XII

Continuó su vida de siempre durante seis semanas, al cabo de las cuales, una noche, de vuelta a su hogar, encontró a Ramiro que estaba esperándole para suplicarle que fuera a ver a su esposa, que se encontraba enferma hacía cuatro semanas y se hallaba agonizante. Ramiro era el tendero principal del pueblo y el hombre más rico del lugar. Explicó que había oído hablar del poder curativo de Macario y que deseaba que lo probara con su joven esposa.

—Tráigame una botellita, una botella pequeñita de las que tiene en su tienda. Aquí lo esperaré, pensando mientras en lo que puedo hacer por su esposa…

Ramiro trajo el frasquito.

—¿Qué vas a hacer con esa botellita, Macario? —preguntó con curiosidad.

—Ya verá usted. Vaya a casa y espéreme allí. Necesito ver a su mujer para decir si puedo curarla o no. Nada le ocurrirá mientras llego, no se preocupe. Entre tanto, necesito salir al campo y buscar algunas hierbas que conozco.

Salió, buscó su guaje, llenó hasta la mitad el frasquito de cristal con la medicina, volvió a esconder el guaje y se dirigió hacia la tienda de Ramiro, instalada en una de las tres casas de ladrillo del pueblo.

La mujer se hallaba próxima a morir, su estado era el mismo que aquel en que Macario había encontrado a su hijito.

Ramiro le miró interrogante. Macario le pidió que lo dejara solo con la enferma.

Ramiro obedeció, no sin sentir celos de su joven y bella esposa, bella a pesar de hallarse agonizante, y con quien hacía menos de un año que se encontraba casado, y púsose a observar a través del agujero de la llave lo que Macario hacía. Este, próximo a la puerta, la abrió repentinamente para pedir un vaso de agua. Ramiro, con la cara pegada a la cerradura, no pudo moverse rápidamente y cuando Macario tiró con fuerza cayó de bruces dentro de la pieza.

—No es un acto muy encomiable, don Ramiro —dijo Macario al advertir lo que el celoso hacía—. Sólo por eso debía negarme a devolverle su esposa. ¡No la merece y usted lo sabe!

Ramiro se detuvo sorprendido. No comprendía lo que le ocurría, no podía explicarse cómo era posible que el más pobre y humilde hombre de la aldea, aquel modesto leñador, se atreviera a hablarle en esos términos a él, el más rico y encumbrado, el señor a quien difícilmente el alcalde se habría atrevido a interpelar en aquellos términos. Pero Macario, al ver a Ramiro parado ante él, humillado, con gesto de mendigo, temblando ante la idea de que se negara a devolver la salud a su esposa, comprendió súbitamente que había adquirido un gran poder y que hasta el altivo Ramiro le reconocía la facultad de hacer milagros.

Ramiro le pidió humildemente que lo excusara por haber atisbado y le rogó en forma lastimera que salvase a su esposa, que en menos de cuatro meses le daría un hijo.

—¿Cuánto pedirás por devolvérmela sana y fuerte como era?

—No vendo mi medicina; no soy yo el que le pone precio; es usted, don Ramiro, quien debe fijar el precio. Sólo usted sabe el valor que su esposa tiene para usted. Así, pues, usted dirá cuánto.

—¿Serán suficientes diez monedas de oro, querido Macario?

—¿Es el equivalente de diez monedas de oro lo que su mujer vale para usted?

—No lo tomes en esa forma, Macario. Desde luego que ella vale para mí más que ningún dinero. El dinero me será posible adquirirlo cualquier día, cuando Dios me lo permita. Pero si mi mujer muere, ¿me será posible encontrar otra como ella? No, en toda la redondez del mundo. Te daré cien monedas de oro, pero por favor, sálvala.

Macario conocía a Ramiro bien, demasiado bien. Ambos habían nacido y crecido en el pueblo. Ramiro, hijo del comerciante más rico del lugar, ocupaba ahora su sitio. Macario, hijo del leñador más pobre, le había sucedido hasta en el hecho de tener la familia más numerosa de todas. Macario conocía a Ramiro perfectamente y sabía que una vez que le devolviera la salud a su esposa, trataría de regatear todo cuanto pudiera el pago de las cien piezas de oro. Si Macario no accedía, tendrían sin duda una larga y agria disputa. Pensando en ello, dijo.

—Tomaré las diez piezas de oro que me ofreció en un principio.

—Ah, Macario, gracias. Te lo agradezco, te lo agradezco de veras y no por la rebaja, sino por tu buena voluntad. Nunca olvidare lo que has hecho por nosotros, te lo aseguro. Mi gran esperanza es que también el nonato se salve.

—Será —dijo Macario seguro de su éxito, pues había visto a su convidado en el sitio bueno.

—Ahora tráigame un vaso de agua —ordenó a Ramiro.

El agua fue traída y Macario conminó al comerciante, diciéndole:

—No se atreva usted a espiar nuevamente, porque si lo hace puedo fallar y usted será el único culpable. Así, pues, recuerde: no debe espiar ni vigilar. Ahora, déjeme solo con la paciente.

En esta ocasión, Macario tuvo gran cuidado en no usar más que la dosis indispensable del valioso líquido. Y hasta trató de dividir en dos una gota. Por su conversación con Ramiro se percató del valor incalculable de la medicina, rapaz de convertir en humilde mortal a aquel altanero rico, hasta el grado de inducirlo a humillarse ante el modesto leñador, único que podía administrarla y salvar la vida de su esposa. Al darse cuenta del hecho y no obstante la lentitud con que su mente trabajaba, Macario tuvo la visión de lo que podía alcanzar olvidando su oficio de leñador y dedicándose únicamente a la aplicación de su medicina. Naturalmente, la quintaesencia de un futuro feliz era para él la posesión ilimitada de pavos asados.

Al tratar de dividir la gota en dos, Macario se volvió a su compañero en busca de consejo. Este hizo un signo aprobatorio con la cabeza.

Dos días después la esposa de Ramiro se había recobrado totalmente, tanto que ella misma comunicó a su esposo que estaba segura de que el niño no había sufrido lo más mínimo a causa de su enfermedad.

Ramiro entregó a Macario con gran regocijo las diez monedas, no sólo sin regatear un ápice, sino agregando mil gracias. Invitó a toda la familia a su tienda, en donde todos, esposo, esposa e hijos, tomaron tanto de lo que deseaban como pudieron transportar en sus brazos. Además, ofreció una espléndida cena, a la que fueron invitados de honor.

Después, Macario pudo construir una buena casa y obtener algunas parcelas cuyo cultivo emprendió, pues Ramiro le facilitó cien piezas de oro con bajísimo interés.

Bueno, existía otro interés bien alto. Ramiro le hacía el préstamo no sólo por gratitud; era demasiado buen negociante para soltar su dinero sin la perspectiva de buenas ganancias. Se daba cuenta de que Macario tenía un gran porvenir y que retenerlo por todos los medios en el pueblo, obligando así a la gente a que viniera a consultarle en vez de dejar que él fuera a la ciudad, representaría una gran inversión. Confiado en el próximo auge de la ciudad, Ramiro agregó a los muchos giros de su negocio los de hospedaje y bancarios.

Comerció con la habilidad de Macario y ganó. Ganó más allá de lo que había imaginado. Fue él quien hizo toda la propaganda necesaria para concentrar la atención de las gentes en las cualidades de Macario. Bastaron apenas unas cuantas cartas enviadas a amigos comerciantes para que una procesión de enfermos desahuciados llegaran al pueblo con esperanzas de curación.

Pronto fue fácil para Macario el construirse una verdadera residencia rodeada de parques y jardines. Sus hijos tuvieron maestros de latín y de varias ciencias y fueron después enviados a las universidades de París y Salamanca. Las cosas ocurrían tal y como su huésped de un día le había prometido. Aquel medio pavo le era recompensado más allá de lo concebible.