SOLUCIÓN INESPERADA
A los escasos dos meses de casado, Regino Borrego tuvo la sensación de que algo faltaba en su nueva vida. No podía precisar lo que aquello era, y a sus amigos explicaba la situación diciéndoles que encontraba la vida matrimonial aburrida y contraria a lo que había esperado.
Pero eso no era todo. Algunos meses después las cosas fueron empeorando, porque Manola, su mujer, no obstante que todavía no cumplía veinte años, se había vuelto mal humorienta y extremadamente regañona. Nadie, al ver aquella mujer joven y bonita, habría podido creer semejante cosa.
Regino se esforzaba por complacerla, pero todo era inútil. Ella siempre tenía alguna crítica que hacer de él. Cuando no era el traje, la forma del cuello de las camisas que compraba, el color del calzado, su manera de comer o el modo de jugar a la baraja. Todo lo que hacía le parecía mal y juzgaba tonto cuanto decía.
Un día ella dijo:
—Qué fastidio vivir contigo. Cuando me casé creí que tenías veintidós años, pero ahora sé que estaba tan equivocada como tu acta de nacimiento. Te portas como si tuvieras sesenta, o más, ochenta años…
Recalcando las palabras, él contestó:
—Pues yo ya estoy harto de ti y de tu constante repelar. Si tú crees que yo parezco de ochenta, tú debes de tener noventa. Durante las horas de trabajo en la tienda, me siento enteramente feliz, pero no hago más que llegar a casa y sentirme extraño, peor aún, como si fuera tu mozo.
—Ni eso podrías ser —repuso ella haciendo un gesto avinagrado.
Guadalupe Zorro, la madre de Manola, enfermó. Se había ido a residir a Los Ángeles cuando su hija casó. Hacía cinco años que era viuda, y sintiéndose aún joven y atractiva, quiso vivir independientemente, tratando de obtener de la vida lo que una mujer menor de cuarenta y con posibilidades puede esperar cuando no se tienen prejuicios ni temor a nada. Pero la razón principal por la cual había cambiado de ciudad era porque no deseaba que la trataran como a suegra. Odiaba a las suegras sobre todas las cosas, porque había tenido que sufrir a uno de los peores especímenes.
Pero la alegre señora se encontraba enferma y telegrafió a su hija para que le ayudara a no morir. En los últimos tiempos había encontrado la vida tan risueña y agradable, que se negaba a renunciar a ella, pues sabía que aún le restaban muchos años buenos.
Manola tomó el primer avión para Los Ángeles, y cuando la muerte la vio llegar regañando a su madre por no haberse cuidado debidamente, echó a correr y no volvió a vérsele por los alrededores.
Cuando ocurrió esto, Manola y Regino tenían ya casi dos años de casados.
Regino no acompañó a su mujer porque tenía el lindo pretexto de tener que atender sus negocios.
Pero ella le escribía todos los días, y en cada carta le enviaba críticas de toda especie y veintenas de recomendaciones acerca de la conducta que debía seguir. El final de todas era siempre «Tu esposa fiel».
Regino se comportaba como cualquier esposo normal que de pronto puede gozar de un respiro en un régimen de vida que empieza a serle insoportable. No acostumbrado a aquella libertad, se sintió cohibido durante la primera semana. Sería exagerado decir que durante la segunda se dio al libertinaje; no era tipo para semejante cosa, pero sí paseó y recorrió libremente varios sitios alegres.
A mitad de la segunda semana recibió solamente una carta de Manola. Se percató de que contenía menos órdenes y muy pocas críticas. A la tercera semana recibió una carta el lunes, otra el miércoles y otra el sábado. Ella le preguntaba maternalmente cómo estaba, y se mostraba comunicativa, diciéndole algo sobre las gentes que había conocido, sobre la salud que su madre había recobrado y las diversiones a que concurría.
La cuarta semana no tuvo correspondencia. Después sus cartas fueron más frecuentes, y por primera vez desde que la conociera, empleaba la frase «te ruego que me dispenses».
Regino no daba crédito a sus ojos y tuvo que leer la carta varias veces para estar seguro de que realmente decía: «Te ruego que me dispenses por no haberte escrito, pero mamá sufrió una recaída. Ahora ya se encuentra mejor y espero que la semana próxima se encuentre enteramente bien, para correr a casa contigo, mi vida, mi maridito adorado.»
El no comprendía bien estas palabras, porque ella jamás le había hablado en esa forma.
La carta siguiente le hizo sentirse mal. Tal vez ella se había trastornado, posiblemente su madre había muerto y la pena la había enloquecido. Sin embargo, su escritura era correcta, las letras se sucedían en orden perfecto, nada había en ellas que indicara desequilibrio mental. Pero las frases y las palabras no parecían suyas, pues ella nunca había dado muestras de emoción bajo ninguna circunstancia, ni cuando se le había declarado, ni cuando se detuvieron juntos ante el altar, ni siquiera cuando después de la ceremonia de la boda se encontraron solos en su alcoba. «Te quiero tanto, a ti y sólo a ti. Tu muchachita siempre fiel.»
—Se ha vuelto loca —dijo Regino a sus compañeros—, estoy seguro; tendré que buscar un sanatorio para ella. ¡Pobre Manola, siempre tan sensata, tal vez demasiado cuerda! ¡Pobre Manola!
—No seas idiota —le dijo su mejor amigo—. ¿Qué sanatorio ni qué nada? No es eso lo que ella necesita. El mal en las relaciones de ustedes viene desde el principio y se debe a que se han conocido desde niños, nunca se habían separado, nunca habían descansado del matrimonio tomando unas vacaciones. Pero ahora que tu esposa ha estado lejos te parece cambiada, la encuentras como una mujer distinta. ¡Sanatorio! ¡No me hagas reír!
Manola no sorprendió a su esposo llegando inesperadamente, no; le anunció el día de su arribo.
Aquí la tenemos ya. Se detiene en el vestíbulo y mira vagamente en rededor como tratando de recordar cómo era su casa antes de irse, después dice:
—Vaya, vaya; así es como las cosas se ven cuando el marido se queda solo. Más confuso que asombrado, Regino cierra la puerta.
Ella se quita el sombrero y deja que él la ayude a quitarse el ligero abrigo que lleva puesto. Con una sonrisa maternal dice:
—Veamos que apariencia tiene mi muchacho; casi me había olvidado de su cara.
Lo toma por los hombros y lo sacude afectuosamente, le mira escudriñadora a los ojos, después toma su cabeza entre las manos, lo besa cordialmente y reclinándose en su pecho le dice con voz arrulladora:
—Te quiero tanto, mi vida, tanto, tanto. Antes nunca me di cuenta de lo mucho que te quería, nunca supe apreciar lo que vales y he cometido muchas tonterías en estos dos años, pero nunca es demasiado tarde para empezar de nuevo, me esforzaré por recompensarte.
Y volvió a cubrirle de besos.
El día siguiente por la noche, después de la cena, ella dijo:
—¿No te cansas de permanecer en casa todas las noches? Debo aburrirte mortalmente. ¿Por qué no sales un poco con tus amigos? Un hombre de negocios como tú debe cultivar sus relaciones con el mundo exterior. Es tonto que un hombre joven viva eternamente colgado a las faldas de su mujer. Anda, sal y diviértete. Te hará bien y refrescará tus ideas. Ve tranquilo, que yo te esperaré.
Mientras se vestía, se la quedó mirando y le dijo:
—Tu madre debe ser una mujer admirable.
—¿Cómo dices? —preguntó no comprendiendo que él suponía a su madre responsable del cambio que se había operado en ella—. ¿Mi madre admirable? Bueno, es lista, sí, pero creo que ahora se confía demasiado. Ya le pasará, dejemos que se divierta. ¿Pero admirable? Tal vez; yo no podría asegurarlo. Para ser franca, no me gustaría que viniera a vivir con nosotros —titubeó un rato y agregó—: Bueno, ahora vete, porque quiero leer. "En cualquier forma —dijo Regino para sí—, su madre le ha enseñado a portarse como una verdadera esposa, porque ¿quién más había de preocuparse por hacerla cambiar en esta forma?
Poco tiempo después, un domingo por la mañana, ella dijo enrojeciendo:
—Bueno, mi vida; creo que debemos prepararnos para recibir a un nuevo miembro de la familia.
—¿Quién viene? —preguntó él inocentemente—. ¿Tu hermano Alberto, el teniente, o quién? Dime. Quienquiera que venga será bien recibido. ¿Quién es?
—No —dijo ella tratando de ocultar la cara—. No se trata de eso. —Y sonriendo agregó—: Te equivocas, tonto, cabeza de chorlito. Me refiero a un nuevo miembro de nuestra familia, tuyo y mío.
Entonces comprendió. Hasta Adán hubiera comprendido mirando aquella cara encendida y sonriente.
Fue un niño. Su padre podía enorgullecerse de él y lo hacía. Se portaba como si nunca hubiera habido otro padre bajo el sol antes que él.
Durante los veintitrés años siguientes, el muchacho hizo cuanto pudo porque sus padres fueran tal vez más felices aún que en los meses que precedieron a su nacimiento.
Regino y Manola habían llegado a ser la pareja legendaria a menudo citada como ejemplo de que el matrimonio no es siempre un fracaso.
En cuanto a Cutberto, su hijo, éste se hallaba profundamente enamorado de Vera, la única hija del señor Jenaro Ochoa, un doctor muy respetado y acomodado del lugar. La muchacha tenía más o menos la edad de Cutberto.
Hacía mucho tiempo que estaban prendados uno del otro, y ella lucía su anillo de compromiso desde hacía más de un año. Sin embargo, no les había sido posible casarse debido a la oposición de los señores Borrego, padres de él.
Por su parte, el doctor, cuya esposa había muerto cuatro años atrás, se hallaba satisfecho con la elección de su hija. Tal vez él sí hubiera podido oponerse al matrimonio, pues estaba en posibilidad de dar a su hija una buena dote que le permitiera escoger mejor partido; sin embargo, estaba satisfecho y Cutberto le parecía el mejor pretendiente del mundo.
Para obtener el consentimiento de sus padres, Cutberto había empleado todos los medios de persuasión posibles, pues tenía la idea de que no podría ser feliz si tanto los suyos como los de su novia dejaban de sancionar su unión. No obstante esto, con sus amigos íntimos se jactaba de tener ideas muy modernistas, y algunas veces, platicando con ellos, hasta habíase atrevido a sugerirles que se casaran a prueba, aún cuando él nunca lo hubiera hecho tratándose de Vera.
Había algo más que considerar desde el punto de vista práctico. Cutberto era cajero de una de las sucursales del banco más importante de la República y le habían prometido ascenderlo a gerente, por lo tanto, el porvenir era brillante para un hombre de su edad. Pero el banco exigía como requisito indispensable que todos sus gerentes fueran casados. Cutberto era ambicioso, y el doctor también deseaba ver a su futuro yerno en buena posición. Pero cuando aquél acudía a sus padres, todas sus esperanzas caían por tierra.
—Puedes casarte con cualquier otra —decía Regino—; te prometo no poner la menor objeción, pero desapruebo en absoluto tu unión con la muchacha Ochoa.
—Bien, pero dame una razón siquiera por la que no deseas que me case con ella. ¿No es bonita?
—Más que bonita, es una belleza.
—¿Sabes algo malo acerca de su conducta?
—Es un modelo de chica.
—¿Les ha hecho algún daño a ti o a mamá o a alguna persona en el mundo?
—No, que yo sepa, y si alguien se atreviera a decirlo le rompería la boca.
—Bien. ¿Entonces cuál es el motivo?
—Simplemente, no quiero que te cases con esa muchacha, eso es todo. Tienes que quitártela del pensamiento.
Y si Cutberto acudía a su madre, ésta le decía:
—No puedes casarte con Vera. Nada tengo que decir en su contra, es una criatura encantadora, pero no puedes casarte con ella, no te conviene, olvídala. Hay muchas otras; a cualquiera otra que elijas la recibiré con los brazos abiertos. Pero a Vera no, tu padre tiene razón.
Cuando las cosas llegaron a ese extremo, el señor Ochoa salió en su ayuda.
—Yo hablaré con tu padre —dijo—. Es un burro testarudo, y así se lo diré. Pienso que tal vez haya elegido a alguna otra novia para ti, pero no lo creo, ¿verdad?
—Desde luego que no. De ser así, hace tiempo que me lo habría dicho.
—Bueno, iré a verlo.
El señor Ochoa visitó al señor Borrego y hablaron sobre el asunto.
—Dígame —empezó Ochoa—: ¿Es que mi hija no le parece lo suficientemente buena para su hijo? Me gustaría oír su opinión; hable.
Borrego se confundió y todo cuanto pudo decir fue:
—Yo nunca he dicho que la hija de usted no sea buena para mi muchacho, ni que sea inculta, ya que la graduaron con todos los honores y tiene mejor educa ción que la que hemos podido dar a nuestro hijo. Así que, por lo que a eso se refiere no hay crítica que hacer.
—Bueno, entonces, ¿cuál es el motivo? —dijo el doctor, excitado y enrojeciendo—. Tal vez no tiene suficiente dinero, ¿eh? Dígalo, es lo único que espero.
—No puedo explicarle, Jenaro Ochoa; eso es todo. Y no daré mi consentimiento porque me desagrada esa unión.
Regino Borrego se puso en pie y dio unas palmaditas en el hombro a Jenaro Ochoa.
Este gritó furioso:
—No me toque si no quiere que lo haga pedazos. Y usted —dijo volviéndose a Manola, que acudía asustada por sus gritos—, y usted ¿qué tiene que decir? ¡Contésteme!
—Estoy de acuerdo con mi esposo —dijo con calma.
—Ahora oigan —dijo Ochoa amenazándolos con el puño—. Estoy harto de su necedad. Los muchachos se casarán y serán felices aún sin sus bendiciones, porque las gentes como ustedes nada valen. La pareja recibirá dos veces, cien veces, mis bendiciones y serán felices a pesar de la oposición de ustedes y tal vez justamente por ella.
Dicho esto, el señor Ochoa salió dando un portazo que hizo temblar toda la casa.
Aquella noche, cuando Cutberto llegó a la casa, dijo:
—Bueno, el próximo sábado al mediodía nos casamos; hemos fijado esa fecha definitivamente, no la aplazaremos más. No esperaremos, no deseamos esperar más. Quedan cordialmente invitados por mí, por Vera y por don Jenaro. Nos complacería mucho que fueran; si no van será muy duro para mí, pero yo he hecho cuanto he podido. Buenas noches.
Dejó la estancia y marchó a su cuarto. La pieza quedó extrañamente silenciosa.
Después de meditar un rato, Manola dijo:
—Lo que no comprendo es por qué tú también te opones. Nunca me diste la razón de ello. Nada puedes decir en contra de esa chica. ¿O tienes algo que reprocharle?
—Tal vez los reproches puedas hacerlos tú —dijo Regino nerviosamente.
—Nunca dije semejante cosa. Lo único que he dicho es que tengo el presentimiento de que ese casamiento no podrá realizarse nunca.
—Eso es exactamente lo que yo pienso.
Él guardó silencio, después se levantó de su asiento y empezó a pasearse por la estancia. Finalmente se paró enfrente de Manola y dijo:
—Tendré que decírselo al muchacho, tendré que decírselo, no me queda otro remedio. ¡Dios mío!
—¿Qué es lo que tienes que decirle? —preguntó ella ansiosamente.
—Que no puede casarse con su hermana.
Manola saltó y se puso de pie, pero inmediatamente después se dejó caer en su asiento otra vez, palideciendo intensamente.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó casi sin aliento—. ¿Cómo pudiste saberlo? ¿Cómo lo averiguaste? ¿Fue Ochoa quien te lo dijo, o quién? Pero ¡qué raro! Ochoa no lo sabe.
—¿Ochoa? No, él no ha dicho una palabra, porque creo que no lo sabe. Eso ocurrió cuando fuiste a cuidar a tu madre enferma en Los Ángeles. El no estaba en la ciudad entonces. Yo me sentía solo y tal vez la señora Ochoa también. Nos entregamos mutuamente, pero la cosa pasó pronto. De todos modos la muchacha Ochoa, es decir, Vera, es mi hija. Como ves, Cutberto no puede casarse con ella y nosotros tenemos que decírselo. El asunto me trae loco, desesperado.
Cuando Regino terminó su historia, no levantó la cabeza. Esperaba una violenta explosión de Manola, o cuando menos toda clase de exclamaciones. Cuando al cabo de un rato no se escuchó ni un grito, ni sonido de ninguna especie, tuvo la idea desagradable de que Manola había muerto repentinamente por la impresión que le causara aquella revelación inesperada. Entonces, envalentonándose muy poco a poco, se irguió para verla.
Con una extraña sonrisa paseándose por sus labios, ella lo miró y preguntó:
—¿Estás seguro, enteramente seguro, de que Vera es tu hija y no la hija del viejo?
—Absoluta y positivamente seguro; lo supimos antes de que Ochoa regresara. Perdóname y ayúdame a salir de esta pesadilla, por favor.
Manola rió nerviosamente y dijo:
—Si estás absolutamente seguro de que Vera es tu hija, entonces no hay peligro alguno si se casa con Cutberto. Porque si estás seguro de que es tu hija, entonces Cutberto no puede ser su hermano.
—¿Cómo es esto? —preguntó él inocentemente, poniendo cara de bobo.
—Cutberto no puede ser su hermano, porque no es tu hijo.
—¿Qué? —dijo, perdiendo el aliento—. ¿De quién es hijo entonces, si no lo es mío?
—De Ochoa. Ocurrió en Los Ángeles, también durante el tiempo que me fui a cuidar a mi madre. Él estaba allí tomando un curso extra relacionado con su profesión. No recuerdo cuál era. Nos encontramos en un día de campo. Yo iba con mi madre y unas amigas. Nos sorprendió una tempestad terrible, y entonces sucedió. Recuerda como estábamos en ese tiempo, nos llevábamos tan mal, estábamos tan desunidos, yo siempre nerviosa a tu lado y sin saber a qué atribuirlo, y es que cuando nos casamos yo lo ignoraba todo, ¡era tan tonta! Me fui a ese viaje convencida de que nuestro matrimonio había sido un fracaso, pensé permanecer al lado de mi madre mientras te planteaba el divorcio.
Ahora era Regino el que se había quedado como petrificado, sin poder articular palabra. De todos modos le hubiera sido casi imposible, de querer hacerlo, pues no era fácil interrumpir a Manola, quien parecía impulsada por una fuerza interior a continuar confesando hasta echarlo todo fuera.
—Después, todo cambió. De pronto comprendí cuánto te quería y qué ciega había estado. Así, pues, volví a casa decidida a empezar de nuevo y a ser toda y exclusivamente tuya. Me convertí en una nueva mujer. Ochoa, sin darse cuenta, cambió el curso de mi vida, me hizo verla desde otro aspecto distinto. Él era mucho mayor que tú y tenía más experiencia en todas las cosas humanas. Desde luego que a partir de entonces nada tuve que ver con él. Nunca. Lo olvidé en el preciso momento en que llegué aquí. Siempre te quise a ti y sólo a ti, pero no lo sabía. Descubrí que tú no eras, que tú no podías ser el padre de Cutberto, y no podías serlo porque yo no había sabido ser una buena esposa para ti. Inverosímil, ¿verdad?, que se pueda querer tanto a una persona que ni siquiera se dé cuenta de que es a causa de ese cariño por lo que se siente una nerviosa e irri table. Y además, el viejo Ochoa nada sabe acerca de Cutberto. Nunca le dije una sola palabra de ello, porque hubiera sido complicar las cosas. Bueno, esa es toda la verdad.
El se la quedó mirando estupefacto largo rato, sin decir palabra.
Así estuvieron lo que a ella le pareció una eternidad. Sintió un extraño consuelo cuando de pronto el silencio fue interrumpido por los pasos de su hijo, que bajaba de su recámara, evidentemente en busca de algo.
Al verlo en la estancia, Regino por fin reaccionó. Levantando la cabeza le gritó toscamente:
—¿A qué vienes? ¿Qué es lo que haces a estas horas? ¿Es que no duermes nunca? Toda la noche te la pasas recorriendo la casa.
Repentinamente cambió de tono de voz y con una mirada significativa a su mujer agregó:
—Este muchacho siempre se presenta cuando menos se le espera… parece tener el don de ser un inoportuno…
—¿Pero yo qué he hecho, papá? Sólo vine por un libro, pues no puedo dormir. ¿Qué pasa? No comprendo. ¿Soy culpable de algo?
—¡Sí tú supieras!… —contestó irónicamente Regino.
—¿De qué se trata, papá? ¿De qué hablas?
—Nada, nada. Ya no tiene importancia. Olvida lo que dije.
Boquiabierto y azorado, Cutberto dio media vuelta para salir de la pieza al mismo tiempo que decía:
—Buenas noches.
—Espera un momento. Quiero decirte algo muy importante —dijo Regino.
Manola, al oír esto, dirigió a su marido una mirada llena de ansiedad, temerosa de que éste fuera a revelar el secreto de familia.
Evitando su mirada, Regino continuó:
—Quiero decirte que desde luego y por supuesto que sí estamos de acuerdo en que te cases, el sábado o cualquier otro día.
Después de escuchar estas palabras, apareció en los labios de Manola una sonrisa de alivio.
Regino siguió diciendo:
—Y puedes estar seguro que nosotros estaremos presentes en tu boda. ¡Quién diga lo contrario, miente! Nunca nos tomaste en serio, ¿verdad? Porque si lo hi ciste fuiste muy tonto. Los estábamos probando a ambos, tu madre y yo, para ver cuánto duraba su cariño. De hecho nos complace que te cases con Vera. Tendrás que hacer todo lo posible para que esa encantadora muchacha sea feliz. Es la criatura mejor del mundo. ¡Su padre sabe lo que dice!
Cutberto no oyó aquellas últimas palabras, pues salió de la casa como un huracán para llevarles la buena nueva a los Ochoa, tal y como se encontraba, en pijama. Al pasar por junto a la puerta de salida, jaló un abrigo que se encontraba allí colgado en una percha, y se lo colocó sobre los hombros, pero sin disminuir en nada su velocidad.
Cuando llegó a casa de su novia y todavía jadeante les comunicó la buena noticia, el señor Ochoa jactanciosamente y pavoneándose le dijo:
—Oye muchacho, te haré una confidencia: Tú eres un gran chico, pero tus padres son las gentes más chistosas y locas que jamás he conocido. No hace dos horas todavía que estaban decididos a suicidarse antes que dar su consentimiento para el matrimonio, y ahora les gustaría que se casaran luego, aún a medianoche. ¿Sabes?, debí hablarles hace diez meses en la forma tan enérgica en que lo hice hoy. Eso habría sido lo más sensato. Ya ves, apenas me les puse «pesado» y cedieron inmediatamente.