Capítulo 17

LOS misioneros pasaron las cuatro o cinco primeras noches en la plaza del mercado, y por la mañana fueron a la aldea a predicar el evangelio. Preguntaron quién era el rey de la aldea, pero los habitantes les dijeron que no había rey:

—Tenemos personas de títulos elevados y los sumos sacerdotes y los ancianos —les dijeron.

Tras las emociones del primer día no resultó muy fácil reunir a los hombres de título elevado y a los ancianos. Pero los misioneros perseveraron y acabaron por lograr que los recibieran los gobernantes de Mbanta. Pidieron una parcela para construir su iglesia.

Todos los clanes y todos los pueblos tenían su «bosque del mal». Allí se enterraba a todos los que morían de las enfermedades verdaderamente malignas, como la lepra y la viruela. También era donde se abandonaba a los fetiches potentes de los grandes chamanes cuando morían éstos. Por consiguiente, los «bosques del mal» estaban llenos de fuerzas siniestras y de los poderes de las tinieblas. Los gobernantes de Mbanta cedieron uno de esos bosques a los misioneros. En realidad, no querían que éstos se quedaran en su clan y por eso les hicieron aquel ofrecimiento, que no aceptaría nadie con sentido común.

—Quieren una parcela de terreno para construir su santuario —dijo Uchendu a los otros dirigentes cuando se consultaron entre sí—; vamos a dársela.

Al escuchar un murmullo de desaliento y de sorpresa, hizo una pausa:

—Vamos a darles una parcela del Bosque del Mal. Dicen que pueden vencer a la muerte. Vamos a darles un auténtico campo de batalla en el que demostrar cómo la vencen —los demás se rieron y dieron su acuerdo y enviaron a buscar a los misioneros, a los que habían pedido que se alejaran un rato para que pudieran «susurrar juntos». Les ofrecieron toda la superficie del Bosque del Mal que quisieran ocupar. Y para gran asombro suyo, los misioneros les dieron las gracias y se pusieron a cantar.

—No entienden nada —dijo uno de los ancianos—. Pero ya lo entenderán cuando vayan a su parcela mañana por la mañana —y se dispersaron.

A la mañana siguiente aquellos locos empezaron efectivamente a talar una parte del bosque y a construir su casa. Los habitantes de Mbanta esperaban que murieran todos ellos en los cuatro días siguientes. Pasó el primer día, y el segundo, y el tercero, y el cuarto, y no murió ninguno de ellos. Todo el mundo estaba sorprendido. Y luego se difundió la noticia de que el fetiche del hombre blanco tenía una fuerza increíble. Se decía que llevaba cristales en los ojos para poder ver a los espíritus del mal y hablar con ellos. Poco después obtuvo sus tres primeras conversiones.

Aunque Nwoye se había sentido atraído a la nueva fe desde el primer día, lo mantuvo en secreto. No se atrevía a acercarse demasiado a los misioneros por temor a su padre. Pero cuando eran ellos los que venían al pueblo a predicar en la plaza del mercado o en el terreno de juegos del pueblo, allí estaba Nwoye. Y ya estaba empezando a aprenderse algunos de los relatos sencillos que contaban.

—Ya hemos construido una iglesia —dijo el señor Kiaga, el intérprete, que ahora se había hecho cargo de la nueva congregación. El hombre blanco* había vuelto a Umuofia, donde había construido su cuartel general y desde donde venía regularmente a visitar la congregación del señor Kiaga en Mbanta.

—Ya hemos construido una iglesia —dijo el señor Kiaga—, y queremos que vengáis todos cada séptimo día a rendir adoración al verdadero Dios.

El domingo siguiente, Nwoye pasó una y otra vez delante del pequeño edificio de barro rojo y bálago sin hallar el valor suficiente pata entrar en él. Escuchó voces que cantaban y aunque sólo eran las de un puñado de hombres, sonaban vigorosas y confiadas. Su iglesia estaba en un espacio circular despejado que parecía la boca abierta del Bosque del Mal. ¿Estaría esperando a cerrarse sobre ellos de una dentellada? Después de pasar una vez tras otra ante la iglesia, Nwoye volvió a casa.

Era cosa sabida entre los habitantes de Mbanta que sus dioses y sus antepasados a veces eran muy pacientes y permitían deliberadamente que alguien los desafiara más de una vez. Pero incluso en aquellos casos, ponían un límite de siete semanas de mercado, o veintiocho días. No se permitía a nadie que superase ese límite. De manera que en el pueblo iba en aumento la emoción a medida que se acercaba la séptima semana a contar desde el momento en que aquellos misioneros insolentes construyeron su iglesia en el Bosque del Mal. Los habitantes de Mbanta estaban tan seguros de la condena que iba a caer sobre aquellos hombres que uno o dos de los conversos calculó que sería más prudente dejar en suspenso su creencia en la nueva fe.

Por fin llegó el día en que deberían haber muerto todos los misioneros. Pero seguían vivos y construían una nueva casa de barro rojo y bálago para el señor Kiaga, su maestro. Aquella semana consiguieron un puñado más de conversiones. Y por primera vez la de una mujer. Se llamaba Nneka y estaba casada con Amadi, que era un agricultor próspero. Estaba embarazada de varios meses.

Nneka había tenido ya cuatro embarazos y cuatro partos. Pero cada una de esas veces había tenido gemelos a los que habían tirado al bosque inmediatamente. Su marido y la familia de éste ya estaban empezando a criticarla severamente por tener gemelos, y no lo sintieron demasiado cuando se encontraron con que había huido para sumarse a los cristianos. Que se fuera para no volver.

Una mañana pasaba Amikwu, el primo de Okonkwo, por delante de la iglesia de vuelta de la aldea de al lado, cuando vio a Nwoye entre los cristianos. Se quedó muy sorprendido y cuando llegó a casa fue directamente a la choza de Okonkwo y le dijo lo que había visto. Las mujeres empezaron a hablar muy nerviosas, pero Okonkwo se quedó impasible.

Nwoye no volvió a casa hasta media tarde. Fue al obi a saludar a su padre, pero éste no le contestó. Nwoye se dio la vuelta para dirigirse al interior del recinto cuando su padre, dominado repentinamente por la ira, se puso en pie de un salto y lo agarró del cuello.

—¿De dónde vienes? —preguntó con voz atropellada.

Nwoye intentó zafarse de aquel apretón que lo asfixiaba.

—¡Respóndeme —rugió Okonkwo—antes de que te mate! —agarró un bastón grueso que estaba apoyado en la pared pequeña y le dio dos o tres garrotazos tremendos.

—¡Respóndeme! —volvió a rugir.

Nwoye se quedó mirándolo y no dijo ni una palabra. Fuera, las mujeres gritaban y no se atrevían a entrar.

—¡Suelta al chico inmediatamente! —dijo una voz desde el exterior del recinto. Era Uchendu, el tío de Okonkwo—. ¿Te has vuelto loco?

Okonkwo no contestó. Pero soltó a Nwoye, que se alejó y no regresó jamás.

Volvió a la iglesia y le dijo al señor Kiaga que había decidido irse a Umuofia, donde el misionero blanco había establecido una escuela para enseñar a los jóvenes cristianos a leer y escribir.

El señor Kiaga se puso contentísimo:

—Bendito sea el que por mí abandona a su padre y a su madre —entonó—. Quienes escuchan mis palabras son mi padre y mi madre.

Nwoye no lo entendió del todo. Pero se alegraba de separarse de su padre. Más tarde volvería con su madre y sus hermanos y los convertiría a la nueva fe.

Aquella noche Okonkwo se quedó sentado en su choza, contemplando el fuego de leña y reflexionando sobre el asunto. Estaba lleno de furia y sintió fuertes deseos de agarrar el machete, ir a la iglesia y eliminar a toda aquella pandilla asquerosa de malhechores. Pero tras reflexionar se dijo que no merecía la pena luchar por Nwoye. «¿Por qué», exclamaba en su fuero interno, «tenía que ser él precisamente, Okonkwo, el que tuviera la maldición de un hijo así?». En eso se veía claramente la intervención de su dios personal, o chi. Porque, de otro modo, ¿cómo explicar su gran desgracia y su exilio y ahora el comportamiento despreciable de su hijo? Ahora que tenía tiempo para pensarlo, se apreciaba claramente la horrible enormidad del crimen de su hijo. El abandonar los dioses del padre y marcharse con una panda de afeminados que cloqueaban como gallinas viejas era la mayor de las abominaciones. ¿Y si cuando muriera él todos sus hijos varones decidían seguir el ejemplo de Nwoye y abandonar a sus antepasados? Okonkwo sintió un escalofrío ante una perspectiva tan horrorosa, como la perspectiva de la aniquilación. Se vio a sí mismo y a sus antepasados amontonados ante su santuario ancestral, esperando en vano la adoración y el sacrificio y sin hallar nada más que las cenizas de los días del pasado, mientras sus hijos rezaban al dios del hombre blanco. Si jamás ocurría algo así, él, Okonkwo, los eliminaría de la faz de la Tierra.

A Okonkwo solían llamarlo «Llama Ardiente». Mientras contemplaba el fuego de leña recordó el apodo. El era un fuego ardiente. ¿Cómo podía haber engendrado un hijo como Nwoye, degenerado y afeminado? Quizá no era hijo suyo. ¡No! No podía ser. Su mujer lo había engañado. ¡Se iba a enterar! Peto Nwoye se parecía a su abuelo, Unoka que era el padre de Okonkwo. Rechazó la idea. A él, a Okonkwo, lo llamaban llama ardiente. ¿Cómo podía haber engendrado un hijo como una mujer? A la edad de Nwoye Okonkwo ya era famoso en todo Umuofia como luchador y hombre intrépido.

Dio un gran suspiro, y como si fuera una respuesta, también suspiraron las brasas del fuego.

E inmediatamente Okonkwo abrió los ojos y vio las cosas con gran claridad. El fuego vivo engendra una ceniza fría e impotente. Volvió a exhalar un gran suspiro.