncia e incluso un cierto sentimiento de culpabilidad no vendrían mal a una sociedad cuyos dirigentes tienden inevitablemente a la prepotencia y a la arrogancia, sin recibir ninguna savia que diluya su machismo. Las mujeres podemos llegar a tener más credibilidad porque solemos ser más críticas con el poder, ya que sólo excepcionalmente lo hemos detentado. En tanto que outsiders, podemos observar mejor los vicios de la política, su hermetismo, la conquista del poder por el poder. No creo que, como consecuencia de ello, tengamos que asumir la tarea de redimir a la humanidad; más bien creo que la ventaja es que nos vamos a sentir más cómodas, menos extrañas en el poder y en la vida pública en general, si la ajustamos a las cualidades femeninas, sin perder nunca el respeto y la dignidad hacia nosotras mismas, sin perder el sentido de la orientación o corrigiéndolo cuando las circunstancias cambian. De esta manera, como diría Verena Stolcke, procuramos evitar la confusión entre igualdad e identidad.
Ann Kaplan nos plantea superar unos modelos lingüísticos y culturales que están muy arraigados y que ponen de manifiesto la oposición masculino/femenino: dominante/sumiso; activo/pasivo; naturaleza/civilización; orden/caos; matriarcal/ patriarcal. Es preciso reflexionar acerca del modo en que podemos trascender una polaridad que no nos ha traído sino sufrimiento.
Estoy de acuerdo con la propuesta de Marina Subirats de cambiar las reglas del juego, de modo que aquello que fue negado pueda reaparecer, pero esta vez no ya como una manera de inferioridad sino precisamente como una posibilidad a universalizar, es decir una posibilidad que pueda ser asumida y abra horizontes a todos los individuos, cualquiera que sea su pertenencia a un grupo.
Al plantearnos estrategias, dentro de una alternativa globalizadora tendremos que referirnos a la palabra, al lenguaje como herramienta de cambio. Marguerite Duras sugirió el silencio como estrategia, ya que el arma principal de opresión ha sido siempre el lenguaje dominado por los hombres; el silencio, pues, se convierte paradójicamente en un medio de entrar en la cultura, un hueco, una fisura por la que es posible la transformación. Para Duras, esa política no deja a las mujeres en una posición negativa, porque el silencio constituye una actitud positiva y liberadora. Pero, como dice Kaplan, es peligroso aceptar la exclusión de las mujeres de lo simbólico, ya que dicha esfera incluye grandes e importantes áreas de la vida. Y porque además Duras deja sin resolver de qué forma las mujeres obtendrán ese acceso a lo simbólico a través del silencio, lo cual parece más una estrategia provisional y desesperada que una política orientada a encontrar un lugar en la cultura.
No voy a referirme a las influencias de Lacan sobre el feminismo y el lenguaje, pero parece claro que no podemos permanecer calladas, fuera del proceso histórico. Sabemos, por Emilio Lledó entre otros, de la importancia de la palabra, de nuestra voz y del lenguaje, y podremos poseer nuestro propio discurso en la medida en que empecemos o continuemos planteándonos preguntas.
La resignificación del lenguaje ya fue utilizada por nuestras antecesoras tras la Revolución francesa. Eran el Tercer Estado dentro del Tercer Estado y ésta es una propuesta que todavía tiene vigencia ya no tanto por la invisibilidad de la mujer en el lenguaje, que se extendía, hasta hace poco, al modo de nombrar títulos académicos y profesiones como por la manera en que habitualmente se hace referencia a los hombres y las mujeres que desempeñan una misma tarea. Celia Amorós comenta que de una mujer no se dice nunca que es carismática, sino simpática, lo cual implica que en el caso de los hombres el poder se legitima por el carisma y no tiene que avalarse por el mérito, cosa que no pasa con las mujeres.
Otra cuestión que afecta a las mujeres, aunque en un número reducido, es que se sientan culpables de ganar, de alcanzar el éxito; que sientan que se les exige pedir perdón por él y que los demás están esperando su fracaso. La raíz de este síndrome sigue en el mismo sitio: los roles tradicionales, la carencia de modelos y la falta de autoestima están tan presentes que las mujeres renuncian, llegan a destruir o infravaloran sus propios logros.
Por eso, como ya hemos dicho, debemos hacer lo posible para adquirir una mayor confianza en nosotras mismas y en nuestras causas. Nos dejamos seducir con facilidad por la renuncia y sabemos que, en muchas ocasiones, se ha intentado empequeñecer a las mujeres mediante la seducción o el rechazo, convirtiéndolas en presas de los juegos bélicos masculinos. A pesar de nuestros éxitos parciales, desconfiamos de nuestras propias fuerzas ya que nuestra condición secundaria en la historia nos ha dejado un legado claro: dudar de nosotras mismas cuando no cumplimos con la función asignada.
Se afirma que la mujer tiene el éxito como signo de posible pérdida de la femineidad, debido a que para llegar a él se exige una conducta competitiva que la propia sociedad se ha encargado de desprestigiar en las mujeres.
A veces nos desanimamos y decidimos renunciar. Creo que, así como a la mayoría de los hombres el conflicto les estimula Y les excita, a nosotras, en la mayor parte de los casos, no. La obtención de un estatus nos motiva de manera diferente que a los hombres, y las consecuencias del poder para nosotras y nuestro entorno son también diferentes. Por eso, y por dificultades reales y obvias, desistimos a partir de un determinado nivel; por eso nuestra ambición es más limitada o más dispersa, sin olvidar que las mujeres que tienen posibilidad de elegir no son precisamente muchas. ¿Realmente, como dice Lipovetsky, nos interesa más la seducción que la competición? No creo que ésta sea la disyuntiva.
¿Tendremos que practicar estrategias de supervivencia, aunque sea metafóricamente, como Sherezade, que sobrevivió contando cuentos y haciendo el amor? ¿O tejiendo y destejiendo como Penélope? No creo. ¿Cómo podemos alcanzar nuestros objetivos, teniendo en cuenta que las batallas modernas se ganan con ideas y sin olvidar el rechazo a todo lo que vaya en detrimento de la paridad? Harriet Rubín, en su Maquiavelo para mujeres, plantea algunas tácticas y ritos de acción que sustrae de comportamientos y actitudes de personajes excelsos como Gandhi, Juana de Arco o Mandela. En sus páginas plantea que para conseguir lo que se quiere hay que ganar, pero como ganar es peligroso lo mejor es superar, que consiste en dominar al enemigo con gran estilo, como el atleta que consigue su mejor marca. Así, se pone el listón más alto y se motiva a todos, sin que los perdedores vean mermada su dignidad.
Abandonar la idea de represalia y practicar la ahinsa, término utilizado por Gandhi que significa negarse a causar daño a los demás. De Gandhi también se extrae la enseñanza de actuar «como si», ya que si actúas como si, se cumplirán enseguida tus deseos, puesto que los demás se convencen de que así es, de que el deseo manda. El actuó como si los indios o hindúes tuvieran el poder, protegido por sus convicciones, mucho más fuertes que cualquier odio. En conclusión, no hay que actuar por venganza, sino destinar la energía a algo tangible para uno mismo.
Poner especial atención a los puntos débiles del enemigo, reducir el conflicto inherente a lo esencial y ver con claridad en qué consiste. La verdad, el arma más poderosa, nos hace libres, y aunque pienses que te puede hacer más vulnerable, es un síntoma de fortaleza, de convencimiento, continúa afirmando Harriet Rubín.
La clave de la estrategia, el arte del poder implícito, consiste en comprender el poder de los contrarios, si tenemos en cuenta que somos una combinación de características contrarias: ferocidad y ternura, flexibilidad y decisión. Se puede amar y luchar al mismo tiempo, y se puede cambiar de estilo de juego en plena batalla, porque para una luchadora, que ama y que combina ferocidad con amabilidad, la colaboración polémica surge de forma casi natural.
La meta, pues, es afirmarse una misma sin recurrir a la ira ni a la compasión, crear una atmósfera psicológica en la que no compararse con los demás sino con una misma, porque el objetivo no es sobrepasar a los otros sino desarrollarse plenamente; ampliar la vida, nuestro círculo y nuestra mente, ya que los límites no sólo dejan a los demás fuera; también nos encierran a nosotras mismas.
Más que la competencia, la autoestima y la excelencia nacen del entusiasmo asociado al hecho de aprender y de lograr ampliar los límites personales; del placer asociado a la ejecución de una tarea, de la satisfacción de cooperar con otras personas, apreciarlas y recibir su aprecio.
¿Qué tiene que ver todo esto con la mujeres solas? Somos mujeres y cuanta mayor autonomía consigamos las mujeres más fácil será que las relaciones tengan una mejor calidad, que el estar sola no se asimile a un castigo o a un fracaso, y que independencia y libertad no sean para las mujeres solas sinónimos de soledad y exclusión.