UNA MEDICINA EFECTIVA
Al regresar una tarde del campo, donde había trabajado durante todo el día, encontré junto a la cerca de alambre de púas que rodeaba mi primitiva casita hecha de madera vieja a un indio sentado en cuclillas sobre el suelo. No lo conocía, pues según me dijeron en la noche, era de otro pueblo que quedaba a siete u ocho kilómetros de distancia. Parecía muy pobre, su calzón y camisa de manta estaban desgarrados.
Esperó pacientemente a que desmontara yo de mi burro. Cuando hube desembarazado al animal de su montura, dejándolo libre para que fuera al patio en busca de alimento, el indio se paró, me saludó y, quedándose fuera del alambrado, empezó a hablar. Pero lo hacía tan rápida y confusamente que por un momento pensé que se hallaba trastornado debido tal vez a un exceso de mariguana.
Era muy difícil comprender lo que trataba de contarme y cuál era el principio y cuál era el fin de su relato. A medida que hablaba, lloraba desconsolado, hasta que llegó un momento en que sólo pudo balbucir frases incoherentes. Cuando creía yo que había terminado y trataba de entender, me percataba de que aún no llegaba al término de su historia, o más bien de que la recomenzaba o volvía a referirse a acontecimientos intermedios. En aquella forma relató su pena más de doce veces, siempre empleando las mismas frases construidas con un vocabulario que a lo sumo llegaba a las trescientas palabras.
Pronto observé que el pobre no estaba ni ebrio ni adormecido, sino que sufría intensamente.
Cambiaba de tono constantemente, y de vez en cuando parecía relatar la historia de otra persona. Pero siempre terminaba llorando casi histérico.
—Mire usté, caballero; esa tal por cual, esa desgraciada se ha largado. Se fue con ese jijo, con ese puerco infeliz de Pánfilo. Usté sabe a quien me refiero, señor, a ese que sería capaz de robarle los cuernos al diablo. Pero si no lo conoce, mejor pa usté, porque acostumbra robar alambre de púas, y no sólo alambre, sino hasta los postes del telégrafo, y no se salva ningún puerco que quede a su alcance. Ojalá se llenara de viruelas o le diera una enfermedad terrible. Llegué a mi jacal. Regresé del monte… En el monte yo corto árboles pa hacer carbón, carbón que vendo junto con alguna madera cuando encuentro algún agente que me los compre, uno de esos agentes que también son unos ladrones. Regreso cansado y hambriento. Regreso a mi jacalito, más hambriento que un perro. Un perro es todo lo que soy, trabajando tanto en el monte. No hay tortillas. En la olla no hay frijoles. Nada. Esa es la verdá, señor, nada. Llamo a mi mujer, a esa tal por cual. Nadie me contesta. La busco, no está. El costal en el que guarda sus trapos, su vestido y sus medias rotas, no está. Ella lo colgaba de un clavo. Mi mujer se ha ido. No volverá más. Nunca más, yo lo sé. Está llena de piojos. Sí, tiene muchos piojos. Y yo no tengo tortillas, ni frijoles negros pa llenarme la panza. Se largó, se fue porque es una desgraciada, una sinvergüenza.
«Si supiera con quién se fue esa bruja maldita, me las pagaría. Ya le enseñaría yo a ese a no robar mujeres honestas y decentes que pertenecen a otros hombres. Es mil, mil veces peor que cualquier perro roñoso. Ahora, dígame usté, caballero, ¿quién me hará las tortillas? Eso es lo que quiero que me diga en seguida.»
Me hizo la pregunta, pero no esperó mi respuesta. Continuó con su relato, sin tomar aliento siquiera.
—Nadie hará las tortillas ahora. Se ha ido, pero a él lo agarraré y no vivirá pa contar quien lo amoló. Regresé a mi jacal, regresé del monte con tanto calor. Regresé con mucha hambre ¡y con una sed! La sed no me importa. Pero llego y no veo ni tortillas, ni frijoles. Se ha ido. Se ha llevado su costal, el mismo costal de azúcar en el que guardaba sus trapos.
En este punto empezó a llorar tan amargamente, que durante dos minutos resultó difícil entender lo que decía, pues su balbuceo era ininteligible. Poco a poco se fue calmando, pero no dejaba de hablar; su charla semejaba la repetición de un disco rayado.
—Regreso a casa. Regreso del monte de duro trabajo, bajo este sol que arde…
—Bueno, amigo —interrumpí antes de que volviera a fluir el torrente de su charla, haciéndome imposible callarle hasta que llegara a aquella parte del relato en la que le era necesario llorar por algunos minutos—. Hablemos de esto con calma. Ya me ha dicho esa triste historia cerca de quince veces. Admito que es dolorosa, pero yo no puedo escucharla mil veces, porque tengo mis quehaceres. Todo lo que puedo decirle es que su mujer no está aquí, en mi casa. Entre y cerciórese usted mismo.
—Yo sé, señor, que ella no está en su casa. Un caballero fino y educado como usted, jamás tocaría siquiera a una puerca piojosa como ella.
Los piojos parecieron recordarle su historia, y comenzó a contarla nuevamente. Aquello empezaba a fastidiarme y dije:
—¿Por qué diablos ha de contarme a mí todo eso? Vaya a decírselo al alcalde: es él quien debe ocuparse de esos asuntos. Yo soy un simple residente, sin nin guna influencia política, ni respaldo de algún diputado. No tengo poder y nada puedo hacer por usted. Pida ayuda al alcalde; él detendrá a su mujer. Es su obliga ción como autoridad del lugar.
—¿El alcalde, señor? Ese es el bruto más grande que hay. Por eso lo eligieron. Le dieron el puesto por ladrón, para que robara. Debiera usté saberlo bien, señor.
—En cualquier forma, amigo, él es quien debe ocuparse de sus dificultades.
—Está usté mal informado, caballero. Usté tiene todo el poder del mundo. Nosotros lo sabemos muy bien. Usté puede sacar con un gancho de alambre las balas de los cuerpos de los rebeldes muertos por los federales, y revivirlos. Yo hablo de esos revolucionarios a quienes les llenan la barriga y las piernas de balas. Su mercé sabe lo que quiero decir, no se haga guaje. A los federales les gustaría saber quién es el gringo que ayuda a los bandidos heridos, pero yo no traiciono a nadie; allá los federales que lo averigüen. Pero usté sabe donde se encuentra mi mujer. Y eso sí me lo va a decir. Dígale que tengo hambre, que regresé cansado de trabajar en el monte, que tiene que hacerme las tortillas y los frijoles, que tengo mucha hambre.
—Bueno, bueno, amigo; tenga calma. Nada más le ruego mucha calma —le hablé como hubiera hablado a un niño—. El caso es así. Yo no vi cuando se fue su mujer; así, pues, como no vi hacia dónde se dirigió, no puedo decirle en dónde se encuentra. Es más todavía, ni siquiera puedo imaginar en dónde se halla. De he cho nada sé, absolutamente nada. No sé cómo es, ni qué apariencia tiene; jamás la he visto. ¿Me entiende? Por favor, amigo, comprenda, no sé nada, absolutamente nada de ella. Gracias por su visita. Y ahora, adiós, estoy muy ocupado.
Me miró con sus ojos oscuros y soñadores, asombrados. Su creencia en la infalibilidad, en la inmaculada perfección de todos los norteamericanos, recibió un crudo golpe. Pero de pronto pareció recordar algo que llevara escondido en el cerebro desde que empezara su relato, y esto era algo que tenía tan íntima conexión con los americanos como el color verde con el pasto tierno.
Así, pues, dijo:
—No soy rico; no, señor. No puedo pagarle mucho. Solamente tengo dos pesos y cuarenta y seis centavos. Eso es todo cuanto tengo en el mundo. Pero le daré toda esta fortuna mía en cambio de su trabajo y de su medicina, a fin de que pueda encontrar a mi mujer y traer nuevamente a mi lado a esa desgraciada, porque tengo mucha hambre.
—No quiero su dinero. Aun cuando me diera mil pesos oro, no podría devolverle a su mujer. No sé en dónde está, y, por lo tanto, no puedo decirle que debe hacerle sus frijoles y sus tortillas. Entienda, hombre, yo no sé en dónde está ella.
En sus ojos se reflejaba una sospecha. No sabía sí en realidad yo ignoraba el paradero de su compañera, o no quería decírselo por parecerme muy poco el dinero que me ofrecía.
Mirándome de aquel modo durante algunos momentos, pudo al fin sacudir la cabeza como si la sintiera llena de dudas sobre algo que antes le había parecido seguro. Honrándome una vez más con su mirada cargada de sospechas, se marchó al fin, no sin que antes hubiera yo tenido que decirle varias veces que necesi taba cocinar mi comida y que no podía permanecer ocioso, parado allí, escuchando el relato de sus dificultades, para las que yo no tenía remedio.
Días después me enteré de que había recorrido todos los jacales de la aldea contando su historia y añadiendo que el curandero gringo, a quien se tenía en tanta estima, nada valía, ya que ignoraba hasta los asuntos más sencillos de la vida.
Aquella opinión suya fue tomada por los pueblerinos como un insulto dirigido a ellos, ya que yo era el orgullo de toda la comunidad, en la que era conside rado como el más grande y sabio doctor sobre la tierra. No lo tengo por seguro, pero me imagino que esas mismas gentes le aconsejaron que empleara ciertos métodos para que yo pusiera en juego mi gran poder misterioso en su favor.
Al día siguiente, poco después del amanecer, regresó a mi casa, se paró junto al cerco de alambre y esperó pacíficamente a que yo tomara nota de su presencia y saliera a hablarle.
Cuando me vio dando a mi burro su maíz, me habló:
—Dispénseme, señor caballero; sólo quiero hablarle un momento, un pequeño momentito nomás, por favor. Acérquese al alambrado y oiga lo que tengo que decirle. Y más vale que me oiga muy bien, porque hablo en serio, de veras, por la Santísima Madre se lo digo, hablo en serio, porque no he dormido en toda la noche.
Me acerqué al alambrado y noté que tomaba del suelo un gran machete cuidadosamente afilado. Debió haber empleado horas para dar a aquella arma el cortante filo de una navaja de rasurar.
Con el semblante fiero, agitó el machete ante mis ojos en tanto que hablaba. De vez en cuando, y aparentando no poner intención en ello, examinaba el filo con el pulgar mojado, luego se quitaba un cabello de la cabeza y lo cortaba suavemente, casi con sólo tocarlo. Cada vez que hacía aquello me miraba para asegurarse de que yo me daba cuenta del filo de su machete.
—¿Así es que no quiere usté decirme en dónde está mi mujer, señor?
—Parece —contesté con dignidad— que tiene un machete excelente, de acero bien templado.
—Seguro que es de buen acero, y lo hicieron en su país, por eso puede usté juzgar que es del mejor que aquí se puede comprar. No vaya a creer que es alemán, porque esos se desafilan con sólo cortar queso. Eso sí, son muy baratos; pero no se pueden cortar troncos gruesos con ellos. En cambio, con éste puedo hacer todo lo que quiera.
—Déjeme verlo de cerca —le rogué.
Me lo tendió sobre el alambrado, pero sin soltarlo.
—Eso no basta —le dije—. Déjeme tocarlo, yo conozco de acero.
—¡Oh! No, señor. No le permitiré que lo toque. Este buen acero no sale de mis manos; no antes de que yo sepa en dónde se encuentra mi mujer. Pero puede usted tocar el filo.
Me dejó tocar el punto de su machete, pero agarró el mango con sus dos manos para evitar que pudiera yo quitárselo. Una vez que había yo probado el filo» jaló el machete y dijo:
—Ahora creo que entiende usté que de un solo golpe puedo cortar la cabeza de un burro, como si cortara puro lodo. Ahora que, si se trata dé la cabeza de un hombre, aún de la de un gringo, en vez de la de un pobre burro, le aseguro, señor caballero, que no tendría que emplear ninguna fuerza con este filoso machete.
¿Qué le parece, señor?
—Si quiere mi opinión, le diré que una bala es más rápida y más certera.
—Ya lo sé, pero una bala, sin pistola pa dispararla, no es lo mismo que un buen machete americano. Todos aquí, en el pueblo, saben que usted no tiene pistola, ni siquiera un viejo trabuco. Si no supiera eso, ni siquiera habría traído mi buen machete. ¿Entiende, caballero?
—Comprendo perfectamente, amigo. Sé que quiere cortar los postes de mi cerca y llevárselos. Pero eso no debe hacerlo, porque sería un robo. Los federales lo fusilarían por ladrón tan luego como vinieran al pueblo, y no tardarán mucho en regresar en busca de bandidos.
—No necesito sus postes y no me los llevaría ni regalados. Están completamente podridos y comidos por el comijén, no sirven pa nada. Puedo hallar mejores en el monte.
—Entonces ¿qué quiere? Tengo que desayunar para ir después al campo a ver mis tomates. Necesito darme prisa ahora que hace fresco.
—Cientos de veces le he dicho, señor, lo que quiero. Por eso afilé mi machete. Quiero que mi mujer regrese. Ahora debe usté decirme dónde se encuentra pa que yo la traiga y le dé una buena paliza antes de decirle que vuelva a cocinarme los frijoles.
—Y mil veces le he dicho yo que ignoro en dónde está su mujer.
—¿Así es que insiste usté en que no puede buscarla?
—Eso es lo que le he dicho todo el tiempo, y no tengo nada más que agregar. Nada puedo hacer. ¿No entiende?
—Tal vez no sepa usté en dónde está. Pero estoy seguro de que si quiere puede decirme donde está. Yo no le puedo dar mil pesos, porque no los tengo, y supongo que tendré que hablarle claro, señor. Si no me dice ahoritita en donde está mi mujer, lo sentiré mucho por usté, pero no hay más remedio, tendré por fuerza que cortar una cabeza. No sé la cabeza de quien, no sé si será la de usted la que debo cortar de un solo tajo con mi buen machete americano. Bueno, pa hablar claro, sería la cabeza de usted; le juro, por la Virgen, que sería la suya.
Levantó el machete sobre su cabeza y lo agitó como podría hacerlo un pirata borracho en las películas. Aquello era peligroso, me encontraba acorralado. Podía refugiarme en mi casuchita, pero tarde o temprano tendría que salir y allí le encontraría esperándome. Además, tenía que recoger mi cosecha, y allí también podía estar emboscado. Los de su especie son pacientes, suelen esperar días y semanas hasta cobrar la pieza. ¿Que le importaba matar a alguien? Se escondería en el monte, y si finalmente era encontrado y lo fusilaban, consideraría que aquel era su destino, el destino al que se le había condenado desde su nacimiento y del que, en su opinión, no podía escapar ni evitarlo. Se encontraba desesperado, no pensaba en ninguna de las consecuencias de su crimen; como un niño testarudo, deseaba ver satisfecho su deseo inmediatamente.
Una vez más le dije lo que le había repetido veinte veces la tarde anterior:
—No vi por donde se fue su mujer. Así, pues, no puedo decir en donde se encuentra en este momento.
Pero mi respuesta había perdido el poder que tuviera el día anterior. Seguramente al relatar a los aldeanos la forma en que yo le había contestado, aquéllos le sugirieron la respuesta que debía darme, pues él nunca habría discurrido aquello, porque su desarrollo mental no llegaba a tanto. Sin duda el pueblo todo se hallaba interesado en la clase de medicina que yo le daría o cómo resolvería su problema.
En ese momento decisivo yo ignoraba que él había conversado con los del pueblo acerca de nuestra discusión de la tarde anterior. Sin embargo, por la forma en que me contestó pude ver inmediatamente que aquello no era de su cosecha, y que se lo había aprendido de memoria, porque no sólo empleaba palabras nuevas para él, sino que actuaba como un mal aficionado.
—Mire, señor caballero; si yo mismo hubiera visto el camino que tomaba mi mujer, no tendría que molestar a usté ahora, porque entonces pa nada necesitaba la ayuda de ningún curandero o ningún brujo tampoco. Todos los del pueblo me han dicho que usté es adivino. Me han dicho que tiene usté dos tubitos negros, cosidos juntos, y que si mira usté por ellos, puede ver a cualquier hombre, mujer, perro o burro que camine por el sendero de aquel monte lejano. Y que también le es posible ver a las águilas en los árboles, aunque estén a cien leguas de aquí. Además, usté les ha contado a las gentes que algunas estrellas están habitadas, y que esta tierra nuestra es también una estrella, sólo que nosotros no podemos verla como estrella, porque estamos viviendo sobre ella. Todas las gentes le han visto cuando por las noches usté mira las estrellas con sus tubos negros, para ver lo que las gentes que viven en las otras estrellas están haciendo y cuanto ganado tienen. También les dijo usté que allá en su país, en el norte, hay sabios que con un tubo negro pueden mirar adentro de las gentes y decir si tienen una bala adentro y en dónde está pa que los dolores puedan sacarla sin abrir toda la panza. También les dijo que se puede hablar con otros hombres que se encuentran a miles y miles de leguas sin gritar como yo lo hago ahora y sin usar siquiera alambre de cobre pa hacer correr por él a las palabras, como pasa con el telégrafo aquí. Quiero que hable usté luego, luego, y aquí delante de mí, a mi mujer, y que le diga que tengo hambre, que quiero que venga ahoritita en uno de esos coches que vuelan.
Cuando terminó de decir aquel discurso con la dificultad y tropiezos con que debía recitar la lección de catecismo, volvió a agitar su machete a la manera de los piratas, con la clara intención de hacer su demanda imperativa.
¿Que podía yo hacer? Para defenderme podría haberlo herido, pero entonces todo el pueblo me habría acusado de tratar de matar a un pobre indio ignorante pero honesto, a un pobre campesino que ningún daño me hiciera y que ninguna intención tenía de hacérmelo, que ni siquiera pretendiera insultarme, y que se había aproximado con toda su humildad a uno de sus semejantes para pedirle la ayuda que ningún buen cristiano le habría negado.
Pero algo tenía yo que hacer para salir del apuro. Siendo considerado un gran doctor, sólo tenía que confiar en mi ciencia. Lo que no sabía era qué clase de medicina tendría que emplear para prevenirme de su desesperación y de su machete, de ese machete que dividía los cabellos en forma casi mágica. La medicina empleada debía ser especial, es decir, lo bastante efectiva para salvarnos a ambos al mismo tiempo.
En aquel preciso momento, cuando me daba a pensar cuál sería el dios protector de los galenos honrados, para invocarlo, para que me iluminara, brilló en mi mente torturada una chispa: la representación mental de dos tubos negros cosidos juntos en tal forma que parecían uno solo.
—No me tardo, me retiro por un momento —dije—, y entré a mi casa.
Salí llevando entre las manos mi modesto binóculo, y lo porté con gran solemnidad, como si se tratara de un objeto sagrado, del mismísimo cáliz.
Con los ojos fijos en la lejanía y medio vueltos hacia las nubes, me aproximé al alambrado cerca del cual mi paciente me esperaba. Lo miraba de reojo para observar su reacción, y saber la cantidad de medicina que debía administrarle.
Poniendo cara de profeta, murmuré dirigiéndome a mi binocular en un lenguaje que bien hubiera podido ser tomado por afgano. Elevé el aparato sobre mi ca beza con los ojos vueltos al cielo, y después lo agité en círculo.
Me percaté de que el indito observaba todos mis movimientos con asombro creciente. Llegó un momento en que creí que la dosis era exagerada y que caería en mis brazos suplicándome que cesara de actuar, por temor a que se le apareciera de pronto algún fantasma o algún pariente muerto.
Pero no habiéndome detenido, tuve que seguir administrándole el medicamento gota por gota.
Con el binóculo firmemente puesto sobre los ojos, me incliné y busqué en el suelo, caminando en círculo. Después elevé la cabeza lentamente hasta poner los gemelos en posición horizontal y di tres vueltas más. Examinando de aquella manera todos los rincones del mundo, dije en voz alta, para que él me oyera:
—¿Dónde estás, mujer? ¡Contesta o te obligaré a hacerlo por medio del cielo o del infierno!
Otra idea cruzó mi mente en aquel instante y pregunté:
—¿En dónde queda su pueblo, amigo?
Trató de contestar, pero la excitación no se lo permitió, no obstante que tenía la boca bien abierta. Tragó saliva y al fin señaló con el brazo hacía el norte.
Así, pues, decidí que su mujer se encontrara rumbo al sur, a fin de que la medicina fuera efectiva en beneficio de ambos.
De repente grité:
—Ya la veo. Por fin, allí está. Pobrecita. ¡Oh, pobre mujer! Un hombre la golpea cruelmente. No sé quién es el hombre, pero tiene bigote negro. Estoy seguro de haberlo visto una o dos veces en este pueblo. ¡Oh, demonio de hombre, cómo le pega! Ella grita fuertemente: «¡Ay, mi querido marido, ven, ven pronto, ayúdame. Sálvame de este bruto que me llevó por la fuerza y sin mi voluntad. Quiero regresar a casa y cocinar tus frijoles, porque debes estar hambriento después de trabajar tanto en el monte. Ayúdame, ayúdame, ven pronto!» Eso es lo que ella dice. Oh, esto es terrible, no puedo soportarlo más.
Como agotado por el trance que aparentemente acababa de sufrir, yo respiraba con dificultad, al mismo tiempo que retiraba el binocular de mis ojos.
El hombre, con el sudor corriéndole por el rostro, gritó como loco:
—¿No se lo dije, señor dotor? Ya sabía yo que había sido ese maldito de Pánfilo quien la había raptado. Él tiene el bigote negro. Ya lo sabía yo, él anduvo detrás de ella desde que llegamos a este lugar. Siempre estuvo rondándola, se paseaba cerca de la casa mientras yo estaba en el monte. Todos los vecinos lo sabían y así me lo dijeron. Yo no he afilado mi machete sólo por gusto. Bien sabía yo que necesitaría cortar la cabeza de algún tal por cual. Ahora tengo prisa por salvarla y atrapar a ese malvado. ¿En dónde está, señor? Dígame, pronto, pronto. Pregúntele, dígale que voy por ella en seguida."
Volví a mirar a través de mi binocular y a murmurar algunas palabras como si interrogara a alguien. Entonces dije:
—Está a mil leguas de aquí. El hombre del bigote negro se la llevó más y más lejos de aquí, tal vez en un carro con alas. Dice que está en Naranjitos, allá en aquella dirección. —Señalé al sudoeste—. Está solamente a mil leguas de aquí, y el camino que hay que recorrer no es muy pesado.
—Bueno, señor; entonces dispénseme, pero ahora tengo prisa, muchísima prisa, porque tengo que salvarla y cortarle la cabeza a ese desgraciado de Pánfilo.
Levantó su morral del suelo, en el que guardaba todo cuanto poseía en el mundo, cosa que facilitaba su vida y que le habría ayudado a ser verdaderamente feliz de no haber sido por las mujeres, que jamás se satisfacen con tan poco y andan siempre en pos de mobiliario costoso y de los refrigeradores que ven anunciados.
Se mostraba en extremo inquieto. Así, pues, consideré conveniente darle una dosis más de la medicina.
—Corra, amigo; apúrese o no la encontrará. Y no se atreva a detenerse en el camino, ya sabe usted que tendrá que caminar más de mil días. Ese bandido pretende llevársela más lejos aún. Más vale que se vaya en seguida.
—Así lo haré, señor; así lo haré en seguida, ya que usté lo dice. Me iré ahoritita.
Levantaba sus pies del suelo, uno después del otro, como si se posaran sobre brasas. Yo sabía que algo le detenía aún, pues de no ser así, se habría hallado ya a un kilómetro de distancia.
Era su cortesía, la cortesía del hombre primitivo, la que lo retenía aún.
Después de empezar varias veces en forma torpe, que al parecer no le satisfacía, pudo hallar al fin las palabras adecuadas.
—Muchas, muchas, mil gracias por su magnífica medicina, señor.
La palabra «magnifica» parecía ser una de las que había aprendido la noche anterior, porque titubeó antes de decirla, con deseo manifieste de no perder la oportunidad de pronunciarla en aquel momento.
—La gente del pueblo —continuó— tiene razón acerca de usté, señor. Sin duda que es usté un gran dotor. Sabe todos los secretos oscuros del mundo. Pudo usté encontrarla tan pronto, con mayor prisa de lo que lo esperaba. Pero quiero decirle que los dos pesos y cuarenta y seis centavitos que le prometí por la medicina, no puedo dárselos. Lo siento mucho, pero siendo usté un gran dotor como es, podrá comprender que no me es posible pagarle ahora. Sólo puedo darle mi gratitud honesta. Mire usté, señor dotor, el dinero lo necesito pa'l viaje; por esto no puedo dárselo a usté. Usté entiende esto muy bien, porque es usté un gran sabio. Adiós, señor, adiosito y otra vez mil, mil gracias.
Y partió con la velocidad de un venado. Unos minutos más tarde, el monte se lo había tragado.
Nunca he engañado a un indio. La medicina que le di fue la mejor que pude recetarle. Ningún otro médico se la hubiera prescrito mejor.
El pueblo a que me referí se encuentra a quinientos kilómetros de aquí. El hombre solamente tenía aquellos dos pesos cuarenta y seis centavos. Así, pues, tendría que hacer todo el recorrido a pie. Nadie le daría ni un aventón, porque no existiendo carretera alguna, no pasan por allí automóviles, y aun cuando pasaran, nadie lo llevaría en su coche, porque los latinoamericanos no son tan tontos para cargar con extraños que se detienen en las carreteras.
El mandarlo a caminar kilómetros y más kilómetros fue una medicina excelente para él y para mí. Me salvó de sorprenderme un día a mí mismo decapitado por un machete «Made in U. S. A.».
Como era un hombre fuerte y sano, acostumbrado a trabajar duramente, caminaría cincuenta kilómetros y encontraría algún trabajo. También podía encontrarse por allí algún puerquito extraviado y venderlo en uno de los pueblos que cruzara, y con el producto llenarse bien la barriga con suficientes tortillas, frijoles, chile verde y unas copitas de mezcal. El estómago lleno le haría olvidar su pena. Cuando encontrara algún trabajo permanente, se establecería en ese lugar, y no transcurriría ni una semana sin que alguna mujer colgara de un clavo de su jacalito la canasta o el costal con su vestido dominguero, empezando desde luego a cocinar los frijoles y hacer las tortillas para él.