FEMINISMOS Y REACCIÓN

EN este siglo se han reconocido los derechos humanos y los derechos de la mujer como parte de ellos, en la medida que se exige la no discriminación por razones de sexo; se ha consagrado el principio de igualdad al máximo nivel legal, desencadenando las diversas políticas de igualdad; se han generado cambios importantes en el derecho de familia y, dentro de él, en los derechos de las mujeres; se ha producido el acceso masivo de las mujeres a la educación y, en consecuencia, la posibilidad, al menos teórica, de acceder a cualquier trabajo o profesión, llegándose a reconocer en algunos países la discriminación positiva; se ha conquistado el derecho al voto y la consiguiente legitimación para acceder al poder político, impulsándose la democracia paritaria. Es el siglo de los feminismos, de la liberación o revolución sexual, del derecho al goce y disfrute del propio cuerpo, de la anticoncepción, de la maternidad consciente o elegida —y la consecuente separación entre sexualidad y maternidad, es decir, la posibilidad de escapar del rol tradicional—, de los importantes cambios de costumbres y mentalidades, de la crisis de la familia tradicional hacia formas convivenciales menos jerarquizadas y represivas, de la revolución tecnológica y la ingeniería genética.

Sin embargo, no podemos ni debemos ignorar la realidad, porque el llamado triunfo de la mujer puede anestesiar la conciencia de la desigualdad, ya que, como repetimos insistentemente, frente a la igualdad legal existe la desigualdad real. Las mujeres no ocupamos o participamos del núcleo duro del poder, ya sea económico o político, y el acceso a los máximos niveles de responsabilidad sigue estando para ellas lleno de obstáculos, e incluso vedado, de manera que el principio por el cual a igual trabajo corresponde igual salario no se plasma de forma generalizada.

Por otra parte, pero en la misma línea, hay un tema que evidencia de una manera trágica el hecho de que a la mujer se la considera todavía un objeto propiedad del hombre. Me refiero, obviamente, a la violencia sexual, que, como es sabido, no se restringe a países lejanos ni a prácticas exóticas, sino que adquiere un rostro cotidiano en la sociedad occidental: los malos tratos, los asesinatos, las violaciones, el acoso sexual, el sexismo rastrero y el diario temor doméstico.

Por todo ello parece claro que el feminismo, aunque tenga ya una historia, no es sólo historia, y sus objetivos no atañen exclusivamente a las mujeres, sino que su consecución es requisito imprescindible para la construcción de una democracia más plena y verdadera. Es, como diría Victoria Camps, entre otras, una tarea de interés común. A pesar de ello, y aun siendo conscientes de que el poder no se cede o se comparte sin resistencias, y de las nuevas argucias o estrategias que pueden inventar quienes lo detentan, a las mujeres nos gustaría poder hablar con posibilidades de éxito y verosimilitud de un nuevo contrato social entre hombres y mujeres que llevara a compartir los derechos y las responsabilidades en las esferas públicas y privadas a sabiendas también de las dificultades que un pacto así puede tener cuando una de las partes ocupa todavía posiciones de subordinación, lo que la lleva a rechazar y denunciar constantemente todo lo que sea un impedimento para la igualdad. A esto no debe ser en absoluto ajena, desde luego, la acción política, que necesariamente ha de impulsar políticas activas de apoyo a las mujeres con el fin de seguir progresando y evitar retrocesos. Porque en este ámbito nada es neutral ni automático, ni tan siquiera en el seno del llamado Estado del Bienestar.

Entre las fundadoras del feminismo destaca una amplia galería de mujeres que eligieron en un momento u otro de su existencia la soledad, entendida como ausencia de un hombre a su lado; entre ellas, las sufragistas y las bostonianas a las que antes nos hemos referido. Nuestra generación ha tomado de ellas su concepción de la soledad, aunque repensada no sólo desde la variable demográfica o económica, sino desde la psicológica, como motor y elección existencial.

Pero, evidentemente, como hemos señalado, estamos en la frontera de un cambio cultural y ello comporta complejidad y confusión por la heterogeneidad y pluralidad de las situaciones y los mensajes, que a veces incluso resultan contradictorios. Mientras el feminismo insiste en la capacidad de las mujeres para utilizar su autonomía como estimulante y revelador de potencias ocultas, exaltando su capacidad creativa, al mismo tiempo se le acusa de condenar a las mujeres a la soledad. En efecto, la soledad se configura como una sanción a las mujeres liberadas, como un destino fatal. Megan Marshall denuncia que el triunfo en el trabajo tiene como coste para algunas mujeres la infidelidad, la carencia de afectos, la soltería y su cruel correlato de amargura y soledad forzada. Las mujeres emancipadas, con piso propio, pagan su libertad con una cama vacía, un vientre yermo. Viven deshumanizadas por las carreras, carentes de amor e inseguras sobre cuál es su verdadero sexo.

En los medios de comunicación, los audiovisuales, circulan mensajes condenatorios y culpabilizadores: las mujeres sin hijos están deprimidas y desorientadas, y son más numerosas cada día; las mujeres solteras son unas histéricas que se derrumban bajo una profunda crisis de confianza. También los manuales de psicología aluden a la soledad de las mujeres independientes como un importante problema de salud mental: las mujeres son infelices precisamente porque son libres. Esto es algo terrible, injusto, falso. Se nos culpabiliza sin atenuantes, sin aludir a las resistencias masculinas al cambio, al rechazo de los hombres a renunciar o compartir el poder, olvidando que todavía vivimos en una sociedad en la que la inmensa mayoría de las mujeres ocupan una posición subalterna, en que la normalidad está teñida de situaciones discriminatorias.

Efectivamente, se ha llegado a afirmar que la liberación de la mujer nos ha quitado aquello en lo que se apoya la felicidad de la mayoría de nosotras: los hombres. Que hemos perdido terreno en lugar de ganarlo y que estamos en un callejón sin salida. El feminismo —se dice— es culpable de la crisis de identidad de las mujeres, obviando, entre otros, el hecho de que las crisis a veces también son necesarias. Pero no es que reivindiquemos nuestra condición a ser tratadas como seres humanos y nos coloquemos en la cima del mundo, como afirman los mensajes que esquematizan el movimiento feminista, sino que buscamos formar parte de él dignamente, intentando superar la discriminación más antigua y más injusta de la historia, la que se basa en la mera pertenencia a un sexo y no aplica un principio básico de la modernidad: el principio de igualdad.

Estos mensajes, que tan extensa y profundamente desvela Susan Faludi, en su obra Reacción: la guerra no declarada contra la mujer moderna —ganadora del premio Pulitzer—, tras analizar medios de comunicación, series televisivas y películas que reproducen, lanzan y afianzan unos determinados modelos, conforman una reacción antifeminista que se relaciona con el neoconservadurismo de Estados Unidos y que no se desencadenó precisamente porque las mujeres hubieran conseguido plena igualdad con los hombres, sino porque parecía posible que llegaran a conseguirla. Se trata de un golpe anticipado que las frena mucho antes de que lleguen a la meta. Pero, además, ¿de que igualdad hablan? Si la pobreza es fundamentalmente femenina, si los salarios de las mujeres son más bajos, si se nos intenta manipular constantemente, si somos víctimas del abuso y la violencia sexual, si las verdaderas instancias del poder permanecen en manos masculinas, si seguimos sin compartir con los hombres las responsabilidades públicas y privadas.

Hacer del feminismo un enemigo de la mujer contribuye a los fines del neoconservadurismo cuyo objetivo es propiciar que cierto número de mujeres se vuelva contra su propia causa Como escribía en 1913 Rebecca West, «no he podido descubrir exactamente qué es el feminismo: lo único que sé es que la gente me llama feminista cada vez que expreso sentimientos que me diferencian de un felpudo». La propuesta del feminismo es muy simple: que no se obligue a las mujeres a elegir entre la felicidad privada y la justicia pública, y que tengan libertad para decidir por sí mismas acerca de su identidad, y no que sea definida por la cultura de la que forman parte y los hombres con los que conviven.

También resulta contradictorio que se haga referencia al año 2000 como el comienzo de un milenio eminentemente femenino y, al mismo tiempo, se incite a la perpetuación de los roles tradicionales. Produce la misma perplejidad que la afirmación de algunos hombres de que las mujeres somos mejores y tratan a éstas como a un inferior.

No soy partidaria de hablar de guerra de sexos. Sólo luchamos por una sociedad de seres humanos más justos, más libres y más felices; en definitiva, una sociedad mejor. Si por fin hemos descubierto que la felicidad es preferible al sacrificio o la abnegación, no debemos sentirnos culpables. No debemos tampoco resignarnos, sino impedir el retroceso; buscar sistemas de vida y de relaciones en los que la independencia y la asunción de responsabilidades no conlleven una afectividad quebrada; desmitificar los clichés de las mujeres solas, y no interiorizar la culpa o desculpabilizarnos.

Para lograr esto debemos, pues, detectar los mensajes desestabilizadores. Dominique Frischer, en su interesante libro sobre la nueva misoginia —La revanche des misogynes—, recoge testimonios de mujeres entre veinte y cuarenta años —publicados en revistas femeninas— acerca de la desestabilización que en ellas han producido los estereotipos negativos ligados a la imagen de la mujer sola cuando se han encontrado en una situación de precariedad afectiva tras una ruptura. Muchas manifiestan saber qué hacer para conciliar el deseo de autonomía, sus intereses profesionales, sus exigencias en la relación con la pareja, y su nostalgia de una vida familiar idealizada.

La satisfacción de las necesidades afectivas y el coste que hemos de pagar por ello crea en las mujeres un terrible dilema. No parece justo que se castigue a la mitad de la humanidad a sufrir una soledad afectiva total o parcial por el hecho de desarrollar actividades o tener aspiraciones que van más allá de las que marcan los roles tradicionales. Las mujeres emancipadas, es decir, las que viven sin la protección oficial ni el sostén económico de un hombre, que optan por llevar un tipo de vida distinto al tradicional, no cuentan todavía hoy con un claro apoyo social. Pero finalmente se tendrá que comprender que hemos luchado por nosotras y no contra los hombres, que se declaran víctimas de aquellas mujeres que valoran su profesión. ¿Quién o qué es el responsable de que haya tantas mujeres solas? ¿La demografía, demasiadas mujeres?, ¿las exigencias marcadas por la revolución sexual y el feminismo?, ¿los hombres demasiado tradicionales?, ¿la búsqueda de las mujeres de una mayor calidad en los sentimientos, de una mayor autonomía? Lo esencial es vivir la propia vida, no la del otro. Y desde luego, cuando se vive sola, se aprende a vivir así.

Pensamos, con Lourdes Ortiz, que no se tiene por qué asociar inevitablemente la vida propia, la independencia y la igualdad social entre hombres y mujeres con cargas imposibles, desventura y soledad irremediable.

En la concepción de la soltería se ha pasado insidiosamente del estado civil —la soltera— a un sentimiento —la soledad—, sin contemplar que vivir sola no es equivalente a vivir aislada, ni ser solitaria ni misántropa. En algunas ocasiones, de hecho, supone lo contrario, ya que tener una mayor disponibilidad favorece nuestra capacidad de encuentro y relación con los demás. A esto se suma la extendida idea de que el divorcio comporta soledad, cuando en realidad se trata de un acto jurídico de ruptura y de cambio del estado civil y vital que no tiene por que conllevar automáticamente soledad, puesto que este sentimiento difuso es difícil de cualificar y calibrar. La mayoría de las demandas de divorcio son planteadas por mujeres; por algo será. No creo que la causa determinante sea su ambición desmedida, ya que los testimonios y las estadísticas reflejan otra causas, más relacionadas con situaciones inaceptables o decididamente insatisfactorias. Sin embargo, porcentualmente es mayor el número de hombres que se divorcian porque encuentran un nuevo amor que las mujeres que actúan por esta motivación. Que la gran mayoría de las mujeres que se separan no lo hacen por egoísmo queda claro desde el momento en que un elevado número de hogares monoparentales tiene por cabeza de familia a una mujer.

A pesar de los mensajes negativos y otro tipo de obstáculos, a pesar de los impedimentos del neoconservadurismo, la concienciación de las mujeres sigue avanzando. Entre estos mensajes cabe señalar uno de los más difundidos en Estados Unidos, según el cual el mal de la mujer soltera moderna, mayor de treinta años y sobre todo profesional, es la androfobia, consistente en un temor profundamente arraigado a los hombres debido a la pésima influencia del feminismo. Igualmente, hay que hacer referencia al libro de Susan y Stephen Price Se acabaron las noches solitarias acerca de las propuestas para superar el «problema sin nombre». Ante cuestiones fundamentales como los temores ocultos que le cierran a la mujer las puertas del matrimonio o le imposibilitan la intimidad con un hombre, el libro destaca como principal actitud culpable la insistencia de la mujer de ser tratada con respeto y de forma igualitaria por el compañero: «El deseo de evitar una situación de sumisión en relación con los hombres puede llevarte a una vida sin amor (...). Nosotros ayudamos a las mujeres solteras a comprender que lo que ellas consideran un problema del hombre en realidad es algo que está en ellas mismas», sin ninguna alusión al patriarcado y sus trampas, ni a la educación ni a las actitudes de los hombres, sin percibir la «colonización interior», más resistente que cualquier tipo de segregación y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de las clases, como diría Kate Millet. Y de la androfobia se pasa a las «mujeres que aman demasiado», título del libro de Robín Norwood que insiste en recordar que quienes suelen tener este problema son las mujeres, en tanto que «adictas a los hombres». Su propuesta es la sumisión espiritual, ya que sólo la conexión con un poder superior permitirá a las mujeres adictas a los hombres evitar este sufrimiento emocional, cambiando una forma de pasividad por otra.

A pesar de todo, algunos estudios de opinión realizados en Estados Unidos en 1985~1986 mostraban que el objetivo principal de las mujeres ya no era el matrimonio. El 60 por ciento de las solteras opinaban que eran más felices que sus amigas casadas, y las mujeres entre veinte y treinta años mostraban una preferencia cada vez mayor por la soltería; muchas, en lugar de casarse, preferían vivir con el hombre al que amaban. También se constató en las mujeres una correlación entre mayor nivel de ingresos y rechazo al matrimonio, al contrario que los hombres, que manifestaban más deseos de casarse. Algo que no debe sorprendernos ya que, en la actual sociedad patriarcal, el matrimonio resulta más beneficioso para el hombre que para la mujer en lo que a salud mental y supervivencia se refiere.

En general el hombre no ve en peligro su autonomía —por otra parte nunca cuestionada— y tiene aseguradas sus demandas afectivas. Sin embargo, el caso de la mujer es diferente porque su aprendizaje desde niña se ha centrado sobre todo en cómo agradar, y no se la ha impulsado a «ser alguien»; por eso seguramente no sentimos la frustración en la misma medida que los hombres y, además, lo que conseguimos, a pesar del gran esfuerzo supuesto, lo percibimos también de otra manera.

Se ha comentado que las mujeres hemos salido perdiendo porque ahora nos tenemos que esforzar mucho más que antes. Sin embargo, creo que contar con la posibilidad de elegir, de ejercer todos los derechos y asumir responsabilidades, de no estar discriminadas por razón de sexo es innegociable. Cuestión diferente es que a veces nuestra preocupación sea mayor por la falta de confianza, por tener que vivir demostrando nuestra capacidad, por evitar siempre cometer un error de consecuencias imprevisibles... o porque en un momento determinado decidamos posponer nuestros éxitos y nuestra carrera profesional Para cuidar más nuestra vida privada. Valga el ejemplo de la «super directora» de Pepsi~Cola que ha renunciado a su puesto para dedicarse a su familia. Ha querido y ha podido elegir.

La inseguridad que sienten muchas mujeres separadas debe en gran parte a los escasos modelos conceptuales que existen de una vida sin matrimonio. Porque, como ya he señalado vivir sola no es estar sola ni ser solitaria.