VOCES DE MUJERES ESPAÑOLAS

LAS ideas sobre la mujer de Rousseau y otros filósofos y pedagogos influyeron claramente en nuestro país. En efecto, los pensadores liberales españoles no se apartaron un ápice de las ideas tradicionales de la femineidad; consideraban que la mujer debía ser educada teniendo en cuenta su misión fundamental: la educación de sus hijos, a los que tenían que transmitir los valores pertinentes para construir una sociedad moderna. Su formación consistía sobre todo en inculcar a las futuras madres y esposas su condición de mujeres domésticas y un carácter adecuado para cumplir con su destino: la modestia, la obediencia y la resignación. En opinión de Mary Nash, «esta construcción ideológica que configuraba un prototipo de mujer modelo —La perfecta casada— se basaba en el ideario de la domesticidad y el culto a la maternidad como máximo horizonte de realización de la mujer». Aunque el Romanticismo creó una nueva imagen de la mujer burguesa como arbitro angelical de las relaciones domésticas, también en España hubo voces contrarias, como las de las escritoras Carolina Coronado y Concepción Arenal. En La mujer en su casa (1881), esta última argumentaba que la mujer doméstica era un ejemplo equivocado de la perfección, ya que mientras para todos suponía el progreso, se pretendía que para ella supusiera solamente la inmovilidad.

Algunas mujeres logran salir de esos raíles. Son literatas y poetisas que comparten un mismo origen social, generalmente la aristocracia o la alta burguesía. Muchas de ellas residen largas temporadas fuera de España, y el conocimiento de otros idiomas les permite acercarse a otros escritores extranjeros y traducir sus obras. La mayoría se casan siendo muy jóvenes; algunas tienen amantes e incluso llegan a contraer matrimonio varias veces. Pero envejecen solas, presas de la melancolía. No eluden en sus obras el sufrimiento, ni las frustraciones ni las desigualdades, pero no suelen plantear alternativas o mostrar signos de rebelión; más bien contribuyen a consolidar el modelo oficial del ángel del hogar.

Por ejemplo, la conservadora y melodramática Angela Grassi escribe en Las riquezas del alma: «Quisiera que todas las mujeres, penetradas de su alta misión, trocasen su alma en templo para ejercer en él el sublime sacerdocio de las madres.» En este punto conviene recordar a Cecilia Bohl, quien escribe una novela titulada Sola y cuyo amor por su segundo marido se ha equiparado con el que sintió George Sand por Chopin, en la medida en que se trata de dos seres débiles y enfermizos, necesitados de protección. El suicidio de su marido, motivado por su fracaso en los negocios, la sume en la tristeza y en la soledad.

Un recuerdo merece Josefa Masanes, quien no busca la emancipación total de la mujer porque, a su juicio, se opone a ello la naturaleza, sino sólo su emancipación intelectual, que justifica no basándose en el derecho innato de la mujer a la autorrealización, sino en sus responsabilidades como madre y esposa. Fundadora de un colegio para señoritas y miembro de varias academias e institutos, Masanes cree que la única posibilidad de emancipación para las mujeres es la educación. Por eso denuncia una y otra vez el hecho de que se niegue a la mujer la aptitud para los trabajos intelectuales y, en caso de concedérsela y reconocerle las dotes de una brillante inteligencia, se la amenace con el desprecio en cuanto intente sacar provecho legítimo de tan estimado don, bajo el pretexto de que el saber la perjudica.

Concepción Arenal es fundamentalmente conocida por sus escritos de denuncia de las cárceles, los manicomios y los hospicios. Era contraria a la participación de la mujer en la política porque consideraba que tales trabajos exigían el ejercicio de la autoridad, para la que no estaba bien dotada la mujer, en quien predominaban la dulzura y el cariño. Lo primero era afirmar la personalidad al margen de su estado y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tenía derechos que ejercer y derechos que reclamar, una dignidad que no dependía de nadie, un trabajo que realizar y la certeza de que la vida era algo serio, grave, que no debía tomarse como un juego si una no quería convertirse indefectiblemente en juguete de la misma. Así pues, suponía un error grave y perjudicial inculcar a la mujer que su misión única era la de ser esposa y madre.

Entre todas ellas destaca Emilia Pardo Bazán, la intelectual más eminente de la España de su tiempo y una de las mejores novelistas del siglo XIX. Periodista sobresaliente, fue corresponsal en París y Roma. Fundó y dirigió la revista teatral Nuevo Teatro Crítico. Polémica y prolífica, escribió más de sesenta novelas. Especial interés ofrecen sus artículos sobre la situación de la mujer, publicados en La España Moderna y recopilados bajo el título La mujer española. Una mujer extraordinaria, profunda e inusualmente libre que contrajo matrimonio a los diecisiete años y se separó al poco tiempo. Fue, además, la primera catedrática de la universidad española.

En las revistas que empiezan a aparecer en la época, como El Periódico de las Damas, se impulsa, sin embargo, la idea tradicional de la mujer esposa y madre. Lo mismo ocurre en La Gaceta de las Mujeres, pese a estar redactada íntegramente por mujeres, entre las que destacan las románticas Gertrudis Gómez de Avellaneda y Carolina Coronado. Mención especial merece El nuevo pensil de Iberia. Inspirado en los planteamientos fourieristas y del socialismo utópico, esta publicación se dedica a denunciar las condiciones de vida de la clase trabajadora y especialmente de la mujer. No reclama la igualdad, sino el papel de la mujer como guía del hombre. La revista Psiquis. Periódico del Bello Sexo, editada en Valencia en 1840, definía a la mujer de la siguiente manera: «Es el alma de la sociedad; es el espíritu que embellece la existencia del hombre; es el principio de las acciones grandes, el estímulo a la virtud, el descanso de las fatigas; en una palabra, el vínculo más dulce que une al hombre con la vida, y sin el cual sus días serían tristes, insípidos y sin inspiraciones ni goces...» Posteriormente, aparece La Mujer, editada en 1882 en Barcelona, que desde un pensamiento más radical proclama que no se alcanzarán las libertades de los hombres si ese logro no va acompañado de la liberación de las mujeres.

En el Primer Congreso Obrero de 1870 se defendieron las ideas proudhonianas de inferioridad de la mujer. En el siguiente, dos años más tarde, se destaca ya la necesidad de incorporarla al movimiento obrero. La mujer, en tanto que ser libre e inteligente y, por tanto, responsable de sus actos, no puede quedar relegada a las tareas domésticas porque eso supone subordinarla al varón. Teresa Claramunt, entre otras, reclama el derecho de la mujer a participar en pie de igualdad con el hombre y defiende la lucha específica por la emancipación.