IX

A Macario no le había impresionado lo más mínimo aquel gran regalo y vaciló antes de tomarlo.

—No sé si deba aceptar esto de usted, porque habrá de saber, compadre, que yo he sido feliz a mi modo. Cierto que he sufrido de hambre toda mi vida, que siempre me he sentido cansado y que he tenido que luchar constantemente para mantener a mis hijos. Pero eso ocurre a todas las gentes de mi clase. Aceptamos esta vida, porque fue la que nos dieron, y nos sentimos felices a nuestra manera, porque siempre estamos procurando hacer algo bueno de una cosa malísima y en la que aparentemente no cabe esperanza alguna. El pavo que acabamos de comer era la ambición más grande de mi vida. Nunca mis deseos fueron más allá de un pavo asado con todos sus aderezos para comerlo yo solo, en paz, sin tener alrededor los ojos hambrientos de mis muchachos contando hasta el último bocado que me echara al estómago.

—Pero ahora no pudiste disfrutar de tu pavo completo. Me diste la mitad y en esa forma tu mayor ambición sobre la tierra no se te ha cumplido.

—Pero usted sabe bien, compadre, que yo no podía elegir, tratándose del personaje que me pedía compartiera con él mi comida —dijo Macario con una sonrisa burlona en los labios.

Su huésped le devolvió la sonrisa, o por lo menos trató de hacerlo, admitiendo:

—Tal vez tengas razón, hombre, y tal vez no la tengas. Pero ahora no te hablaré del camino que debiste haber tomado, porque tanto uno como otro podían haber resultado iguales Pero es el hecho de que me hayas invitado a compartir tu pavo, después de negar un pedacito de él tanto al Diablo como a Nuestro Señor, lo que me hace juzgarte como a un hombre listo, merecedor de la buena oportunidad que nunca tuviste.

Después de meditarlo por un minuto, Macario dijo:

—Si ello le complace y cree además que debe compensarme por la comida, llevaré conmigo el agua. En cualquier forma servirá algún día si mi mujer o alguno de los niños se enferma y no encuentro manera de aliviarlos.

—Perfectamente pensado y bien dicho. Solamente que no debes olvidar que, como todas las cosas en la vida, una vez que comiences tendrás que seguir adelante. No habrá manera de retroceder. Pues cuando cures al primer enfermo llegarán otros que querrán ser curados también. Debes usar una sola gota cada vez. Te verás acosado por los que sufren y no podrás negarte. Conozco el mundo; es el mismo desde que me encomendaron el trabajo que desempeño. Nada ha cambiado y nunca cambiará respecto a la actitud de los mortales. Cuida bien el don que te doy.

Macario escuchaba atentamente todas las advertencias.

Su acompañante continuó hablando:

—Algo más, compadre: recuerda que esta medicina es la compensación por el medio pavo que me diste. Pronto desearás un pavo entero tan ardientemente como lo has deseado durante los últimos veinte años. Porque tu deseo aún no ha quedado satisfecho. Y si deseas comprar otro sin esperar varios años más, tendrás que curar a alguien para conseguir el dinero necesario para comprarlo.

—Nunca había pensado en ello —admitió Macario—; pero necesito tener un pavo entero para mí solo, pase lo que pase, o moriré como el más desgraciado de los hombres.

—Desde luego, pero después desearás también otras cosas. Todos los mortales desean probar y hacer muchas cosas antes de marcharse de este mundo. Ahora otra cosa, compadre; escúchame bien. Adondequiera que te llamen para que atiendas un paciente, allí estaré yo también. Nadie más que tú podrá verme. Cuando me veas parado a los pies de la cama de tu paciente, concrétate a poner una gota de la medicina dentro de un vaso de agua, haz que tu enfermo la beba y antes de que pasen dos días se habrá recuperado completamente. Pero si me ves parado a la cabecera del enfermo, no te tomes el trabajo de usar la medicina, pues mi presencia en ese sitio será señal de que el enfermo debe morir, sin que importen los esfuerzos que tú o muchos médicos hábiles hagan por arrebatármelo. En ese caso no emplees la medicina que te he dado, porque no harías más que desperdiciarla.

«Debes darte precisa cuenta de que el poder divino de que me hallo investido, esto es, el poder de elegir a los que han de abandonar este mundo, mientras los canallas o los muy viejos han de permanecer aún en él, no es transferible a ningún ser humano susceptible de errar o de corromperse. Por ello la decisión final en cada caso debe quedar en ni mis manos, y tú tendrás que acatarla y respetarla.»

—No lo olvidaré, señor —contestó Macario.

—Sí; más vale que lo recuerdes siempre. Y ahora tengo que decirte adiós. La comida estuvo excelente, exquisita, diría yo si comprendieras el significado de esta palabra. He de admitir que he pasado un magnífico rato en tu compañía. El medio pavo que me has brindado restaurará mis fuerzas para otros cien años. Ojalá que cuando vuelva a tener la urgencia que tenía ahora, vuelva a encontrar un anfitrión tan generoso como tú. Muchas gracias, compadre. ¡Adiós!