DONDE VIVEN LAS NATURALEZAS MUERTAS (A SOLAS, UNA TARDE, EN LA CASA TALLER DE MORANDI EN BOLONIA)— En el discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Faulkner afirmó que la escritura servía para crear algo que no existía antes, a partir de los materiales del espíritu humano. Así Giorgio Morandi con la pintura de los objetos insignificantes, irrelevantes, vulnerables y socorridos por el halo invisible que el artista crea con la luz, el espacio, la sombra o el color, siempre mate. Vasos, botellas, jarrones, flores, jarras, cestas, teteras, candelabros, tazas, pequeñas cajas y materiales geométricos creados con cartones o cualquier otro elemento de desecho. Todos ellos objetos imprescindibles en la monótona vida cotidiana, pero que adquieren un valor inusitado cuando el propietario de los mismos se ausenta definitivamente y los abandona como derrelictos. Los tocó, los utilizó, los miró, le hicieron compañía y, ya sin dueño, y por ser precisamente la huella de sí mismo, están condenados a la destrucción o al cambio de domicilio. Objetos, marcas donde se refleja el sentido personal del tiempo y de la memoria. Pintura figurativa, pero también simbólica. Morandi pintaba y pintaba los mismos objetos vulnerables para hacerse fuerte él mismo. Pintura casta, desprendida, ajena al relato. En La dolce vita, Federico Fellini colgó estas naturalezas muertas en la casa del parricida para mostrar la soledad íntima del personaje frente a la vida frenética y sin sentido del resto de sus excéntricos invitados. Morandi, un filósofo que se expresa a través de la pintura. Y, como su admirado Leopardi, su lenguaje es tanto más poético cuanto más vago e impreciso. Vago en el devenir insistente e impreciso en su perfección reiterada. Paul Valéry ya había hablado de la poesía como una tensión hacia la exactitud. Y el silencio encantado rodea a estos objetos irrelevantes como la luz que ilumina un brocal. En realidad la luz en la pintura de Morandi equivale al silencio de la poesía. Las palabras, los objetos, los materiales pictóricos, son creación del ser humano; sin embargo, la luz y el silencio son todavía algo ajeno a él, tanto si es la creación de un ser supremo o de la misma naturaleza desconocida. De ahí surge la metafísica. Los poetas buscan los sonidos que no se oyen. Y los pintores metafísicos como Morandi buscan lo que los ojos no pueden ver, lo invisible, su atmósfera, su reflejo. Pero Morandi también quiere captar lo intemporal e, incluso, detener el tiempo. El artista encontró en estos objetos una compañía para el existir. A su manera, y por su tamaño, forma y volumen, son como flores secas, cuerpos momificados, segundos congelados, frágiles vasijas del afecto humano o flores amarillas como aquella de William Carlos Williams: «... no encontré ninguna cura, / más que esta flor torcida: / con solo / mirarla / los hombres sueñan...». Y Morandi parece sugerirnos: «... no encontré ninguna cura, / más que en estos vasos, jarrones, botellas...».

Morandi en la vía Fondazza número 36. Aquí vivió, con su madre viuda y alguna de sus hermanas (eran una familia numerosa), desde el año 1910 (había nacido en la misma Bolonia en 1890) hasta su muerte en 1964. Nunca se casó y apenas viajó fuera de las fronteras de su provincia natal. Los veranos los pasaba en Grizzana, un pueblo de los Apeninos cercano a Bolonia. Mejor ese estado civil, mejor esa vida monástica dedicada a la pintura; así se evitó aquello tan terrible que la bella e inteligente Alma Mahler dijo del músico, su primer esposo: «Le irritaba mi goce de la vida, lo consideraba una abominación. Dinero: ¡Basura! Ropa: ¡Basura! Belleza: ¡Basura! Viajes: ¡Basura! Sólo le importaba el espíritu. Ahora sé que tenía miedo de mi juventud y mi belleza». Morandi en su habitación-taller del amplio piso de la vía Fondazza, en la periferia del casco histórico. Tras la desaparición de toda la familia que habitaba en ella, fue Maria Teresa Morandi la que hizo la importante donación para el museo. El piso pasó por varias manos hasta que el ayuntamiento de la ciudad lo compró en 1999. Desconozco el estado en que estaba, pero las reformas que se llevaron a cabo no parecen muy afortunadas. Aunque el taller-habitación, el pequeño almacén y una especie de recibidor se mantienen tal cual, el resto ya no tiene nada que ver con la antigua morada. Es muy de agradecer la labor de rescate efectuada por el ayuntamiento, pero la impronta del arquitecto-restaurador es mayor que la del espacio original. Los doscientos metros de superficie han sido divididos en dos espacios, uno museístico y otro dedicado a la biblioteca-archivo (con sus propios libros y la mucha bibliografía que se le va dedicando en todo el mundo), así como una pequeña sala para conferencias y reuniones. Se abrió al público en el 2009, pero poco después tuvo que cerrarse debido a problemas económicos. Y hoy se me muestra gracias a la amabilidad de la dirección del museo. En el lado expositivo vemos muchos objetos familiares y personales (fotos, documentos, cartas, libros) y un documental. También sus primeros dibujos, unos diccionarios o un exvoto pintado de la familia, en el cual se ve a una mujer enferma y a otras dos personas rezando. En la reconstrucción de lo que antes era la antecámara, o el salón recibidor, hay otros cuadros heredados de diferentes épocas, así como una cabeza que le regaló al pintor el escultor Manzù, además de mobiliario vario. En un cuadro de 1915, un jarrón con flores, ya se ven sus intenciones y sus gustos geométricos. Entre la correspondencia exhibida, hay cartas de directores de cine como De Sica, Antonioni o Pontecorvo. El piso interior daba, o dio durante muchos años, a un campo abierto, pero después de la Segunda Guerra Mundial la especulación inmobiliaria acortó de manera drástica aquel espacio vital. El pintor luchó en vano para que no se perdiera, pero el reflejo de la luz cambió entonces sobre su taller y tuvo que reiniciar su búsqueda. Aún están los almendros y el gran olivo al que se refirió tantas veces, pero encajonados entre edificios invasores. Cuando murió Morandi, se fotografió todo su taller-habitación, lo que ayudó, años después, a reconstruirlo tal como lo había dejado. Es realmente una celda de eremita, con el único lujo de ese gran balcón que da al patio-jardín interior. Aquí se pasaba todo el día trabajando, apenas veía a gente y le molestaba la vida social. Un camastro, una silla y una pequeña cómoda con libros presiden el resto de la estancia, que contiene caballetes, una mesa con pinceles y pinturas y, sobre varias repisas, los objetos originales tantas veces reproducidos. Llama la atención que muchas de estas jarras, floreros y botellas hayan sido, a su vez, pintadas de blanco por el artista antes de ser trasladadas al lienzo. Sobre la pared que más luz recogía hay papeles pegados, algunos de periódico, para fijar los movimientos e intensidades de la luz en su rotación. El balcón no era sólo un lugar para contemplar la naturaleza sino, sobre todo, para capturar el resplandor del día y traspasarlo a los objetos. Entre los libros de cabecera, las obras completas de Leopardi y Pascal, que al considerar lo irracional de la muerte y del vacío al que estamos abocados, se preguntaba si valía la pena filosofar. En cada cuadro del artista boloñés, esta misma cuita. Pascal, Leopardi, Morandi, tres personajes, incluso en sus vidas, también muy semejantes, pese a las diferentes vicisitudes de sus tiempos. Las pocas salidas que efectuaba Giorgio Morandi, las hacía a la Academia de Bellas Artes donde había estudiado del 1907 al 1913 y a la cual regresó como profesor de grabado de 1930 a 1956. No llevó a cabo demasiadas exposiciones en vida y su reconocimiento público se produjo con el Premio de la Bienal de Venecia en 1948, el de la Bienal de São Paulo en 1957 y el Premio Rubens de la ciudad de Siegen en 1962. Poca cosa para tan sublime maestro. Lejos quedaba su presencia en el movimiento futurista, su amistad con De Chirico y las lecciones tomadas de los viejos maestros Giotto, Masaccio, Uccello, Piero della Francesca, Chardin, Corot o, más contemporáneamente, Cézanne, Picasso o Braque. A veces pienso que Morandi quiso contestar a los bodegones cubistas, deshumanizados y ateístas de Picasso, Braque o el español Juan Gris con estos otros cargados de piedad, compasión y laica sacralidad. En estos objetos tan sencillos están los pucheros de Santa Teresa, así como el verdadero, por desconocido, Santo Grial. En todos ellos se produce la transubstanciación. Y la luz provoca también el efecto de lo líquido, mientras que las sombras vacían los contenidos y evaporan los lacrimales. Sosiego y desasosiego. Estos objetos, fijados en el momento de la plenitud solar, fortalecen el elemento contemplativo. Al lado del taller-dormitorio hay una habitación pequeña y oscura donde se guardan muchos más objetos utilizados por el artista: otros floreros, botellas, flores de papel o de tela, conchas de mar (una colección interesante y abundante), fósiles, cantos rodados.

Donde antes se encontraban la cocina y el comedor ahora está la biblioteca, unos seiscientos volúmenes compuestos por obras literarias (mucha poesía) y libros de arte. Estudios sobre Giotto, Piero della Francesca, Rembrandt, Chardin, Corot o Cézanne, además de la compañía de Pascal y Leopardi. Tenía una interesante colección arqueológica, compartida con una de sus hermanas que había vivido en los países árabes. También hay varios aguafuertes de Rembrandt, así como una obra de Bassano y la cabeza realizada por Manzù.

Después de un largo rato abandonamos el piso. Cerramos los balcones y, al apagar la luz eléctrica, se hace la oscuridad total. ¿Cómo vivirán los objetos en las tinieblas? Entonces noto, inesperadamente, cómo el ocaso cenital nos acaba venciendo siempre. No creemos del todo en la muerte hasta que acumulamos experiencias como ésta: oscuridad y silencio. ¿Sentirán temor los objetos? Las personas se ausentan ante nuestros ojos, igual que los objetos de compañía. Nada tan impresionante en esta casa como esos enseres ya sin dueño, sin destino, sin función, libres de compromisos. Si siguen vivos en los cuadros es porque hay quien los mira, pero en este lugar las miradas sobre los originales son escasas y yacen ya en una penumbra entre la vida y la muerte. Una muerte lenta en su deterioro físico.

De la vivienda particular nos trasladamos al Mambo (Museo de Arte Moderno de Bolonia), sito en la vía Don Minzoni número 14. En 1964, poco después de morir el artista, se creó un museo en su honor en el Palazzo d’Accursio, en la plaza Mayor de la ciudad, que en 2012 tuvo que trasladarse temporalmente a este emplazamiento para llevar a cabo importantes obras de rehabilitación. La colección Morandi, procedente de donaciones como la de la hermana y de otras adquisiciones y préstamos, como el del cantante Pavarotti, es muy interesante. Con un total de ochenta y cinco obras, la presencia de Morandi se retrotrae aquí a su juventud y a la recreación de paisajes cezannianos con su impronta de colores grises, verde oscuro y marrones. Escenografías inmóviles y geométricas, cuadros pintados en un estudio y no en plena naturaleza. Durante la década de los cincuenta esos paisajes abstraídos dieron paso a las flores secas, de papel o de tela, en búcaros. Y estas flores, en las décadas siguientes, irán dando paso a su verdadero estilo más reconocible, las naturalezas muertas formadas por esos objetos desapercibidos de la vida cotidiana: botellas, vasos, jarras, garrafas, tazas, saleros, azucareros, candelabros, jarrones, teteras, etcétera, que comparten ese espacio reclinados sobre mesas con otros objetos todavía más inidentificables incluso: cartones pintados, cajas, trozos de papel prensados, arrugados por sus propias manos... Morandi pinta el paisaje de la vida cotidiana en el más acá, o quién sabe si en el más allá. Una arqueología doméstica. Todas estas obras del pintor boloñés están acompañadas, en otras salas, por obras de artistas contemporáneos que lo homenajean. Tony Cragg monta en Eroded landscape una instalación con todos los objetos contemporáneos de Morandi más los que hoy utilizamos en las cocinas de nuestras casas. Y lo lleva todo a cabo con el vetro sabbiato, una especie de cristal mate. Jean-Michel Folo fotografía los objetos morandianos desde la década de los años ochenta, Mike Bidlo compone una pintura de homenaje al maestro y se proyecta un interesantísimo documental de Roberto Longhi.

Los fondos del museo son muy interesantes. Hay obras de Gilberto Zorio, Pier Paolo Calzolari, Mario Ceroli, Alviani o Boetti. ¿Qué pensaría el maestro de nuestro arte contemporáneo? Su antimetafísica, su destrucción de lo sagrado, su conversión en espectáculo y vulgarización. Sí, mirando los cuadros de Morandi y paseando por las instalaciones de sus «nietos» o «biznietos», da la sensación de que con Morandi habitamos una tumba egipcia custodiando el Libro de los muertos y acumulando nuestros objetos para darles utilidad también en el más allá.

Mirar los cuadros de Morandi es como caminar a solas. La capacidad de hacerlo presupone mucho dolor pasado, pero también mucha felicidad. Kafka comparaba su caminar hacia la soledad con el de los ríos hacia el mar: «He avanzado un buen trecho, unas cinco horas a pie, solo y no lo suficientemente solo, por valles desiertos y no lo suficientemente desiertos». Objetos del desierto también los de Morandi: objetos-palabras. Como a los seres humanos, tampoco se les puede descuidar ni olvidar. Allí están, vivos, latentes, pensantes, y saltan a la superficie y nos recuerdan que tan frágiles somos nosotros como ellos.

HASTA QUE PASEN DIEZ AÑOS (SOMOS LOS HIJOS DE LAOCOONTE. EL PIE DESNUDO DE SANTA TERESA Y LOS AMORES QUE PASAN BAJO EL PUENTE DE MIRABEAU)— Laura regresa a casa, a su ciudad natal, a Madrid. No la encuentro muy animada en este retorno temporal. En París se siente más libre y cosmopolita y en Madrid la abruma la muchedumbre, sobre todo la de estos días de Navidad. Así y todo, la convenzo para que paseemos por la plaza Mayor y alrededores. Hace poco lo hacía en su pequeño coche de ruedas, tirado por mí. La recupero al menos durante unos breves instantes y eso me anima.

Pronto estamos ya en el avión camino de Roma. Y cada uno de los tres llevamos nuestros libros para no desperdiciar las horas de vuelo. Roma nos espera después de diez años de no estar juntos allí. Roma nos reencuentra.

Con Laura es difícil hacer un programa ordenado de visitas y paseos instructivos. Ni siquiera Roma lo consigue. Conocedor de su joven espíritu libre, salimos a caminar sin rumbo, parándonos a contemplar aquellos lugares con los cuales nos vamos encontrando al azar. Es fácil llegar a los foros, un espacio descarnado que ensancha mi melancolía. Le indico un conjunto de columnas derribadas y las comparo con mis futuros huesos. Laura no se inmuta, me coge del brazo y nos ponemos de nuevo en marcha. «I’vo pensando: en el pensar m’assale / una pietà si forte di me stesso, / che mi conduce spesso, / ad alto lagrimar, ch’i’non soleva...». Petrarca, en el Cancionero, expresó mucho mejor que yo estos sentimientos del caminar por la vida, por las ruinas de la vida: «Yo voy pensando, y al pensar me asalta / una piedad de mí tan vehemente / que muy frecuentemente / me hace llorar por lo que no solía...». Laura representa mi juventud recuperada, aquellos años en que, como ella, estaba cargado de ilusiones y de esperanzas. En El caminante y su sombra, Nietzsche escribe que las ilusiones son ciertamente diversiones costosas, pero que aún es más costosa, considerada como diversión, la destrucción de las ilusiones, lo que es «innegable» para no pocas personas. Revivo en ella, resucito en ella, mejoro en ella, aunque Laura, afortunadamente, sea un ser distinto, diferente, más evolucionado y acabado. La vida no es el envejecimiento psicológico, ahora tan de moda debido a la prolongación de los años de existencia, y, por ello, inconsciente, de un organismo que evoluciona y cambia en el transcurso del tiempo; es el devenir continuo y creador que experimentamos en nosotros mismos cuando se produce, de alguna manera, una reflexión de la conciencia sobre la conciencia. Laura no sólo me acompaña a mí en este paseo por las ruinas de Roma, sino, y sobre todo, acompaña a mi conciencia. «¡Quisiera ver ángeles sobre estas ruinas!» «Allí sentado está el tuyo», le indico a Laura. «Aquí, el mío. Los hemos agotado.» No son nuestros ángeles de siempre, sino los de guardia. Extiendo mis manos y, ante el gesto atónito de la muchacha, les digo: «¡Hola compañeros!». Y espero, desesperado, una respuesta. Espero en la desesperación y con ella. Espero más allá de la desesperación, atravesándola, traspasándola, trascendiéndola. Un guía se nos acerca para ofrecérsenos, pero lo rechazamos amablemente. Él nos dice que no se ama lo que no se conoce y se va. Le pregunto a Laura qué ha dicho y ella me responde que no se conoce sino lo que se ama. Miro los mármoles y piedras buscando al inesperado filósofo, ¿quizás el ángel requerido?, pero una ráfaga de viento nos distrae. El espíritu es más real que lo real y más fuerte que cualquier miedo a perder la realidad, más fuerte incluso que la muerte. El espíritu nos asegura que nunca faltaremos del mundo. Miro las piedras, tal como acabará mi esqueleto; también las piedras son flores (un judío como Paul Celan lo sabía), sólo que su aroma es más fuerte.

Me pregunta Laura qué es lo que puede fascinarme de este paisaje destruido, agotado, esquilmado, Recordando y remedando el Childe Harold de Lord Byron, le respondo que esas columnas, esos frisos, esos arcos, ese vacío, forman parte de mí y de mi alma y, por supuesto, yo de ellos. Esos objetos nos miran a nosotros como nosotros a ellos. Ambos estamos en una suerte de exilio sin esperanza, sin meta o sin descanso, en el impasse de la relatividad perpetua. «Nuestro espíritu está limitado por todas partes, pero es capaz de desbordar estos límites, de sacudir los duros marcos que circunscriben su expansión. Negar que el ser humano sea un saber entrelazado por ignorancias, agujereado por vastas lagunas, sería renunciar al relativismo; pero suponer el universo absolutamente ininteligible para nuestra razón, es decir, admitir la hipótesis de una inadecuación irremediable de las categorías y de lo dado, sería sacrificar el principio mismo de la relatividad filosófica. Todos somos un jugador de ajedrez. Si él no supiera, hasta cierto punto, qué consecuencias pudieran derivarse de determinados movimientos, el juego sería imposible; pero también sería imposible si esta previsión se extendiera indefinidamente» (Simmel-Jankélévitch en Simmel, filósofo de la vida). Cuando ellos, los filósofos citados, hablan de relativismo, se refieren al concepto alemán, a la incorporación viva del pasado al presente; la incorporación viva del presente al futuro, esa inmanencia profunda de los diversos instantes del tiempo vivido los unos en relación con los otros, esa continuidad íntima del devenir espiritual. «La consecuencia de este hecho es que no nos hallamos nunca plenamente en el instante de nuestra vida, sino que el presente de la vida consiste en que trasciende el presente, que nuestra voluntad sobrepasa sin tregua el ahora de la existencia a pesar de estar eternamente sujeto a él. En el fondo, la vida es superior a la antítesis conceptual de un presente y un futuro especialmente yuxtapuestos: es la síntesis del jetzt (ahora) y del noch-nicht (todavía no), del diesseits (aquende) y del jenseits (allende), a la vez limitada por una forma actual y superior a toda determinación particular que desborda ya las orillas del presente en el preciso instante en que se sabe relativa» (Simmel, filósofo de la vida).

Junto al Coliseo, Laura me recupera de mis huidas pensantes. Quiere que nos hagamos una foto delante del Arco de Constantino, levantado con trozos de los arcos de homenaje a emperadores anteriores. Un matrimonio japonés, encantador, se ofrece. Y yo presumo de padre-hija o de amante otoñal-jovencita, aunque creo que nadie se puede creer esto último. Horacio, que debió de vivir por aquí cerca, me grita al oído «ab insolenti» (¡insolentes alegrías!). Cientos de personas fotografiándose con esas terceras manos alargadas como si fueran un nuevo garfio, una máquina insignificante o un dispositivo. Mi amigo y gran filósofo, Giorgio Agamben, define el dispositivo como cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes: «Es cierto que hubo dispositivos desde que apareció el Homo sapiens, pero parecería que hoy no hay un solo instante en la vida de los individuos que no esté modelado, contaminado o controlado por algún dispositivo». El filósofo italiano añade que, a pesar de la hominización que volvió humanos a los animales que clasificamos bajo la categoría de Homo sapiens, estos dispositivos siguen ese mismo proceso con la intención de desplazarnos o de crear cuerpos dóciles pero libres que asumen su identidad y su libertad de sujetos en el proceso mismo de su sometimiento. ¿Dónde queda el ser humano entre estos aparatos y uno mismo? El ser humano se convierte en un objeto del dispositivo. Se transforma en un intermediario entre quienes lo crean, lo rigen y gobiernan. Laura (como tantas veces escuché en Colombia) me hace el regalo de pasear con ella, antes de que, muy pronto, ya no necesite pasear conmigo.

La parte del Palatino está levantada por la construcción del metro. Para mí, que no vivo en Roma, es una salvajada. ¡Trepanar Roma! Ya lo explicó certeramente Fellini en su film, destruir Roma es destruirnos a todos nosotros. Un fango espeso nos ensucia y nos acompaña durante todo este caminar. Vallas altas, materiales de obra desperdigados, máquinas pesadas y árboles tristemente decapitados. Señalándole a Laura un buen pino arrancado de cuajo, le recuerdo que a Horacio a punto estuvo de matarlo un árbol que se le derrumbó a su paso en una finca de su propiedad, a las afueras de Roma. «Adonde me lleva mi capricho me voy solo.» Y Laura hace como que se marcha. Yo tiemblo sólo de pensarlo. Le señalo la soberbia colina que se asoma sobre el Foro, allí donde estaba primero la residencia de los reyes, y luego la de los emperadores. La cuna de Roma. Le señalo, sin seguridad histórica alguna, hacia donde estaba seguramente la casa de Livia. Laura también es Livia. La Domus Aurea, que Nerón construyó y apenas la frecuentó, iba desde el Palatino al Esquilino, hoy un lateral del Coliseo. En medio de un gran jardín están las ruinas, sempiternamente excavadas. Caminamos tranquilamente entre gentes de todas las razas. El aire libre nos da más oxígeno, pero el agobio de tanta gente me recuerda a la primera estrofa de la primera oda del libro tercero de Horacio: «Odi profanum vulgus et arceo»; «Odio a la muchedumbre vulgar y me mantengo elevado». Pues ya entonces circulaban por Roma muchedumbres incluso más copiosas que las de ahora. Esta masa no hace más que autofotografiarse, gritar y agredir al espacio. Sí, por supuesto que sí, todo el mundo tiene derecho a venir a Roma, a pisarla, a mancharla, aunque no sepa nada de su grandeza. Yo, como Horacio, me mantengo elevado (en el sentido de sobrevivirles), y trato de hacer lo mismo con Laura, enseñándole el amor a estas piedras, a esta cultura, a esta civilización viva en nosotros a través de la lectura de sus escritores, artistas y filósofos. «¡Oh, Roma! ¡Cuánto amo volver a tus engaños!», escribió el gran pensador ruso Herzen. Sí, gracias a los engaños de Roma vale la pena seguir viviendo.

De repente, las ruinas dan a su fin y aparece, entonces, el Circo Máximo, posado entre la colina del Palatino, en plena majestad, y el Aventino. Desde las estancias imperiales veían correr las bigas y oían a los miles de espectadores gritarles a sus aurigas favoritos. Este espacio vacío de Roma es, quizás, mi lugar más melancólico. No hay nada: ni ruinas (apenas unos restos desapercibidos de la cávea junto a la plaza de Puerta Capena), ni vestigios. Solamente pervive la huella física, sin carnes, de lo magnífico que allí hubo. Esta desnudez me gusta. Me agrada situarme en medio de este espacio tremendo, paralizado, mientras, a lo lejos, suenan las campanas. Su sonido prolonga una eternidad escasamente percibida en otros lugares. Este vacío tan apacible es la idea material de todos los vacíos, así como la idea de la divinidad es la idea de todas las ideas. Este lecho es el lecho del mundo. El Maestro Eckhart, citando a san Agustín, escribe que cuando san Pablo —camino de Damasco y caído del caballo— no vio nada, entonces vio a Dios. Cuando san Pablo vio la nada, entonces vio a Dios. Quien vea a Dios no ve nada más. Y Dios, para manifestarse, exige el desierto, el vacío (como éste), el espacio de una revelación trascendente. Desertificación, vaciamiento, abismarse en la nada. «Dios hizo todas las cosas de la nada, y esta nada es Dios mismo», concluye mi maestro alemán.

Las campanas oídas en medio del Circo Máximo prolongan la eternidad, «resuelven» el gran enigma de vivir en la eternidad escuchando a las campanas marcar las horas de tal manera que no acortan su intemporalidad, sino que la prolongan. Levanto al cielo mi mano derecha y le digo a Laura que las escuche. Se para, hace el esfuerzo, lo intenta de nuevo, pero me responde que ella no oye nada, que allí, en ese instante, no ha sonado campana alguna. El Circo Máximo como un desierto en medio de la ciudad, como un desierto dentro de mi propio corazón. «El desierto crece: ¡ay de aquel que oculta desiertos en su interior!», dice Zaratustra. «Nunca en la vida había derramado tantas lágrimas / hasta aquel momento en el que el sol del desierto, / un sol mordaz, me preguntó si había visto Roma», escribe Slowacki. Llueve y apenas hay luz, las hierbas empiezan a surgir y los empleados que están montando una plataforma para el concierto de fin de año se refugian, como nosotros, bajo unas carpas. El fin de año traerá de nuevo a miles de personas, las reunirá aquí como desde hace muchos siglos. Ahora no estamos en el medio, sino en la zona más cercana al Tíber. Le señalo de nuevo a Laura todo ese vacío y le digo que la vida sí vale la pena y que, como Sartre escribió de Baudelaire, el remordimiento es anterior (o parece ser que es anterior) a la culpa. «¿Remordimiento de qué?» «¿Culpa de qué o por qué?», me pregunta Laura con cierta indignación. A ella la eximo.

En el Circo Máximo compruebo el retraso de la parusía. La primera comunidad cristiana esperó el retorno inmediato del Mesías y el fin de los tiempos. Pero no llegó, aún no ha llegado. Entonces tuvieron que justificarlo con instituciones y con leyes. Los judíos hablaban de un tiempo, entre la creación del mundo y su fin, en el que nos encontramos todavía. El otro, entre ese fin y el tiempo nuevo de la resurrección, aún no ha llegado. El tiempo que resta, al que se refería san Pablo, es el que media entre el fin del mundo y la resurrección. Cuando llegue, me gustaría encontrarme aquí, en medio del Circo Máximo, o en el Valle de Josafat, o en las faldas de la Torre de Hércules. Hay señales, siempre hubo señales, pero la parusía se retrasa y el mundo acumula materiales inservibles cuando lo más oportuno es estar con lo puesto, como estamos aquí Laura y yo, en medio de esta extensión ahuecada, portando únicamente nuestras ropas invernales. ¿Para qué más? La religión como prolongación de la ética (Kant-Hegel). La religión como fe en todo lo que no conocemos. La muerte preforma la vida y colorea todos los instantes del devenir. No sé si sería soportable conocer racionalmente el mundo, como terrible sería que supiéramos nuestra fecha de cese o inmortalidad. Estamos condenados a una media ignorancia cómplice, como cuando queremos que el médico nos medio mienta, nos apaciente en la esperanza. Parusía retrasada y, mientras tanto, nuestra alma en una forma pura, liberada en el aire sin aire. El Circo Máximo me recuerda a María Magdalena, que encontró un vacío menor al dar con la tumba vacía. Vacío menor físicamente, pero espiritualmente tan grande como esta extensión. En ese vacío de aquella tumba o esta otra tumba, ¿estaba la respuesta a la existencia?

Tomando un helado (aunque hace frío ya de por sí) aguardamos, Laura y yo, a que la leve lluvia se difumine para poder acercarnos a Santa Maria in Cosmedin. ¿Meterá su mano en la Boca de la Verdad? Al llegar nos encontramos con una gran cola. Laura, que reconoce aquel lugar de la infancia proveniente del cine, no muestra un gran ánimo para contribuir a la masa. Yo le aclaro que la rueda con ese rostro burlón pertenecía a la Cloaca Máxima, que era la tapadera principal de una inmensa alcantarilla. Y Laura hace un gesto de desagrado. Entramos inmediatamente en Santa Maria y nos sentamos a descansar. Siempre me sentí infatigable, y esto creo habérselo transmitido a Laura, pero cada vez me canso más, y lo peor es que cada vez estoy más cansado de mí mismo. No tengo razones claras, pero mental y físicamente es así. Cuando era como Laura, disponía de respuestas para todo. Aunque lo cierto es que me hacía pocas preguntas, porque lo tenía todo claro. Pero ahora las preguntas se me agolpan y me agotan con su bullicio. Las respuestas ya apenas me importan, porque sé que no las hay, o no hay al menos las que siempre quise saber. Laura apoya la cabeza sobre mi hombro y se queda dormida. Ambos estamos sentados tranquilamente en un banco en medio de la iglesia recientemente incensada. Busco lentamente un mejor acomodo para sostener su cabeza, resistiéndome yo mismo al agotamiento. Transcurre un largo rato, me desperezo, un sacerdote merodea por allí advirtiéndome de que se va a cerrar pronto. Le recito estos dos versos del Cantar de los Cantares: «No despertéis, no desveléis al amor, / hasta que le plazca». Se lo traduzco al italiano. Sonríe e, inmisericorde, comienza a dar fuertes palmadas con sus gruesas manos de luchador. ¡Ah! Ya ni se respeta el Cantar de los Cantares, una obra extraordinaria sobre el amor humano que los rabinos transformaron entre Yahvé e Israel y el cristianismo entre Cristo y su Iglesia.

Atardece en el Aventino, otro de mis lugares favoritos de Roma. Vemos la Ciudad Eterna desde el mirador del jardín de los naranjos. ¡Qué placidez! Seifert, en Toda la belleza del mundo, contemplando su ciudad, Praga, expresó este deseo arbitrario e irrealizable aun a sabiendas de que le estaba llegando su hora: «Me gustaría vivir hasta el próximo milenio. Al menos un día, dos o tres, y echar un vistazo sobre los mejores tiempos de los años que vienen». ¡Qué optimismo el de este gran poeta! ¡Los mejores tiempos! Mejor habérselos ahorrado. Nació en 1901 y murió en 1986, y esto lo escribió en 1981. Yo no pido tanto. Tan sólo un buen sueño, ni siquiera la resurrección, tan sólo un buen sueño como el que tuve hasta el año en que nací, cuando Roma ya había sido varias Romas sin necesitarme a mí para absolutamente nada. No necesito resucitar, le evito ese esfuerzo a quien tenga que hacerlo, pero sí dormir profunda y plácidamente. Adorno tuvo un sueño en el que una mujer se le acercaba y le preguntaba cómo era posible que él acudiera a fiestas tan aburridas. Y el filósofo alemán le contestó: «Porque me gusta oler su perfume». Al lado del mirador del Aventino se encuentra el portalón de entrada a la finca del Priorato de Malta. Mirando por el gran ojo de la cerradura, se divisa con un efecto óptico de cercanía la cúpula de San Pedro. Esta otra cola inmensa nos hace desistir igualmente. Empieza a irse el poco sol que agotamos. Salimos corriendo de la plaza de los Caballeros de Malta, dejamos a la izquierda la iglesia de San Alejo y bajamos a la búsqueda del Tíber, seguros de alcanzar el hotel junto a la Fontana de Trevi. Pasando apurados por la vía Americo Vespucio, en una casa de muchos vecinos descubro una placa dedicada a la autora de La isla de Arturo. Sí, allí vivió durante muchos años, y hasta su muerte, Elsa Morante. Contemplando el río, le comento a Laura que el Aventino, en la Roma clásica, era un barrio popular y conflictivo. Hoy es residencial y acoge a una burguesía muy bien acomodada. Estas casas y chalés están asentados sobre los de otras épocas. Como Sócrates le dijo a Timeo: «¿Dónde está el cuarto de los que ayer fueron huéspedes míos y ahora son dueños de la casa?».

La cola para entrar en los Museos Vaticanos es inmensa. Habría que hacer una encuesta, entre los que esperan bajo la lluvia y la humedad provocada por el frío del río cercano, para conocer exactamente los motivos de tanta paciencia. Seguramente la Capilla Sixtina es uno de ellos, o incluso el principal. Por la acera de enfrente, remontamos esta larga serpiente multicolor hasta alcanzar una pequeña plaza donde están las puertas de entrada y salida. Allí, en unos carteles, se informa que quienes hemos sacado anticipadamente las entradas por internet, podemos entrar sin apenas espera. Delante nuestro sólo hay copiosos grupos de turistas acompañados por guías profesionales, que son, en realidad, quienes controlan los monumentos de Roma. En un instante se los ha tragado la tierra y tenemos la puerta franca para seguir todo un sistema de controles semejantes a los de los aeropuertos. Pero la presión de las multitudes es tan grande que los custodios privados de la seguridad son amables y ceden con facilidad, a diferencia de quienes controlan el pasaje aéreo. En este momento, como visitante, agradezco esta laxitud temeraria estando las cosas como están. ¡Ojalá nunca pase nada! Subimos escaleras, incluso escaleras mecánicas como las de un gran centro comercial o hipermercado y, un tanto perdidos, entre tiendas de recuerdos y libros, aunque siempre protegidos por una multitud, alcanzamos el Patio de la Piña. Al regresar, una vez llevada a cabo la larga visita, descenderemos por una de las escaleras más bellas que jamás haya visto, aunque no será la primera vez. Me refiero a la escalera helicoidal diseñada por Giuseppe Momo en 1932. En el Patio de la Piña está el Nicchione del Belvedere, y en el centro de este patio-jardín la Esfera dentro de la Esfera, una obra de finales del siglo pasado firmada por Pomodoro.

Desde el Patio de la Piña, una piña gigantesca colocada sobre un gran búcaro y flanqueada por dos inmutables pavos reales, uno a cada lado, como si fueran guardianes, entramos en el recinto cubierto. Nos recibe una densa galería de esculturas romanas junto a un inmenso lapidario. Trato de transmitirle a Laura —agobiada por tanta gente ruidosa— la emoción que me producen esas palabras heridas, cortadas, entrecortadas, rajadas y maltratadas por el tiempo. No parece conmoverse, aunque guarda un respetuoso silencio. Lápidas de antiguos monumentos, pero, sobre todo, de monumentos funerarios. Gentes vivas como nosotros que cuando abandonaron este mundo quisieron dejar constancia de su paso por él a través de la materia más resistente al tiempo por aquel entonces: la piedra, el mármol. Deletreamos nombres de personajes famosos, pero los más abundantes son los anónimos. Le pido a Laura que me ayude a leer los epitafios porque así les devolvemos por un instante la vida, los prolongamos un poco más en el tiempo, cumplimos con su mandato como otros, en otro tiempo, cumplirán con el nuestro. Laura se interesa, me señala, me indica, descubre algún pasaje oculto y se entristece ante el epitafio de una joven como ella: «¡Ojalá me ayude el dios que me abandonó! ¡Ojalá! ¡Ojalá se muestre compasiva la diosa que me abandonó!». Veo en sus ojos, siempre tan animosos y resplandecientes por su intenso color azul, cierta acuosidad inconfesable que no se transforma en llanto pero que pudiera haberlo hecho. ¡Llorar! ¡Llorar! Nunca lloramos por los demás, lloramos cuando sentimos compasión de nosotros mismos. Laura ha sentido compasión por sus padres, pero también por ella misma. Acudo en su rescate con palabras de Goethe, diciéndole que aquel que contempla la belleza humana no está expuesto al soplo del mal, que se siente en armonía «consigo mismo y con el mundo» (Las afinidades electivas). Le gusta la frase. Y le comento que el escritor alemán, ya muy viejo, se enamoró de una joven. Le añado que era incluso mucho más viejo que yo, que tenía setenta y cuatro años, mientras que Ulrike von Levetzow tenía la misma edad que tiene ahora Laura, diecinueve. «¡Retorna al corazón! Allí la encontrarás mejor, / allí se agita en cambiantes figuras; / una pasa a transformarse en muchas, / de mil maneras diferentes, y siempre, siempre amada...». Sonríe y se pone a hacer fotos con su móvil. Su madre la requiere delante del busto de una joven con quien le encuentra cierto parecido. ¿Nuestros moldes vienen del pasado? Como no hay que agotarle la paciencia nada más empezar, emprendemos la marcha hacia unas escaleras que nos marcan la ruta inevitable. Me vuelvo desde lo alto de las mismas y contemplo la galería casi vacía por la cual acabamos de transcurrir. Entonces pienso que el tiempo que pasa tarda en pasar, mientras que el tiempo ya pasado pasa deprisa.

Laura me coge de la mano y nos lleva al Museo Egipcio. Siempre le gustó esta civilización. Es su parte favorita del Museo Arqueológico de Madrid y también del Louvre o del museo de Turín. De pequeña, dibujó un jeroglífico que tengo a los pies de la cama. Y aquí nos demoramos sin tiempo porque, entre otras cosas, hay muy poca gente. El Museo Egipcio está en una pequeña bifurcación de la «autopista general» y la multitud apenas la percibe. Debe su existencia a Pío VII (1800-1823), de la familia Chiaramonti, continuador de sus ilustrados predecesores Clemente XIV y Pío VI. Canova, el gran escultor, preparó un largo pasillo al lado del Patio de la Piña e hizo colocar allí las esculturas, la Galería Chiaramonti, y, a continuación, la Lapidaria, muy cerca de la Biblioteca Vaticana, todavía en obras de rehabilitación. Regresando a la ruta principal, salimos al Museo Pío-Clementino (los papas citados anteriormente). Magníficas estatuas de arte romano que apenas podemos detenernos a contemplar porque la marea de gente cada vez es mayor y choca contra nosotros como el mar contra las rocas. Aun así, le indico a Laura, a quien temo perder entre esa multitud —su madre permanece vigilante— como Paris perdió a Helena en medio de las masas desesperadas por el incendio de Troya, el sarcófago de Lucio Cornelio Escipión Barbado, cónsul en el año 298 a. C. que conquistó Cerdeña a los cartagineses. El sarcófago fue hallado en el sepulcro de los Escipiones, en la vía Appia Antica, por donde pasamos unos días antes. ¡Un sarcófago de dos mil trescientos años! Pero Laura, que levanta las manos para que la muchedumbre le permita acercarse a nosotros, me recuerda que lo que hemos visto en el Museo Egipcio es muchísimo más antiguo. Y tiene razón. En el Gabinete del Apoxiomeno el atleta se limpia con un instrumento adecuado la arena y el aceite que mezcló sobre su piel. Es la única copia del original griego de Lisipo, uno de los grandes escultores de la antigüedad y el favorito de Alejandro Magno. Llegamos casi en volandas al patio octogonal del Belvedere, que no debe confundirse con el Gran Patio del Belvedere, que se extiende entre la Biblioteca y la Galería Lapidaria, desde donde venimos. Éste es pequeño, un cuadrilátero con las esquinas achatadas y cubiertas por Bramante que a mediados del siglo XVIII tomó su forma octogonal, que hoy lo distingue como pórtico, edificado por Simonetti. Y, bajo el pórtico que rodea el patio, Canova cerró cuatro pequeños huecos llamados «gabinetes» donde se alojan varias de las mejores y más valiosas estatuas de este museo vaticano. El gabinete de Apolo del Belvedere, copia en mármol del Apolo en bronce del siglo IV a. C.; el gabinete de Hermes, copia de un original atribuido a Praxíteles (IV a. C.); el gabinete de Perseo, con tres estatuas realizadas por Antonio Canova para reemplazar otras tantas antiguas trasladadas a París por Napoleón; pero, sobre todo, el gabinete del Laocoonte. Mientras que la gente pasa con indiferencia frente a los demás gabinetes, en éste se detiene. Tenemos que esperar para acercarnos a la primera fila y allí luchar, durante un rato, para defender nuestra posición de privilegio. Laura se queda muy admirada por la complejidad de la escultura y por su patetismo. De niña le leía fragmentos de la Ilíada, de la Odisea y de la Eneida y le hice aprender los nombres de algunos de sus principales protagonistas. Por eso, Laocoonte le suena como un personaje de la guerra de Troya que no está en las obras de Homero, sino en la Eneida de Virgilio. El poeta latino le hizo decir al sacerdote troyano de Apolo o Posidón: «Quidquid id est, timeo Danaos et dona ferentes», algo así como que los Danaos, los griegos, le producían temor aunque trajeran regalos. Se lo digo a Laura en latín, ante su sorpresa, porque este fragmento (Eneida 2, 13-231, verso 49) era de los más machacados por mi profesor de latín. Y en nuestra asignatura de Historia del Arte aparecía la lámina con la escultura. Aparentemente, le comento a Laura mientras nos cercan grupos de japoneses que me escuchan como si me entendieran, los griegos se retiraron de la costa de Troya y este sacerdote advirtió a los troyanos de la presencia de aquel caballo de madera. Un supuesto desertor griego, un cebo, aseguró que era una ofrenda a Atenea. Laocoonte, desconfiado, cogió una lanza y la arrojó contra aquel presente que le desagradaba. Nadie sabía qué hacer. Y mientras tanto le pidieron a Laocoonte que preparara, acompañado de sus hijos, una ofrenda a Posidón en la playa. Mientras se llevaba a cabo, del mar salieron dos serpientes y se agarraron a los cuerpos de los tres desgraciados, que lucharon en vano para no ser ahogados y estrangulados. Una vez más, los dioses combatían entre sí a través de los hombres. Atenea quería acabar con Troya y sabía que, en ese momento, Laocoonte era un grave impedimento. «¿Qué pasó con las serpientes una vez mataron a los tres hombres?», me pregunta Laura. Según la propia Eneida, abandonaron los cuerpos inermes y se fueron reptando hasta el templo de Atenea, en la ciudadela de Troya, y se escondieron allí tras el escudo de la imagen. ¡Qué mayor confirmación de los motivos! Los troyanos entendieron que era un castigo a su compatriota por rechazar aquel botín de guerra e, insensatamente, lo arrastraron dentro de las murallas. Lo acontecido después lo sabemos todos. Ya llevamos un pequeño rato ante la estatua, que no es de grandes dimensiones, y luego empezamos a movernos lentamente hacia otro lugar. La escultura de Agesandro y de sus hijos Atenodoro y Polidoro, escultores de la Rodas del siglo I, es copia de un bronce helenístico y apareció en la Domus Aurea (el palacio que se hizo construir Nerón) a comienzos del siglo XVI. Su influencia sobre el arte del Renacimiento fue muy grande, pero la escultura sufrió tanto como los representados, pues, después de siglos de estar oculta, un tal Montorsoli la quiso recomponer a su manera. Afortunadamente, y tras varias restauraciones, hoy la vemos casi igual a cómo fue creada. En Pompeya hay varias pinturas basadas en este hecho literario y una de ellas incluso dio nombre a la misma casa descubierta, la del Laocoonte. Miguel Ángel o Goethe contemplaron la obra con los mismos ojos de admiración que nosotros. Y el Greco, Tiziano, Ribera o tantos otros artistas de todos los tiempos la recrearon. Para mí, la representación más magistral, y la más moderna, es la del Greco.

En El mundo como voluntad y representación, un libro que me ha ayudado muchas veces a entender la belleza del mundo, escribe Schopenhauer: «El que todos nosotros reconozcamos la belleza humana cuando la vemos, y el que en el verdadero artista esto ocurra con tal claridad que sea capaz de mostrarla como nunca la ha visto, superando a la naturaleza en su representación, sólo es posible porque nosotros mismos somos esa voluntad cuya objetivación adecuada ha de ser aquí juzgada y hallada en su grado más elevado. Únicamente de este modo tenemos, en efecto, una anticipación de lo que la naturaleza (que es precisamente la voluntad que constituye nuestra propia esencia) se esfuerza por presentar, anticipación que en el verdadero genio está acompañada de un grado de reflexión tal que, en cuanto reconoce la idea en la cosa particular, es como si entendiera lo que la naturaleza apunta con medias palabras y luego expresase de manera pura lo que ella sólo balbucea; y, cuando imprime en el duro mármol la belleza de la forma que la naturaleza no ha podido lograr en miles de intentos, pusiera a la belleza frente a la naturaleza y gritara a ésta: “¡Esto era lo que tú querías decir!”, y luego el conocedor exclamara: “¡Sí, esto era!”. Sólo así pudo el genio griego encontrar el prototipo de la forma humana y erigirlo en canon de su escuela de escultura...» (libro tercero). Pero en este mismo libro tercero de El mundo como voluntad y representación hay un pequeño capítulo dedicado al Laocoonte que no aparece en las grandes bibliografías sobre la escultura. Schopenhauer, siguiendo a Lessing, el autor de finales del siglo XVIII del libro Laocoonte o sobre los límites de la pintura y la poesía, se extraña de que ni el sacerdote ni sus hijos griten. En la escultura, los dos muchachos tienen la boca cerrada, mientras que el padre apenas la abre. Como la belleza es, evidentemente, el fin principal de la escultura, Lessing ha intentado explicar el hecho de que Laocoonte no grite sosteniendo que el grito no es compatible con la belleza. Schopenhauer ve en este asunto una cuestión esencial en Lessing y en otros estudiosos y él quiere dar su opinión —episódica.

El Laocoonte no grita. ¿Lo haríamos nosotros? Por supuesto que sí. Quizás no nuestra razón, pero sí nuestro cuerpo, reaccionando individualmente ante estímulos tan violentos. Con los gritos expresamos el dolor y la angustia, y la necesidad de ayuda y socorro. Schopenhauer nos recuerda que Winckelmann, uno de los primeros y grandes teóricos del neoclasicismo, echó en falta la expresión del grito. Pero el filósofo alemán no está de acuerdo con el historiador coterráneo cuando aquel justifica esa ausencia del grito por el estoicismo del sacerdote troyano. Para Winckelmann, Laocoonte era un estoico que no consideraba acorde con su dignidad gritar secundum naturam, añadiendo al dolor la inútil coacción de reprimir su exteriorización. Por eso, Winckelmann ve en Laocoonte «el espíritu probado de un gran hombre que se enfrenta a su martirio y trata de reprimir la expresión de sus sensaciones y ahogarla dentro de sí; no prorrumpe en grandes gritos, como ocurre en Virgilio, sino que sólo se le escapan suspiros de angustia». Sí, seguramente Laocoonte, como sacerdote, era una persona preparada, pero ¿quién —excepto quizás los mártires del cristianismo— ha resistido el dolor? El dolor no tiene más calificación que él mismo y ya quisiéramos los humanos poder soportarlo mediante la razón. Pero, continuemos con Schopenhauer. El filósofo alemán subraya que Lessing criticó la opinión de Winckelmann y sustituyó la razón psicológica por la puramente estética: «La belleza, es decir, el principio del arte antiguo, no admite la expresión del grito». Para Lessing, un instante tan eterno no debía ser mancillado con un gesto tan impuro. Pero yo estoy mucho más de acuerdo con Schopenhauer en el sentido de que otros gestos del ser humano sí han sido representados: luchando, danzando, cazando... Hablando de lo que Lessing definía como «razón psicológica», Lacan afirma que el lugar primario de la humanización de la vida es «el grito». ¡Nada tan humano como el grito! ¿Quizás Laocoonte no aparece gritando porque, atenazado como estaba, simplemente no podía gritar? Pero ¿cómo, al menos, no iba a pedirle ayuda al dios que representaba en la tierra? Gritar de dolor, gritar para pedir ayuda y, sobre todo, para encomendarse a su dios. ¿Acaso no lo hizo así Jesucristo? ¿Acaso Jesucristo se quedó en silencio? Schopenhauer, y yo así lo creo, está convencido de que Laocoonte gritó. Además, por otra parte, su creador, Virgilio lo hace gritar, y aunque sólo fuera por eso ya es suficiente. «La acción de gritar no puede ser representada en el grupo por la sencilla razón de que su representación cae fuera del dominio de la escultura. No se podía representar en mármol a un Laocoonte que grita, a lo sumo se le podría haber representado abriendo la boca e intentando gritar sin resultado; un Laocoonte cuya voz se ahoga en su garganta, vox faucibus haesit. La esencia y, por consiguiente, también el efecto del grito en el espectador consiste exclusivamente en el sonido, y no en estar con la boca abierta...», escribe Schopenhauer. Y añade algo con lo que pocos podemos estar hoy de acuerdo: «En las artes plásticas, la representación del grito es totalmente extraña e imposible». La representación del diablo que hace Bernini en el busto que se conserva en la embajada de España ante la Santa Sede, en Roma, tiene la boca totalmente abierta y expresa un grito de odio y de maldad, así como del dolor que puede causar su presencia. Y da miedo sostenerles la mirada a esos ojos tan salidos y penetrantes. El grito ha sido representado muchas veces, y especialmente en el arte más contemporáneo. En este sentido, el filósofo alemán se equivoca o, al menos, su teoría no coincide con la práctica. Schopenhauer, como otros autores citados, no cree que el arte, la escultura, pueda expresar el grito, un sonido relegado a la literatura. Pero Virgilio hace gritar a Laocoonte. Y Homero hace lo propio con algunos dioses y héroes enfurecidos. También la tragedia griega está repleta de gritos. Le resumo todo esto a Laura y le indico que, para mí, Laocoonte chilla a través de su torso retorcido y de sus brazos crispados. El grito se puede expresar no sólo mediante la boca, sino también a través del resto del cuerpo convulso. Pocas veces he visto a Laura tan ensimismada, y eso me agrada. Y nosotros mismos, para poder retornar a nuestra ruta, también tenemos que hacer grandes gestos con el cuerpo. Mercedes, Laura y yo mismo somos hijos de Laocoonte, nuevos hijos, pues siempre se le renuevan, en cada generación.

Seguimos entre esculturas de animales, de dioses y de civiles, y entre bellísimos mosaicos procedentes de la Villa Adriana de Tívoli, ahora ya en el Gabinete de las Máscaras. En la sala de las Musas busco a mi protectora, que tantas veces se ha olvidado de mí. Allí están los bustos de Sócrates y de Platón contemplando el torso del Belvedere: sin cabeza, sin brazos, con las piernas quebradas. Se me asemeja a las figuras inacabadas de los esclavos de Miguel Ángel. ¡Bustos de Sócrates y Platón! He visto tantos suyos y de rostros tan distintos. ¿Cómo serían en realidad? ¡Nunca lo sabremos! Quizás el mundo de la digitalización nos los pueda reconstruir a través de las descripciones de sus contemporáneos. Ahora lo que hay es abundancia de rostros masculinos sin sexo. En la sala redonda, una taza de pórfido y un busto de Adriano procedente de su mausoleo en el Castillo del Santo Ángel. En la sala en forma de cruz griega están dos de los mausoleos más bellos que he visto jamás: el de santa Elena, madre de Constantino, una arqueóloga entusiasta o quién sabe si una gran creadora de ficción, y el de santa Constancia, hija del mismo Constantino.

Ante tal cúmulo de gentes, para visitar las salas de los Borgia nos sacan por la fachada del edificio a través de unos andamios y de un túnel de madera por donde se vislumbra el vacío. A pesar de la belleza semioculta del patio, da un poco de vértigo. Me parece insólito que estemos colgados en el aire en medio del frío y de la lluvia de estos últimos días del año, pero no se puede hacer otra cosa; si quisieras irte no podrías dar marcha atrás. Y los tres confiamos en nuestros deseos de seguir contemplando, si nos dejan, cosas maravillosas del arte. Vemos la sala de las Sibilas, la del Credo (donde los apóstoles sostienen pergaminos con los preceptos), la de las Artes Liberales (el trivio, gramática, dialéctica y retórica, y el cuadrivio, geometría, aritmética, música y astronomía), la sala de los Santos, la de los Misterios de la Fe y la de los Papas. Las recorremos rápidamente al paso de la oca que marcan las multitudes y los gritos de los guías mezclados con los más desagradables de los guardias. En 1973, Pablo VI tuvo la buena idea de crear un museo de arte religioso contemporáneo en las salas de los Borgia y contiguas. El resultado es un museo que alberga obras magníficas junto a otras indignas de estar allí colgadas. No es la primera vez que hablo de este asunto. Debería existir un grupo de especialistas que hiciera una selección sensata acorde con la historia y el prestigio del lugar. Muchos de los cuadros que vemos, quizás los mejores y más antiguos, no llevan firma. El poeta polaco Herbert lo explicó así: «Los antiguos maestros / se las arreglaban sin nombres. / Su firma eran / los blancos dedos de la Madonna». El buen gusto de los buenos cuadros, pero ¿y el mal gusto? En La ciencia jovial, Nietzsche escribe: «El mal gusto tiene los mismos derechos que el bueno e, incluso, un privilegio ante este, en el supuesto de que manifieste una gran necesidad, una segura satisfacción y, por así decirlo, posea un lenguaje general, un antifaz y un gesto incondicionalmente comprensibles; el escogido buen gusto se caracteriza siempre, por el contrario, por tener algo de búsqueda, de ensayo, por no estar nunca plenamente seguro de lo que comprende».

Las salas y logias de Rafael nos llevan a buscar un cuadro admirable de este pintor cuya tumba visitamos Laura y yo en el Panteón hace ahora exactamente diez años: La escuela de Atenas. «De ahí salió todo», de Atenas, le digo a Laura, que se queda extrañada de las vestimentas de los griegos, más acordes con el mundo romano. Aquí están reunidos los grandes sabios y filósofos de la antigüedad, los pilares sobre los cuales hemos construido nuestra civilización y nuestra cultura. Hasta entonces vivíamos en sueños, el ser humano estaba dormido y los filósofos griegos se esforzaron en despertarnos.

Llevamos ya varias horas caminando y, debido al agotamiento —más mental que físico— producto de tanta gente, empezamos a sentirnos cansados. La Capilla Sixtina está cerca y nos encaminamos hacia ella. Nada más entrar, nos atemoriza un océano de cabezas que, prácticamente, nos impide el paso. Sin embargo, desde atrás nos empuja una violenta fuerza indomable. Bajamos unas escaleras a trompicones y caemos disolviéndonos en esas aguas. De vez en cuando se ven flashes de cámaras y se oyen gritos de los guardias que intimidan a los presentes. Ellos se abren paso brutalmente y alcanzan a los «delincuentes», a quienes les hacen borrar las fotos en su presencia. No lo hacen por proteger las obras a semejante altura inalcanzable (en este caso me parecería magnífico), sino por los pingües beneficios de las reproducciones. Laura, sin que su madre o yo nos diéramos cuenta, hizo varias instantáneas veniales con su móvil. Primero fue apercibida desde lejos e inmediatamente aparecieron dos matones intimidando a la niña. ¡Que las borrase! Al principio se negó, protestando como joven airada. Yo estaba lejos y me costaba llegar para mediar en la disputa. Pero luego su razón y su educación la llevaron a hacer lo conminado. Estaba indignada y deseosa de irse, pero la convencimos mostrándole los fragmentos de pinturas más sobresalientes. Lo primero que hay que saber de la Capilla Sixtina es que no todas las pinturas son de Miguel Ángel. Construida a finales del siglo XV por encargo de Sixto IV al arquitecto Giovanni del Dolci, contiene una extraordinaria pinacoteca del Renacimiento italiano. Aquí hay obras de Pinturicchio, Signorelli, Perugino, Ghirlandaio, Botticelli o Rosselli, que cuentan algunos de los pasajes fundamentales del Antiguo y del Nuevo Testamento. Fue Julio II, a comienzos del siglo XVI, quien le encargó a Miguel Ángel que pintase el techo de la capilla. Y ahora, en presencia de este espacio inmenso, nos damos cuenta de la labor hercúlea que llevó a cabo el artista durante cuatro largos años, de 1508 a 1512. La creación del hombre es una pieza extraordinaria, y no sólo por la capacidad artística, sino también por el simbolismo. Dios creando al hombre con el simple toque de su dedo eterno sobre el mortal. Luego la expulsión de Adán y Eva y tantos y tantos otros fragmentos. Lo puro y lo impuro. El primer engaño del Génesis adviene como un escándalo contingente. La serpiente propone la «diagnoscentia» buena y mala y el hombre se confunde, invierte el bien y el mal. Se juega con su inocencia e incluso con su desconocimiento. ¿Sabía lo que eran el bien y el mal? El bien probablemente, pero el mal lo desconocía, pues no existía en el paraíso. Dios prohibió algo que desconocían en la práctica. Pero, al fin expulsados, démosle las vueltas que queramos. No le indico nada a Laura porque quiero que ella elija, que reflexione, que entienda por qué de pequeña le leíamos pasajes de la Biblia y de los Evangelios. Ahora puede identificar muchas de estas historias que el hombre culto se inventó para explicar las razones y los motivos de su presencia en el mundo. Sí, se puede creer, tener fe, o explicarnos racionalmente el mundo. De cualquier forma, será difícil. Schlegel escribió que la religión era el alma del mundo que vivificaba la cultura, el cuarto elemento invisible junto a la filosofía, la moral y la poesía, y que «como el fuego, hace silenciosamente el bien allí donde se instala, y sólo por causa de una violencia y de unos estímulos exteriores estalla en una espantosa destrucción». Aunque, a veces, esa ansia de poder es el elemento destructor. Me refiero a las cosas del espíritu, de donde no deberían salir religiones, o a su permanente y obsesiva presencia en el gobierno de las cosas terrenales. La bóveda del verdadero paraíso, de existir, no alcanzará semejante belleza. Dejo a Laura que se mueva libremente e identifique los pasajes mientras yo me dispongo a afrontar el juicio final, que está sobre la pared del altar mayor. Toda la mitología clásica y cristiana juntas. El castigo, pero sobre todo la resurrección. La esperanza y el dolor. Mi amigo el filósofo Gianni Vattimo me dijo no hace mucho que el dolor era un acceso privilegiado a la verdad y a la salvación. En sus Cuadernos, Valéry anota que lo más fuerte que hay en el mundo es el dolor. El hombre sólo debe tener miedo de sí mismo, de su capacidad de dolor. A Laura, toda esta representación del bien y del mal le parece un tanto tenebrosa, y piensa que todo ha de ser más benevolente. Afortunadamente, a ella la resurrección le queda muy lejos, pero a mí no tanto. Ella se vuelve inmediatamente a la luz. Vivir es saber elegir y ella siempre lo sabe hacer. A pesar de las sucesivas peticiones que nos hacen para que abandonemos la Capilla Sixtina, allí permanecemos un buen rato por decisión de Laura. Su madre y yo queremos que contemple la belleza del mundo, queremos darle razones para justificar su existencia, aunque ella, como hicimos todos siendo jóvenes, tiene las suyas propias, a veces muy distintas a las nuestras. Queremos darle toda la sabiduría posible para que comprenda el mundo, aunque como Schopenhauer o Nietzsche ya nos advirtieron, la esencia de la vida no es inteligible. Ambos filósofos (y no coincido con ellos en esto) afirmaban que el conocimiento no es la forma de vida más elevada y valiosa, que el conocimiento atrofiaba la vida bajo el peso de la ciencia y el saber. Por el contrario, yo creo que la única forma de iluminar la vida es a través del conocimiento que ellos mismos nos dieron generosamente. ¿Qué otra cosa hicieron sino trabajar denodadamente durante toda su vida para buscar respuestas? Hablo de iluminación y no de felicidad, que también se puede alcanzar por otros caminos. Nietzsche hace esta consideración intempestiva: de la misma forma que la gula enferma, también lo hace el saber y el conocimiento en exceso. Pero el exceso de Nietzsche era mucho más grande que el nuestro, por lo que nosotros aún podemos seguir comiendo. Tampoco creo que a los creadores les perjudique tanto conocimiento si saben utilizarlo como argamasa inmejorable para sus obras. Ninguna palabra colma la vida, pero al menos la apacienta. Estas obras maestras ayudan a completar nuestra existencia, aunque no la colman, pues no hay que nada lo haga, excepto a los creyentes. «Soy la soledad hecha hombre. Una palabra nunca me colmará. Ello me empujó a colmarme a mí mismo», escribe Nietzsche. Evidentemente, saber, conocer y todo eso sirve para ayudarse a colmarse a sí mismo. Aquí, delante de nuestros ojos, tenemos una de las explicaciones del mundo narrada y pintada por el mismo ser humano. A unos nos basta como obra de arte basada en la literatura, a otros como fe y como verdad. ¿La verdad es un error necesario? ¿El arte es un valor superior a la verdad? ¿El arte nos protege contra la verdad? ¿Cuál es la única verdad? ¿El arte nos impide abismarnos en la verdad? La muerte. Todo lo aquí expresado, religioso o ficticio, es una lucha contra la muerte. La muerte que no es un todo repentino, pues como dice un verso de Tristan Tzara: «Cada día nos morimos un poco». Mirar al enigma frente a frente, tener la visión directa, la intuición inmediata del misterio angustiante de la vida y de su correlato metafísico, la desaparición.

Miro a Laura caminando por el resto de las galerías (magníficas las de los mapas) que nos conducen hacia la salida. Está victoriosa por lo visto y su foto no borrada, precisamente la de la creación. La miro con la misma mirada con la que he visto tanta belleza creada por el hombre, con la misma admiración con la que el poeta romántico polaco Adam Mickiewicz cantó a la juventud: «¡Oh juventud! ¡Dame alas! / Que mi vuelo se eleve sobre este mundo muerto...».

Al llegar al hotel, le tengo guardada una sorpresa a Laura. Sabedor de que veríamos el Laocoonte, en Madrid copié a mano algunos de los versos de la Eneida de Virgilio relacionados con este asunto. Sentada sobre la cama, le digo a Laura que sólo me escuche un momento, e inicio el texto primero referido al encuentro con el caballo: «De pronto, desde lo alto del alcázar / acorre al frente de crecida tropa / Laocoonte enardecido, y desde lejos: / “¡Oh ciudadanos míseros! —les grita—, ¿qué locura es la vuestra? ¿Al enemigo / imagináis en fuga? ¿O que una dádiva / pueda, si es griega, carecer de dolo? / ¿No conocéis a Ulises? O es manida / de Argivos este leño, o es la máquina / que, salvando los muros, se dispone / a dominar las casas, y de súbito / dar sobre Ilión; en todo caso un fraude. / Mas del caballo no os fiéis, Troyanos: / yo temo al Griego, aunque presentes done”. / Dice, y en un alarde de pujanza, / venablo enorme contra el vientre asesta / del monstruo y sus ijares acombados. / Prendido el dardo retembló, y al golpe / respondió en la caverna hondo gemido. / ¡Y a no ser por los Hados, por la insania / de ceguera fatal, la madriguera / de esos Griegos hurgara él con la pica, / y en pie estuvieras, Troya, y sin quebranto / os irguierais, alcázares de Príamo!».

Lo escucha todo muy atenta y le comento que este otro es el último pasaje, aquel en el que dos dragones, no dos serpientes, atacan a los tres hombres. Y que los dos monstruos se esconden luego bajo el escudo de Tritonia; es decir, de Palas Atenea, la diosa que, además de sus atributos bélicos, tiene a sus pies una especie de serpiente en muchas representaciones escultóricas.

«Aquí el terror de horrífico portento / con su imprevisto asalto nos subyuga. / Elegido por suerte sacerdote / de Neptuno Laocoonte, recio toro / sobre el ara inmolaba. De repente, / por las tranquilas aguas, desde Ténedos / —me estremezco al contarlo— dos dragones / de enormes roscas por el mar se tienden / en marcha hacia la orilla. Juntos irguen / el pecho entre las olas, que dominan / sus crestas sanguinosas. Sigue el cuerpo / reptando sobre el ponto, mole enorme / de tortuosos repliegues. A su paso / brama espumoso el mar. La playa tocan, y, encarnizados los ardientes ojos, / con las lenguas vibrátiles relamen / los belfos silbadores. Escapamos / de miedo exangües. Y aunque van certeras / contra Laocoonte ambas serpientes, antes / prenden a sus dos hijos y les ciñen / los alcorzados torsos, a mordiscos / cebándose en sus carnes. Arma en mano / acude el padre a la defensa. Cógenle / y entre espiras ingentes le sojuzgan. / Ya dos vueltas los lomos escamosos / le dan al cuerpo, al cuello, y todavía / las engalladas fauces su cabeza, / ponzoñosas, dominan. Él en vano / los torpes nudos por soltar relucha, / mientras se empapan las sagradas ínfulas / con baba inmunda y tósigo negruzco. / Terríficos clamores lanza al cielo, / cual bramidos de toro que huye herido, / del altar sacudiendo de la testa / el hacha mal clavada. Los dragones / reptan juntos en tanto hacia el alcázar: / de la cruel Tritonia en el santuario / se esconden bajo la égida, plegándose / tranquilos a sus pies. Sacude entonces / nunca visto pavor todos los pechos. / Se corre que Laocoonte ha merecido / su pena abominable, por la afrenta / que el sacro leño osó inferir lanzando / su dardo criminal. La imagen, claman / todos a una, debe entrar en Troya, / desagravio a la diosa resentida» (versiones de Emilio Crespo y J. M. Pabón).

Caminamos, caminamos sin parar por Roma. Por la de los turistas y también por la otra, por la que busca Laura, donde viven las gentes de hoy. Subimos al Gianicolo para enseñarle lo poco que queda de la encina de Tasso, la Fuente Paulina, la Academia de España y la iglesia de San Pietro in Montorio, con los restos de la pobre Beatriz Cenci. Es difícil explicarle a Laura la verdadera historia de esta muchacha de finales del siglo XVI, por cuyo palacio familiar, muy cerca del antiguo barrio judío, donde vive Valerio Magrelli, pasamos varias veces. ¿Cómo explicarle que ayudó a asesinar a su padre, aunque éste fuera un maltratador? Se lo resumo refiriéndome a cuestiones de carácter político, debido a las luchas de familias poderosas en torno al papado, y le añado que sobre esta desgraciada muchacha escribieron Shelley, Stendhal, Dumas, Artaud o Moravia, además de ser retratada muchas veces en pinturas y esculturas. En la terraza de la plaza Garibaldi comprendemos por qué se muere el turista japonés al inicio de La gran belleza. Desde aquí, la majestuosidad de la ciudad puede llegar a enfermarnos. Porque esta belleza inalcanzable enferma. Caminamos y caminamos. No quiero abandonar Roma sin enseñarle Santa Maria della Vittoria, San Pedro ad Vincula y el Ara Pacis, todo relativamente cercano entre sí.

Llegamos al Quirinal, nombre sabino de Marte. Admiramos la plaza y seguimos por la vía del mismo nombre. Entonces nos cruzamos con las cuatro fontanas, tapadas para ser restauradas, y nos detenemos en la vía Rosella. Aquí se produjo un gran atentado contra los soldados nazis que provocó el suceso aún más trágico de las Fosas Ardeatinas, medio millar de personas inocentes fusiladas por la barbarie. La calle está plácida y sin un alma, parece mentira que allí sucediera un acontecimiento de tanta trascendencia.

En Santa Maria della Vittoria está alojada la escultura de Bernini El éxtasis de santa Teresa. Laura se lleva una sorpresa. La conocía por sus fotos de historia del arte, pero verla allí, en la capilla lateral de la izquierda, en lo alto de una escenografía conseguida, la impresiona. Los rayos de sol, el ángel, la flecha lanzada, la santa fuera de sí, con el pie descalzo que apenas le asoma bajo los pliegues que se alzan del suelo, sus ojos cerrados en el ekstasis, el estar fuera de sí, una condición considerada por los griegos como típica de personas locas, genios y amantes, y adscrita a los poetas por Aristóteles. Santa Teresa también era una gran poeta. La expresión máxima del amor de una mujer por Dios. Un amor doloroso e intenso. «Ya toda me entregué y di, / y de tal suerte he trocado, / que mi Amado es para mí, / y yo soy para mi Amado. // Cuando el dulce Cazador / me tiró y dejó herida, / en los brazos del amor / mi alma quedó rendida, / y cobrando nueva vida / de tal manera he trocado, / Que mi Amado es para mí, / y yo soy para mi Amado.» Esta intensidad amorosa-erótica se la explico a Laura por la incapacidad de expresar el amor a Dios de otra manera que no sea la humana misma. El erotismo es algo material, mientras que el amor a Dios es espiritual, pero cómo demostrar esto último de una manera inteligible. Laura lo entiende perfectamente y me conduce por otro camino, el de la flecha que el ángel le arroja a la mujer. «¿Realmente duele tanto el amor?» Duele cuando no se tiene, cuando se consigue, cuando se pierde. Esa flecha es el mejor símbolo del amor. El amor más verdadero es el anterior a la caza, es el de este ángel que tiene su flecha en la mano, aún sin disparar, aunque la mujer ya lo sienta, aunque sienta el dolor intenso, imposible de soportar. El hombre seductor, el Dios seductor, el amor posesivo de ambos. La conquista de una mujer, la ambición de gustarle y no retroceder a tal fin ni ante los manejos más sospechosos. El seductor, el hombre desde su pequeñez y Dios desde su magnificencia, es un virtuoso de las artimañas. La lengua del amor, tan misteriosa entre los mortales, ¿no se asemeja a la del mismo Dios? Decir ¡no! diciendo; querer ¡no! queriendo; alejándose para acercarse. Dios, un cazador empedernido. Santa Teresa cazada por Dios, transportada por él hacia esa luz que se derrama en los dorados de la composición artística. El amor como desmembración del yo para unirse al otro-Otro y ser uno mismo. El amor conduciendo a su origen: la nada en Dios, el no-ser. Ningún dolor es indispensable ni incurable, pero el hecho de sufrir es ineludible. La causa de tal o cual sufrimiento, también y sobre todo el amoroso, puede ser eliminada: así se quita la flecha del corazón. Pero, como escribe Jankélévitch en La paradoja de la moral, el hecho del dolor y del sufrimiento ¿quién lo curará?: «Y ¿por qué en general hacía falta que el ser-amante estuviera enfermo de la enfermedad del ser? El ser es la enfermedad que le hará morir. Si el ser es la enfermedad incurable del ser-amante, éste sólo podría curarse con la supresión pura y simple de su ser». ¿Habrá que pensar que la muerte es una curación o tan sólo una solución? Santa Teresa habla de herida, pero también de morir porque no muero; es decir, que muere terrenalmente pero resucita, por lo tanto, no muere. «Mira que el amor es fuerte; / vida, no me seas molesta, / mira que sólo me resta, / para ganarte, perderte. / Venga ya la dulce muerte, / venga el morir muy ligero, / que muero porque no muero. // Aquella vida de arriba, / que es la vida verdadera, / hasta que esta vida muera, / no se goza estando viva. / Muerte, no me seas esquiva; / viva muriendo primero, / que muero porque no muero. // Vida, ¿Qué puedo yo darle / a mi Dios que vive en mí, / si no es el perderte a ti / para mejor a Él gozarle? / Quiero muriendo alcanzarle, / pues tanto a mi Amado quiero, / que muero porque no muero

Jankélévitch ofrece esta otra opinión: «El desesperado puede decir, al igual que santa Teresa, aunque en otro sentido, “muero porque no muero”, puesto que, en ambos casos, tanto si sucumbe como si sobrevive, está condenado a muerte. No tiene elección por así decirlo, más que entre dos formas de nada: la nada del amor-sin-ser y la nada del ser absolutamente privado de amor; pues, aunque dos nadas sean una sola y única nada, la nada del puro amor-sin-ser y la nada del ser-sin-amor no son en modo alguno discernibles la una de la otra. Además, lo imposible-necesario, al excluir todo término medio, se expresa en el doble veto ni con ni sin que resume todo lo trágico de la situación insoluble para un ser cruelmente desmembrado». Me gusta esta explicación del maestro, pero también la mía, no se puede morir por quien da la vida. Tampoco se la quitó a Cristo, porque se la dio tras el dolor. La explicación de Lacan, prefiero evitarla.

Pierre Klossowski escribe lo siguiente en El Baphomet: «La santa parecía menos que cualquiera preocuparse por la resurrección de los cuerpos, aunque hubiera deseado ver el suyo incandescente de cólera divina hasta en las penas eternas, incandescente de lo que a sus ojos no era más que el supremo amor; y aceptando la ley que es propia no solamente a toda carne de su soplo sino a todo soplo de su cualidad espiritual, había conocido a su vez la errancia de una voluntad sin fin, de una intención sin contenido propio, dispersada entre otros soplos, indignos, sin duda, de encontrarla, igual que ellos soplo languideciente, contraído, jadeante, dilatado: por amor supremo, ciertamente; pero en este mismo no buscando de ningún modo su interés (el cual, aunque lo hubiese perseguido en vida, también hubiera seguido estando para ella en un estado de indiferencia), nada la conducía a alejarse de otros soplos de origen impuro, criminal o lujurioso; llevada por los haces de esas espirales y prestando su esplendor a la ignominia, a sólo Dios sabe qué extraños haces en los que su mejor parte se confundía con la parte de lo peor, ella también había formado esos “cúmulos” provisionales en las regiones intermedias entre los mundos carnales y corruptibles y los cielos superiores. (...) El ángel con una mano levanta lentamente el dardo, con la otra aparta el velo de la santa y con tierna sonrisa se complace en ponerla fuera de sí misma. ¡Qué espectáculo para el vencedor! Fuera de sí, el interior convertido en exterior, desplegados los pliegues del alma en las fijas volutas de mármol: el inefable combate, en sus mejillas ruborizadas, aflora en sus labios entreabiertos; se exhala la felicidad de su derrota: he aquí al mismo tiempo exaltado el abismo en que ella misma se disolvía, he aquí captada su efusión bajo la especie única del celeste doncel. Aquello que ella negaba como un aguijón de voluptuoso orgullo —el Cielo se lo restituye al término de unos dedos angelicales: y separada por fin de su naturaleza, la naciente virilidad de su espíritu realiza la imposible posesión de Teresa por ella misma, y la acaba».

Contradicción, insoluble contradicción, maldición y bendición mortal. El amor duele tanto como la propia vida, pero carecer de él duele más. El amor ascético de santa Teresa es tan puro como la blancura del mármol que lo representa; un amor purísimo, es decir, un amor extático y místico, ¿acaso no es un amor sin ser, un amor indecible, un amor en pena? Si la vida vale la pena, como le digo siempre a Laura, lo vale por el amor, que es quien lucha contra la muerte, quien nos da ánimo y quien nos fortalece. Aunque lo consigamos y lo perdamos, el amor siempre existe, siempre está alerta. Hay que tenerlo siempre, porque cuando lo abandonamos, cuando nos desentendemos de él, entonces el desierto avanza. Y no hay mejores tumbas que las de los desiertos. Laura se mantiene silenciosa. El secreto es una parte esencial del amor. Saber que lo conseguiremos, temporal o prolongado, es la esperanza en un futuro mejor que nos ayudará a sobrellevar las frustraciones del presente. A ella, nadie la querrá nunca tanto como nosotros —su madre y yo—, pero nuestro amor es como el de santa Teresa por Dios y, para un humano, ni siquiera éste basta. Anne Carson tiene estos versos maravillosos que a Laura le hubieran encantado aquí (los recupero ahora para que aún los pueda conocer): «En algún lugar alguien está viajando hacia ti, / viajando día y noche». Ibn Qayyim, en el siglo XIV, decía que el verdadero amor era abrazarse, estrecharse, acariciarse y conversar como consigo mismo. Conversar con el que se ama como consigo mismo, a sabiendas —como escribe Lucrecio— de que el amor nunca se puede satisfacer del todo. Platón comenta que enamorarse es el reconocimiento mutuo en la tierra de las almas que habían sido seleccionadas unas para otras en una existencia celestial anterior. Encontrar al ser amado es comprender que nos amábamos antes de haber nacido. «¿Dónde estará ese ser?», seguro que está pensando Laura sin sacar los ojos de la plateada flecha del ángel, mientras que los rayos de sol son dorados. En el Eclesiastés se dice: «Vete por donde te lleve el corazón». ¡Pero no muy lejos!, le digo siempre abrazándola. Y Georges Bataille, en La literatura como lujo, habla de la embriaguez de las tabernas y de la religión. La embriaguez alcohólica como un estado místico que identifica al hombre con la verdad. La misma santa Teresa se refiere al centro del alma como algo parecido a una bodega «en la cual Dios nos invita a entrar cuando le place por esta admirable unión, para embriagarnos santamente con este vino tan delicioso de su gracia». En otro pasaje, la santa de Ávila, afirma que al decir que su Esposo le invita a entrar en la bodega completamente llena de vino celeste, ella (la Esposa) muestra que le permite beber hasta conseguir una feliz y santa embriaguez. Ya que este gran rey no honra un alma de tan extremo favor para volverla inútil, le permite beber toda la cantidad que quiera de estos vinos deliciosos y que se embriague de estas alegrías inconcebibles, que la dejan encantada con la admiración de sus grandezas. Este santo transporte la eleva con tanta fuerza por encima de la debilidad de la naturaleza que desearía morir en aquel paraíso de delicias. Lo que expresa la santa es puro, pero al no poderlo expresar de otra manera lo hace a través de imágenes impuras por naturaleza, mundanas. ¿Éxtasis divino? ¿Erotismo humano? ¿Voluptuosidad reprimida? «Lo que hacía que la santa estableciera una comparación no era el miedo, sino el deseo: era la conciencia de que los desórdenes del desenfreno se adecuaban a la violencia que la había invadido», escribe Bataille. Y añade más adelante: «Nos reconocemos íntimamente en la embriaguez, en la voluptuosidad, en el éxtasis puro, que no han provocado ni los venenos ni el deseo sexual. Sin embargo, se suele dar al éxtasis un sentido espiritual, mientras que la embriaguez y la voluptuosidad se relacionan con la materia. Si nos ceñimos a la primera impresión, el lenguaje de santa Teresa abre por sí solo un abismo entre los dos mundos: el demoníaco, de la materia, y el divino, de la espiritualidad. Pero se refiere al momento en que el abismo está colmado y sólo tiene sentido completo en la unidad de las formas de abrazo opuestas». Miramos a la santa, su pie descalzo, una de las partes del cuerpo más eróticas. Miramos al ángel como un cupido. ¡Qué más da si es el amor terrenal o divino! ¿Acaso cuando estamos enamorados no nos sentimos también poseídos por una divinidad? Bernini jugó con los inquisidores de su tiempo y aún pretende jugar con nosotros mismos. La mano desnuda colgando como una muerta, el pie descalzo tratando de no desprenderse de la tierra. Amar, amar al infinito en la consumación del deseo, de la verdad, de la plenitud. ¿Cómo poder explicarlo de otra manera que no sea la propia de los mortales? En la mitología no había pudor, pues el pudor es la expresión de un rechazo angustiado por el cual intentamos apartarnos de la fuente de angustia. ¿Por qué tener pudor aquí? El amor es locura por encima de todo. Una mujer se entrega a su amor, se funde con él, se disuelve en su esterilidad, pues ya nada tiene principio ni fin, ya todo es presente en la totalidad: mi vida, mi muerte, mi resurrección. El pie desnudo sobre un témpano de hielo...

A continuación vamos a San Pedro ad Vincula. Las cadenas que Herodes le puso a san Pedro aún cuelgan. Allí está aún sentado el Moisés de Miguel Ángel con las tablas de la ley, para la frustrada tumba del papa Julio II. Lo sguardo di Michelangelo, que fue la última película de Antonioni (2000), es un breve documental con esta estatua de protagonista. Quince minutos sin palabras, en silencio, y el mismo director de protagonista a través de esa obra inmensa. El cineasta ha ido a Roma a decirle adiós. No volverá nunca más, y lo sabe. Él, que se está marchando, ha ido a rendirle la última visita a la obra maestra incomprensible, que permanecerá eternamente. Antonioni mira a Miguel Ángel-Moisés y la estatua desvía la mirada porque quien ve a Dios queda deslumbrado para siempre. Moisés condenado a no ver la tierra prometida, porque la fe no admite dudas. Miguel Ángel comentó que él no concebía ningún pensamiento en que no estuviera cincelada la muerte. Las obras no nos salvan, pero nos conservan mediante la memoria.

En el Ara Pacis le hago una foto a Laura junto a un busto de Livia, la mujer de Augusto. Laura también es Livia. Aunque dos mil largos años las separan, yo encuentro semejanzas físicas entre ambas. Al fin y al cabo, tampoco han cambiado tanto nuestros rostros y nuestros sentimientos.

Le hago a Laura una última petición, que nos acerquemos hasta la iglesia de Jesús. Siempre me encantó y hace diez años estuve allí con ella. La capilla barroca de San Ignacio de Loyola, de plata (en otro tiempo, ahora simulada) y lapislázuli, me parece la de un emperador. Ya dentro del templo, sentados en un banco, admirándolo todo, le hago esta propuesta a Laura. Estemos donde estemos, al cumplirse los próximos diez años (en el 2024), encontrarnos de nuevo allí. Ella me abraza filialmente y acepta. No digas (vuelvo al Eclesiastés) «¿cómo es que el tiempo pasado fue mejor que el presente?, pues no es de sabios preguntar sobre ello».

El Campidoglio, el Teatro Marcelo, los puentes de Roma, el Trastévere, el Panteón, la plaza Navona y la Fontana de Trevi, toda cubierta de puentes y tapada para ser restaurada una vez más (esta vez no hemos oído su rumor desde nuestra habitación), los barrios nuevos del siglo XX... ¿Podré yo regresar en diez años? Siempre se vuelve, pues no hay más paraíso que Roma. Amor-Roma. ¡Vivamos! No nos adelantemos al tiempo que resta.

En París me rindo al conocimiento que tiene Laura de su verdadera ciudad. A pesar del frío, paseamos sin cesar. Ella me lleva y yo sólo le muestro algunas de mis rutas. Después de tantos días sin parar y de rendirme incondicionalmente a su saber, le pregunto si estuvo en el puente Mirabeau. Lo conoce, por supuesto, pero no lo ha atravesado a pie todavía. Desde el apartamento de Trocadero, que está cerca, emprendemos la marcha según su guía.

Lo alcanzamos pronto. Magnífico, como siempre, y a ella le gusta. Al fondo se ve la isla con la Estatua de la Libertad. Yo le digo que bajemos unas escaleras y lo hacemos. Le enseño una placa y le digo que la lea. «Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena / y nuestros amores, / tendré que recordarlo acaso, / siempre llegaba la alegría tras la pena. // Venga la noche, caiga la hora. / Se van los días mientras de aquí no me muevo...». Yo, apoyado sobre el muro de piedra, estoy ocupando el puesto de Apollinaire. Y Laura muestra por primera vez una sonrisa de comprensión. Le señalo las aguas que corren, los arcos del puente con las grandes estatuas, los amores que pasan como esos ramos de flores náufragos. Y allí le confieso que me quedo junto a la placa. Y así lo hago hasta que Laura me coge por las mangas del abrigo y tira de mí. «Bajo el puente Mirabeau...» ¿En qué se diferencia un país de otro? ¿En qué se diferencia París de otras ciudades? Se lo pregunto a Laura, que se está fijando en un globo aerostático que nos sobrevuela. Ensimismada en el cielo, me contesta con un silencio. En que ama a sus poetas, le respondo. Paul Celan, que se arrojó al vacío desde aquí, escribió que los poemas no cambian el mundo, ciertamente, pero que transforman el estar en él. «Pasan los días y pasan las semanas. / Ni tiempos pasados, / ni amores regresan. / Bajo el puente de Mirabeau pasa el Sena.» Y yo aquí, seguro de que me quedo.

DONDE SE APRENDE A VIVIR OTRAS VIDAS (VARSOVIA. LA ESCUELA DE CINE DE LODZ. Y LA DOBLE VIDA DE VERÓNICA EN CRACOVIA)— En Varsovia tomamos un tren hacia Lodz. Primero para en la estación de Zyrardów y luego se dirige a la de Skierniewice. Se detiene de nuevo en Rogów y Koluszki y, finalmente, alcanzamos nuestro destino. El viaje ha sido muy agradable, pues me ha ayudado a reconocer el país al que se refiere Herbert en esta breve prosa poética: «Justo en un rincón de este viejo mapa hay un país que añoro. Es la patria de las manzanas, las colinas, los ríos perezosos, del vino agrio y del amor. Por desgracia una gran araña tejió sobre él su tela y con su viscosa saliva cerró las aduanas del sueño. Y es siempre así: el ángel con la espada de fuego, la araña y la conciencia». Afortunadamente, la araña se murió. Lodz, que en polaco significa algo así como «ciudad-barco», fue el epicentro de la industria textil de mediados y finales del siglo XIX, así como de comienzos del XX. Todo este bullir de vida, entre el lujo y el proletariado, lo reflejó fielmente Wladyslaw Reymont, Premio Nobel de Literatura, en la novela La tierra prometida (1899), llevada luego al cine por Wajda. A pesar de las destrucciones de la Segunda Guerra Mundial y de los destrozos estéticos de la etapa comunista, aún se conservan los edificios de las grandes fábricas construidos con ladrillos, las modestas casas de los obreros mejor tratados y las espectaculares mansiones de los ricos empresarios. Pero el motivo de la escapada a Lodz no es éste, sino visitar la Escuela de Cine y el Museo de Cinematografía.

Siempre tuve una gran admiración por el cine polaco, que habíamos conocido, curiosamente, a través de las proyecciones de los cineclubs universitarios durante los últimos años del franquismo. Uno de esos cineastas era Andrzej Wajda y Cenizas y diamantes supuso una gran conmoción en nuestro pensamiento izquierdista, a pesar de que sólo vimos esa cinta años después de haber sido rodada. Y a través de la misma percibimos la complicada y dramática historia de Polonia en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Rodada a finales de 1957 y a comienzos del año siguiente, su guion se basó en una novela de Jerzy Andrzejewski editada con gran éxito tras la guerra en los años cuarenta. Después del golpe terrible provocado por la Segunda Guerra Mundial, Polonia había continuado el no menos complicado camino de la influencia soviética y sus largas consecuencias, y de entre las ruinas surgía una nueva estructura política y social liderada por el otro sistema autoritario, al margen de la democracia. Tuvieron que partir prácticamente de cero y olvidarse de los rencores del pasado (aunque tuvieron multitud de purgas) para construir un futuro en que cupiesen todos. Pero la realidad no fue exactamente así. Todo sucede en la primavera de 1945, en el día de la liberación y Macick Chelmicki, un joven anticomunista, recibe el encargo de asesinar a un importante líder marxista. El conjurado tiene sus dudas y conoce a una muchacha de la que se enamora. Sin embargo, ni siquiera ella logra hacerlo desistir de su plan. Al final, lleva a cabo el trabajo y él mismo muere poco después. Una tragedia clásica trasladada a nuestro mundo contemporáneo. Pero la obra de Wajda va más allá del amor y de un asesinato. En el film se enfrentan dos épocas distintas en las vidas de esas personas y de ese país. Se terminó la ocupación nazi, aquel infierno, y poco a poco se fue instalando otro más suave, más sibilino, más amable en su rostro pero también sanguinario en la persecución de las libertades. El cambio fue profundo y no sólo supuso el relevo de un gobierno, sino el cambio de todo un sistema político, social y económico, así como la estructura de clases sobre la cual se había asentado ese país durante siglos. Szczuka, el líder comunista, se libra de un primer atentado, en el que mueren otras personas inocentes por él. Y cuando llega al lugar de autos se da cuenta de la suerte que ha tenido, pero también del peligro en que se encuentra. La guerra ha terminado y, sin embargo, los enfrentamientos entre polacos de diferentes signos políticos continúan. Los campesinos y obreros de la zona interpelan al mando preguntándole cuánto tiempo van a durar esas rencillas. «Camaradas, sería un mal comunista si os mintiera como a niños inocentes. Esto es el final de la guerra, no de la batalla. La batalla para construir nuestra Polonia acaba de comenzar. Hoy, mañana o pasado mañana cualquiera de nosotros puede morir», les comenta Szczuka.

Maciek se cruza en el hotel con su objetivo y allí se da cuenta del error. En un bar conoce a Krystyna, una joven tan solitaria como él e igualmente necesitada de amor y de compañía. En principio, ella trata a Maciek con desdén, pero luego acude a verlo a la habitación del hotel. Y nada más encontrarse le dice al joven que ha acudido a la cita porque nunca podría enamorarse de él. Una buena mentira de amor. Se acuestan, redimen mutuamente sus penas y Krystyna se interesa en saber por qué él lleva siempre gafas oscuras de sol. Para recordar el amargo amor por la patria, responde Maciek. Del amor, del deseo, del entendimiento, de la posesión mutua, surgen los primeros desacuerdos de la feliz pareja. Krystyna le dice que no quiere seguir adelante, que esa relación no tiene sentido, que él se irá. Es tan sólo un pensamiento profundo, pues ella, en realidad, desconoce la identidad de su amado. «No quiero ni despedidas ni recuerdos, nada que debamos dejar atrás cuando esto se acabe.» «¿Tampoco buenos recuerdos?» le inquiere Macieck. A pesar de que la belleza de Krystyna la hace frágil, ella le responde: «No si van a ser sólo recuerdos. Nuestro encuentro ha sido casual, bonito, ¿qué más queremos?». El forcejeo dialéctico entre los dos continúa más allá de la alcoba, en el salón de baile del hotel, donde se cruzan nuevamente con el confiado Szczuka, que lleva consigo su propio drama personal: su hijo, de diecisiete años, al que hace tiempo no ve, pertenece a un grupo revolucionario anticomunista y ha sido detenido. La discusión entre Maciek y Krystyna los traslada a la calle. Es de noche y está lloviendo. Y corren a protegerse bajo un edificio en ruinas. Ella descubre una placa colgada de una pared, también a punto de venirse abajo, y se pone a leer su contenido, forzando primero la vista con la escasa luz que proviene de la calle y luego con las cerillas que le ha lanzado Maciek. «Cuando el fuego brota de ti como de una antorcha / no podrás saber si así conseguirás la libertad / o si tu causa estará perdida para siempre. / Si sólo quedara la ceniza y el caos / o si de un lecho de cenizas surgirá un diamante / resplandeciente al servicio de la victoria eterna.» Maciek le descubre a la muchacha que son unos versos de Norwid (un poeta romántico que murió en 1883 en París) y ante las dificultades de ella para su lectura se los recita de memoria. «¿Nosotros, qué somos?», le pregunta inquieta Krystyna. «Tú eres el mejor de los diamantes», le responde Maciek. Escena memorable donde las haya en la historia del cine, que se completa de manera magistral en los siguientes minutos y ya al final del film. El inmueble en ruinas es una iglesia y ambos caminan con dificultad entre los cascotes teniendo como eje la estatua medio aniquilada de un Cristo que está colgado con la cabeza de espinas boca abajo. Krystyna tiene fe en Maciek, pero él no tiene fe en sí mismo. Y duda, duda en voz alta. Duda de su vida, de sus actuaciones, y quiere seguir viviendo por ella. Bajo la falsa apariencia de un fanático terrorista hace esta tierna confesión: hasta que la conoció no sabía lo que era amar a alguien. Esta debilidad tendrá un duro contrapunto en la escena siguiente, en la que llegan a una pequeña capilla que aún está en pie y el sacristán los reprende por sus charlas, advirtiéndoles que respeten los cuerpos de los muertos que allí están siendo velados. Son las dos personas que Maciek mató equivocadamente. ¿Defender unas ideas de las que se duda o defender un firme amor? Los compañeros de Maciek le recuerdan el compromiso con la causa. La única posibilidad de abandonarla es a través de la deserción y Maciek se prepara en la habitación del hotel. En la vecina, los comunistas escuchan canciones republicanas españolas de la Guerra Civil recordando aquellos años en que fueron felices. Rememoran con nostalgia aquellos tiempos heroicos. Szczuka se dispone a ir a rescatar a su hijo. Sale de la habitación, abandona el hotel y camina por la calle. Maciek le da alcance y le dispara a bocajarro. Se arrepiente inmediatamente, pero ya es tarde. Regresa al hotel, se arregla y al irse definitivamente se encuentra con Krystyna, que lo anima a huir. Es de día, Maciek camina temeroso por la calle, se encuentra repentinamente con unos soldados e intenta sacar la pistola. Ellos le disparan y lo hieren mortalmente. Maciek agoniza en medio de un mar de sábanas blancas recién tendidas en un descampado. Y él las mancha con su sangre. Se cae y se levanta, hasta que se derrumba en un basurero, el basurero de la historia, a donde han ido a parar tantos héroes o villanos anónimos. Cenizas tan sólo.

Puesto que Varsovia estaba prácticamente destruida cuando finalizó la guerra, en el año 1948 se decidió instalar en Lodz la Panstwowa Wyzsza Szkola Filmowa, Telewizyjna i Teatralna im. Leona Schillera, una escuela que domiciliaron en el palacio de un antiguo e industrioso rico judío. Y que durante la última guerra mundial sirvió de centro de operaciones del ejército alemán de ocupación. Es un palacio precioso rodeado de un gran jardín por el que se extienden otros edificios complementarios nuevos: aularios, estudios, biblioteca y videoteca, etcétera. Lodz era la ciudad más grande y cercana a Varsovia y la Escuela de Cine —ahora ampliada también al teatro y la televisión— se estableció allí de manera provisional. Pensaban que con el tiempo retornaría a Varsovia, pero con el transcurrir de los años ya nadie quiso salir de este pequeño paraíso. Desde entonces, han pasado por aquí los más grandes directores, operadores, productores, actores, escenógrafos, fotógrafos y guionistas del cine polaco; es decir, todos los diferentes estamentos de esta profesión. Quienes no han sido alumnos, han sido profesores, e incluso aquellos alumnos que luego destacaron han regresado al centro para impartir cursos especiales, como han hecho, por ejemplo, Kieslowski o Polanski, de los que se tiene un gran recuerdo. Este último, además de ser un alumno aventajado y de una inteligencia innata para el séptimo arte, era un gran promotor de actividades culturales y lúdicas. En su época, allí mismo, en el viejo palacio, había una residencia de estudiantes donde eran frecuentes los maratones nocturnos de proyecciones de películas. Los alumnos se quedaban sin dormir para ver, comentar y discutir sobre aquellas obras maestras del cine mundial que se exhibían sin censura. Hace unos pocos años Polanski fue nombrado algo así como Doctor Honoris Causa por esta escuela, lo que le daba derecho a una gran foto oficial en un lugar preferente en el espacio de la dirección del centro. Al principio no quería, pero luego aceptó con la condición de que su retrato se correspondiera con el rostro de aquellos años en los que era estudiante. Y así está, allí inmortalizado como si se le hubiera detenido el tiempo. Recorremos el antiguo palacio y, para ascender hasta el salón de proyecciones, tenemos que subir por una escalinata amplia y palaciega. Y al llegar a su inicio el director nos comenta que, por aquellos heroicos años en que comenzó la andadura de la institución, este espacio era el lugar más importante de la misma. Sentados sobre frías losas, los jóvenes aprendices pasaban horas charlando y discutiendo sobre cine y, a veces, también de política. El director nos comenta que Polanski afirmó que aquellos peldaños, después de las escaleras de Odessa de Eisenstein o los treinta y nueve escalones de Hitchcock, eran los más importantes de la historia del cine mundial. El director de Cuchillo en el agua se sentaba siempre en el peldaño número siete y en uno de sus regresos a este lugar sólo quiso posar sentado de nuevo en él.

En los años cuarenta y cincuenta, Lodz era una ciudad bastante triste. La Escuela de Cine, sin embargo, era un lugar libre, divertido y culto donde se escuchaba con mucha frecuencia música de jazz. Krzysztof Kieslowski pasó las últimas semanas de su vida dirigiendo un curso en su antigua escuela, ya que había confesado que abandonaba el cine para poder seguir viviendo. Se sintió mal, pues estaba ya en tratamiento, y se fue a consultar a Varsovia, pero ya no pudo regresar para continuar su magisterio. Era un fumador empedernido, una persona amable pero reservada y tímida, a la que el tabaco ayudaba a calmar la ansiedad pero que también lo llevó a la tumba. Y no acató nunca las prescripciones médicas. El director se entristece al recordarlo, pues, además de su maestría, destacaba por su generosa disponibilidad para colaborar con el centro.

Para mí, de entre todos los cineastas polacos, Kieslowski es quien más me fascina. Quizás porque es el más poeta de entre todos ellos y quien mejor se ha enfrentado al enigma del amor. Y, de entre todas sus películas, La doble vida de Verónica es un emblema para mí. El amor como debilidad, como fragilidad, como herida. La sexualidad es algo rudo, fuerte, evidente, mientras que el amor es un problema insoluble, un misterio, y a veces podríamos incluso dudar de su realidad: ¿quizás un sueño, una ilusión, una mentira piadosa? El sexo es egoísmo. El amor es consuelo ¿El amor es acaso sólo literatura, arte, cine...? ¿Acaso existe? Rochefoucauld afirmaba que existía únicamente porque hablábamos de él y así le dábamos vida a lo inexistente. Kieslowski comentaba que lo importante era que todo el mundo sintiera el amor de la misma manera. Y no sólo el amor, sino también el dolor, los celos, el odio y el miedo a la muerte o al simple hecho de estar solos. «Mis películas tratan cada vez más de lo que lleva la gente en su interior, de lo que no le muestra a nadie.» Amar es poder gozar o regocijarse de algo o de alguien. Y también es, pues, poder sufrir, ya que placer o alegría dependen de un objeto exterior, presente o ausente. La Verónica parisina no estará completa hasta que recomponga la historia de su doble, la otra Verónica de Cracovia. La muchacha polaca le comenta a su padre, viudo y retirado en el campo, dedicado a la pintura, que tiene la extraña sensación de no estar sola en el mundo. Algo semejante le referirá la muchacha francesa al suyo, también viudo y retirado en el campo, pero dedicado a faenas agrícolas y de bricolaje. Verónica regresa a Cracovia en tren y, desde el asiento de su departamento tapizado en rojo mira el mundo a través de la ventanilla y de una bola de nieve de cristal. En Cracovia se aloja en casa de una tía, obsesionada con hacer su testamento. Y va al coro, pues es cantante de ópera y allí están buscando a una solista para estrenar una obra importante. Su voz los deja impresionados y la directora del coro y el director de orquesta quieren escucharla en privado. De nuevo, esa voz los electriza, les parece que viene de las profundidades del alma. Caminando por la plaza del Mercado de Cracovia, sin tantas terrazas como la acabo de pasear yo, presencia una manifestación. Huyendo de la policía, uno de los alborotadores choca contra ella, haciéndole desparramar por el suelo un montón de partituras guardadas en una carpeta atada con un cordón. Las recoge a duras penas, sin que nadie la ayude. Y, cuando se repone de este molesto incidente, contempla a un grupo de turistas que han descendido de un autobús y están haciendo fotos. Pero, ante el complicado panorama del cual son testigos, vuelven a incorporarse al vehículo precipitadamente para evitar confrontaciones. Entonces Verónica se da cuenta de que entre esas personas hay una muchacha exactamente igual a ella que le ha sacado una foto. Y en otra escena, de un extraordinario simbolismo poético, se ve a la muchacha caminando por la calle y estrellando contra el suelo una bola de cristal, que se eleva y al volver a caer, desprende toda la nieve fingida sobre su cabeza. Al salir de uno de los ensayos se siente mal. Se sienta, saca un lápiz de manteca de cacao de su bolso y se lo aplica lenta y profundamente sobre los labios. Finalmente, gana el concurso para ser la solista del coro. Durante una de sus idas y venidas por Cracovia yendo en tranvía, es seguida por el novio, que ha viajado desde muy lejos en moto para visitarla y le trae un regalo de Navidad. Verónica duda si irse con él o continuar sola el trayecto, pero después de pensárselo sale corriendo tras la moto, la alcanza, se monta en ella y parten juntos. A Verónica (aún seguimos con la de Cracovia) le sucede algo semejante a lo que cuenta el poeta Grzegorz Wróblewski en el poema titulado, «Qué sentimiento más maravilloso»: «El joven poeta L. escribió: / Qué sentimiento más maravilloso estar contigo, / a pesar de que nunca estás aquí, / a pesar de que nunca vendrás, / a pesar de que nunca me besarás. // Su tío M., también poeta, aclaró: / Qué sentimiento más maravilloso estar contigo, / a pesar de que te quedas dormida en los brazos de otro. / Qué sentimiento más maravilloso estar contigo, / a pesar de que me engañas todas las mañanas. // Su experimentada sirvienta, la vieja Janne, / declaró entonces lo siguiente: / Si no está el objeto de deseo en el sentido físico, / no hay para qué llenarse la cabeza de poemas. / Qué sentimiento más maravilloso darle a alguien una patada en el culo». El espíritu del poema de Wróblewski se asemeja al del film de Kieslowski, aunque este último prescinde de la ironía, pues los personajes de su film, sobre todo ellas, son seres cuasi-angélicos.

Verónica, como casi siempre, se prepara para su gran día, el estreno de la sinfonía (la música es de Preisner). Busca la ropa que debe ponerse, se cubre los labios con manteca de cacao y dispone sus pestañas con un anillo de oro. Empieza el concierto y pierde el tono mientras canta, se derrumba y muere en escena. La maravillosa Verónica yace en una fría tumba, mientras sus amigos arrojan tierra sobre el féretro.

En París, la otra Verónica le comenta a su compañero, después de hacer el amor, que se siente triste y no sabe por qué. Como si notase una pena inidentificable. Esta otra Verónica, físicamente idéntica a la desaparecida, es también cantante y profesora de música en un colegio de enseñanza media. Va a ver a su profesor de canto, un viejo maestro, y le anuncia inesperadamente que suspende las clases y abandona la interpretación. El maestro la intenta disuadir sin éxito y se entristece no sólo por la pérdida de su talento, sino también por la compañía de tan joven y bella muchacha. En el colegio donde es profesora, asiste con los alumnos a una actuación de marionetas en la que se representa la muerte de una bailarina. Verónica se queda fascinada y la presencia del titiritero le resulta enigmática. Ella lo observa desde la ventana del aula en que está impartiendo la clase de música. Y él hace lo mismo desde la calle mientras carga los muñecos en la furgoneta. Luego se encuentran casualmente con sus coches parados delante de un semáforo. Y a partir de ese instante, Verónica recibe paquetes misteriosos y llamadas telefónicas. En una carta encuentra el lazo que ataba la carpeta de las partituras de la otra Verónica desaparecida, así como una especie de electrocardiograma. Lo tira a la basura, pero poco después baja al contenedor a recuperarlo. También le llega una caja de puros, marca Virginia, enviada sin remite. Mientras duerme, recibe una llamada telefónica. Nadie le responde y ella se pone a fumar. El titiritero, desde un piso cercano, le hace señales con un espejo y la luz se refleja por toda la estancia de Verónica. Luego, la muchacha se va al campo a ver a su padre, al que le asegura que está enamorada pero no sabe de quién. El titiritero es también escritor de libros infantiles e ilusionista y se llama Alessandro Fabbri (Philippe Volter). Verónica (Irène Jacob) descubre un libro de Alessandro frente al escaparate de una librería y lo compra. Entonces regresa a casa de su padre para comunicarle que lo ha comprendido todo y que ya sabe quién es su amor, aunque no lo especifica. El padre le entrega otro sobre misterioso, con una cinta que contiene la música de la otra Verónica, así como ruidos de la vida cotidiana de la muchacha polaca desaparecida. Al titiritero-escritor-ilusionista se lo encuentra en el bar de la estación. Hablan y él le dice que quiere escribir un libro sobre la historia de una mujer que acudiría a la llamada de un hombre desconocido. «¿Por qué yo?», le pregunta Verónica. Él le responde que no lo sabe. La muchacha se levanta y se va corriendo fuera del café. Él la persigue. Verónica se esconde en un portal y ve cómo Alessandro la busca desesperadamente. Verónica encuentra un hotel familiar, alquila una habitación y al dirigirse al ascensor se encuentra con Alessandro. Suben juntos, entran en la estancia y él se echa en una cama y se queda dormido inmediatamente. Ella se acuesta en la gemela. Verónica sueña el mismo sueño, tantas veces repetido. En él se le aparece la iglesia de ladrillo y el campanario de la plaza del Mercado de Cracovia. Es decir, la Verónica francesa sueña con la iglesia de Santa María. El titiritero despierta y se la queda mirando. Y Verónica también resurge lentamente de su sueño profundo. Alessandro le dice que quiere saberlo todo sobre ella. Y entonces se produce una de las escenas más emocionantes que yo haya visto jamás en el cine. Verónica busca su bolso. Lo abre y arroja su contenido sobre la cama. Alessandro va rescatando alguno de los objetos: la manteca de cacao, una bola de cristal con nieve semejante a la que tenía la Verónica de Cracovia, etc. Mientras Alessandro descubre las fotos que hizo durante el viaje a Cracovia, la muchacha pone su anillo de oro sobre los párpados. Entonces se fija y señala a la otra Verónica que es ella misma. Al principio, la muchacha se sorprende, lo niega y afirma rotundamente que aquel no es el abrigo que llevaba puesto, pero ambos se dan cuenta de que Verónica estuvo aquí y en el otro lado. Entonces se echa a llorar inconsolablemente. Mientras Verónica descansa, Alessandro construye dos marionetas iguales basadas en ambas Verónicas. Tienen el mismo rostro. Y también le comenta a Verónica, cuando se despierta y se va al taller, que ha comenzado a escribir la historia de las dos. El film finaliza con Verónica regresando, una vez más, a la casa del padre. Y detiene el coche ante un árbol centenario que toca con las manos. «Árbol, ¡si hablaras / un poco más alto!», gritan los versos del poeta checo Jiri Orten. Quizás Verónica pensó eso mismo .

Para ser real en la pantalla todo tiene que ser artificial, decía Kieslowski. Pero su artificiosidad era inmediatamente compartida por el espectador, cuya intensa emoción no desciende en ningún momento de la proyección. También comentaba el gran director polaco que la manera de vivir y de actuar ejercía una influencia decisiva en quienes nos rodeaban, conocidos o desconocidos, intuyendo algo de sus vidas en las nuestras. «¡Vivamos con precaución!», nos prevenía, ya que, efectivamente, no sabemos hasta dónde pueden conducirnos cada uno de nuestros pasos. Nuestro comportamiento en los demás, próximos o lejanos, también se ve influido por nuestras acciones. «Vivamos con precaución, porque a nuestro alrededor hay mucha gente para quien la vida y la existencia depende de nuestros pasos. Y eso nos concierne a todos, ya que todos los caminos, los lugares, la gente y los destinos del mundo se cruzan perpetuamente y en todas partes, seamos o no conscientes de ello.»

La trilogía Blanco, Azul y Rojo vuelve a tener como eje temático el amor. Amar es poder gozar o regocijarse de algo o de alguien. Pero también, muchas otras veces, es sufrir. Eso es lo que le acontece al personaje de Blanco. Sufre por el divorcio, sufre por la impotencia sexual temporal causante de ese desgarramiento, sufre por la traición de su bellísima esposa, de quien está profundamente enamorado y a la que le profesa una pasión enfermiza. Ella abandona el domicilio conyugal, lo maltrata, lo arruina y lo deja indigente en París. La muchacha le dice: «Porque nunca has entendido nada. Si te digo que te quiero, no lo entiendes. Y tampoco entiendes si te digo que te odio. Ni siquiera entiendes que te deseo o que te necesito ¿Lo entiendes?». Sufrir por amor. Padecer «por un objeto que no es amado no lleva a disputa alguna. No sentimos tristeza si desaparece, ni celos si cae en poder de otro, ni temor, ni odio, ni trastorno del alma», escribe Spinoza. Sobre el filósofo sefardí medita este magnífico poema de Zbigniew Herbert titulado «Don cogito relata la tentación de Spinoza»: «Baruch Spinoza de Ámsterdam / anhelaba alcanzar a Dios // mientras pulía lentes / en su desván / atravesó una cortina y de pronto / se lo encontró cara a cara // estuvo hablando largo tiempo / (y mientras hablaba / su mente y su alma / se iban dilatando) / formulaba preguntas / respecto a la naturaleza humana // —Dios se acariciaba la barba distraído // preguntaba por la causa primera // —Dios se quedaba mirando al infinito // preguntaba por la causa última // —Dios hacía chasquear los nudillos / o carraspeaba // cuando Spinoza dejó de hablar / díjole Dios // —hablas de manera hermosa Baruch / me gustan tus geométricos latines / y también tu clara sintaxis / la simetría de tus argumentaciones / hablemos, sin embargo, / de Cosas verdaderamente / grandes // —mira tus manos / estropeadas y temblorosas // —te estás haciendo polvo la vista / en esta oscuridad // —comes mal / vistes como un pordiosero // —cómprate una casa nueva / perdona a esos espejos venecianos / por reproducir lo superficial // —sé indulgente con las flores en el pelo / con los cantares de borracho // —preocúpate por los ingresos / como tu colega Descartes // —sé astuto / como Erasmo // —dedícale un tratado / a Luis XIV / de todas formas no lo leerá // —aplaca / la furia de tu racionalismo / que por ella han de caer tronos / y ponerse negras las estrellas / —piensa / en una mujer / que pueda darte un hijo // —ya ves Baruch / estamos hablando de Cosas Grandes // —deseo ser amado / por incultos y violentos / pues son los únicos / que en verdad tienen ansias de mí // ahora la cortina cae / y Spinoza se queda solo // no ve ninguna nube de oro / o luz alguna en las alturas // lo que ve es la oscuridad y oye el crujir por la escalera / de unos pasos que bajando se alejan». Spinoza teorizando sobre el amor sin haberlo sentido o habiéndolo rechazado. ¿Es importante que amemos para sufrir hasta tal punto? Al personaje de Blanco le sucede así. Sufre involuntariamente y de su dolor extremo surge la venganza. Si no amáramos a nadie, nuestra vida sería más tranquila, pero tremendamente estéril. Estaríamos más muertos que vivos. El ser humano no puede vivir sin amor, muy a su pesar, puesto que es el amor lo que le hace vivir. El amor es una fuente de vida de la que podemos beber. Y la falta de amor, o el desamor, es como una cisterna vacía. Pero el amor es también fragilidad, debilidad, finitud. Sufrir y gozar, alegría y tristeza, amor y odio van unidos. Esta última dualidad conforma el film de Kieslowski. Amor, mucho amor, hasta el infinito, pero también un pequeño odio y deseo de venganza debido a esa pasión no correspondida. El personaje de Blanco, un polaco en París, después de su fracaso matrimonial y de la consiguiente ruina económica, decide regresar a la patria. Y para recaudar dinero para el viaje se pone a mendigar en una estación de metro donde conoce a un compatriota que lo ayuda a retornar con la única condición de que se comprometa a matar a una persona. Esa persona es él mismo. Y el motivo la falta de sentido de su existencia. Se hacen amigos y, ya en Polonia, persistirá en morir. Karol simula el disparo con un arma de fogueo y el amigo, después de sufrir la simulación, recupera la esperanza. El difunto resucitado le entrega el dinero prometido y a partir de entonces todo le empieza a sonreír, hasta llegar a hacerse rico. A Karol la riqueza no le hace olvidar a Dominique, que sigue provocándole dolores y dándole celos. La fortuna la comparte generosamente con el amigo-suicida, pieza fundamental para montar una gran conspiración. Venganza y conspiración. Karol hace testamento y se lo deja absolutamente todo a Dominique. Y nombra albacea testamentario al amigo y socio. Entonces Karol decide darse por muerto, cambiar de personalidad. Y, para eso, falsifica la documentación. Compra un cadáver, consigue el acta de defunción y se lleva a cabo el falso entierro, al cual asiste Dominique, muy compungida y llorosa. Karol se alegra de verla así. Y cuando la «viuda» regresa al hotel, se lo encuentra en la cama. Pasan una noche de gran amor pasional y Karol supera con creces la impotencia sexual. El amante abandona el hotel por la mañana. Dominique, al despertar, se ve sola y la policía invade inmediatamente la estancia, acusándola de asesinato. El comisario le informa de que su exmarido no murió de muerte natural, sino que lo «ayudaron a morir» y tienen fundadas sospechas contra ella. Karol regresa a la casa-peluquería de su hermano, donde trabajó tantos años, y se viste como antes de ser rico; ya no lo es, pues lo invirtió todo en la venganza por amor. Y luego se dirige a visitar a Dominique en prisión. Ambos se contemplan desde la distancia. Sus miradas no son de odio, sino de comprensión. Ella, finalmente, comprendió el profundo amor no correspondido que Karol le dispensaba, y está dispuesta a pagar su culpa. Dominique está ahora más cerca de lo que Platón pensaba sobre el amor: carencia, frustración, sufrimiento, «aquello que no tenemos, aquello que no es, aquello de lo que se carece». Karol ha sufrido un amor-pasión y se ha dejado devorar por él. Optó por la philia, la dicha de amar desde su desdicha, y prescindió del eros como autocastigo. Y esto último, tras mostrarle a ella la dicha de la feliz consumación, también se lo arrebató a Dominique.

Celos. Dominique no paró de dárselos. Cuando alguien deja de tener celos de su ser amado, es que ya no le importa. A Dominique no le importa Karol, pero a él sí le importa Dominique. Los celos son siempre fieles compañeros del amor, y muchas veces incluso se confunden con él. Los celos, posesivos, egoístas e indiscretos, son una variante del amor. ¿Hay amor sin celos? ¿Hay amor verdadero sin celos? Y también se equiparan con la pasión, con la intensidad del amor, con su fiebre. Los celos pueden matar, los celos pueden conducir a la venganza. Los celos son una forma de egoísmo, aunque Karol (interpretado por Zamachowski) renuncia a todo por Dominique (interpretada por Julie Delpy). Él la ama irracionalmente y quiere ser amado por ella, pues prefiere saber que es desgraciada con él a verla satisfecha con otro. Busca la felicidad de la amada para luego arrebatársela. Alrededor del amor, todo es irracional, la mayoría de las veces sin explicación alguna. Muchos de los personajes de Kieslowski no saben a ciencia cierta quiénes son ni lo que piensan, y, sin embargo, desearían alcanzar la serenidad. No han logrado encontrarla y, quizás, son conscientes de que no lo conseguirán jamás. Santo Tomás se refería a un amor de «benevolencia», aquel que ama al otro por el bien suyo (de éste), y a otra forma de amor que denominaba «concupiscente», aquel que ama al otro para bien propio. Los celos son parte integrante de este último y Karol es una mezcla de todo, pues condena a su objeto amado y así se castiga también a sí mismo. A veces, ni siquiera el dolor basta.

Por el contrario, Azul es todo un tratado sobre la generosidad. Julie (interpretada maravillosamente por Juliette Binoche) pierde a su marido (el conductor) y a su hija en un accidente de coche. Ella se salva, sufre importantes heridas y padece una profunda depresión que la conduce incluso al borde del suicidio. Su esposo era un gran músico al que ella ayudaba, e incluso algunos críticos le daban más relevancia a ella que a él. En esos momentos trágicos estaba componiendo el Concierto para Europa. Y, finalmente, una vez repuesta, desea desprenderse de toda la memoria anterior. Pone en venta las propiedades y decide irse a vivir a un apartamento en París. De la casa de campo sólo se lleva unas lágrimas de cristal color azul añil. El ama de llaves, una señora mayor que le dice «lloro porque usted no llora», desconoce que a Julie ya no le quedan siquiera lágrimas. Pero prescindir de todo también significa renunciar a la música. Rompe todas las partituras e inicia una vida anónima. Olivier, el ayudante del marido, la vuelve a traer a la realidad, ya que pretende completar la partitura inacabada del Concierto para Europa y le pide a Julie que lo ayude. La mujer se niega, pero va cediendo poco a poco. El discreto Olivier siempre ha estado enamorado de ella y Julie lo recompensará acostándose con él sin pasión. Luego, tras muchas dudas, ambos colaborarán en la consecución de la obra. Olivier, además, es depositario de un gran secreto que pretende ocultar sin conseguirlo. El maestro tenía una amante y se iba a casar pronto con ella, abandonando definitivamente a Julie y a su hija. Casualmente, Julie ve unas fotos, y en una de ellas aparece esa mujer. Al ponerse a investigar, descubre la verdad y va al encuentro de la desconocida. Charlan y se descubre que la amante está embarazada. Es una joven y guapa abogada (defensora de Karol —el personaje de Blanco— en el juicio de separación, ya que Kieslowski mezcla magistralmente estos guiños en la trilogía para crear una relación entre las historias) que le confiesa a Julie que el fallecido lo desconocía. Ella, en un principio, iba a abortar, pero después del accidente cambió de opinión. La abogada entiende que Julie la odie por todo eso. Y Julie, confundida, le contesta que no lo sabe. La casa de campo aún no se vendió. Entonces Julie decide dejársela al niño que va a nacer, el único recuerdo que les quedará de su amado a ambas mujeres. Las dos se acaban entendiendo y la abogada le manifiesta que el esposo de Julie la tenía en gran estima. Y que una vez incluso le había confesado que siempre podría contar con su ayuda, pues Julie era de una extrema generosidad. El niño nacerá, la composición también y Julie y Olivier alcanzarán la felicidad. Julie es la mejor manifestación del amor de «benevolencia», el que ama al otro por el bien de éste, el que ama al otro por encima de todo y contra todo. Un amor maravilloso el de esta mujer, Julie, con quien me hubiera gustado cruzarme en algún café parisino.

En Rojo se enfrentan dos grandes actores, la joven Irène Jacob y el veterano Jean-Louis Trintignant. Valentine es una modelo, estudiante en la Universidad de Ginebra, y Trintignant es un juez jubilado. La muchacha tiene un novio (que no aparece en imagen) con quien sólo habla por teléfono: tiránico, celoso, maleducado e impertinente. En la calle, Valentine atropella a una perra embarazada. Y la dirección inscrita en el collar la conduce al dueño, encontrándose por vez primera con el exjuez, el propietario del animal. Él le confiesa que le da igual lo que le suceda a Rita, y Valentine queda impresionada por el gran desorden de la casa y el abandono higiénico del habitante, así como por la falta de afecto por el animal de compañía. Entonces decide llevarla a una clínica veterinaria. Pero, mientras tanto, en el film se desarrolla otra historia paralela, la de un joven vecino, un juez que también tiene un perro, un jeep rojo y una novia rubia bastante altanera. Valentine, en el estudio de un fotógrafo, posa para un gran cartel publicitario que se instalará en toda la ciudad. Su rostro, sobre un fondo rojo, contendrá esta frase: «En cualquier circunstancia, frescor de vivir». La perra se cura y la nueva dueña está convencida de que el animal optó por quedarse con ella. Sin embargo, cuando la lleva a pasear al parque y la suelta, se escapa. Este suceso la hace volver a casa del exjuez para comprobar que, efectivamente, volvió allí. Así es. Y, poco a poco, a pesar del mal humor de ese hombre, comienza a surgir una cierta relación entre ambos. Él le dice que gran parte del día se dedica a espiar las conversaciones telefónicas de los vecinos. Valentine lo recrimina y le asegura que irá casa por casa previniéndolos. Y lo hace, pero al difundirse el contenido de sus grabaciones se da cuenta inmediatamente de que puede provocar otros males mayores. En otra visita, el exjuez le cuenta a la modelo que, debido a su profesión, odia al mundo. Valentine le responde que la gente no es tan mala y, molesta por la conversación, le responde que él no inspira más que piedad. Durante el camino de regreso a casa, la muchacha llora en el coche. Más tarde, Valentine lee en un periódico la noticia de que «Un juez retirado espiaba a sus vecinos». El exjuez asiste a su propio juicio, en el cual interviene por primera vez el joven vecino de Valentine, que va acompañado de su novia rubia. Valentine vuelve a casa del juez-acusado para decirle que no fue ella quien lo denunció. Y él le responde que sabe perfectamente quién ha sido: él mismo, a petición y sugerencia de la muchacha. La invita a entrar en casa. Rita acaba de tener siete cachorros. ¿Piedad o asco?, le pregunta el exjuez a Valentine para conocer lo que siente realmente por su persona. Mientras tanto, la novia del joven juez conoce a otro hombre —precisamente en la vista de ese juicio— y desaparece sin darle explicaciones a su antiguo novio, aunque él la descubrirá con su amante. Valentine le comunica al gruñón de su nuevo amigo la partida a Inglaterra para encontrarse con el novio. Lo hará en ferry. Y el exjuez le refiere el poder de condenar o absolver de los jueces y la vanidad que eso entraña. De repente, una piedra rompe el cristal de una ventana. Los vecinos llevan varios días apedreando la casa y él guarda, o mejor, colecciona las piedras que le arrojan.

«¿Hay alguien a quién usted ame?», le pregunta Valentine. Y el exjuez le responde rotundamente que no.

«¿Amó alguna vez?», le vuelve a insistir. Él le responde que soñó con ella.

Ya en su piso, Valentine se viste para asistir a un pase de modelos en un teatro. Se asoma a la ventana y ve el jeep rojo del vecino de Auguste y a él dentro, con gestos de desesperación. El exjuez sale de casa para asistir a la representación de Valentine y ella lo busca con la mirada durante el desfile, pero no se encuentran hasta el final de la sesión, cuando se quedan solos charlando en medio del teatro vacío. Valentine le pide de nuevo que le cuente el sueño con ella y él le responde que «tenía cincuenta años y era feliz». Valentine insiste en saber si en el sueño había alguien más que ella. «En efecto», le responde el exjuez. Y ella le vuelve a insistir: «¿Quién era?». «Usted se despertaba y le sonreía a alguien que estaba a su lado. No sé a quién.» «¿Y eso ocurrirá dentro de veinte o veinticinco años?», pregunta de nuevo la muchacha. El interlocutor le responde rotundamente que sí. Valentine se inquieta y a continuación le pregunta: «¿Qué más sabe usted? ¿Quién es usted?». A lo que el exjuez responde que tan sólo es un juez jubilado. Entonces estalla una gran tormenta y empiezan a batirse las ventanas abiertas del teatro, que ella consigue cerrar. El juez jubilado se asemeja a un dios mitológico que trata de recomponer su vida, de volver a tener otra oportunidad a través de la historia amorosa de Valentine. La muchacha le confiesa que tiene la impresión de que está sucediendo algo importante a su alrededor y tiene miedo. Él, cogiéndole la mano, le sugiere que es mejor así. El exjuez le relata que en otros tiempos iba mucho a ese teatro. Una vez se le cayó un libro al suelo y quedó abierto por una hoja que luego le salió en el examen, lo mismo que le sucedió al joven juez cuando se le desparramaron sus libros por la calle. Otra de las muchas similitudes entre ambos. Valentine insiste en saber a qué mujer amó el exjuez y, finalmente, deduce que aquella persona lo traicionó pero que él nunca entendió el motivo y continuó amándola. El exjuez le pregunta a Valentine cómo sabe eso. Y ella le responde que, ahora que lo conoce más, no era muy difícil adivinarlo. Su amor era también una estudiante de derecho rubia (como la otra), delicada, luminosa, de largo cuello y que solía llevar vestidos claros. Valentine insiste en conocer el motivo de la traición, y él le confiesa que la tercera persona le ofrecía un futuro mejor. La pareja se fue de viaje y el exjuez los siguió. Fue una gran humillación. Y un día, años después, se enteró de que ella había fallecido en un accidente de circulación. El exjuez le confiesa a Valentine que aquella decepción lo condujo a un desamor permanente y que no amó a nadie más hasta que se encontró con ella, con Valentine. El exjuez está hablando en lugar de su alter ego, el joven juez igualmente despechado. Además, le confiesa que él juzgó y condenó sin motivo al amante de su novia. Años después había regresado a la ciudad y construyó un mercado que se derrumbó, muriendo varias personas. Lo declaró culpable sin serlo, pero la sentencia era legal. Después de aquel injusto acto de venganza, pidió la jubilación anticipada.

El joven juez y Valentine coinciden en el mismo ferry, que zozobra a causa del mal tiempo. El exjuez observa las dantescas escenas a través de las noticias de la televisión. Hay muchos pasajeros muertos, pero entre los salvados se encuentran Valentine Dussault y el joven jurista Auguste Bruner. Además, Kieslowski hace sobrevivir al resto de los protagonistas de la trilogía: Julie, el personaje de Azul, y Olivier, Karol, el hombre de negocios polaco de Blanco, y Dominique Vidal, su joven esposa-«viuda».

El exjuez maneja los hilos del destino como un dios supremo. De esta manera logra unir, a través del azar, las vidas infelices de Valentine y de Auguste. Es decir, que reconstruye su propia vida fracasada mediante la felicidad de estos jóvenes. El amor triunfa sobre el tiempo y las adversidades. Piesiewicz escribió, una vez más, un guion extraordinario. No en vano colaboró con Kieslowski en diecisiete películas. Y el director de todas sus evocadoras músicas fue Zbigniew Preisner.

No amarás es una de las películas esenciales del Decálogo, otra maravillosa metáfora sobre el amor puro, platónico, que se resiste a ser perturbado por el deseo. La mirada del muchacho a la vida de su casquivana vecina no es lasciva, sino protectora. Le quiere evitar los males tratando de espantárselos. Tomek espía con un telescopio por la ventana de su habitación el piso de esta mujer, mayor que él, que se dedica a recibir a «amigos». Y no lo hace para contemplarla desnuda o compartir onanísticamente el festín erótico y sexual, sino para protegerla, como si fuera su ángel de la guarda. Así, se pasa toda la cinta inventando tretas y estratagemas para alejarla del pecado. Él es la única persona que la quiere de verdad sin exigirle nada a cambio. Él mismo se descubre ante ella. Y Magda, en lugar de darse cuenta de la nueva oportunidad que le ofrece el destino, sólo piensa en vengarse. Un día, acompañada de uno de los «amantes» más habituales, le advierte que los están vigilando. Él baja al patio de vecinos y se pone a insultar al voyeur anónimo, que accede a identificarse y recibe una paliza pues Tomek está dispuesto incluso a ser martirizado por amor. En otro encuentro le confiesa a Magda que la ama y que no quiere nada a cambio, pero Magda lo desprecia y le responde que la olvide. Tomek le descubre que es un niño huérfano acogido en casa de su madrina y, finalmente, lo invita a subir a su piso. Él le regala una bola de cristal de nieve (una de las obsesiones simbólicas de Kieslowski) y Magda, un poco conmovida, le confiesa que no es buena. El amor que le profesa no podrá cambiarla. La torpeza y la brutalidad de esta mujer, tan bella como soez, la llevan a perpetrar con Tomek una especie de violación. Él se siente fracasado e intenta suicidarse de regreso a casa cortándose las venas. La presencia de una ambulancia la previene de la consecuencia negativa de su torpe acción y, con la disculpa de ir a devolverle la gabardina olvidada, va a casa de Tomek. La madrina, contrariada, le dice que está en el hospital sin darle mayores explicaciones. Le recomienda que no vaya a verlo y la conmina a que se olvide de él, pues el muchacho se equivocó en la elección. El cartero con quien se encuentra Magda en el portal (Tomek trabaja en la oficina de correos de ese distrito) es quien le informa de la verdad: su compañero de trabajo se cortó las venas por amor.

Pasan los días y Magda comprueba su soledad y la ausencia de su observador-protector. Entonces es ella la que comienza a desarrollar esa obsesión por el otro y no deja de mirar por la ventana para descubrir alguna pista sobre el retorno del desaparecido. Días después, Tomek regresa en un coche bajo la lluvia. Magda va a verlo. Está dormido y tiene los brazos vendados. Ella intenta tocarlos como si extendiera un bálsamo, pero las manos de la madrina se lo impiden. Ésta es la primera imagen de la película. Magda observa la pequeña habitación de la única persona que la ha amado de verdad, descubre el telescopio y se pone a mirar su propia casa. Entonces se ve a ella misma sola, con la leche derramada sobre la mesa de la cocina y a Tomek calmándole su llanto.

¿La inocencia del amor puede vencer a la carne? «Piénsalo bien antes de decir que me sigues queriendo» es un poema de Piotr Mierzwa que dice así: «Me haces reír hasta las lágrimas. Como los clientes habituales: / pensamos en las particiones, sin creer en el pensamiento. / Un silbido avanza por la casa, por el patio, / el barrio. Polonia es un testigo callado // de la caída en un sueño central cada vez más profundo. / No me has ahorrado la verdad, ese escurridizo gusano / con el que frotas las paredes de las iglesias, de los supermercados, / como si mi estado creciera ante mis ojos, la clase, la autoridad, // que ha adiestrado mi descarada ambición: / lo he pensado bien, estas huellas sin sentido, / arrojadas a la piel, han invadido la piel, // dejándome desconcertado a solas con el amor, / que al no conocer el idioma se impone con elocuencia / y estalla con un bálsamo tan coherente que desapareces». «Piénsalo bien antes de decir que me sigues queriendo», quizás fue lo que le dijo Magda a Tomek cuando éste despertó de su sueño imposible.

Verónica (ambas), Dominique, Julie, Valentine, a todas me hubiera gustado encontrármelas alguna vez en Cracovia, Varsovia o París. También a Irène Jacob, Julie Delpy o Juliette Binoche. En Cracovia, bajo la niebla, como en el poema de Jaroslaw Klejnocki: «Antes de que te acerques a la ventana para saludar / al día antes de que la tetera anuncie / su eterna disponibilidad antes de que agarres / el periódico, el bolígrafo o quizás antes de que el canalón / toque su metálica diana matutina permanecerás de pie / descubierto indefenso como la niebla antes de que la devore / el fuego de la fría mañana». Verónica (ambas), Dominique, Julie, Valentine.

El cine polaco tiene directores excepcionales, muchos de los cuales yo mostré en el cine-club universitario de Santiago durante los años setenta del pasado siglo. ¿Cuántas veces pasamos El manuscrito encontrado en Zaragoza de Wojciech Has basado en la novela de Potocki? Has fue el director de la Escuela de Cine de Lodz desde 1990 hasta 1996. Y dentro de su magnífica pero mínima producción, fue también el director de otra película muy interesante, El sanatorio bajo la clepsidra. El manuscrito, en cualquier caso, eleva el misticismo y el esoterismo de la novela y es una de las grandes películas de la historia del cine culto.

Jerzy Skolimowski también se graduó en Lodz. Y luego vivió durante dos décadas en Los Ángeles dedicado a otra de sus pasiones, la pintura. Exiliado en Londres, donde era vecino de Jimi Hendrix, evitó la censura y la persecución del régimen comunista. El ojo amenazante o Cuatro noches con Anna son algunas de sus películas, aunque es un director aún poco conocido en nuestro país. Colaboró con Polanski escribiendo los diálogos de Cuchillo en el agua y también adaptó para el cine la obra de Gombrowicz, Ferdydurke. Skolimowski tomó una postura muy crítica con el estalinismo y el mundo soviético en Arriba las manos, lo que lo indispuso con el régimen totalitario.

Polanski, como ya comentamos, también estudió en Lodz. El autor de El cuchillo en el agua, Repulsión, Culde-sac, La semilla del diablo, Chinatown o El pianista, es quizás uno de los directores polacos con más prestigio internacional.

Vertov creó el «cine ojo», y aunque nació como polaco desarrolló toda su labor en la URSS.

Wajda sufrió el asesinato de su padre, un militar polaco que murió en Katyn a manos de los rusos, quienes les echaron la culpa a los nazis durante muchos años. Esto lo explicó muy bien Wajda en su película Katyn (2007), una obra maestra en la que se defiende el heroísmo y el honor de su país frente a la ignominia del agresor soviético. Wajda también estudió en Lodz y otras obras suyas son El hombre de mármol o La tierra prometida, basada en la novela.

Zanussi es autor de films como La estructura de cristal o De un país lejano: Juan Pablo II. Fue el productor de la trilogía de Kieslowski.

Lo importante es amar, una película que me fascinó cuando la vi muy joven, la dirigió Andrzej Zulawski, un cineasta formado en Francia. Romy Schneider estaba extraordinaria como siempre, con su belleza lánguida y melancólica pero con su sonrisa habitual. La historia de una actriz medio fracasada, obligada a hacer películas eróticas, y de un fotógrafo relacionado con el inframundo de la prostitución. El marido, impotente, sufriendo un dilema repleto de ambigüedades y de situaciones azarosas. Cuando Zulawski regresó a Polonia también tuvo muchos problemas con la censura.

Jerzy Kavalerowicz fue otro de mis directores favoritos. Ningún film histórico tan bien rodado como Faraón, una obra maestra. Magnífica también Madre Juana de los Ángeles, pero Quo Vadis sigue sin llegar a nuestras pantallas. También es autor de Tren de noche, tampoco estrenada. Y la lista de directores y actores que pasaron por Lodz es aún mucho más extensa.

En Lodz, además de sus varios museos (Histórico, de Arte Moderno, recién inaugurado y con mucha vida, etcétera), hay otro muy interesante dedicado al séptimo arte. Está vecino a la Escuela de Cine y se aloja igualmente en un antiguo palacio, si cabe más lujoso, conocido por el nombre de su rico primer propietario, Karol Scheibler. Contiene una gran colección de películas, carteles, decorados y cámaras de rodaje o de proyección de todas las épocas. Y también están archivados, a disposición de quien quiera contemplarlos, los trabajos llevados a cabo por los estudiantes en la escuela. Scheibler era el dueño de una de las fábricas textiles más prósperas, pero los problemas económicos de sus descendientes hicieron que este edificio revirtiera en el Estado. A lo largo de su historia tuvo varios fines: después de la Segunda Guerra Mundial fue sede de la Politécnica, durante los años setenta y ochenta estuvo cerrado y en 1986 fue cedido para ser convertido en Museo del Cine. Es una institución municipal y no estatal, su principal apoyo económico proviene del ayuntamiento y luego cuenta con ayudas del Ministerio de Cultura polaco y de otras instituciones públicas y privadas. Es muy importante su mediateca, dedicada al cine polaco y a todo lo relacionado con Polonia a través del séptimo arte (ficción y documentales).

Lodz es también la tierra de los pianistas Wladyslaw Kedra y Arthur Rubinstein. Este último tiene una gran estatua en la amplia avenida principal, donde, a semejanza de Hollywood, también están inscritos en las baldosas los nombres de la gente más famosa y relevante del cine polaco. A pesar de sus destrucciones, Lodz es una ciudad que conserva su antigua belleza en los palacios y en las fábricas, hoy reconvertidas para otros fines culturales. Pero Lodz es, sobre todo, la ciudad del cine, la ciudad de la imaginación, la ciudad de la esperanza.