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Pero no se acercan a nosotros, sino que se alejan en la dirección opuesta, hacia la casa de los Tinder.

—¡No, no, no! —grita papá, y capto el estallido de rabia en su voz.

—Oh, Dios mío —susurra Juniper.

Miro asombrada a Art esperando su reacción, pero él no deja de contemplar fijamente la escena, con la boca abierta.

Y entonces advierto que Bosco y mamá no están con nosotros.

Suelto la mano de Art y corro hacia la puerta de casa.

—¡Mamá, Bosco, deprisa! ¡Son los Tinder!

Mamá ya corre por el pasillo. Un mechón de pelo se ha soltado de su moño y le cae sobre la cara. Papá la recibe en el jardín e intercambian una mirada que solo significa algo para ellos dos, con los brazos a los lados del cuerpo, abriendo y cerrando las manos casi espasmódicamente. Pero sigue sin haber rastro de Bosco.

—No lo entiendo —exclamo al ver que los soplones se acercan a Bob Tinder—. ¿Qué está pasando?

—Shhh. Calla y espera —me dice Juniper.

Colleen Tinder, a quien conozco desde la infancia, se encuentra en el jardín delantero de la casa junto a su padre, Bob, y a sus dos hermanos pequeños, Timothy y Jacob. Bob se coloca frente a sus hijos en actitud protectora, resoplando ante los agentes. Su familia, no. Su hogar, no. Esta noche, no.

—No pueden llevarse a los niños —dice mamá en voz baja y distante, de forma que sé que está allí y a punto de dejarse arrastrar por el pánico.

—No lo harán —responde papá—. Es por él. Tiene que ser por él.

Sin embargo, los agentes pasan junto a Bob, ignorándolo como ignoran a los niños, que, aterrorizados, se han echado a llorar. Agitan una hoja de papel ante ellos y entran en la casa. De repente, comprendiendo lo que está pasando, Bob atrapa la hoja de papel en el aire y corre tras ellos. Le grita a Colleen que vigile a los pequeños, tarea nada fácil porque el pánico también está empezando a dominarlos.

—Yo la ayudaré —dice Juniper dando un paso al frente, pero papá la sujeta por el brazo—. ¡Ay! —se queja.

—Quédate aquí —le ordena papá con un tono de voz que jamás le había oído.

De repente, se oye un grito procedente de la casa de los Tinder. Es Angelina Tinder. Mamá se tapa la cara con las manos. Un gesto fallido en su máscara habitual.

—¡No! ¡No! —oímos gritar una y otra vez a Angelina, hasta que por fin la vemos aparecer por la puerta con dos soplones arrastrándola por los brazos.

Estaba casi preparada para asistir a nuestra cena: vestido negro de raso, collar de perlas, sandalias enjoyadas y rulos en el pelo. Sus hijos gritan al ver que se llevan a su madre. Corren hacia ella e intentan abrazarla, pero los soplones los retienen y hacen a un lado.

—¡Apartad las manos de mis hijos! —grita Bob, cargando contra ellos, y de inmediato es derribado y sujetado contra el suelo por dos enormes soplones, mientras Angelina grita desesperadamente que no la separen de sus hijos.

Yo jamás había oído un grito de angustia similar. Jamás había oído un sonido tan desgarrador como ese. Ella tropieza, pero los soplones evitan que se desplome y se la llevan cojeando a causa del tacón roto de su zapato.

—¡Dejadla conservar algo de su dignidad, maldita sea! —grita Bob desde el suelo.

La meten en la furgoneta y las puertas se cierran. El sonido de los silbatos cesa.

Nunca había visto a un hombre llorar como lo hace Bob. Los soplones que lo inmovilizan le hablan en voz baja y tranquila. Él deja de gritar, pero no de llorar. Por fin lo sueltan, suben a la segunda furgoneta y se alejan.

Mi corazón late desbocado, me cuesta respirar. No puedo creer lo que estoy viendo.

Espero el estallido de solidaridad de mis vecinos. Somos una comunidad fuertemente unida, celebramos muchas fiestas juntos y cuidamos los unos de los otros. Miro alrededor y aguardo. La gente se limita a contemplar a Bob sentado sobre la hierba, abrazando a sus hijos y llorando. Todos permanecen inmóviles. Quiero preguntar por qué nadie hace nada, pero me parece estúpido porque yo tampoco lo hago, no puedo moverme. Aunque ser imperfecto no es un crimen, ayudar a un imperfecto conlleva riesgo de encarcelamiento. Bob no es imperfecto, su mujer está acusada; aun así, todo el mundo tiene miedo de involucrarse. Entonces, el señor y la señora Miller dan media vuelta y vuelven a entrar en su casa. La mayoría de los demás los imita. Me quedo con la boca abierta, asombrada.

—¡Maldito seas! —grita Bob al otro lado de la calle. No muy alto al principio, de modo que pienso que se lo está diciendo a sí mismo. Pero, a medida que va elevando el tono, creo que su grito se dirige a las furgonetas que ya han desaparecido. Y a medida que incrementa su rabia, me doy cuenta de que se dirige a nosotros. ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho?

—Quedaos aquí —nos ordena papá. Y mirando a mamá, añade—: Que todo el mundo vuelva dentro y conserve la calma, ¿de acuerdo?

Mamá asiente, tan serena como si nada hubiera pasado. La máscara se ha recompuesto. El mechón de pelo ha vuelto a su lugar, aunque no recuerdo haber visto que se lo arreglara.

Al dar media vuelta para entrar en casa, veo a Bosco mirando por la ventana con los brazos cruzados, contemplando plácidamente la escena. Y entonces comprendo que es a él a quien gritaba Bob. A Bosco, al presidente del Tribunal, al director de la organización que se ha llevado a Angelina.

Sé que él puede ayudarla. Es presidente del Tribunal de los Imperfectos, de modo que tiene que estar en condiciones de hacerlo. Todo se solucionará y recuperaremos la normalidad. El mundo volverá a girar en la dirección correcta. Las cosas tendrán otra vez sentido. Con esa convicción, mi respiración empieza a normalizarse.

Mientras papá se acerca a Bob, este deja de gritar, aunque sigue llorando. Es el sonido de un corazón destrozado.

Cuando ves algo, ese algo no puede ser invisible. Cuando oyes un sonido, este nunca puede ser inaudible. Sé, sin asomo de duda, que esta tarde he aprendido algo que jamás olvidaré. Y ese aspecto de mi mundo que se ha visto alterado, nunca volverá a ser el mismo.