ARITMÉTICA INDÍGENA

Durante mi larga vida —ando en los noventa y seis…, bueno… todavía me faltan dos meses y siete días— he aprendido que es casi imposible, si no se desea, morir de hambre en el campo o en las pequeñas aldeas. La cosa es bien distinta en las grandes metrópolis.

Debido a las limitaciones de mi inteligencia, no pude hacer suficiente dinero en la ciudad para sostenerme allí y ser un ciudadano respetable como tantos otros, con una familia y otras lindas cosas. El destino no lo quiso así, y heme aquí, otra vez, en el campo.

Además, siempre tuve la intención de producir algo que pudiera beneficiar a la República, obedeciendo al divulgado lema: «Trabajar y producir es hacer patria.»

Me establecí en una especie de cabaña que estaba sobre una colina a kilómetro y medio de un pueblo habitado por campesinos indios, todos los cuales, según pude enterarme al pasar el tiempo, eran gente buena y honesta.

Cierto día recibí la visita de Crescencio, un vecino del lugar, que empezó por hablarme de varias cosas sin importancia, de tal manera que yo, sin ser adivino, pude darme cuenta de que algún interés lo llevaba, sin que me fuera posible precisar cuál era éste, hasta que dijo:

—Bueno, señor; me voy, hasta luego. Oiga usted…

Los dos estábamos sentados en los escalones del pórtico. Cerca de nuestros pies, mi perra, una terrier, retozaba con sus cinco perritos que había tenido hacía unas seis semanas.

Todo el tiempo mientras conversábamos estuve tratando de investigar lo que Crescencio pretendía, pues tenía gran curiosidad por saber el motivo de su visita.

Por fin dejó de charlar, se levantó, miró a los perritos que jugaban mordiéndose entre sí, chillando, estornudando, tirando a su paciente madre de la cola, de las orejas, de las patas.

Concentró su atención en los animalitos como si se fijara en ellos por primera vez desde su llegada. Luego hizo: «ss-ss, ps-ps, tza-tza-ks-ks, wooh-wooh», como si tratara de asustar a algún bebé. Después se inclinó, los acarició, les dio de palmaditas y finalmente dijo:

—Caray, ¡qué lindos perritos, qué chulos, hermosísimos!

Hasta entonces vislumbré lo que quería.

Cuando se disponía a partir, tomó a uno de los cachorritos, se lo acomodó en un brazo, y le rozó la piel varias veces ante la fingida indiferencia de la madre, que guiñaba un ojo constantemente, viendo como Crescencio consentía a su perrito.

—Perrito lindo —dijo—, de veras, por la Virgen Santísima, que es un perrito muy lindo; será muy bravo, bravísimo, cuando crezca, un buen perseguidor de bandidos y robaganados. Yo conozco bien a los perros. Sé desde el momento en que nacen cuando serán bravos. Ya aprenderá a ladrar fuerte y a ahuyentar a todos los leones y tigres del pueblo. Bueno, señor, este es el que me conviene, exactamente el que be estado buscando. Me lo llevo en seguida pa que se vaya acostumbrando a su amo. Muchísimas gracias, mil, mil gracias, señor, por su amabilidad. Esta fiera hará un gran cazador de ladrones y de conejos cuando lo haya entrenado bien.

Nunca he visto yo que un indio se tome el trabajo de entrenar a un perro, aun cuando tuviera posibilidad de hacerlo.

Crescencio dio la vuelta y antes de salir dijo:

—Con su permiso, señor. ¡Adiosito!

—Oiga, Crescencio —le llamé—, usted no puede llevarse al perrito sin pagarme. Ese perrito cuesta un peso plata.

Se detuvo, y sin mostrar sorpresa, enojo o embarazo alguno, dijo:

—¿Cómo dice usted, señor?

De hecho nunca tuve intención de vender los perritos. Como la madre era la única de su especie en el distrito, los cachorros salieron una cruza horrible, los que desde luego y precisamente por esta razón resultan más adecuados para estas regiones tropicales que los perros de raza fina. De momento no sabía exactamente qué hacer con ellos. Quería dos para mí, los otros tres, sin embargo, no podía regalarlos, pues ello habría sido mal entendido por estas gentes, cosa que habría terminado Por hacerme quebrar tanto financiera como moralmente. Sé por experiencias no muy halagüeñas, que regalar algo que tiene cierto valor sólo nos causa dificultades.

Al día siguiente vendrían del pueblo cinco hombres a pedirme un perro. Dirían: «¿Por qué le dio usted a ese ladrón de Crescencio ese perrito tan bonito? El nunca le ha hecho ningún favor y sólo anda murmurando de usted, en cambio, señor, recuerde que yo le presté mi caballo el otro día y que no le cobré ni un centavito por ello.»

Otro diría: «¿Por qué no me da a mí un perrito, señor americano? ¿No fui yo quien le trajo sus cartas del correo la semana pasada pa que usted no tuviera que ir en medio de aquel calor terrible hasta el pueblo?»

Otro, hubiera interpretado como un insulto el hecho de que no le hubiera yo obsequiado un perro, habiéndolo hecho con otros cinco hombres a quienes él consideraba como a sus peores enemigos, alegando ser tan honesto como los otros habitantes del pueblo y tener el mismo derecho que tenían los por mí favorecidos.

Y cuando hubiera dado todos los perros, vendría algún campesino a pedirme uno de los dos chivitos recién paridos por mi cabra, pues, ya que había yo regalado todos los perros ¿por qué razón no podía yo honrarlo a él, mi mejor amigo, entre todos aquellos que se habían impuesto a mi estupidez? Y si no le daba el chivito, sus amigos insistirían en que yo seguramente lo consideraba un bandido, un cruel asesino, no merecedor de un regalo mío, y así, por mi culpa, perdería su reputación honrada en el pueblo.

Sabedor de todas estas cosas, después de mis largas estancias entre aquellas gentes, tenía que obrar de acuerdo con lo que la experiencia me dictaba. Así, pues, no tenía tiempo que perder y con mayor brusquedad de la necesaria dije:

—Crescencio, el perrito le costará un peso plata, y a menos que traiga el dinero, no podrá llevárselo. Debe usted comprender, Crescencio, que estos perros me han costado bastante por la leche, el arroz y la carne que se comen. Lo siento, pero tendrá usted que dejarlo y traer el peso primero. Crescencio colocó al perrito cuidadosamente junto a su madre quien lo recibió con gran satisfacción, lamiéndole la piel como para quitarle el mal olor que le dejara Crescencio, que aparentemente no era muy del agrado de la madre, pues ella le miró después del baño como diciendo: «Ahora, hombre, no vuelva a tocarlo, porque ya está limpio y quiero que dure así siquiera un rato. Ya puede irse, porque la función ha terminado.»

Evidentemente, hasta aquel momento terminó Crescencio sus difíciles reflexiones, juzgando por el tiempo en que se tardó en contestar:

—Yo le consideraba a usted como un buen cristiano, señor, y siento en lo más profundo del alma haber descubierto que no lo es usted. ¿Cómo puede ser tan cruel y despiadada? ¿Cómo le es posible arrebatar de mis brazos a este pobre animalito indefenso? ¿No se da cuenta de lo mucho que ya me quiere? ¿No se fijó que no quería dejarme y volver al duro suelo? Usted debió haberlo visto, señor; seguramente que lo vio.

—Traiga usted el peso y tendrá el perro.

—¿Todos cuestan un peso? —preguntó Crescencio después de meditar.

—No, éste no —dije señalando a uno al acaso—, éste le costará ocho reales.

(Ocho reales hacen exactamente un peso.)

—¿Ocho reales? —repitió Crescencio—. Ocho reales es muy poco por un perrito tan bonito. De cualquier modo prefiero el que había tomado, ya puede ladrar y tiene una voz fuerte. Veo claro lo que va a hacer con los ladrones. No, señor; no me venderá usted el otro por ocho reales, yo sé bien lo que compro. Me llevo éste por un peso, es el más bravo de todos.

—Bueno, se lo guardaré hasta que traiga el peso.

—Muy bien, señor; hasta mañana.

Con esas palabras Crescencio se despidió y regresó a su casa.

A la mañana siguiente, temprano, Crescencio regresó, y después de mirar pensativo a los perritos, dijo:

—Un peso es mucho dinero, señor. En verdad, creo que es mucho pagar por ese animalito, porque en final de cuentas, ¿pa qué sirve semejante pedacito de carne? Eso es lo que quiero que me diga, caballero. Le aseguro que si ve a un bandido echa a correr con la cola entre las piernas. Un peso plata es muchísimo dinero por un perro que todavía no sabe ni comer solo. Pa decir a usted la verdad, habrá de pasar mucho tiempo antes de que sea útil, antes de que pueda perseguir a los bandidos, a los ladrones de ganado, a los leones y tigres. Y como cazador de conejos, seguramente se asustaría con sólo verlos. Yo creo que no pago un peso por ese perrito que apenas si se ve; cualquier rata hambrienta es más grande que él.

—Por mí muy bien, Crescencio. Si no quiere comprarlo, déjelo; ni quien se ofenda. Un peso plata es mi última palabra.

De pronto cambió totalmente el tono de su voz e inició una nueva conversación.

De no conocer a esta gente, yo hubiera pensado que renunciaba a comprar el perro.

Comenzó por platicar de todo lo ocurrido durante los últimos días en el pueblo. Una ternera se había perdido, aparentemente robada por un puma, cuyas huellas habían sido halladas no lejos del pueblo. El alcalde había recibido una carta del gobierno a fin de que la comisión de salubridad visitara el pueblo con órdenes de vacunar a todos los habitantes contra la viruela. La señora López había tenido un niño la noche anterior, pero tan débil que quizá para entonces ya habría muerto. El único caballo que el señor Campos poseía había sido mordido por una víbora de cascabel, pero parecía estar bien y mejorar de la pierna rápidamente. El maíz crecía regularmente; de cualquier modo, un poco de lluvia le haría bien. Sin embargo, no había señales de que lloviera durante todo el mes, a juzgar por el cielo y el viento.

—La vida no es como antes. No, señor. Debe usted creer a un hombre que la conoce y ha sufrido muchísimo; créame, señor.

Yo me concretaba a escuchar y a asentir con la cabeza, esperando a que llegara al punto esencial. El perrito volvería pronto a la conversación y mi curiosidad era saber cómo volvería a abordar el tema.

Empezó refiriéndose al precio de las muías, de los caballos, de los burros y cerdos, de los huevos y del rendimiento que tendría el maíz el día de la cosecha.

—Hablando de precios y de gastos —dijo Crescencio en el curso de su conversación—, me figuro que debe usted sentirse muy solo aquí en su jacalito. Ayer decía yo a mi mujer; ese gringo que vive en la colina, bueno, dispénseme, señor; quiero decir que la mujer dijo, ese americano míster debe sentirse muy solo, sin tener jamás quién le acompañe. La soledad debe ser insoportable en la colina. ¿Cómo hace usted, señor, pa no volverse loco? Dije a la mujer, sí, yo le dije: Tienes razón, Julia; ese gring… ese americano se volverá loco a fuerza de estar solo, enteramente solo, tarde o temprano perderá la razón, dije yo a la mujer.

Aquello empezó a intrigarme. Claramente presentía que preparaba el terreno para hablar nuevamente del perrito.

—No me siento tan solo como usted cree, Crescencio. Tengo mucho trabajo. Éste ocupa totalmente mi atención y casi nunca me doy cuenta de que estoy solo. Me gusta vivir así, trabajando duramente.

—Eso es, eso es, precisamente, lo que la mujer dice, que tiene usted demasiado trabajo que hacer. ¿Cómo, por todos los santos, puede usted hacerlo todo solo? Cocinar, lavar y limpiar la casa. Ni yo ni la mujer podemos entender semejante cosa.

Naturalmente, un indio es incapaz de comprender cómo un hombre puede guisar su comida y lavar su ropa él mismo si no le queda otro remedio. Algo malo debe ocurrir a los hombres que hacen esta clase de trabajos sin quejarse.

Cocinar, lavar ropa y asear la casa son trabajos propios de la mujer. Un indio moriría antes de guisar su comida, salvo durante largos viajes en los que no puede hacerse acompañar de una mujer.

—¿Conoce usted a Eulalia, señor?

—No, no conozco a Eulalia.

—Verá usted; Eulalia es mi hija. Tiene casi diecisiete años y es muy bonita. Mi Eulalia es bonita, muchísimo muy bonita, la pura verdad, por la Santísima Virgen —dijo, besándose el pulgar para comprobar que no mentía—. Todos lo aseguran. Bueno, es morena, sí, pero no mucho. Tiene los ojos café muy bonitos, muy brillantes, es muy morena. Ya sabe usted cómo se pone uno con este sol tan fuerte. Pero no es negra. No, está muy lejos de ello, se lo aseguro. Es nada más morena como todas las indias de aquí. Debía usted ver su cabello. Tiene el cabello más largo, hermoso y espeso que pueda verse en cualquier parte. Y lo tiene perfumado. Fino, espeso y más sedoso que el de la mujer. Se lo juro a usted, señor.

«Además, Eulalia es muy lista. Casi saber leer y escribe perfectamente bien su nombre. Es muy honesta, eso sí tiene Eulalia. Créame mis palabras, caballero, y muy limpia. Es limpia y muy decente. Nunca va a bañarse al río como su madre y las otras mujeres del pueblo, ¡oh, no señor! Ella no lo hace, porque es muy decente. Acostumbra bañarse en un barril en la casa, sí y dos veces por semana. También se lava el cabello y entonces se lo cepilla horas y horas enteras. No tiene piojos, no, señor; uno o dos tal vez, pero no muchos.»

Con gusto hubiera yo pagado un peso por saber cómo y cuándo saldría nuevamente a luz el asunto del perro. Porque era eso lo que perseguía a pesar de que ya ni siquiera miraba a los animalitos, pretendiendo desviar mis sospechas.

—La vida está muy cara, señor. ¿No le parece? Eulalia, mi hija, es muy económica. Sí, señor, míster. ¿Cuánto cobra doña Cecilia en su fonda por una comida corrida? ¿Sabe usted, señor? Sin duda que lo ignora. A mí me lo dijeron unos arrieros, y aunque usted no lo crea, cobra sesenta y cinco centavitos. ¡Sesenta y cinco centavos por una sola comida y sin agua de tamarindo, que hay que pagarla aparte!

«Ahora, vea usted, señor. Con sesenta y cinco centavitos, Eulalia, quiero decir, mi hija, puede cocinar por lo menos tres comidas, si no es que cuatro, y mucho mejores que las de esa puerca doña Cecilia, y además con las sobras puede usted alimentar a todos sus perros. Eulalia es diez veces mejor cocinera que su madre, sí, señor míster. Debería usted ver y probar las tortillas que ella hace. Son tan delgadas y sabrosas como usted no puede imaginarse. ¿Y los frijoles que cocina? ¡Por mi alma! Cuando uno empieza no deja de comerlos hasta reventar. Son tan suaves como la mantequilla más fina. En cuanto a ahorrativa, no hay otra como ella, es económica hasta con el jabón cuando lava la ropa. Le queda blanquísima con sólo un pedacito así de jabón barato. Yo no comprendo cómo puede hacerlo, pero ella lo hace. Y sabe perfectamente llevar la casa.»

Su dicho era confirmado por su apariencia personal, pues aun cuando su calzón y su camisa de manta estaban viejísimos, aparecían bien remendados y muy limpios. Perfectamente lavados. Resta saber si ello se debía a la laboriosidad de Eulalia o a la de su madre. También su bien alimentado cuerpo, y su sonrisa despreocupada, ponían de manifiesto que en su casa había una buena cocinera.

—Yo y la mujer lo hemos pensado toda la noche —continuó—. Imaginamos que debe usted sentirse muy solo y que, además, no conviene a un caballero como usted cocinar y lavar. Y después de pensarlo más y más, yo y la mujer decidimos que la cosa no podía quedar así, y por eso pensamos enviar a usted a Eulalia para que haga todo el trabajo de la casa.

Cada vez se alejaba más del asunto del cachorro, pero conocedor de la gente de su clase, estaba seguro de que en cualquier momento volvería a la carga.

—Es una vergüenza vivir solo, señor; créame. No resulta bien pa ningún hombre sano. Y además, el hombre que vive solo comete un gran pecado, va en contra de la salud. No debe ser, señor; yo entiendo de esas cosas. Si le compra usted a Eulalia un catre, con sólo un catre y desde luego una cobija, puede quedarse aquí hasta de noche, y así podrá empezar a trabajar muy temprano, cuando haga fresco. A mí no me preocupa que se quede aquí toda la noche, porque usted es todo un caballero. Por supuesto que tendrá que pagarle un sueldo, porque ella no va a trabajar de balde y sólo por la comida que usted le da. Ella necesita comprar sus cosas: vestidos, jabón y todo eso.

Respecto a la permanencia de la muchacha durante la noche, pensé que ello podía traer consigo numerosas complicaciones y que, de no tener un gran cuidado, podría llegar el día en el que tendría que sostener no sola mente a Eulalia y a sus padres, sino a toda su parentela formada por dieciséis o dieciocho miembros. Conozco a americanos, a ingleses y, créanlo o no, hasta a un esco cés, sólo a uno, que se encuentran atrapados en esa forma sin poder escapar. Pero bien podía ella ir en la noche a dormir a su casa y regresar por la mañana para, hacer el trabajo.

La idea no era mala. Además las conveniencias explicadas por Crescencio, me seducían. La verdad, yo perdía mucho tiempo cocinando y lavando, y resultaba tonto, pues una sirvienta podía hacerlo, y mucho mejor que yo. Tenía verdaderos deseos de investigar las propiedades medicinales de aquella gran cantidad de plantas tropicales y no disponía de tiempo para hacerlo, pues eran muchas las cosas que debía atender.

—¿Cuánto querrá ganar Eulalia? —pregunté a Crescencio, quien en último término era el que decidía este asunto.

—Yo creo que doce pesos al mes no serían mucho. ¿Qué le parece a usted el trato, señor?

No contesté inmediatamente, porque me quedé pensando en el sueldo de una sirvienta en mi tierra y que sería aproximadamente de quince a la semana, y no pesos, sino dólares.

Crescencio, viéndome reflexionar, pensó que su alusión a la suma me había dejado sin habla y sin aliento, y dijo, tratando de disculparse:

—Bueno, señor; podemos discutirlo, no fue mi última palabra. Digamos nueve pesos al mes. O… —Con los ojos casi cerrados me vio, tratando de adivinar si aceptaría su proposición—, "o… o… bueno, que sean siete cincuenta. No creo que sea mucho pagar por los montones de trabajo que hay que hacer aquí; todo se encuentra sucio y en desorden, pero no se ofenda, señor, eso es natural cuando no hay mujeres en casa; yo no trato de culparlo.

—Bueno —dije—, la probaré, porque vea, Crescencio, yo no conozco a Eulalia. La dejaré trabajar dos semanas, si resulta buena cocinera podrá permanecer aquí todo el tiempo que yo viva en este sitio, y que será aproximadamente un plazo de seis u ocho meses.

—Ya sabía yo que aceptaría. Yo y la mujer sabemos lo que un hombre quiere y necesita. Ahora me voy, regreso a casa para mandarle a Eulalia en seguida. Tendrá ya tiempo de cocinar la comida de hoy. Fíjese usted bien con qué cuidado hace todo. Su madre la ha enseñado a cocinar y a trabajar muy bien, muchísimo muy bien. Ya en la mañana, antes de que los primeros rayos del sol nos toquen y mucho antes que las gallinas despierten, ella se encuentra en pie, trabajando y trabajando. Ya verá usted por sí mismo y le gustará muchísimo. Bueno, como iba diciendo, tengo que irme.

Me sentí como atontado. Todo aquello me resultaba inesperado, y algo en aquel trato me parecía inadecuado, pero no podía determinar la causa. Si no hubiera hablado respecto a su deseo de tener un perrito, su proposición no me habría parecido extraña; era sólo su pretensión manifestada un día antes lo que me hacía sospechar, pues, sin duda, algo tenía que ver todo aquello con el ofrecimiento que me hacía de su hija para que me sirviera como cocinera. Y cuando dijo marcharse sin hablarme del perrito, me sentí completamente desilusionado, pues siempre me atribuí la facultad de leer los pensamientos de los indios con tanta facilidad como quien lee en un libro abierto.

Había caminado alrededor de cincuenta pasos cuando se detuvo y volviéndose dijo:

—De paso, señor míster, ¿no cree usted justo pagar algo adelantado a Eulalia? Como usted comprenderá, señor, ella tiene que hacer algunos gastos para arreglar sus cositas. Tendrá que comprar un delantal nuevo o sabe Dios qué necesite; ya su madre sabrá decirle. Creo que con medio mes de sueldo le alcanzará.

—Mire, Crescencio; no le puedo hacer ningún adelanto porque no conozco a Eulalia, ni siquiera sé si ella está dispuesta a venirse a trabajar para mí. Puede ocurrir que no nos entendamos y que yo tenga que regresársela. No, Crescencio, no le pagaré nada adelantado, ya recibirá su sueldo al final de cada semana si así lo desea, pero hacerle adelantos, definitivamente no.

Crescencio al parecer se hallaba preparado para mi contestación negativa, porque no se afectó, mostrándose, por el contrario, afable y diciendo:

—Pero, señor. ¿He de ser yo, un pobre indio ignorante, quien baya de decir a usted las verdades acerca de este mundo? Ya es costumbre bien conocida que cuando se contrata a una criada se le paga un pequeño adelanto, podría decirle que casi es una costumbre sagrada, algo que se hace para cerrar bien un trato. De otra manera no quedaría prueba alguna de él, sobre todo en este caso, ya que yo no sé ni leer ni escribir. Yo creo que con dos pesos la cosa queda bien. ¿Qué le parece, señor?

—Bueno, Crescencio; ya que eso es aquí una costumbre, y para demostrarle que no pretendo contradecir los usos de las gentes de este lugar, le daré algo adelantado, pero no más de un peso plata para ratificar nuestro trato.

Fui a traer el peso y lo entregué a Crescencio.

Él lo tomó, lo mordió para cerciorarse de que no era de plomo y dijo:

—¡Mil gracias, señor míster! —Después de lo cual salió.

Nuevamente, no había caminado mucho cuando regresó. Esta vez mirando a los cachorros como si tratara de hipnotizarlos.

Sin decir palabra se aproximó a ellos, y con movimiento seguro tomó aquel que con anterioridad había tenido en los brazos el día anterior.

—Perrito lindo —dijo sonriendo y acariciándolo—. De ayer a hoy ha crecido algo, ¿verdad, señor? ¡Mírele qué dientes más afilados!

Le tocó la dentadura con los dedos y, haciendo gestos cómicos, gritó:

—¡Oh, ah, bichito travieso! ¿Por qué me muerdes?, ¡diablillo! No, no, no muerdas los dedos de tu amo, porque todavía me sirven.

Mirándome de reojo y con los dedos aún en la boca del perrito, dijo:

—¡Caramba, señor; tiene dientes afilados, parecen cuchillos! Mire, fíjese cómo lucha para escaparse de los brazos de su amo. Pero no lo lograrás, mañoso, no lo lograrás; no, señor. Por la Santísima, éste sí que hará un buen cazador de bandidos, y en adelante todos los días, con su ayuda, voy a tener montones de conejos. Oiga usted, señor, qué voz más ronca tiene; hará temblar a los tigres. Nunca vi en toda mi vida un perrito como éste. ¿Cuánto dijo usted que quería por él? ¿Un peso plata? Me parece un pecado, es una barbaridad pedir tanto dinero por un animalito inútil que sólo sabe comer y comer y destruir todo lo que se ponga a su alcance. Pero, de cualquier modo… —suspiró profunda y tristemente—, de cualquier modo, señor, ya que usted insiste en que sea un peso, ¿qué puedo yo hacer? Yo soy muy pobre, muy pobrecito. Un peso es mucho dinero, mucha plata. No comprendo cómo puedo pagar tanto dinero por un perro que de ello sólo tiene el nombre, ya que no sabe ni ladrar ni morder, ni sirve para nada todavía. Pero me quiere tanto el pobrecito, que si no me lo llevo estoy seguro que se muere. Eso sería pecar. No puedo abandonar este inocente animalito. Bien, ya que usted no quiere rebajar ni un centavo, aquí tiene su peso.

Sacó el peso que sólo unos minutos antes le había yo entregado, y cuya procedencia había tratado de hacerme olvidar con su larga plática acerca del perrito y de sus dientes.

Tomé el peso, mi peso.

—Bueno, señor —dijo llevando consigo al perrito—; ahora es mío, ¿verdad, señor? Lo he comprado, ¿cierto? Le he entregado a usted el dinero que por él pedía. ¿Correcto?

—Sí, Crescencio, el perrito es suyo; usted me ha pagado por él, honradamente. Así, pues, el trato está cerrado. Ahora, váyase y mándeme a Eulalia cuanto antes. Me gustaría que comenzara a trabajar desde luego y cocinara ya la comida del mediodía.

—No se preocupe, señor; la mandaré en seguida. Soy su padre y ella hará lo que yo le ordene. Estará aquí antes de una hora con todas sus cosas y se pondrá a trabajar ahoritita.

Así partió.

Esperé una hora, dos, tres, y seguí esperando.

Ya me había engreído con la idea de que alguien hiciera el trabajo doméstico. Me había animado con la idea de tener en casa a una muchacha y de oírla cantar, hablar, arrastrar las cosas y hacer sonar los trastos. Comenzaba a sentirme solo sin su presencia, aun cuando nunca la había visto, la extrañaba ignorando aun su apariencia.

Cuando transcurrieron cuatro horas de nerviosa espera, no pude contener más mi impaciencia. Tal vez algo terrible le había ocurrido. Posiblemente una horda de bandidos había entrado arrasando el pueblo y llevándose a Eulalia.

Así, pues, me dirigí al pueblecito. Todo estaba en calma, como siempre, tostándose a los rayos del sol tropical. Los gallos se paseaban perezosamente, los guajolotes parecían hacer gárgaras, los burros rebuznaban y los perros ladraban y aullaban con aburrimiento. De vez en cuando se oía llorar a un niño.

Llegué al jacalito de Crescencio. A la fresca sombra del techo de palma le encontré, sentado en cuclillas con la gloriosa, imperturbable e inimitable pereza de los nativos del trópico. Jugaba con el cachorrito y ponía tanta atención en ello, que parecía dedicado a la tarea más importante del mundo.

Al verme dijo, sin la menor alteración ni en la voz ni en la expresión de su cara y usando de toda esa graciosa cortesía que constituye la segunda naturaleza del indio:

—Pase, señor, pase por su casa, aquí todos estamos a sus muy amables órdenes.

Yo, desprovisto de esa calma que sólo la cultura verdadera, nacida del corazón, proporciona, estallé inquiriendo:

—¿Dónde está Eulalia? Me prometió mandarla inmediatamente, ¿no es verdad?

—Eso es, exactamente, lo que le prometí, señor, y lo que hice en cuanto llegué a casa.

—Bueno, pues aún no llega.

—Yo no tengo la culpa, señor. Yo la mandé en seguida, pero ella me dijo, ¡y lo dijo con un descaro!, que ella no quería ser cocinera de ningún gring…, es decir, que no quería cocinar y trabajar con ningún americano. ¿Qué podía yo hacer, señor? Dígame. Eulalia es ya una mujer y sabe usted que las mujeres en nuestros días tienen sus ideas. Nunca hacen lo que deben y lo que sus padres les ordenan. Los padres ya no tenemos mando alguno sobre ellas. Todas esas ideas raras las han tomado de las gringas; quiero decir, de las mujeres de su país. —Y movió la cabeza en la dirección en que suponía podría encontrar a los Estados Unidos, caminando lo suficiente—. Se lo juro que la mandé luego, luego, como lo había prometido. Pero no es un burro, yo no puedo arriarla hasta la casa de usted con un palo en la mano cuando ella se niega a trabajar pa usté. Pero por la Madre Santísima —dijo, besándose el pulgar—, juro que cien veces la mandé como se lo prometí. Pero ella no quiere dejar la casa pa ir a vivir y a trabajar a otro lado. Y si la envié en seguida fue porque así se lo había prometido a usted, y yo cumplo con mi palabra.

—En ese caso, Crescencio, tiene usted que devolverme el peso que le di por el contrato.

—¿De qué peso habla usted, señor? Ah, sí, ya recuerdo; el peso de Eulalia. Pero no recuerda usted, señor, que yo se lo di cuando compré el perrito y que usted dijo: «Está bien, Crescencio.» Eso es lo que usted dijo.

Me sentí aturdido, pensé que algo raro debía haber en lo que yo había aprendido acerca del comercio moderno en el curso por correspondencia que seguía. De momento, sin embargo, no pude abarcar bien la situación en la que me había metido y de la que sabía no podría salir muy airoso.

No obstante, algo de lucidez quedaba en mi cerebro y pude decir:

—Si no me devuelve el peso del contrato, Crescencio, tendrá usted que devolverme el perro.

—¿El perrito? —Pareció dudar de mi razón a juzgar por los ojos azorados con que me miró—. ¿El perrito? —repitió en un tono como el que podía emplear para hablar a un fantasma—. ¿El perrito, señor? ¿No habla usted del que tengo aquí en el suelo? ¿Pero no recuerda usted que sólo esta mañana se lo compré y le pagué por él un peso plata, el precio exacto que usted me pidió? ¿No se acuerda, señor míster? Entonces usted dijo: «Está bien, Crescencio.» Eso fue lo que usted dijo, exactamente. Y agregó que el perrito era mío, ya que lo había yo comprado honradamente pagando por él un peso plata.

Recapacité y comprendí que desde cualquier punto de vista que se le viera, Crescencio tenía razón. Pero me quedé con la idea de que algo anda mal en el curso comercial por correspondencia, que titulaban «El Vendedor Perfecto».