Capítulo 9
OKONKWO durmió por primera vez en tres noches. Se despertó una vez en medio de la noche y volvió a recordar los últimos tres días sin que el recuerdo le hiciera sentirse intranquilo. Empezó a preguntarse por qué se había sentido incómodo en absoluto. Era como un hombre que se pregunta a plena luz del día por qué le había parecido tan terrible el sueño que tuvo de noche. Se estiró y se rascó el muslo donde le había picado un mosquito mientras dormía. Otro le zumbaba cerca de la oreja izquierda. Se dio un cachete y esperó haberlo matado. ¿Por qué siempre le buscan las orejas a uno? Cuando era niño su madre le había contado un cuento al respecto. Pero era tan tonto como todas las historias de mujeres. El Mosquito, le dijo, había pedido a la Oreja que se casara con él, y ante eso la Oreja se cayó al suelo sin poder controlar la risa. «¿Cuánto tiempo te crees que vas a vivir?», le preguntó. «Ya estás hecho un esqueleto». El Mosquito se marchó humillado y cada vez que pasaba por allí hacía saber a la Oreja que seguía vivo.
Okonkwo se dio la vuelta y volvió a dormirse. A la mañana lo despertó alguien que llamaba a la puerta.
—¿Quién es? —gruñó. Sabía que debía ser Ekwefi.
De sus tres esposas, Ekwefi era la única que tendría la audacia de llamar a la puerta.
—Ezinma está muriéndose —le contestó, y en aquellas palabras se resumían todas las tragedias y las penas de su vida.
Okonkwo saltó de la cama, descorrió el cerrojo de la puerta y fue corriendo a la cabaña de Ekwefi.
Ezinma yacía tiritando en una estera junto al fuego que su madre había mantenido encendido toda la noche.
—Es iba —dijo Okonkwo, y agarró el machete y se fue a la sabana a cortar las hojas y las hierbas y las cortezas del árbol que hacían falta para hacer la medicina contra el iba.
Ekwefi se arrodilló junto a la niña enferma tocándole de vez en cuando la frente húmeda y ardiente con la palma de la mano.
Ezinma era hija única y el centro del mundo de su madre. Muchas veces era Ezinma la que decidía qué comida debía preparar su madre. Ekwefi incluso le daba golosinas, como huevos, que raras veces se permitía comer a los niños porque los tentaban al robo. Un día que Ezinma estaba comiéndose un huevo entró Okonkwo inesperadamente en la cabaña. Se sintió escandalizado y juró que le daría una paliza a Ekwefi si osaba volverle a dar huevos a la niña. Pero a Ezinma era imposible negarle nada. Después de la regañina de su padre se aficionó todavía más a los huevos. Y lo que más le gustaba era que ahora se los comía en secreto. Su madre siempre la llevaba al dormitorio y cerraba la puerta.
Ezinma no llamaba a su madre Nne, como todos los niños. La llamaba por su nombre, Ekwefi, igual que hacían su padre y otros adultos. La relación que tenían no era sólo la de madre e hija. Contenía un elemento de compañerismo entre iguales, que se reforzaba con pequeñas conspiraciones como la de irse al dormitorio a comer huevos.
Ekwefi había sufrido mucho en la vida. Había tenido diez hijos y nueve de ellos habían muerto en la infancia, por lo general antes de cumplir los tres años. A medida que iba enterrando a un hijo tras otro, su pena fue convirtiéndose en desesperación y, por último, en una resignación sombría. El nacimiento de sus hijos, que debería ser la mayor gloria de una mujer, se convirtió para Ekwefi en una mera agonía física carente de toda promesa. La ceremonia de ponerles el nombre al cabo de siete semanas de mercado se convirtió en un ritual huero. Su creciente desesperación encontró expresión en los nombres que ponía a sus hijos. Uno de ellos era un grito patético, Onwumbiko —«¡Muerte, te suplico!»—. Pero la Muerte no hizo caso y Onwumbiko murió al decimoquinto mes. La siguiente fue una niña, Ozoemena —«Que no vuelva a ocurrir otra vez»—. Murió en su undécimo mes, y después de ella otros dos. Entonces Ekwefi se puso desafiante y llamó a su siguiente hijo Onwuma —«Que la muerte haga lo que quiera»—. Y lo hizo.
Tras la muerte del segundo hijo de Ekwefi, Okonkwo fue a ver a un chamán que además era adivino del Oráculo Afa y le preguntó qué era lo que pasaba. Aquel hombre le dijo que el niño era un ogbanje, uno de esos niños malvados que cuando mueren regresan a los vientres de sus madres para volver a nacer.
—Cuando vuelva a quedarse embarazada tu mujer —le dijo—, que no duerma en su cabaña. Que se vaya a quedar con su familia. Así escapará a su perverso torturador y romperá su maléfico círculo de nacimiento y muerte.
Ekwefi hizo lo que le decían. En cuanto se quedó embarazada se fue a vivir con su anciana madre en otro pueblo. Allí fue donde nació su tercer hijo y donde lo circuncidaron al octavo día. No volvió al recinto de Okonkwo hasta tres días antes de la ceremonia del nombre. Era el niño llamado Onwumbiko.
A Onwumbiko no lo enterraron normalmente cuando murió. Okonkwo llamó a otro chamán famoso en el clan por sus conocimientos sobre los niños ogbanje. Se llamaba Okagbue Uyanwa. Okagbue era un hombre imponente, alto. Con una gran barba y la cabeza calva. Tenía la piel clara y los ojos rojos y ardientes. Siempre rechinaba los dientes al escuchar a quienes venían a consultarlo. Hizo varias preguntas a Okonkwo acerca del niño muerto. Todos los vecinos y los parientes que habían venido al duelo se agruparon en torno a ellos.
—¿Qué día de mercado nació? —preguntó.
—Oye —respondió Okonkwo.
—¿Y murió esta mañana?
Okonkwo dijo que sí y hasta aquel momento no advirtió que el niño había muerto en el mismo día de mercado en que había nacido. También los vecinos y los parientes advirtieron la coincidencia y se dijeron entre sí que era muy significativo.
—¿Dónde te acuestas con tu mujer, en tu obi o en su cabaña? —preguntó el chamán.
—En su cabaña.
—En adelante, dile que venga a tu obi.
Entonces el chamán ordenó que no se celebrara duelo por el niño muerto. Sacó una navaja muy afilada de la bolsa de piel de cabra que llevaba colgada al hombro izquierdo y empezó a mutilar al niño. Después se lo llevó para enterrarlo en el Bosque del Mal, agarrado por el tobillo y arrastrándolo por el suelo detrás de él. Tras un trato así se lo pensaría dos veces antes de volver, salvo que fuera uno de esos tercos que volvían con la huella de su mutilación: un dedo menos o quizá una raya oscura donde los había cortado la navaja del chamán.
Cuando murió Onwumbiko, Ekwefi se convirtió en una mujer muy amargada. La primera esposa de su marido ya había tenido tres hijos varones, todos ellos sanos y robustos. Cuando dio a luz a su tercer hijo varón seguido, Okonkwo había matado una cabra adulta en su honor, como era costumbre. Ekwefi le deseaba todo lo mejor. Pero estaba tan amargada con su propio chi que no podía celebrar con todos los demás la buena fortuna familiar. Y por eso, el día en que la madre de Nwoye celebró el nacimiento de sus tres hijos varones con una fiesta y música, Ekwefi fue la única persona de toda la alegre compañía que andaba con el ceño fruncido. La esposa de su marido lo interpretó como indicio de malevolencia, como solía ocurrir con las otras esposas de los maridos. ¿Cómo iba a saber que la amargura de Ekwefi no fluía hacia afuera, hacia los demás, sino hacia adentro, hacia su propia alma, que no reprochaba a los demás su buena suerte, sino a su propio chi malvado, que se la negaba a ella?
Por fin nació Ezinma, y aunque era enfermiza, parecía estar decidida a vivir. Al principio Ekwefi la aceptó igual que había aceptado a los anteriores: con una resignación sin esperanza. Pero cuando sobrevivió hasta cumplir los cuatro, los cinco y los seis años, la madre volvió a recuperar el sentido del amor y, con el amor, la preocupación. Decidió cuidar a su hija hasta que se pusiera sana, y se entregó a ello en cuerpo y alma. Su recompensa fueron breves temporadas de buena salud durante las cuales Ezinma rebosaba de energía, como el vino de palma nuevo. En aquellos momentos parecía estar fuera de peligro. Pero de pronto volvía a dar un bajón. Todo el mundo sabía que era una ogbanje. Aquellos altibajos repentinos de salud y de enfermedad eran típicos de su especie. Pero había vivido tanto tiempo que quizá hubiera decidido quedarse. Algunos de ellos se cansaban efectivamente de aquellas rondas constantes de nacimiento y muerte o se compadecían de sus madres y se quedaban. Ekwefi creía en el fondo de su alma que Ezinma había venido para no volverse a ir. Lo creía porque aquella fe era lo único que le daba algún sentido a su propia vida. Y aquella fe se había visto reforzada como hacía más o menos un año un chamán había sacado a la superficie el iyi-uwa de Ezinma. Entonces todo el mundo comprendió que iba a vivir, porque se había roto su vínculo con el mundo de los ogbanje. Ekwefi se sintió segura. Pero tal era la ansiedad que sentía por su hija que no podía deshacerse totalmente de sus temores. Y aunque creía que el iyi-uwa extraído era verdadero, tampoco podía pasar por alto que algunos de los niños verdaderamente malvados engañaban a veces a la gente para que se extrajera uno falso.
Pero el iyi-uwa de Ezinma parecía efectivamente verdadero. Era un canto rodado envuelto en un trapo sucio que lo había extraído era el mismo Okagbue, famoso en todo el clan por su conocimiento de estas cosas. Al principio, Ezinma no había querido cooperar con él. Pero aquello era previsible. Ningún ogbanje, iba a revelar sus secretos fácilmente, y casi ninguno de ellos lo hacía, porque morían demasiado jóvenes, antes de que se les pudieran hacer preguntas.
—¿Dónde enterraste tu iyi-uwa? —había preguntado Okagbue a Ezinma. Entonces ésta tenía nueve años y acababa de recuperarse de una grave enfermedad.
—¿Qué es iyi-uwa? —preguntó en respuesta.
—Ya sabes lo que es. Lo has enterrado en la tierra no se sabe dónde para poderte morir y volver a atormentar a tu madre una vez más.
Ezinma miró a su madre, que tenía la mirada, triste e implorante, clavada en ella.
—Responde inmediatamente a la pregunta que te han hecho —rugió Okonkwo, que estaba a su lado. Estaba presente toda la familia y también algunos de los vecinos.
—Déjamela a mí —dijo el chamán a Okonkwo con voz fría y confiada. Se volvió otra vez a Ezinma—: ¿Dónde enterraste tu iyi-uwa?
—Donde se entierra a los niños —replicó ella, y los espectadores murmuraron en voz baja entre ellos.
—Entonces, ven a enseñarme el sitio —dijo el chamán.
La multitud se puso en marcha, con Ezinma abriendo camino y Okagbue siguiéndola muy de cerca. Después iba Okonkwo y detrás de él Ekwefi. Cuando Ezinma llegó al camino principal giró a la izquierda como si fuera al arroyo.
—Pero ¿no dijiste que era donde se entierra a los niños? —preguntó el chamán.
—No —dijo Ezinma, cuyo sentimiento de importancia se advertía en su forma animada de andar. A veces se echaba a correr y luego se paraba de repente. La multitud la seguía en silencio. Las mujeres y los niños que venían del río con cántaros de agua en la cabeza se preguntaban qué pasaba hasta que vieron a Okagbue y supusieron que tendría algo que ver con los ogbanje.
Y todos conocían muy bien a Ekwefi y su hija.
Cuando Ezinma llegó al gran árbol udala giró a la izquierda, hacia la espesura y la multitud la siguió. Como era bajita sé abrió camino entre los árboles y las lianas a mayor velocidad que sus seguidores. La espesura hormigueaba con las pisadas en las hojas secas y los palitos caídos y al apartarse las ramas de los árboles. Ezinma siguió adentrándose y la multitud la siguió. Después Ezinma se dio la vuelta de repente y empezó a volver sobre sus pasos hacia el camino. Todo el mundo se hizo a un lado para dejarla pasar y después la fue siguiendo.
—Si nos has hecho recorrer todo este camino para nada, te voy a dar una paliza que te vas a acordar —amenazó Okonkwo.
—Te he dicho que la dejes en paz. Yo sé lo que hay que hacer con éstos —recordó Okagbue.
Ezinma los llevó otra vez al camino, miró a derecha e izquierda y torció a la derecha. De forma que volvieron todos a casa.
—¿Dónde has enterrado tu iyi-uwa? —preguntó Okagbue cuando por fin se detuvo Ezinma al lado del obi de su padre. A Okagbue no le había cambiado la voz. Hablaba en tono calmado y confiado.
—Al lado de aquel naranjo —dijo Ezinma.
—¿Y por qué no lo has dicho, hija malvada de Akalogoli? —juró furioso Okonkwo. El chamán no le hizo caso.
—Ven a enseñarme el sitio exacto —dijo en voz baja a Ezinma.
—Aquí es —dijo la niña cuando llegaron al árbol.
—Señala el sitio exacto con el dedo —dijo Okagbue.
—Aquí es —dijo Ezinma, tocando la tierra con el dedo. Okonkwo se quedó a su lado, gruñendo como el trueno en la estación de las lluvias.
—Que me traigan una azada —dijo Okagbue.
Cuando Ekwefi trajo la azada, Okagbue ya había puesto en el suelo su bolsa de piel de cabra y su túnica y estaba en paños menores, una tira de paño larga y estrecha enrollada en torno a la cintura como un cinturón y que luego le pasaba entre las piernas y se anudaba por la parte trasera del cinturón. Inmediatamente se puso a cavar donde había indicado Ezinma. Los vecinos se quedaron sentados y observando cómo iba ahondándose el pozo. Al cabo de poco tiempo el suelo de arriba, rojo oscuro, dejó aparecer una tierra de color rojo claro con la que las mujeres frotaban los pisos y las paredes de las cabañas. Okagbue trabajaba incansable y en silencio, con la espalda reluciente de sudor. Okonkwo se quedó al lado del pozo. Pidió a Okagbue que subiera y descansara mientras él echaba una mano. Pero Okagbue dijo que todavía no estaba cansado.
Ekwefi se fue a su cabaña a cocinar unos ñames. Su marido había traído más ñames que de costumbre porque había que darle de comer al chamán. Ezinma se fue con ella y la ayudó a preparar los tubérculos.
—Hay demasiada verdura —comentó.
—¿No ves que la olla está llena de ñames? —preguntó Ekwefi—. Y ya sabes que las hojas se encogen cuando se cocinan.
—Sí —dijo Ezinma—, por eso mató a su madre el lagarto-serpiente.
—Es verdad —dijo Ekwefi.
—Le dio a su madre siete cestos de verduras que guisar y al final no quedaban más que tres. Y por eso la reató —dijo Ezinma.
—El cuento no acaba ahí.
—Ajá —dijo Ezinma—. Ahora recuerdo. Trajo otros siete cestos y se los guisó él. Y no volvieron a quedar más que tres. Y entonces fue cuando él mismo se suicidó.
Al lado del obi, Okagbue y Okonkwo seguían excavando el pozo pata averiguar dónde había enterrado Ezinma su iyi-uwa. Los vecinos seguían sentados, observándolos. El pozo era tan profundo ya que no se veía a los que cavaban. No se veía más que la tierra roja que formaba un montón cada vez más alto. Nwoye, el hijo de Okonkwo, estaba al lado del borde del pozo, porque quería enterarse de todo lo que pasaba.
Okagbue había vuelto a hacerse cargo de la excavación después de Okonkwo. Como de costumbre, trabajaba en silencio. Ahora los vecinos y las esposas de Okonkwo se habían puesto a charlar. Los niños se habían aburrido y se habían puesto a jugar.
De pronto, Okagbue saltó a la superficie con la agilidad de un leopardo.
—Ya nos acercamos —dijo—. Lo he sentido.
Todo el mundo se puso muy nervioso, y los que estaban sentados se pusieron en pie de un salto.
—Llama a tu mujer y a tu hija —dijo Okagbue a Okonkwo. Pero Ekwefi y Ezinma habían oído el ruido y se acercaban corriendo a ver qué pasaba.
Okagbue volvió al pozo, que ya estaba rodeado de espectadores. Tras unas cuantas azadas más de tierra dio con el iyi-uwa. Lo levantó cuidadosamente con la azada y lo tiró a la superficie. Algunas mujeres se echaron a correr de miedo cuando lo sacó. Pero en seguida volvieron y todo el mundo se puso a contemplar el trapo desde una distancia prudente. Okagbue salió del pozo y, sin decir una palabra, ni siquiera mirar a los espectadores, fue a donde estaba su bolsa de piel de cabra, sacó de ella dos hojas y empezó a mascarlas. Después de tragárselas, cogió el trapo con la mano izquierda y empezó a desatarlo. Y entonces cayó el canto rodado reluciente. Lo recogió.
—¿Es tuyo esto? —preguntó a Ezinma.
—Sí —replicó ésta. Todas las mujeres gritaron de alegría porque por fin habían terminado las penas de Ekwefi.
Todo aquello había ocurrido hacía más de un año, y desde entonces Ezinma no había vuelto a ponerse enferma. Y después, de pronto, aquella noche había empezado a tiritar. Ekwefi la había llevado junto a la cocina, le había puesto una estera en el suelo y había encendido el fuego. Pero cada vez estaba peor. Mientras se arrodillaba a su lado, tocándole con la palma de la mano la frente húmeda y ardiente, rezó mil veces. Aunque las esposas de su marido decían que no era más que iba, ella no las oía.
Okonkwo volvió del bosque trayendo un gran montón de hierba y de hojas, de raíces y de cortezas de árboles y arbustos medicinales al hombro izquierdo. Fue a la cabaña de Ekwefi, dejó su carga y se sentó.
—Dame una olla —dijo— y deja a la niña en paz.
Ekwefi se levantó a traerle la olla y Okonkwo seleccionó lo mejor que había en el montón, en las proporciones debidas, y lo fue cortando. Lo puso todo en la olla y Ekwefi puso algo de agua.
—¿Basta así? —preguntó después de verter casi la mitad del agua del cuenco.
—Un poco más…; He dicho un poco. ¿Estás sorda? —le gritó Okonkwo.
Entonces ella puso la olla en el fuego y Okonkwo recuperó su machete para volver a su obi.
—Tienes que estar muy atenta a la olla —le dijo al irse—, y no dejar que recueza. Si se sale se le irá la fuerza —se fue a su cabaña y Ekwefi empezó a cuidar de la olla de la medicina casi como si la misma olla fuera una niña enferma. No cesaba de mirar a Ezinma, a la olla, y volver a Ezinma.
Okonkwo regresó cuando pensé que la medicina ya llevaba bastante tiempo de cocción. La miró y dijo que ya estaba.
—Trae un taburete bajo pata Ezinma —dijo—, con una estera bien gorda.
Sacó la olla del fuego y la puso frente al taburete. Después despertó a Ezinma y la sentó en el taburete, encima de la olla hirviente. Puso la estera gruesa por encima. Ezinma trató de escapar del vapor que la envolvía y la ahogaba, pero no se lo permitieron. Se echó a llorar.
Cuando por fin le quitaron de encima la estera, estaba bañada en sudor. Ekwefi la secó con un paño, la puso en una estera seca y en seguida se quedó dormida.