Capítulo 20

SIETE años eran muchos años que pasar lejos del propio clan. A uno no se le quedaba siempre esperando su sitio. En cuanto se marchaba, alguien se levantaba y lo ocupaba. El clan era como un lagarto; si perdía la cola, en seguida le salía otra.

Okonkwo sabía todo aquello. Sabía que había perdido su puesto entre los nueve espíritus enmascarados que administraban la justicia en el clan. Había perdido la oportunidad de lanzar a su belicoso clan en contra de la nueva religión, que, según le decían, había ido ganando terreno. Había perdido los años en los que podría haber ido tomando los títulos más elevados del clan. Pero no todas aquellas pérdidas eran irreparables. Estaba decidido a que su pueblo quedara impresionado por su regreso. Iba a volver como un triunfador y a recuperar los siete años desperdiciados.

Desde el primer año en el exilio había empezado a planificar su regreso. Lo primero que iba a hacer sería reconstruir su recinto en escala todavía más magnífica. Iba a construir un granero todavía mayor que el que tenía antes e iba a construir cabañas para dos esposas más. Después luciría su riqueza mediante la iniciación de sus hijos varones en la sociedad ozo. Era algo que sólo podían hacer los hombres verdaderamente grandes del clan. Okonkwo percibía con toda claridad la gran estima en que lo tendrían, e incluso se veía a sí mismo tomando el título más elevado del país.

Al ir pasando los años del exilio, uno tras otro, le pareció que ahora su chi estaba presentando sus excusas por los desastres del pasado. Sus ñames crecían en abundancia no sólo en el país de su madre, sino también en Umuofia, donde su amigo se los iba distribuyendo un año tras otro a los aparceros.

Después había ocurrido la tragedia de su primogénito. Al principio pareció que iba a ser demasiado grande para su ánimo. Pero el ánimo de Okonkwo era resistente y al final venció a su pena. Tenía cinco hijos varones más y los iba a educar en el espíritu del clan.

Envió a buscar a sus cinco hijos varones y éstos vinieron a sentarse en su obi.

El menor de todos tenía cuatro años.

—Ya habéis visto todos la gran abominación de vuestro hermano. Ya no es hijo mío ni hermano vuestro. No estoy dispuesto a tener hijos más que si son hombres y llevan la cabeza alta entre mi pueblo. Si alguno de vosotros prefiere ser una mujer, que siga ahora a Nwoye mientras todavía estoy vivo yo, para que pueda maldecirlo. Si os volvéis contra mí cuando haya muerto, os visitaré y os retorceré el cuello.

Okonkwo tenía mucha suerte con sus hijas. Nunca había dejado de lamentar que Ezinma fuera una chica. De todos sus hijos, Ezinma era la única que siempre comprendía de qué humor estaba. A medida que pasaban los años había ido creciendo un vínculo de simpatía entre ellos.

Mientras su padre estaba en el exilio, Ezinma fue creciendo y se convirtió en una de las chicas más guapas de Mbanta. La llamaban Cristal de la Belleza, igual que habían llamado a su madre cuando era joven. La muchachita enfermiza que tantos pesares había causado a su madre se había transformado, casi de un día para otro, en una jovencita sana y floreciente. Es cierto que tenía sus momentos de depresión en que gruñía a todo el mundo, como un perro enfadado. Esos malos humores le venían de repente, y sin ningún motivo visible. Pero eran muy infrecuentes y le duraban poco. Mientras le duraban no soportaba a nadie, más que a su padre.

Muchos jóvenes y hombres maduros y ricos de Mbanta quisieron casarse con ella. Pero los rechazó a todos, porque una tarde la había llamado su padre y le había dicho: «Aquí hay mucha gente buena y próspera, pero yo quisiera que te casaras en Umuofia, cuando volvamos a casa».

No había dicho más que eso. Pero Ezinma había entendido claramente la idea y el significado oculto de aquellas pocas palabras. Y había aceptado.

—Tu hermanastra, Obiageli, no me comprenderá —dijo Okonkwo—. Pero se lo puedes explicar tú.

Aunque eran casi de la misma edad, Ezinma tenía mucha influencia sobre su hermanastra. Le explicó por qué no debían casarse todavía, y también ella aceptó. De manera que ambas rechazaron todos los ofrecimientos de matrimonio que les hicieron en Mbanta.

«Ojalá fuera un chico», se decía Okonkwo. Ezinma lo comprendía todo perfectamente. ¿Quién de sus otros hijos podía leerle el pensamiento igual de bien? Con dos hijas mayores y guapas, su regreso a Umuofia atraería mucha atención. Sus futuros yernos serían hombres de peso en el clan. Los pobres y los desconocidos no se atreverían a presentarse.

Efectivamente, Umuofia había cambiado durante los siete años que duró el exilio de Okonkwo. Había llegado la iglesia, que había inducido a muchos al error. No sólo habían entrado en ella los de baja extracción y los proscritos, sino también algunos hombres de peso. Uno de ésos era Ogbuef Ugonna, que había tomado dos títulos y que, como un loco, se había cortado la tobillera de los títulos y la había tirado para sumarse a los cristianos. El misionero blanco estaba muy orgulloso de él, que había sido uno de los primeros hombres de Umuofia en recibir el sacramento de la Sagrada Comunión, o la Fiesta Santa, como se decía en ibo. Ogbuefi Ugonna había creído que la Fiesta era una ocasión para comer y beber, sólo que más santa que las fiestas de su pueblo. Por eso, para ir a ella se había metido el cuerno de beber en la bolsa de piel de cabra.

Pero, además de la iglesia, los hombres blancos también habían traído un gobierno. Habían construido un tribunal en el que el Comisario de Distrito juzgaba los casos a su estilo. Tenía ujieres del tribunal que le llevaban a la gente a la que tenía que juzgar. Muchos de aquellos ujieres procedían de Umuru, en la orilla del Gran Río, donde habían llegado los primeros hombres blancos hacía muchos años y donde habían construido el centro de su religión, de su comercio y de su gobierno. Aquellos ujieres del tribunal eran muy odiados en Umuofia porque eran extranjeros y además arrogantes e insolentes. Los llamaban kotma, y como llevaban pantalones cortos de color gris claro, también los llamaban Culos de Ceniza. Custodiaban la cárcel, que estaba llena de hombres que habían delinquido contra la ley del hombre blanco. Algunos de los presos habían tirado a la maleza hijos gemelos y otros habían molestado a los cristianos. En la cárcel los kotma los golpeaban y todas las mañanas los ponían a trabajar en la limpieza del recinto del gobierno y en cortar leña para el Comisario y para los ujieres del tribunal. Algunos de los presos eran hombres con títulos, que debían estar por encima de esas ocupaciones viles. Estaban afligidos por la indignidad y lamentaban el descuido en que habían caído sus campos. Mientras cortaban la hierba por las mañanas, los más jóvenes cantaban al ritmo de sus machetes:

El kotma culo de ceniza

Sólo vale para esclavo.

El hombre blanco no tiene cabeza,

Sólo vale para esclavo.

A los ujieres del tribunal no les gustaba que les llamaran culos de ceniza, y daban de golpes a los hombres. Pero la canción se hizo popular en Umuofia.

Okonkwo inclinó entristecido la cabeza cuando Obierika le contó todo aquello.

—Quizá he pasado demasiado tiempo fuera —dijo Okonkwo, casi para sí mismo—. Pero no puedo entender todo esto que me cuentas. ¿Qué le ha pasado a nuestro pueblo? ¿Por qué ha perdido su capacidad para combatir?

—¿No te has enterado de cómo arrasó Abame el hombre blanco? —preguntó Obierika.

—Ya me he enterado —contestó Okonkwo. Pero también he oído decir que la gente de Abame fue débil y tonta. ¿Por qué no contraatacaron? ¿No tenían escopetas ni machetes? Seríamos unos cobardes si nos comparásemos a los hombres de Abame. Sus padres nunca se atrevieron a enfrentarse con nuestros antepasados. Tenemos que combatir a esa gente y echarla de nuestra tierra.

—Ya es demasiado tarde —dijo Obierika con tristeza—. Nuestros propios hombres y nuestros hijos se han ido con el extranjero. Han ingresado en su religión y ahora le ayudan a mantener su gobierno. Si tratásemos de echar de Umuofia a los hombres blancos nos sería fácil. No son más que dos. Pero ¿qué haríamos con los nuestros que siguen su camino y que han recibido poder? Irían a Umuru a traer a los soldados y nos pasaría lo que a Abame —hizo una larga pausa y después dijo—: La última vez que fui a Mbanta te conté que habían ahorcado a Aneto.

—¿Qué ha pasado con el campo que estaba en disputa? —preguntó Okonkwo.

—El tribunal del hombre blanco ha decidido que pertenezca a la familia de Nnama, que dio mucho dinero a los ujieres del hombre blanco y al intérprete.

—¿Entiende el hombre blanco nuestras costumbres acerca de la tierra?

—¿Cómo va a entenderlas, cuando ni siquiera habla nuestro idioma? Pero dice que nuestras costumbres son malas, y nuestros propios hermanos que han adoptado su religión también dicen que nuestras costumbres son malas. ¿Cómo crees que podemos luchar, cuando nuestros propios hermanos se han vuelto contra nosotros? El hombre blanco es muy listo. Llegó aquí tranquilo y pacífico, con su religión. Nos reímos de sus tonterías. Y le dejamos quedarse. Ahora se ha llevado a nuestros propios hermanos y nuestro clan ya no puede actuar unido. Ha metido un cuchillo en las cosas que nos mantenían unidos y nos hemos derrumbado.

—¿Cómo atraparon a Aneto para ahorcarlo? —preguntó Okonkwo.

—Cuando mató a Oduche en la pelea por el campo, huyó a Aninta para escapar a la cólera de la tierra. Eso fue unos ocho días después de la pelea, porque Oduche no murió de sus heridas inmediatamente. Fue el séptimo día cuando murió. Pero todo el mundo sabía que iba a morirse, y Aneto lo tenía todo listo y preparado para la huida. Pero los cristianos le habían contado el incidente al hombre blanco, y éste envió a sus kotma en busca de Aneto. Lo metieron preso con todos los jefes de su familia. Al final, Oduche murió y a Aneto se lo llevaron a Umuru y lo ahorcaron. A los demás los dejaron en libertad, pero hasta ahora siguen sin encontrar una lengua con la que contar sus sufrimientos.

Después, los dos hombres se quedaron sentados largo rato en silencio.