LA AMISTAD ENTRE MUJERES: UN BUEN ANTÍDOTO
FRECUENTEMENTE se hace referencia a la difícil relación entre las mujeres, empezando por la primera relación, la de madre e hija. ¿Quién no ha escuchado decir en alguna ocasión que el peor enemigo de las mujeres son las propias mujeres? No obstante, la amistad entre mujeres, el apoyo y la transmisión de la experiencia han existido siempre de forma generalizada. Se habla, pues, de rivalidad y envidia, pero también de solidaridad, fraternidad, affidamento (relación social que da origen a un proyecto político). Las mujeres tejen redes, se asocian y forman grupos de autoayuda no sólo porque en la actualidad los seres humanos necesitamos sentirnos parte de algo en una sociedad cada vez más veloz y fragmentada. Esta tendencia al asociacionismo tiene, en el caso de las mujeres, unas características especiales que derivan o se conectan con el feminismo.
Pero empecemos por los aspectos problemáticos. Por supuesto, de nada nos sirve negarlos, sino que parece más conveniente analizar por qué están ahí. Entre otras razones, porque sentimientos tales como la envidia pueden impedir la alianza entre iguales con un objetivo común. Es archiconocida la rivalidad de las mujeres por un mismo hombre, así como la reacción de odio y culpabilización hacia ella, y de amor y perdón hacia el hombre o el chico que la engaña y la hace sufrir. Educada para seducir y valorada sobre todo por su capacidad de atraer y mantener el deseo de los varones, la mujer centra sus esfuerzos en conseguir y mantener una relación amorosa que le dé seguridad. En muchas ocasiones, la figura de la rival se vincula no sólo a la posesión del objeto amoroso, sino a la seguridad económica. Si la definición y valía de una mujer viene dada por la relación que guarda con el varón y no por la relación consigo misma y el mundo, las mujeres serán para ella las rivales, las otras.
Una vez más, tenemos que recurrir al proceso de socialización de las niñas. En opinión de la psicóloga e impulsora del feminismo científico, Victoria Sau, con la decepción de la niña respecto a su madre empieza la insolidaridad femenina, tan necesaria a los hombres para que las mujeres, divididas, no tomen conciencia de su situación como grupo social y lo esperen todo de los varones a lo largo de su vida, incluso aquello que es imposible que ellos les puedan dar. Así, resultará que serán eternas insatisfechas que, a su vez, transmitirán dichas insatisfacciones a sus hijas. Una víctima hace otra víctima.
La niña —comenta Charo Altable, experta en coeducación— viendo que la sociedad no confía en las mujeres, crecerá con desconfianza en sí misma y se atribuirá valores inferiores. Tenderá a no confiar o fiarse de las otras; le quedará el espacio de la intriga, del cuchicheo, del pensar y no decir, de la sospecha y de la intuición en lugar de la demostración, produciéndose en ella la susceptibilidad y la envidia. Esta desconfianza puede acentuarse en la adolescencia e, incluso, continuar en la madurez. Por otra parte, si una mujer no cree en su valía, se sentirá disminuida, aislada y desamparada frente a las mujeres que son capaces y que actúan, por lo que tratará de desvalorizarlas también haciendo coincidir su mundo interno (no se siente capaz) con el externo (tampoco las otras lo son). Esta simbiosis responde a su imposibilidad de aceptar que otra persona —mujer, diría yo— valga más, haga mejor las cosas o tome opciones diversas a las suyas. Entonces, ofreciendo detalles risibles sobre ella o generalizando su manera de actuar, escribir, pensar o sentir, la desvaloriza por su concepto menos favorable del conjunto de su sexo, en palabras de Victoria Sau.
En definitiva, si a la mujer se la educa para la dependencia, se la prepara necesariamente para establecer relaciones simbióticas con otras personas. Pero mientras en el caso de los hombres puede que les sobrevalore —y así ella también será valiosa e importante—, al tratarse de mujeres es más frecuente la desvalorización. Por lo general, a las otras mujeres no se les da importancia o se las desprestigia.
Surgen entonces los celos y la envidia, reflejados en personajes como la madrastra de Blancanieves o la madrastra y las hermanas de Cenicienta. O también es el caso de las hermanas de Psique, en el mito de Eros y Psique, capaces de ser solidarias sólo en la desgracia, ya que primero lloran por ella cuando la creen perdida o muerta, pero cuando conocen la noticia de que está junto a su esposo Eros, y que es rica, sienten envidia. Únicamente la mujer que se ama a sí misma y se coloca en el mundo como primera persona puede amar también a las otras mujeres.
La envidia no es patrimonio exclusivo de las mujeres, pero tiene en ellas especiales repercusiones. En efecto, según María Jesús Izquierdo, la envidia conduce a destruir lo bueno con tal de que no lo disfruten los demás, e impide por ello la alianza entre iguales con un objetivo común. Pulsar ese sentimiento y regularlo es un recurso básico para impedir que se unan los iguales contra quienes ocupan ilegítimamente posiciones de poder; en consecuencia, dadas las condiciones de socialización de las mujeres, el sentimiento de envidia es un obstáculo para la acción política. Dicho de otra manera, tiene un papel muy importante en la disolución o parálisis de los movimientos sociales. Si es verdad que somos envidiosas, al margen de que lo sean también los hombres, la posibilidad de que nos organicemos como movimiento político social depende en gran medida de nuestra capacidad para reconocer y procesar ese sentimiento que obstaculiza la defensa de intereses comunes. La envidia, según Frëud, se ejemplifica en la historia de Salomón y las dos mujeres que pretenden ser madres del mismo niño: una de ellas corre el riesgo de que se parta en dos a la criatura, porque «si no ha de ser mío que no sea de nadie». Como cualquier persona puede percibir, la envidia se estimula o es utilizada como móvil o argumento en los mensajes publicitarios y en las conversaciones cotidianas.
Pero, sin duda, siempre ha existido la complicidad entre las amigas y las mujeres de la familia, e incluso me atrevería a decir que la solidaridad, con distintas vestiduras, nombres u objetivos. En la actualidad se han multiplicado y enriquecido estas relaciones. Hasta hace poco existía una clara división entre el mundo de los hombres y el mundo de las mujeres. Los vínculos, en general, estaban más delimitados por la familia, la jerarquía paterna y la ausencia de movilidad de las mujeres en el mundo exterior. Una imagen casi de fatalismo: mujeres de negro, mujeres lorquianas, beatas... A lo largo de la historia, las mujeres se han venido ayudando mutuamente a mantener su papel de protectoras y cuidadoras. Como guardianas de la vida, han intercambiado información esencial, se han enseñado a convivir con los hombres, los niños y consigo mismas, se han enseñado a amar y a sobrevivir a los desengaños del amor que han observado, se han transmitido el conocimiento de cómo celebrar la vida y cómo dolerse de la muerte, se han alegrado juntas de su éxito, se han alentado cuando han fracasado. Sin estas amistades, nada de ello hubiera sido posible.
Al cambiar el lugar que la mujer ocupa en la sociedad y la manera de percibir su identidad, también se ha ampliado y enriquecido la concepción de la amistad de las mujeres. La complicidad ha ido tiñéndose de conspiración y se han ido sustituyendo algunas funciones antiguas. Es decir, antes las mujeres se ayudaban a adaptarse, a superar o soportar duras condiciones de vida, y servían de válvula de escape para aliviar la soledad, la injusticia y el enfado; ahora se alientan mutuamente para transformar los viejos modelos de subordinación y para luchar con sus emociones, de modo que no supongan un impedimento en el camino hacia el crecimiento y el cambio. La intimidad o confianza base de la amistad supone igualmente poder mostrar lo difícil que es creer en una misma y convencer a los demás para que crean en una, expresando la soledad y el desaliento que se siente a veces al intentar alcanzar la autonomía.
La reivindicación, pero también la superación conjunta y el aplauso ante los logros, ha hecho que aquellas mujeres que llegaron primero o lo consiguieron antes apoyen a otras a acceder a los diferentes espacios. La hermandad femenina, consecuencia del compromiso y la solidaridad, constituye una especie de nueva familia escogida, basada en una percepción compartida de la realidad, que ha ayudado a muchas mujeres a sentirse menos solas. Las mujeres se necesitan, pues, para esclarecer o diluir la confusión, determinar o concretar las situaciones que nos causan problemas y renovar la confianza en nosotras mismas, ya que nos hemos convertido en espejos unas para otras. Cuando se tienen las cosas claras, o en caso contrario, lo que se transmite es la propia inseguridad.
La toma de conciencia de las mujeres, tanto a nivel colectivo como individual, pasa por tres fases: el victimismo, la denuncia y la actuación. A cada una de ellas Victoria Sau le añade el nombre de una mujer de la antigua Grecia que representa dicha fase en su arquetipo. El victimismo (Casandra) corresponde a la fase en que se deploran los hechos de los que se va tomando conciencia con horror; la denuncia (Antígona) refiere no a las quejas de lo que se profiere, sino a las protestas; no se deplora, sino que se piden explicaciones. La conciencia se ha despertado y se produce un proceso de autoafirmación de la subjetividad. Por último la actuación (Lisístrata) comprende el espacio sociocultural, político y económico al que las mujeres tienen derecho.
También la «sororidad», como suceso histórico, es tan antigua como la fraternidad. Claramente, el modelo de sororidad del siglo XIX jugó un papel indiscutible a la hora de mantener los lazos y evitar en parte el aislamiento de las mujeres. Posiblemente, según Luisa Posada, fue esta vía de escape la que permitió que las mujeres no desaparecieran del todo del mapa político. La conciencia común que han ido tejiendo las mujeres, que se conceden —en palabras de Amelia Valcárcel— «libre y mutuamente el rango de individuas», acerca de la necesidad de hermanarse con otras mujeres confiere al término «sororidad» ese eco positivo que supone el ponerse del lado de la otra (y no del otro) para cuestionar y modificar su puesto de relegación. No se trata, pues, de misticismo, sino de un camino hacia la lucha política feminista por el reconocimiento de la igualdad. Creo que a veces las mujeres no nos ayudamos todo lo que deberíamos, y no estoy hablando de falsas hermandades, de bondades superficiales, sino de respeto y confianza auténticos que, por supuesto, no excluyen la crítica. Según Virginia Valian, de los estudios por ella realizados se deduce que también las mujeres infravaloran a las mujeres.
Las mujeres seguimos tejiendo redes de apoyo y también, para obtener información y estar conectadas. Nos organizamos de manera más o menos formal o institucional con el fin de denunciar cuestiones concretas como la violencia contra las mujeres, la maternidad libre y la igualdad, entre otros muchos aspectos. Hace escasamente un año, por ejemplo, causó un gran impacto la manifestación de más de medio millón de afroamericanas que irrumpieron en las calles de Filadelfia dejando oír su voz a ritmo de gospel y sin ninguna gran organización detrás. «Unidad, diálogo y respeto» era uno de los lemas más extendidos, pero había muchas consignas improvisadas que se refería a la liberación de la mujer negra (Black is beautiful), la atención a las escuelas, el tráfico de crack, una mayor asistencia social para las madres solteras... Lo que en definitiva se intentaba era que el mayor número posible de hermanas sintieran que no estaban solas frente a problemas como el desempleo o la violencia doméstica, entre muchos otros. «Las mujeres negras hemos cuidado siempre de todo el mundo en este país, de las mujeres blancas, de los hombres blancos, de los niños blancos hemos cuidado de nuestros propios hombres y de nuestros niños... Ya va siendo hora de que nos ocupemos de nosotras mismas», decía una de las organizadoras.
Insistiendo en el tema de la solidaridad cito de nuevo a Amelia Valcárcel, para quien significa algo tan fuerte como lo siguiente: «Yo, persona del sexo femenino, estaré dispuesta a no criticar ninguna de las acciones o decisiones que otra persona de mi sexo esté tomando, a no ser que estas acciones desbordaran ciertos límites que un ser humano no puede normalmente desbordar.» No existe el compromiso de apoyar a las mujeres indiscriminadamente, sino sólo el de no criticarlas. La solidaridad entre nosotras es como un pacto de silencio, porque podemos estar bien seguras de que las acciones públicas de una mujer tenderán a ser juzgadas no como acciones humanas, sino como acciones femeninas. «Solidaridad por encima de antipatías —continúa diciendo—, de insolidaridades y de distancias políticas. Tanto mejor si aquella con quien debemos ser solidaria nos agrada, pero si no es así nos tiene que dar igual.» Aunque sea complicado practicar la solidaridad por encima de antipatías e insolidaridades, se puede hacer individualmente, con valor y esfuerzo. Más difícil resulta la solidaridad por encima de distancias ideológicas, sobre todo si se trata de una organización que no apuesta por el cambio de la situación de la mujer. Pero junto a estos pactos de silencio o de no agresión, también la solidaridad consiste en dar ayuda y solicitar ayuda, y su práctica sistemática puede hacer que las cosas varíen. Por estas razones algunas feministas distinguen los pactos entre mujeres, que abarcarían a todas, y la solidaridad, que sería selectiva.
En efecto, el encuentro con otras mujeres nos debe servir, nos ha servido, para construir un sistema de valores y de actitudes nuevo, así como para comprender lo que nos pasa, lo que nos degrada, nuestras reacciones, nuestros estados de ánimo, nuestras experiencias. Una de las vivencias más extraordinarias del movimiento de mujeres es el encuentro entre mujeres de edades diferentes, incluso de distintas generaciones. Las mayores han sido y son verdaderos modelos por su valor y su energía en tiempos difíciles; las jóvenes nos sorprenden, nos cuestionan, nos empujan, y su presencia nos reconforta porque representan la continuidad necesaria.
También ha llegado el momento en que las mujeres reconocemos la autoridad de otras mujeres. No es algo absolutamente nuevo, pero está más extendido que antes. Y no sólo respecto a las mujeres sabias y valientes del pasado, sino a las coetáneas. Entre las mujeres que se apoyaron y reconocieron podríamos citar a Madame de Sévigné y Madame de Lafayette, Jane Austen y Anne Radcliffe, Emily Dickinson y Elizabeth Barrett Browning, las poetisas rusas Marina Tsvietaieva y Ana Ajmatova, entre tantas otras. Algunas, además, eran amigas, como es el caso de Hannah Arendt y Mary McCarthy, un vínculo apasionado entre dos mujeres de gran talento que formaban un partido de dos y buscaban en su amistad un refugio contra los otros partidos cuyos fracasos habían marcado su generación. «A veces parecían dos colegialas —escribe la editora de su correspondencia, Carol Brightman, recientemente publicada bajo el título Entre amigas— tomadas del brazo en el recreo, que en voz baja se cuentan las historias que circulan entre sus compañeros y compañeras.» Se fortalecieron intelectualmente y, como se observa en su correspondencia, no se privaron tampoco de hablar de «cosas de mujeres» y debatir acerca de las sinuosas espirales del amor.
Virginia Woolf, a propósito de la muerte de Katherine Mansfield, escribió: «Seguiré escribiendo pero en el vacío. Ya no hay con quién competir. Soy un gallo solitario cuyo canto no llega a ninguna parte... Y es que en nuestra amistad escribir significaba muchas cosas.»
La fuerza vital y la energía intelectual necesarias para vencer los obstáculos que van apareciendo proceden, en muchas ocasiones, de la amistad de las mujeres, que aprenden juntas y alimentan sus sueños. Personalmente puedo concebir mi vida sin un hombre al lado, pero no sin amistad. Tengo amigas y amigos magníficos, aunque la relación con las mujeres tiene unos ingredientes más íntimos, es de mayor complicidad.
En muchas ocasiones las amistades entre mujeres se han visto eclipsadas por sus relaciones con los hombres. Algunas han descuidado, incluso abandonado, a sus amigas por un novio o por un marido, renunciando a esas relaciones que eran parte de su vida. Y a veces descuidamos a nuestras amigas simplemente porque las ocupaciones cotidianas absorben todas nuestras energías. Pero si pensamos que la amistad es un bien precioso que nos enriquece y que hay que cultivar, siempre encontraremos procedimientos para que las amigas sepan que estamos ahí, que pueden contar con nosotras.
Es cierto, como dice Toni Morrison, que la mujer más solitaria del mundo es la que no tiene una amiga íntima. Las amigas servimos para escuchar, observar, analizar, aconsejar, esclarecer y desmitificar. Muchas veces, al reflexionar en voz alta, vamos precisando nuestro propio discurso, sin trampas, y aprendemos a poner la culpa o la responsabilidad allí donde corresponda; o a dilucidar cuáles son las situaciones que nos causan problemas y a responder ante las demás cuando perpetúan vínculos destructivos, ayudándoles a recordar que el masoquismo no tiene recompensa.
La amistad con otras mujeres nos procura consuelo, seguridad, ayuda y sabiduría, así como una situación general que nos permite bajar la guardia y relajarnos, jugar, incluso no tener que representar. Por contra, la inmensa mayoría de los hombres no ha desarrollado la sensibilidad necesaria para aceptar o comprender la gama e intensidad de las emociones femeninas.
Y, por si fuera poco, lo pasamos muy bien juntas. Llegué una vez más a esta conclusión cuando volví a ver la película de Bergman Fanny y Alexander.
La amistad entre las mujeres ha sido objeto de maravillosos textos literarios, películas y obras de teatro. Y no me estoy refiriendo precisamente a Las amistades peligrosas, que merecerían un comentario especial, ni a las amistades románticas. Recuerdo la emoción que me produjo ver Julia, basada en la obra Pentimento de Lillian Reliman y magníficamente interpretada por las grandes divas del cine. Diferente de la magistral y popular obra Los tres mosqueteros, que vendría a ejemplificar la amistad entre los hombres, la histórica camaradería basada en el deporte y la guerra. Podemos recordar también, por ejemplo, Las bostonianas, Ricas y famosas, Cleo de 5 a 7, Thelma y Louise, La calumnia, Esperando un respiro, Hola, ¿estás sola? o Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto.
Desde el punto de vista del afecto y el apoyo, se produce una gran afinidad entre las mujeres que están pasando por el mismo trance o se encuentran en la misma situación. Comparten las alegrías y desasosiegos del enamoramiento, la decepción, y además hacen cosas juntas: vacaciones, fines de semana... que a veces se presentan amenazantes. También para las viudas la amistad es importante, entre otras cosas porque supone una vuelta al mundo femenino sin el hombre al que han dedicado su vida, con mayor o menor fortuna; se ayudan a circular por la sociedad, se divierten, se distraen, se distancian de las dependencias, el cuidado permanente y la atención a los demás, y se ayudan a reestablecer la individualidad, ya que muchas han pasado de la autoridad paterna a la marital, viviendo en un tiempo y un espacio que no les pertenecían. Y en la vejez las amigas no sólo consuelan mucho, sino que acompañan en la vida cotidiana. Mi propia madre acostumbra a repetir que, si no fuera por sus amigas, se sentiría mucho más sola.
La amistad tiene una especial importancia para las mujeres sin pareja en general, porque constituye una fuente importante de apoyo emocional. Las amigas llegan a constituir una especie de familia extensa y elegida, una comunidad de personas que se ocupan unas de otras, que comparten éxitos y desventuras, difuminándose el sentimiento de vulnerabilidad que a veces acompaña a la persona que vive sola. Pero algunas mujeres infravaloran la compañía de otras mujeres, porque entienden la presencia de un hombre como un plus y su ausencia como una carencia. Suelen tener una sensación de desvalimiento por la falta de compañía masculina. Desde otra perspectiva, a muchas de nosotras cuando éramos más jóvenes nos parecía más interesante la compañía de los chicos que la de las chicas, a las que supuestamente sólo interesaban cosas triviales. Afortunadamente, los tiempos están cambiando, y ahora no sólo preferimos en determinados momentos estar solas, sino que cada vez hablamos menos de los hombres, porque nuestra vida, nuestra alegría o nuestra tristeza no dependen ya exclusivamente del «me quiere o no me quiere». Siempre que he llegado a un nuevo espacio profesional o político encontrar mujeres afines me ha proporcionado alegrías y comodidad, complicidad y desahogo, y también refuerzo constante.
Muchas mujeres que han atravesado momentos difíciles han adquirido fuerza suficiente para romper con situaciones denigrantes, como los malos tratos, gracias a sus amigas, que las han ayudado a ver las cosas mas claras y las han apoyado en el momento en que se tambaleaban o vacilaban ante determinadas presiones internas o externas. Y cuántas veces hemos podido llorar con tranquilidad en el hombro de una amiga, sin avergonzarnos... Incluso a veces hemos acabado muertas de la risa. La mera existencia de mis amigas me proporciona tranquilidad. El saber que están ahí me ayuda a sacudirme parte de la tristeza o el desasosiego que en ocasiones me invade. Una conversación telefónica o tomar juntas una cervecita me cambia la perspectiva de forma radical. Y cuando cuentas tus pequeñas proezas y logros, disfrutas por partida doble, algo que también pasa con los buenos amigos. En la actualidad, el apoyo no se limita al mundo de los afectos, sino que comprende también el ámbito profesional y público.
Como antes hemos dicho, tenemos que acostumbrarnos a pedir y dar ayuda. No podemos pretender, ni mucho menos exigir, que adivinen nuestras necesidades. La soberbia, el orgullo y la vanidad juegan malas pasadas, y con estas actitudes no cabe la construcción de una amistad. Una amistad sólida y fiable requiere esfuerzo y generosidad.
En conclusión, la historia de muchas mujeres demuestra que una mujer no necesita estar casada para encontrar apoyo e intimidad a su lado, que puede establecer relaciones enriquecedoras y de diversa índole, entre ellas la amistad, fuente de cariño y de verdadera fuerza.
El mapa emocional y las reglas del juego