Capítulo 23

POR primera vez en muchos años Okonkwo sentía algo parecido a la felicidad. Los tiempos, que habían cambiado de manera tan inexplicable durante su exilio, parecían volver otra vez a su ser. El clan que lo había decepcionado parecía estarse redimiendo.

Había hablado con violencia a los miembros de su clan cuando se habían reunido en la plaza del mercado para decidir lo que iban a hacer. Volvía a ser como en los viejos tiempos, cuando un guerrero era un guerrero. Aunque no habían aceptado matar al misionero ni expulsar a los cristianos, sí habían aceptado hacer algo importante. Y lo habían hecho. Okonkwo casi volvía a sentirse feliz.

En los dos días siguientes a la destrucción de la iglesia no pasó nada. Todos los hombres de Umuofia salían a la calle armados de una escopeta o un machete. No iban a cogerlos por sorpresa, como a los hombres de Abarre.

Entonces volvió de su viaje el Comisario de Distrito. El señor Smith fue a verlo inmediatamente y celebraron una larga conversación. Los hombres de Umuofia no hicieron ningún caso de aquello y, si se lo hicieron, decidieron que no tenía importancia. El misionero iba a menudo a ver al hombre blanco hermano suyo. Aquello no tenía nada de raro.

Tres días después, el Comisario de Distrito envió a su mensajero de lengua meliflua a ver a los dirigentes de Umuofia pata pedirles que fueran a verlo en su oficina. Aquello tampoco tenía nada de raro. Los llamaba muchas veces para celebrar aquellos parlamentos, como los llamaba él. Okonkwo advirtió a los demás que fueran bien armados.

—Un hombre de Umuofia no rechaza una llamada —dijo—. Puede negarse a hacer lo que se le pide; no se niega a que se le pida algo. Pero los tiempos han cambiado y debemos ir preparados para todo.

De forma que los seis hombres fueron a ver al Comisario de Distrito armados de sus machetes. No llevaban escopetas, porque no hubiera parecido correcto. Los llevaron al tribunal, donde los esperaba el Comisario de Distrito. Los recibió con cortesía. Se quitaron del hombro los sacos de piel de cabra y se sacaron los machetes envainados, los pusieron en el suelo y se sentaron.

—Os he pedido que vengáis —dijo el Comisario de Distrito por lo que ha pasado durante mi ausencia. Me han contado algo, pero no lo puedo creer hasta que me hayáis dado vuestra versión. Hablemos del asunto como amigos y busquemos una forma de que no vuelva a suceder otra vez.

Ogbuefi Ekweme se puso en pie y empezó a contar lo que había ocurrido.

—Espera un minuto —dijo el Comisario—. Quiero que vengan mis hombres para que también ellos oigan vuestras reclamaciones y queden advertidos. Muchos de ellos vienen de lugares remotos y, aunque hablan vuestra lengua, ignoran vuestras costumbres. ¡Janes! Ve a traer a los hombres.

Su intérprete salió de la sala del tribunal y volvió en seguida con doce hombres. Se sentaron al lado de los hombres de Umuofia, y Ogbuefi Ekweme volvió a empezar a contar la historia de cómo Enoch había asesinado a un egwugwu.

Todo pasó tan rápido que los seis hombres no pudieron defenderse. No hubo más que un breve forcejeo, demasiado breve incluso para que se pudiera sacar ni uno de los machetes envainados. Los seis hombres se vieron esposados y conducidos a la sala de guardia.

—No os vamos a hacer ningún daño —dijo el Comisario de Distrito más tarde, con tal únicamente de que aceptéis cooperar con nosotros. Os hemos traído una administración pacífica para vosotros y vuestro pueblo, para que viváis felices. Si alguien os maltrata vendremos en vuestra ayuda. Pero no os vamos a permitir que maltratéis a otros. Tenemos un tribunal de justicia en el que juzgamos cada caso y administramos la justicia, igual que en mi país bajo una gran reina. Os he traído aquí porque os habéis unido pata atacar a otros, para quemar las casas de las gentes y su lugar de culto. Eso no se puede permitir en los dominios de nuestra reina, que es la gobernante más poderosa del mundo. He decidido que habéis de pagar una multa de doscientas bolsas de cauríes. Quedaréis libres en cuanto aceptéis la multa y os comprometáis a recaudar la multa entre los vuestros. ¿Qué decís a eso?

Los seis hombres mantuvieron un silencio rencoroso, y el Comisario los dejó solos un rato. Cuando salió de la sala dijo a los ujieres del tribunal que trataran a los hombres respetuosamente, porque eran los dirigentes de Umuofia. Dijeron:

—Sí, señor —y saludaron.

En cuanto se marchó el Comisario de Distrito, el ujier jefe, que además desempeñaba las funciones de barbero de la cárcel, sacó su navaja y afeitó todo el pelo de las cabezas de los hombres. Estos seguían esposados y se quedaron impasibles y tristes.

—¿Cuál de vosotros es el jefe? —preguntaron burlones los ujieres—. Vemos que aquí, en Umuofia, cada mendigo lleva la tobillera de algún título. ¿Llega a costar ni siquiera diez cauríes?

Los seis hombres no comieron nada aquel día ni el siguiente. No se les dio agua para beber, y no podían salir a orinar ni ir al bosque en caso de necesidad. Por las noches iban los ujieres a burlarse de ellos y a darles de cabezazos los unos contra los otros.

Incluso cuando se quedaban solos, los seis hombres no encontraban palabras que decirse. Hasta el tercer día, cuando ya no pudieron soportar más el hambre ni los insultos, no empezaron a hablar de ceder.

—Si me hubierais escuchado habríamos matado al hombre blanco —gruñó Okonkwo.

—Y ahora estaríamos en Umuru esperando la horca —le dijo alguien.

—¿Quién quiere matar al hombre blanco? —preguntó un ujier que acababa de entrar. Nadie le respondió.

—No os basta con vuestro crimen y ahora encima queréis matar al hombre blanco —llevaba un garrote fuerte y le dio a cada hombre varios golpes en la cabeza y en la espalda. Okonkwo se atragantaba de odio.

En cuanto quedaron encerrados los seis hombres, los ujieres del tribunal salieron a Umuofia a decir a la gente que sus dirigentes no saldrían en libertad hasta fue pagaran una multa de doscientas cincuenta bolsas de cauríes.

—Si no pagáis la multa inmediatamente —dijo e1 jefe—, llevaremos a vuestros dirigentes a Umuru ante el jefe de los hombres blancos, y los ahorcaremos.

La historia se difundió rápidamente por todos los pueblos y fue aumentando según se contaba. Algunos decían que ya se habían llevado a los hombres a Umuru y que los iban a ahorcar al día siguiente. Algunos decían que también iban a ahorcar a sus familias. Otros decían que ya habían salido los soldados para matar a tiros a la gente de Umuofia, igual que habían hecho en Abame.

Había luna llena. Pero aquella noche no se oyeron las voces de los niños. El ilo del pueblo, donde siempre se reunían para jugar a la luz de la luna, estaba desierto. Las mujeres de Iguedo no se reunieron en su recinto sagrado para aprender un baile nuevo que exhibir más adelante en el pueblo. Los jóvenes, que siempre salían cuando brillaba la luna, se quedaron en sus casas aquella noche. Sus voces viriles no se escucharon en las calles del pueblo mientras iban a ver a sus amigos o a sus amantes. Umuofia era como un animal asustado con las orejas enhiestas, que olfatea el aire silencioso y ominoso sin saber por dónde salir corriendo.

Rompió el silencio el pregonero del pueblo, que golpeaba su sonoro ogene. Llamaba a todos los hombres de Umuofia, desde el grupo de edades de Akakanma en adelante, a reunirse en la plaza del mercado después de la comida de la mañana. Recorrió el pueblo de un extremo al otro y en toda su anchura. No olvidó ninguno de los senderos principales.

El recinto de Okonkwo era como un hogar desierto. Era como si le hubieran echado agua fría encima. Estaba toda su familia, pero todos hablaban en susurros. Su hija Ezinma había interrumpido su visita de veintiocho días a la familia de su futuro marido y había vuelto a casa al enterarse de que habían encarcelado a su padre y lo iban a ahorcar. En cuanto llegó a casa se fue a ver a Obierika para enterarse de lo que iban a hacer al respecto los hombres de Umuofia. Pero Obierika no estaba en casa desde la mañana. Sus esposas pensaban que había ido a una reunión secreta. Ezinma se quedó convencida de que se iba a hacer algo.

A la mañana siguiente al llamamiento del pregonero, los hombres de Umuofia se reunieron en la plaza del mercado y decidieron reunir cuanto antes doscientas cincuenta bolsas de cauríes para apaciguar al hombre blanco. No sabían que cincuenta de las bolsas se las iban a llevar los ujieres del tribunal, que habían aumentado la cuantía de la multa con ese fin.