–¿Diga? – La voz jadeante de Kim sonó imposiblemente joven e inocente. Nicole nunca había tenido aquel tono, ni siquiera cuando estaba recién salida de la Academia.

–Hola, nena. Soy yo, George.

–¿Quién?

Tuvo que echarse a reír.

–¿Así de memorable fue? George. ¿No me recuerdas? George Faulkner.

–¡Dios mío, George! Lo siento, no te oía bien. Aquí hay mucho ruido, y… Dios santo, claro que me acuerdo. ¿Por dónde andas? Aguarda un minuto, voy a cambiar de teléfono.

Se oyó un sonido seco y luego sólo ruidos del bar, música alta, risas. Tras un chasquido regresó la voz de Kim.

–Cuelga, Carol. – Y después más fuerte-. Que cuelgues. – Por fin con un tono estridente, ensordecedor-: ¡Te digo que cuelgues el jodido teléfono! ¡Ya!

Los ruidos del bar desaparecieron y volvió Kim, tan dulce e inocente como siempre.

–Cariño, qué contenta estoy de que hayas llamado. Estaba empezando a pensar que te habías olvidado de mí. ¿Dónde has estado en estos tres últimos días? ¿Puedo verte esta noche?

Frío y calor. Neurótica y dulce. Kim era una actriz, George lo sabía; él mismo era también un poco actor.

–Estoy en medio de un trabajo -le dijo-. No puedo librarme. De todos modos, esta noche no.

–¿Dónde estás ahora? Si puedes venir aquí ahora mismo… -Su voz se perdió, dejando que la imaginación de George se encargara de rellenar el resto de la frase.

George era demasiado alto para que le sirvieran de algo los para petos que llamaban «protecciones de la intimidad» de aquel teléfono público. Aun así, se agachó para acercarse al auricular, deseando poder deslizarse por la línea, poder escaparse incluso media hora. Tenía una estupenda imaginación.

–Creía que el club tenía sus normas en cuanto a lo que sucede en tu camerino.

–¿Estás en la ciudad? – Ahora la voz de la chica era enorme mente más jadeante. Susurrante, íntima-. Porque si es así, me gusta ría enseñarte lo que pienso yo de las normas en lo que se refiere a ti y a mí.

George suspiró.

–Estoy aquí… de momento, pero no puedo escaparme -dijo- Ya estoy rompiendo todas las reglas sólo con llamarte.

–Supongo que no podrás decirme lo que estás haciendo.

–Ni por lo más remoto.

–¿Ni aunque te suplique y te haga toda clase de promesas?

Las imágenes que le vinieron a la mente eran como para pararle el corazón. Kim sabía hacer cosas con los labios y la lengua que bien podrían merecer figurar en el Libro Guiness de los Récords.

–No.

–¿Es terriblemente peligroso?

–Increíblemente peligroso -bromeó él.

Hubo una pausa, y cuando Kim habló de nuevo, su tono era distinto, más bajo.

–Tendrás cuidado, ¿verdad?

Durante varios segundos, George guardó silencio. Kim parecía estar sinceramente preocupada.

–Sí -dijo al fin. Maldición, a lo mejor se preocupaba de verdad por él. ¿No era aquello retorcidamente irónico? Por fin encuentra uno la relación sexual perfecta, basada puramente en necesidades fisiológi cas, las suyas y las de ella, y la chica empieza a desarrollar un punto tierno en el corazón-. Por supuesto que sí.

–¿Cuándo voy a verte? – inquirió Kim, todavía en aquel tono calmo. Aquella voz lo asustaba, pero le gustaba al mismo tiempo. Le gustaba demasiado. Dios sabía que Nicole nunca le había hablado en un tono como aquél.

–No lo sé -admitió-. Es posible que pase otra semana, quizá más. – Echó un vistazo al reloj deseando poder hablar un poco más, pero contento de no poder hacerlo-. Oye, nena, tengo que irme.

–George.

–Kim, lo siento, de verdad tengo que…

–Llámame en cuanto puedas. Tengo una sorpresa para ti. – Y a continuación hizo desaparecer toda posibilidad de sorprenderlo diciéndole, con todo detalle, lo que iba a hacerle la próxima vez que se vieran.

Para cuando George colgó el teléfono, estaba aferrado con tal fuerza al parapeto separador del teléfono que se le habían puesto los nudillos blancos. Respiró hondo, trémulo, y después dejó salir el aire de golpe.

Encendió un cigarrillo y no se dio ninguna prisa en regresar al hotel, disfrutando del frescor del aire primaveral en la cara. La semana siguiente iba a transcurrir demasiado despacio, pero pasaría por fin. Y entonces vería a Kim.

Y entonces cerraría los ojos y fingiría que estaba otra vez con Nicole.

–Señoras y señores -dijo Nicole al tiempo que abría la portezuela del coche y se apeaba para dejar salir a la pasajera-, permítanme que les presente a la señora Bárbara Conway.

Harry tosió para disimular la risa al ver a Alessandra saliendo con porte elegante del asiento trasero del automóvil.

Debería llevar la larga melena teñida de un tono castaño corriente y con un corte lo menos llamativo posible. Debería ir vestida con ropa de grandes almacenes que le sentara mal, y poco o nada maquillada. Pero, en lugar de eso, tenía el aspecto de una estrella de cine. Ataviada con un cuerpo negro y ceñido con cuello de cisne y un pan talón negro entallado, además de unos excéntricos zapatos de tacón que la hacían sus buenos tres centímetros más alta, resultaba tan poco llamativa como una recua de elefantes desfilando por la acera. Llevaba el cabello largo y teñido de un negro brillante. Aquel nuevo color de pelo hacía destacar sus ojos, que parecían más luminosos y de un azul todavía más sorprendente. Enmarcaba su claro rostro acentuando sus rasgos perfilados, la nariz alargada y elegante, y los labios llenos y muy rojos. Resultaba notoriamente singular. El nuevo color de pelo de hecho la volvía más fácil de identificar.

Harry lanzó una mirada a George, que también estaba sufriendo un repentino acceso de tos. Los otros agentes, Christine McFall y Ed Bach, parecían sentirse violentos. Toda aquella operación tendría éxito sólo si hacían mal su trabajo, y Alessandra era la prueba viviente de que era justo lo que acababan de hacer. Si Trotta estaba buscando -y Harry sabía que estaba buscando, sobre todo desde que iban por ahí dejando caer ciertas pistas no demasiado sutiles acerca de la localización de la víctima-, no tendría ningún problema en absoluto en dar con Alessandra Lamont en aquel pueblerino pajar.

Alessandra se deslizó unas gafas de sol ante sus bellos ojos y echó un vistazo a su nuevo hogar.

Paul’s River, en el estado de Nueva York.

Era la zona norte del estado, junto a la frontera con Connecticut, a unos treinta kilómetros al norte de la carretera 684. Era rural, con un gran número de casas como aquélla, separadas de su vecino más próximo por ochenta amplias hectáreas de terreno. Las ondulantes colinas se veían salpicadas de tierras de cultivo, lo cual formaba un paisaje de lo más pintoresco y proporcionaba espacio abundante para repeler un golpe de la mafia arriesgando tan sólo las vidas de unas cuantas vacas extraviadas. Y lo mejor de todo: se encontraba a dos horas en coche de la ciudad de Nueva York, lo cual facilitaba el desplazamiento a diario tanto de agentes como de matones.

Bajo la atenta mirada de Harry, Alessandra recorrió con la vista la blanca casita de campo al estilo de Cape Cod, del tamaño de un sello de correos, desde la pintura desconchada de las buhardillas hasta la pintura desconchada de la puerta de color rojo descolorido. No era una gran casa, al menos en comparación con el palacio en el que vivía en Farmingdale. Pero, para mérito suyo, no lanzó ninguna exclamación de horror ni de consternación. Ni siquiera torció el gesto con asco.

Simplemente miró.

Los parterres de flores de la entrada estaban invadidos de malas hierbas; el césped -si es que se podía llamar así- llegaba a la altura de las rodillas en algunos sitios, mientras que en otros se veía yermo y polvoriento. No había ningún árbol en la hectárea de terreno que rodeaba la casa, y todo estaba inundado por la fuerte luz del sol primaveral. En verano, haría un tremendo calor tanto en la casa como en el jardín. El jardín de atrás estaba rodeado por una cerca metálica, alta y fea. Era de esas cercas que uno levanta quizá después de construirse una piscina, pero no había ninguna a la vista.

Una de las ventanas delanteras estaba rota y mostraba el cristal pegado con esparadrapo. El garaje -una estructura independiente- parecía estar a punto de hundirse con la próxima ráfaga de viento suave. Comparada con la casa que Alessandra poseía en Farmingdale, aquélla suponía un importante -muy importante- paso atrás.

Se volvió para ver cómo se iba el automóvil municipal que la había traído.

–Deberíamos entrar -le dijo Nicole-. Durante las primeras semanas, tendrá que llevar una vida discreta.

Alessandra apartó la vista del polvo que levantaba el coche al marcharse, con los ojos ocultos tras las gafas de sol.

–Pensaba que aquí iba a estar a salvo. – Su tono de voz era grave y controlado-. ¿Me está diciendo que voy a tener que esconderme dentro de la casa?

–Es sólo por precaución -dijo George con suavidad-. Duran te los primeros días.

–¿Días? – preguntó Alessandra, y miró a Nicole-. ¿O semanas?

–Aquí tengo la llave de la puerta de atrás. – Nicole evitó tanto a Alessandra como la pregunta que había hecho ésta, y se dirigió por el largo camino de entrada hacia la puerta que había en la cerca metálica.

Bach y McFall también dieron media vuelta, incómodos con el papel que estaban representando en aquella operación de equipos especiales. George ya se había apresurado a seguir a Nicole.

Sólo quedaba Harry.

Alessandra no lo miró por espacio de unos instantes antes de darse la vuelta, pues estaba claro que creía que él también daría de lado la pregunta.

–Semanas -le dijo él, y ella se volvió, con una expresión de sor presa que turbó momentáneamente el semblante casi de princesa imperial que lucía desde que se apeó de la limusina.

Harry le indicó con un gesto que lo precediera al bajar por el as falto agrietado del camino de entrada. Su majestad.

–Es probable que sean semanas.

A Alessandra no le gustó su respuesta, pero le gustó más que no recibir ninguna respuesta en absoluto, de modo que asintió con un gesto y dijo:

–Gracias. – Su sonrisa fue muy pequeña y ligeramente ladeada, y no formaba parte del papel de princesa. Era muy posible que fuera sincera.

Harry percibió una ráfaga de su perfume cuando pasó por su lado. Era de una dulce fragancia, deliciosamente fresco y muy familiar. Era la misma fragancia que llevaba cuando él fue por primera vez a la casa de Farmingdale, la noche del allanamiento y los actos de vandalismo.

Si el equipo de matones de Trotta no la veía acercarse a la distancia de un kilómetro, siempre podría oler su perfume.

Dios, aquel montaje lo ponía nervioso. No sabía qué era, la situación, el programa, el objetivo.

El objetivo. Alessandra Lamont lo ponía nervioso en más de un sentido. Pero no era la primera vez que había trabajado protegiendo a mujeres hermosas. ¿Qué tenía aquélla en particular para no poder olvidarla?

Nicole estaba forcejeando con la cerradura de la valla, pero por fin logró abrirla, e indicó con un gesto a Alessandra que pasara la primera.

Harry vio el perro antes que ella, antes que los demás. Estaba allí silencioso, amenazador, en el patio cercado, a la sombra del garaje, pero ahora se abalanzó sobre ellos, un enorme pastor alemán de dientes afilados y un gruñido muy convincente.

Harry fue el primero que se lanzó adelante y empujó a Alessandra hacia atrás para apartarla del camino al tiempo que propinaba una patada a la verja justo a tiempo. Hasta Nicole chilló alarmada cuando el perro se estrelló contra la cerca haciéndola vibrar contra los postes, mientras Harry luchaba con el pestillo.

Alessandra había caído al suelo, y George y los otros dos agentes la ayudaron a incorporarse de nuevo mientras el perro se ponía a ladrar y a atacar con saña los dedos de Harry. El ruido era ensordecedor, casi como una alarma contra robos.

Por fin, con la ayuda de Nicole, consiguió asegurar el pestillo sujetándolo con todos los dedos.

George había sacado a Alessandra fuera del alcance de aquel griterío, y ahora la tenía aferrada a él, con la cara escondida contra su chaqueta y todo el cuerpo tembloroso. Se había desgarrado el pantalón y se había despellejado por lo menos una rodilla, pero al parecer no se había dado cuenta. Se limitaba a colgarse de George como si al soltarse fuera a caerse de un quinto piso.

Maldita sea, podría haber sido él quien tuviera aquellos brazos rodeándole el cuello.

Harry apartó aquel pensamiento tan rápidamente como se le había ocurrido. Idiota. Era totalmente idiota pensar así de aquella mujer. Y aunque no era ningún genio, desde luego que tampoco era un idiota.

–¿Quién ha pedido que haya aquí un perro guardián? – ladró él incluso más fuerte que el perro en cuestión.

Nicole tenía el rostro enrojecido por la cólera, pero Harry apostó a que lo que más la había fastidiado era haber proferido aquel grito tan claramente femenino cuando el perro atacó, y no el hecho de que huviera aparecido allí un perro guardián sin autorización.

Bach repasó frenéticamente los papeles de su tablilla, buscando alguien a quien echar la culpa. No tuvo que buscar mucho antes de que McFall diera un paso al frente.

–He sido yo -dijo la agente, serenamente dispuesta a enfrentarse a la cólera de Harry y de Nicole-. Sabíamos que la señora La… Conway tenía problemas con los perros, formaba parte de la información que figuraba en su expediente. Creímos que un perro guardián proporcionaría una buena tapadera, simplemente por eso. Cualquiera que la esté buscando no se esperará que tenga un perro. Yo di la orden antes de… -Miró a Alessandra, consciente de que estaba a punto de decir demasiado.

Había dado la orden antes de saber que todo aquel trabajo era un montaje, antes de saber que el equipo especial de hecho quería que Michael Trotta encontrase a Alessandra Lamont.

–El perro se llama Schnaps. – Para sorpresa de Harry, George habló en alto, elevando la voz para hacerse oír por encima del estrépito-. Su entrenador es Joe Harris. Yo trabajé con los dos hará unos tres años. – Intentó pasar a Alessandra a manos de Bach, pero el aturullado agente apenas podía manejar a un tiempo su tablilla y su bolígrafo, de modo que la mujer se vio impulsada en la dirección de Harry.

Harry lo intentó. De verdad que lo intentó. Primero trató de apartarse a un lado y empujar a Alessandra hacia Nicole, pero ésta es taba ocupada en hacer de jefe airado. Eso significaba que Alessandra era toda suya. Parecía estar perfectamente bien aguantándose de pie ella sola, de modo que le agarró el brazo con una sola mano, tocándo la con el menor número posible de dedos.

–Llévala a la entrada principal -le ordenó Nicole en tono áspero antes de lanzar una mirada furiosa a George-. ¿Puedes hacer que se calle ese perro?

Alessandra estaba demasiado ansiosa por dirigirse a la fachada principal de la casa, así que se zafó de Harry y echó a andar hacia los coches, casi corriendo. Él tuvo que darse prisa para alcanzarla. Al volverse, vio que George le hacía una seña con la mano al perro y, como por arte de magia, como si accionara un interruptor, dejó de ladrar.

George Faulkner había trabajado con perros. Quién iba a imaginárselo. Harry habría pensado que su compañero sentía una total aversión a encontrarse pelos de perro en sus trajes de diseño.

–Se me dan especialmente bien las perras -oyó decir a George con su habitual estilo suave, falto de expresión.

Harry tuvo que echarse a reír, imaginando a Nicole poniéndose furiosa lentamente, pues sabía que ella no podría replicar a la sutil pero mordaz observación de su ex marido delante de los otros dos agentes. Pero estaría deseando hacerlo; de hecho, seguro que le estaban entrando ganas de comérselo vivo.

Alessandra se sujetaba a sí misma, con los brazos cruzados sobre el pecho como si fuera a desmoronarse en pedazos si se soltara.

–¿Le parece gracioso?

Harry se puso serio al instante, muy consciente de que lo último

que Alessandra necesitaba era pensar que él se estaba riendo de ella.

–No -dijo-. No, estaba sólo… Se trata de George. No sabía que hubiera trabajado con perros.

Alessandra estaba temblando. Tuvo que sentarse sobre el hormigón agrietado de los peldaños de la entrada. Tenía la rodilla izquierda claramente despellejada y sangrando a través del agujero del pantalón. Se le había revuelto el pelo y se le habían roto las gafas de sol. Allí sentada, parecía desvalida, todo lo contrario a la mujer fría y segura de sí misma que se había apeado de la limusina sólo unos minutos antes. Era como si aquella mujer se hubiera deshinchado igual que un globo en el instante en que se vino abajo su elegante fachada.

–¿Se encuentra bien? – Harry se sentó a su lado, lamentando lo que le había pasado pese al hecho de que se había jurado no hacerlo. Ella no era una víctima, se había metido en aquello ella sola, igual que había ofrecido sus votos matrimoniales a Griffin Lamont.

–Eso depende de si considera que puede estar bien una persona que está a punto de vomitarle en los zapatos.

Harry se miró los zapatos.

–Éstos son viejos. Haga lo que tenga que hacer.

Alessandra rió, pero entonces, de forma casi instantánea, se le llenaron los ojos de lágrimas y le tembló el labio inferior. Qué suerte, pensó Harry. Iba a ponerse a llorar.

Pero ella luchó contra aquel impulso e intentó contener las lágrimas. Harry tuvo que concederle aquel mérito.

–Odio esto -le dijo-. Odio esta casa, odio mi pelo, lo odio a usted.

–Ya lo sé -dijo Harry. Ella lo odiaba. No debería importarle, pero le importaba-. Y sé que no va a creérselo, pero lo siento.

Sonya era una de esas mujeres que están más guapas cuando lloran. Harry había esperado, y anhelado, que con Alessandra sucediera lo mismo. Las lágrimas perfectamente derramadas ya no tenían el poder de conmoverlo. Pero las de Alessandra llegaron en aluvión, en un arrebato no coreografiado, acompañadas de ojos hinchados y nariz roja y goteante. Ella luchó denodadamente por reprimirlas, con uñas y dientes, aunque sabía que era una batalla perdida.

La de Harry también era una batalla perdida. Soltó un juramento y la rodeó con un brazo. Medio esperaba que Alessandra se pusiera rígida y se zafara de él, pero es que estaba totalmente abrumada. Se aferró a Harry, agarrada a su chaqueta y con el rostro apretado contra su cuello.

Era cálida, mucho más cálida de lo que parecía cuando represen taba el papel de princesa imperial. Y también era blanda. Y olía tan bien que empezó a dolerle la garganta.

Maldijo de nuevo, esta vez con más suavidad, sin poder abstener se de acariciarle el pelo. Pasó los dedos por su cabello fino como el de un niño, sabiendo que no lo estaba haciendo sólo para proporcionar le consuelo a ella; ansiaba tocarle el pelo desde el momento mismo en que la conoció.

–¿Ese perro va a quedarse ahí para siempre? – preguntó Alessandra con la voz amortiguada.

Para siempre. Era un término relativo, teniendo en cuenta que, en contra de lo que creía Alessandra, no iba a estar mucho tiempo en Pauls River. Además, después de que Trotta intentara matarla, después de que tuvieran todo lo que necesitaban para poner a aquel hijo de puta a la sombra para mucho tiempo, ella sería trasladada otra vez. Incluso entonces, no existiría garantía alguna de que se quedase en ese nuevo sitio durante mucho tiempo. Nunca había garantía de nada. Para siempre era un concepto poco realista…, excepto cuando tenía que ver con la muerte. Estar muerto, o llorar por alguien que hubiera muerto; ésas eran las únicas cosas que Harry sabía que duraban para siempre, de modo implacable, interminable.

–Si quiere -le dijo-, nos llevaremos al perro.

–Quiero.

–¿Tanto la asusta el perro?

Ella extendió una mano tratando de mantenerla quieta, pero no pudo.

–No, yo siempre tiemblo así.

Harry sonrió. Le gustaba su actitud, su malicia, si uno quiere, más que aquella frialdad carente de emociones de la princesa imperial.

–He leído el expediente que ha mencionado Chris McFall. Les dijo a los agentes que tenía un problema con los perros, que eso era algo que sabían muy bien tanto su marido como los amigos de él, y también Michael Trotta.

–Michael Trotta lo sabía -dijo ella en tono inexpresivo.

–Entonces, todo correcto -dijo Harry-. Por eso pensó Chris que era una buena idea tener aquí un perro, y por eso lo mejor para usted es que Schnaps se quede. Si de verdad no quiere que Trotta la encuentre, tiene que actuar de modo totalmente distinto al modo en que actuaría Alessandra Lamont. Tiene que convertirse en Bárbara Conway en todos los aspectos posibles. Y si Bárbara está mejor escondida porque tiene un perro enorme, pues…

Alessandra levantó la cabeza. Se le había corrido el rímel alrededor de los ojos hinchados y le goteaba la nariz. Vista de esa forma, parecía casi humana.

–Seguro que usted piensa que debería haber permitido que me tiñeran el pelo de aquel espantoso color castaño, ¿verdad?

Harry tuvo que sonreír.

–¿Es eso lo que ha ocurrido? Como no le gustaba el color, ¿les dijo que se lo tiñeran de este tono más oscuro?

Ella se secó la cara con las manos.

–Era verdaderamente horrible. Resultaba realista, pero ¿quién puede desear llevar el pelo de un color tan anodino?

–Alguien que intente esconderse de un matón de la mafia -sugirió él.

–¿Tiene un pañuelo?

–¿Tengo aspecto de ser un tipo que lleva pañuelo?

Ella negó con la cabeza y, renunciando, se secó la nariz con el dorso de la mano.

Harry aún la rodeaba con el brazo, y le dio un apretón para tranquilizarla antes de apartarse.

–¿Por qué no se concede unos días para acostumbrarse al perro y…?

–No me acostumbraré nunca. Me aterrorizan hasta los perros pequeños. – Sorbió profundamente y se dejó caer desanimada, con la barbilla en las manos y los codos encima de los jirones del pantalón-. Estoy tan cansada.

–Han sido dos días muy duros. Yo también estoy muy cansado.

Los dos permanecieron en silencio por espacio de unos instantes. Mientras Harry contemplaba el patio vacío, ella miraba al suelo como si la fascinase un hormiguero que se veía empujado fuera del polvo endurecido que había al pie de los escalones.

Pero entonces habló.

–Ayer no tuve la oportunidad de decir esto. – Levantó la mirada-. Sin embargo, siento mucho lo de su hijo. No puedo ni imaginar

lo que debe de ser perder así a un hijo. – Rió, pero en su risa no hubo humor alguno, y volvió a escrutar a las laboriosas hormigas-. Sé perfectamente lo que es querer tener uno y no poder tenerlo, y también sé lo que es intentar adoptar y ser rechazada, pero no tiene nada que ver.

–Aguarde un minuto. – Harry se volvió hacia ella-. ¿Usted quería tener niños?

–Griffin y yo pasamos dos años intentando tener uno. – Alessandra se encogió de hombros, pero de nuevo le tembló el labio, y Harry comprendió que no estaba muy convencida de lo que le estaba diciendo-. Me hice absolutamente todas las pruebas reglamentarias antes de ser declarada estéril. Dios, odio esa palabra. Los médicos creen que una escarlatina que tuve de pequeña, en sexto curso, pudo ser la culpable.

Bueno, en efecto había un giro nuevo en aquella historia. Griffin Lamont no había iniciado el divorcio de su esposa porque ella se negara a tener un hijo suyo; la había dejado porque no podía tenerlo. Hijo de puta.

–Dios -dijo Harry-. Lo siento. Me cuesta creer que usted y Lamont intentasen adoptar y fueran rechazados.

–Griffin se negó a adoptar. Yo lo intenté sólo después de separarnos. Existe una niña que se llama Jane Doe… (Doe en inglés significa coneja». (N. de la T))

¿Puede creerse que en el hospital le pusieran ese nombre? No la quería nadie porque probablemente no podría andar nunca y porque tenía que sufrir un montón de operaciones de corazón. Pero yo la quiero, y sin embargo ellos creen que estará mejor en una institución que conmigo. Por eso me desesperó tanto el hecho de quedarme sin la ropa nueva.

Harry no entendió.

–Cuando estalló la bomba del coche -explicó ella- y yo, ya sabe, le propiné un rodillazo…

–Ya -dijo Harry-. Me acuerdo muy bien de eso.

–Tenía una reunión a la que acudir, una entrevista para ver si yo resultaría aceptable como madre adoptiva de Jane. – Le tembló el labio-. Creía que si me presentaba con buen aspecto les gustaría y me ciarían a la niña. En aquel momento no se me ocurrió que estaba arriesgando mi vida por aquella ropa nueva, que ya no tenía una casa a la que llevar a Jane a vivir.

–Pensé que estaba loca -le dijo Harry.

–Sí, puede que lo esté -repuso ella-. Si querer a esa niña me vuelve loca, entonces sí que lo estoy. – Miró a Harry con los ojos de nuevo arrasados en lágrimas-. Ahora ya no la tendré nunca.

Harry no pudo soportarlo. Alzó una mano vacilante, sabiendo que tocarla era una gran equivocación. Aun así, le posó la palma de la mano en la espalda.

–Lo siento mucho -le dijo.

Alessandra se irguió y se volvió hacia él, y se arrojó en sus brazos como si estuviera hambrienta de cualquier clase de contacto humano, incluso el de un hombre al que había declarado que odiaba.

–Quiero irme a casa -susurró-. Por favor, ¿no puede llevarme a casa?

Su casa era un montón de escombros y cenizas, acordonado por una cinta amarilla de la policía.

Harry le acarició la espalda con gesto torpe, temeroso de abrazar la demasiado.

–No puedo hacer eso, Bárbara.

–¡Dios, no me llame así!

–Es como se llama ahora. Tiene que ir acostumbrándose.

–¡No quiero acostumbrarme! ¡Quiero irme a casa! Quiero poder ir a ver a Jane. – Levantó la cabeza-. ¡Por favor, Harry! Debe de estar preguntándose dónde estoy. Sólo quiero regresar a Long Island.

A Harry se le encogió el corazón.

–No puedo llevarla allí.

–¿No puede o no quiere? – El rímel le corría por las mejillas formando ríos negruzcos-. No tengo necesariamente que estar aquí, ¿no es así? Usted no puede obligarme. ¿O sí puede?

Maldita sea. No podía dejarla marchar.

–Le corresponde a usted decidirlo, pero…

–Quizá debería irme y arriesgarme con Michael Trotta. Harry la agarró más fuerte.

–¿Es que quiere morir? ¿Es eso lo que quiere?

–¡No! Pero no creo que Michael realmente quiera matarme. Me cuesta… Después de haber devuelto el dinero… -Se secó los ojos tratando de explicarse-. Si me quedo aquí, haré sólo lo que me diga el FBI. ¿Cómo sabré que no están ustedes equivocados?

Él la sostuvo por los hombros, por miedo de que, si la soltaba, ella se diera cuenta de que podía irse. Y en efecto podía irse. En cualquier momento dado, podía simplemente levantarse y largarse andan do. Directa hacia Trotta. El cual la mataría.

Harry no quería que muriese.

–No estamos equivocados.

–Pero si lo están… ¿No lo ve? Podría recuperar mi vida.

Harry la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza, apretándole la cabeza contra su pecho, sabiendo lo que ella deseaba, sabiendo cómo se sentía. No era justo; le habían arrebatado su vida. Era una inmensa in justicia.

–No puedes, Allie. Ya no está. La casa ha desaparecido. Ha desaparecido todo.

Ella sacudió la cabeza negativamente para no oír aquello.

–Quiero recuperar mi vida. – Hizo un ruido que fue mitad sollozo, mitad risa-. Dios, a veces creo que incluso recuperaría a Griffin si pudiera.

–No puedes -dijo Harry en un tono sin inflexiones-. Está muerto. Regresa a Long Island, y tú también estarás muerta.

Ella le aferró de la chaqueta.

–Si me quedo, soy Bárbara Conway. Alessandra Lamont estará igual de muerta.

–Sí, bueno, puede que ya sea hora de que te libres de ella de todas formas, ¿no?

Al oír aquello alzó la cabeza, con los ojos desorbitados y las lágrimas pegadas a las pestañas. Tenía la nariz a escasos centímetros de la de ella, la boca lo bastante cerca para besarla.

Lo bastante cerca para besarla.

Harry vio el momento exacto en que ella también se dio cuenta de que estaba en sus brazos. Y así, sin más, aquel abrazo ya no pretendía sólo consolar.

Alessandra se sintió mujer, no sólo otro cuerpo humano contra el de él, sino un cuerpo femenino dotado de pechos suaves y plenos. Harry percibió la firmeza de su muslo, la curva de sus caderas; sintió la promesa de algo increíble. Y sus brazos ya no se sintieron torpes al abrazarla. Sus manos se acoplaron cómodamente, una contra la espalda y la otra escondida contra el cuello, por debajo del pelo. Era un acoplamiento perfecto. Y le resultaba tan fácil abrazarla, como si se hubiera pasado la mayor parte de su vida practicando para aquel momento.

No le supondría ningún esfuerzo inclinar la cabeza y cubrir la boca de ella con la suya. Su aliento olía a café y a chocolate, y sabía que su sabor sería igual de dulce.

Pero no se movió, ni ella tampoco. No habló, y ella también guardó silencio. Ambos se limitaron a permanecer tal como estaban, sus pendidos, apenas atreviéndose a respirar.

Transcurrieron los segundos, uno tras otro. ¿Por qué diablos no se apartaba Alessandra? ¿Quería que la besara? Maldición, ¿qué estaba haciendo? Besarla sería un acto de completa locura.

Harry inclinó lentamente la cabeza, y ella siguió sin apartarse. De hecho, levantó la cara y…

En aquel momento se abrió la puerta principal a su espalda, y Alessandra se libró de él inmediatamente y se alejó.

George empujó la puerta de rejilla dirigiendo a Harry una mira da que indicaba que no se le había escapado lo que implicaba aquel brusco movimiento de Alessandra, su imitación de una adolescente poniéndose demasiado cariñosa con el entrenador, sorprendida por su mamá o su papá.

–Todo despejado. Nicole quiere que entres.

Alessandra se estaba secando el rostro de nuevo y trataba fútilmente de arreglarse el pelo. Lo intentó también con los agujeros del pantalón a la altura de las rodillas, pero no tenían remedio. Hasta que se lavase la cara y se cambiase de ropa, iba a tener un aspecto desaliña do, no elegante.

–¿Tienes un pañuelo? – preguntó Harry a George.

Naturalmente que lo tenía. Se lo alargó a Harry sin decir palabra, el cual se lo entregó a Alessandra, la cual mantenía el rostro cuidadosamente escondido.

–Estaremos listos en un segundo -dijo Harry a su compañero.

George se volvió a marchar discretamente, y cerró la puerta casi del todo mientras Alessandra se secaba los ojos y se sonaba la nariz delicadamente.

¿Qué se suponía que debía hacer él? ¿Debía pedirle perdón por haber estado a punto de besarla? ¿O pedirle perdón por no haber aprovechado la oportunidad de besarla cuando podía? Probablemente sería bueno abordar aquel asunto de la atracción a bocajarro; admitirlo, sacarlo a la luz entre ambos, y tratarlo del modo adecuado. Cuando Alessandra respiró por fin, a punto de hablar, Harry cobró fuerzas para hacer frente a lo que iba a decir. Se había visto atrapada en la emoción del momento. Ni siquiera le gustaba él. Le agradecería que a partir de entonces se guardara aquellas manos tan largas.

Pero Alessandra no dijo nada de eso.

–No quiero que sepan que he llorado -reconoció, todavía de espaldas a él-. No les diga que estaba llorando…, por favor.

O bien… podía hacer caso omiso de aquel beso sin consumar. Fingir simplemente que no había ocurrido. Desde luego, aquélla era otra alternativa.

Harry se aclaró la garganta.

–No se lo diré.

Alessandra se volvió para mirarlo de frente.

–¿Cree que me notarán que he llorado?

Harry observó sus ojos de mapache manchados de rímel, aún hinchados por la emoción, la nariz roja, los churretes dejados por las lágrimas en el maquillaje de las mejillas. Le gustaría saber si, en caso de que la hubiera besado, habría fingido de todos modos que no había sucedido nada.

–Pues sí.

–¿Tanto se nota?

Harry se sacó las gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y se las ofreció.

–Pruebe con esto.

Ella le dedicó otra de aquellas leves sonrisas divertidas al tiempo que se ponía las gafas, y ambos pasaron al interior de la casa.

Capitulo 7

Harry abrió de un golpe la puerta del dormitorio de Alessandra, aún reverberando en su cabeza el chillido que ella había lanzado.

Captó todo al primer golpe de vista. Allie, todavía en la cama, sentada pero encogida de miedo, respirando aún, sin sangre, aún viva, gracias a Dios. Una habitación vacía. Ningún mueble, excepto la cama doble de bastidor metálico y una cómoda comprada en la sección de oportunidades. Nada de matones, ni mafiosos, ni otras personas.

La puerta del armario, de doble corredera, estaba cerrada. Las persianas de las dos ventanas estaban bajadas del todo: una correspondía a la buhardilla, la otra daba al ala oeste de la casa.

En aquel instante se dio cuenta de que Alessandra estaba encogida por causa de él, por haber irrumpido de aquel modo en su habitación, medio vestido y con la pistola desenfundada. La observó por el rabillo del ojo al tiempo que realizaba una rápida inspección del domitorio. El ropero, vacío excepto por unas cuantas camisas que colgaban en él, un par de zapatos y unas deportivas en el suelo; las ventanas, sólidamente cerradas. La cama… Rápidamente se agachó en cuclillas para mirar debajo. Ni siquiera una pelusa de polvo a la vista.

George aguardaba en la puerta, pistola en mano.

–Una falsa alarma -le dijo Harry. Se levantó a toda prisa, fue h. las ventanas y alzó las persianas una vez más para hacer una rápida señal a los agentes que vigilaban la casa. Lo único que necesitaba aquella operación eran veinte agentes que acudieran a terminar con el asunto. Alije era más lista de lo que él había pensado al principio; en seguida se daría cuenta de que aquélla no era una operación normal del Programa de Protección de Testigos, sabría que se trataba de un montaje.

Dios, odiaba que aquello fuera un montaje.

–He tenido una pesadilla -dijo Alessandra con voz trémula-. Lo siento, ¿he gritado muy fuerte?

¿Que si había gritado muy fuerte?

Harry todavía tenía unas doce dosis extra de adrenalina corriendo por sus venas a causa de la potencia y la intensidad de aquel alarde. Jamás había oído un grito tan lleno de terror, y había oído bastantes, de eso no había duda. En un momento estaba profundamente dormido, y al momento siguiente estaba ya subiendo de tres en tres las escaleras en dirección al piso superior.

Desabrochó la correa de seguridad de su arma y se agachó con las manos apoyadas en las rodillas. Gracias a Dios, todavía era demasiado joven y estaba en demasiada buena forma para sufrir un ataque cardíaco.

–Ha sido ese perro. – El cabello oscuro de Alessandra estaba re vuelto, y tenía la cara humedecida de sudor. Se agarraba las rodillas como si temiese que el cuerpo entero se le desmoronase en trocitos si se soltaba-. Cuando era pequeña, tenía esta misma pesadilla todo el tiempo.

–Bueno, parece ser que ya lo tienes controlado -dijo George desapareciendo en el pasillo.

–Espera. – Harry se incorporó, pero George ya se había ido.

Maldición. Había hecho todo lo posible para evitar estar a solas con Alessandra toda la tarde y la noche. Y allí estaba ahora, a solas con ella en su dormitorio, por el amor de Dios, con tan sólo la tenue luz del pasillo iluminando la habitación. El ambiente era cálido, oscuro, y de lo más acogedor.

Alessandra llevaba puesto el mismo pijama que en el hotel. La cubría por completo. Aquella prenda no tenía nada de sexy… excepto el hecho de que la llevaba ella.

Y en aquel preciso momento, aquello ya era bastante.

–Si me necesita, estaré en el piso de abajo. – Era una estupidez decir eso. ¿Por qué demonios iba a necesitarlo?

Pero ella asintió con un gesto, como si el hecho de poder necesitar de él fuera totalmente razonable e incluso probable.

–¿Puedes inspeccionar por mí la puerta de atrás? – pidió Alessandra-. ¿Cerciorarse de que no pueda entrar el perro?

Harry se volvió desde la puerta y la miró.

–¿Tanto la inquieta ese perro?

Alessandra no podía verle la cara, estaba completamente de espaldas a la luz y era tan sólo una silueta en sombras. Tampoco podía verle los ojos, pero sí percibía que él la miraba.

–Cuando tenía cinco años, me atacó un doberman -le dijo-. El perro de un vecino, que se soltó. Lo vi entrar en nuestro jardín y corrí hacia él… con la intención de acariciarlo. Mi abuela Carp tenía un caniche que se llamaba Mitzi y… Pero aquél no era un perrito faldero. Debí de sobresaltarlo, porque se lanzó contra mí.

Cerró los ojos para alejar la imagen de pesadilla de aquellos dientes desnudos y aquellos terribles ojos. El recuerdo de aquellos ojos horrorosos la acompañaría a la tumba.

–No sé cómo conseguí escapar de él -continuó cada vez más deprisa, ahora que había empezado a contar la historia-. Supongo que debía de estar muy cerca de la valla que separaba mi jardín del de mi amiga Janey. Era igual que la de su jardín, y yo era lo bastante pequeña para meter los pies en tos eslabones metálicos. Trepé por la va ha, pero cuando estaba ya arriba, el perro se lanzó contra ella y caí al suelo. Caí dentro del jardín de Janey, gracias a Dios, pero me herí gravemente la pierna. No podía moverme. Sólo recuerdo que estaba allí tendida, con aquel perro ladrando y gruñendo. Sabía que era sólo cuestión de tiempo que el doberman encontrase el agujero en la valla que usaba yo como atajo para entrar en el jardín de Janey. Así que me quedé donde estaba, aguardando la muerte.

Harry había vuelto a dar unos pasos al interior de la habitación, y ahora la luz del pasillo le iluminaba la mitad del rostro. Tenía el mentón oscurecido por más barba de lo normal, el pelo de punta en algunos sitios y un grueso bucle cayéndole sobre la frente.

Alessandra consiguió esbozar una sonrisa.

–Naturalmente, no me morí.

–Pero pasó por todo eso a los cinco años. Tuvo que quedar traumatizada. No me extraña que tenga pesadillas.

–Desde entonces no puedo acercarme a ningún perro. Cuando sucedió aquello, ni siquiera podía estar en la misma habitación con Mitzi. Y eso que era una perrita no más grande que el puño de mi mano. No era lo que se dice precisamente peligrosa. Mi madre obligaba a mi abuela a encerrar a Mitzi en el cuarto de baño cada vez que íbamos a verla.

Harry debía de estar durmiendo con la pistola muy cerca de la mano, porque no llevaba puesta la sobaquera. Vestía unos pantalones de algodón azul marino y una camiseta blanca de tirantes que se ajustaba a su musculoso pecho. Con ella, sus hombros parecían medir un kilómetro de ancho, y sus brazos ser lo bastante fuertes para cargar prácticamente con cualquier cosa.

Alessandra desvió la mirada, incapaz de evitar pensar en lo fuertes y cálidos que le habían parecido aquellos brazos esa misma tarde; en lo cerca que había estado él de besarla. Era una locura. Ni siquiera le gustaba aquel hombre. Era grosero, basto… pero quizá la única persona, ente la multitud de agentes con los que había tratado en los últimos días, que era totalmente sincera con ella.

Se fiaba de él.

Por lo menos, tanto como podía fiarse de cualquiera.

Harry era muy diferente de todos los demás hombres que había conocido. Parecía completamente distanciado, retirado, no parecía afectarlo su belleza física… hasta que tuvo un aspecto del todo horroroso. Aquella tarde, sentada en los escalones de la entrada, probable mente tenía el peor aspecto de toda su vida, y sin embargo fue entonces cuando él sintió deseos de besarla. Y la habría besado si no se hubiera abierto la puerta y los hubieran interrumpido.

Nada de aquello tenía lógica.

Alessandra se echó el pelo hacia atrás con las manos, que todavía le temblaban, y se secó la frente con la manga. Tenía la cara brillante, el pelo y el pijama empapados en sudor. Sabía que estaba horrible.

Se preguntó si Harry desearía besarla en aquel momento.

–A veces, la mejor manera de superar una fobia como la suya es haciéndose fuerte y subiéndose a la chepa del perro… por así decirlo

dijo Harry-. Es probable que su madre la hubiera ayudado más obligándola a enfrentarse a Mitzi. En lugar de eso, cada vez que ve un perro vuelve a tener cinco años ya estar totalmente indefensa. – Cambió el peso de una pierna a la otra-. Verá, hay formas de defenderse de un perro que ataca.

Alessandra señaló con un gesto la pistola que Harry aún tenía en la mano.

–Bastaría con tener una de ésas. Pero si yo me pusiera a disparar a todos los perros que se me acercasen a menos de treinta metros, aparecería en el barrio un montón de furiosos propietarios de perros.

Harry sonrió, y al instante pareció diez años más joven.

–Existen otras maneras de defenderse de un perro agresivo. El arma más poderosa es el conocimiento. Si uno aprende a identificar qué perro puede ser peligroso, y si aprende qué hacer si se encuentra cara a cara con uno… Sabe, George ha trabajado con perros. Seguro que estará encantado de hablar de ellos con usted mañana por la mañana.

Volvió a cambiar el peso de pierna, y Alessandra supo que de un momento a otro iba a salir por aquella puerta y dejarla sola en medio de la oscuridad.

–¿Usted tiene pesadillas? – le preguntó, deseando que se queda se sólo un poquito más.

Pero al instante se dio cuenta de lo ridículo y necio de su pregunta. Un hijo suyo había muerto de forma-violenta, terrible. Todavía le parecía oír el eco de su voz: «… en ocasiones la única manera de que darme dormido es permaneciendo setenta y dos horas despierto…». Claro que tenía pesadillas.

Pero Harry no se burló de ella por su necedad; ni tampoco le dijo que cerrase la boca y se metiera en sus j… asuntos. Se limitó a mirar la, con la sonrisa desaparecida de su rostro.

Por fin suspiró, una exhalación silenciosa que reverberó en las arrugas de cansancio que surcaban perpetuamente su cara.

–¿Quiere un bocadillo?

El estómago le dio un vuelco.

–No, pero me encantaría tornar un té.

–Té. – Su sonrisa reapareció brevemente-. Vale, doña repipi -dijo-. Vamos a tomar un té.

–Ahogándome -dijo Harry con la boca llena de pastrami sobre pan de centeno-. Oiga, esto está buenísimo. – Mostró el emparedado-. ¿Está segura de que no quiere un poco?

Alessandra negó con la cabeza, sosteniendo la taza de té con las dos manos como si tuviera frío. Con el cabello recogido en una cola de caballo y vestida con aquel enorme pijama, parecía una niña de catorce años. Limpia de maquillaje, su cara se veía pálida y con un cutis liso y sin arrugas.

–Nunca he sido muy buen nadador -prosiguió Harry-. Quiero decir que di clases y aprendí a mover los brazos y las piernas, pero no es que esté preparado precisamente para cruzar el canal de la Mancha. Tengo un sueño en el que la calle está inundada y yo estoy subido a mi coche y sé que voy a tener que salvarme nadando. Me meto en el agua, pero hay una corriente demasiado fuerte, o tropiezo con algo, pero sea como sea me caigo. Y me despierto justo con el agua por en cima de la cabeza. – Dio otro bocado al emparedado-. Las pesadillas son una mierda. Y ésa es una de las cosas que sueño cuando tengo una buena noche.

En una noche mala, soñaba con los últimos momentos de Kevin en la Tierra. A veces incluso soñaba que él era Sonya al volante del automóvil. Veía derrapar aquel camión, tal como debió de verlo ella. Sabía que Kevin y él iban a morir, que no había nada que pudiera hacer para evitarlo, para evitar la muerte de su amado hijo. Extendía las manos hacia Kevin, con la intención de por lo menos estrecharlo contra sí, pero el niño estaba siempre fuera de su alcance, a poca distancia de las yemas de sus dedos. Harry nunca conseguía alcanzarlo, se sentía impotente del todo.

Personalmente, Harry prefería la sensación asfixiante del agua por encima de la cabeza.

Tomó otro bocado del emparedado, pero esa vez el pastrami le supo a mierda mezclada con cenizas. Lo dejó en el plato, y Alessandra levantó la vista por un instante de su taza de té para mirarlo.

Harry habría apostado lo que fuera a que ella sabía exactamente adónde habían volado sus pensamientos. Unos días antes, no la habría creído capaz de ello, pero ahora pensaba de forma distinta. Alessandra Lamont no era tonta; era mucho más perceptiva y desde luego más sensible de lo que él había creído. No se sorprendió cuando ella dijo:

–¿Cree que Michael Trotta tuvo algo que ver con la muerte de su hijo?

–Sí.

Alessandra volvió a alzar la vista, y esa vez él la estaba esperando. Sostuvo su mirada.

–Pero no había pruebas, nada que pudiéramos presentar ante el tribunal. En aquella época él guardaba una estrecha relación con el jefe que yo estaba investigando, el que estaba intentando espantarme. Es probable que Trotta se encontrase en la sala cuando se hizo el trato, cuando se contrató a los pistoleros que dispararon al coche de Son ya. – Apartó de sí el emparedado-. Su querido Michael Trotta, ese tipo tan simpático que la invitaba a sus fiestas de Navidad, conspiró para cometer un crimen que tuvo como consecuencia la muerte de mi hijo.

Alessandra no pudo mirarlo.

–Pretendía ser una advertencia -continuó él-. Unas cuantas balas bien colocadas en el parabrisas del coche de Sonya. Se suponía que nadie resultaría herido, sólo lo suficientemente impresionado para que yo abandonara mi investigación. Pero alguien lo jodió todo, uno de los disparos se perdió y alcanzó al conductor del camión. Su cedió en la autopista, donde todo el mundo va demasiado deprisa. El camionero perdió el control del remolque y derrapó. Sonya pisó el freno, pero ella y Kevin no tuvieron la menor posibilidad.

Resultaba curioso que fuera capaz de narrar la historia como si fuera un locutor del telediario. Podía relatar los hechos sin emoción alguna, como si le hubieran ocurrido a la ex mujer de otra persona, al hijo de otra persona.

Alessandra cerró los ojos.

–Lo siento mucho.

–Ya -dijo Harry-. Yo también. Pero Trotta no. A él probable mente no le importará. – Apartó el plato con el emparedado a medio comer, y al levantar la vista se encontró con que Alessandra lo estaba mirando fijamente-. No va a ir a la cárcel por haber matado a mi hijo -continuó, devolviéndole la misma mirada-. Pero sí que va a ir a la cárcel. Tarde o temprano, la joderá a base de bien, y allí estará el FBI, allí estaré yo.

–Pero eso no le devolverá a Kevin.

Aquellas palabras pronunciadas en voz queda lo impresionaron, y tuvo que desviar la mirada. Nadie, ni siquiera George, ni Marge, se había atrevido nunca a ser tan directo. Sabía que todos lo pensaban, pero Alessandra fue la primera en atreverse a decírselo.

Pensó en sus pesadillas acerca de Kevin, cuando no podía alcanzarlo con las manos.

–Soy consciente de eso -dijo rígidamente-. Pero enviar a Trotta a la cárcel, o al infierno, me da igual, va a ayudarme mucho a sentirme mejor.

–¿De verdad?

Harry escrutó el rostro de Alessandra. Bajo la dura luz fluorescen te de la cocina, tenía los ojos casi amoratados por la fatiga. No estaba jugando a hacer de abogado del diablo; sinceramente quería saberlo.

Alessandra se inclinó ligeramente.

–¿Se sintió mejor cuando… cómo se llama… Riposa, murió resistiéndose a ser detenido?

–¿Cómo diablos sabe usted el nombre de Frank Riposa? – Harry supo la respuesta a aquella pregunta en el instante mismo de pronunciarla-. Ha estado hablando con George de mí.

Ahora le tocó a Alessandra desviar la mirada. Se encogió de hom ros delicadamente.

–No hay mucho más que hacer, como no sea hablar. De modo que sí, le he hecho algunas preguntas…

–De los cuatrocientos sesenta y ocho millones de temas posibles de conversación -musitó él-, yo soy el primero de la lista. Me siento halagado.

Alessandra tomó un sorbo de té, completamente indiferente… excepto por el ligero tono sonrosado que tiñó sus mejillas, y por el hecho de que se negó a sostenerle la mirada.

–Pues no se sienta halagado. Sólo intentaba romper este interminable aburrimiento

Estaba mintiendo. Lo sabía. Y ella sabía que él lo sabía.

Alessandra bebió otra vez.

–Así pues, ¿se sintió mejor al enterarse de que Riposa estaba muerto?

Harry se levantó y guardó la mostaza en el frigorífico.

–Sí -contestó.

Los dos sabían que también él estaba mintiendo.

Alessandra abrió la puerta y se tropezó con Harry.

Estaba sentado en el pasillo, justo al otro lado de la puerta, profundamente dormido.

Sin embargo, se despertó cuando el pie de Alessandra chocó contra sus costillas y ella fue a estrellarse contra la pared de enfrente con un sonoro porrazo.

Harry estuvo a su lado al momento.

–¿Se encuentra bien?

Tenía los ojos pesados y soñolientos, y las manos calientes. Alessandra sabía que sus brazos estarían igual de calientes y maravillosa mente fuertes. Resultaría tan fácil recostarse contra él, dejar que cuidara de ella.

De todas las formas posibles.

La dura verdad era que echaba de menos el sexo. Tal vez Griffin no fuera el amante más fiable del mundo, pero era imaginativo, por lo menos al principio de estar casados. Por supuesto, todos aquellos años intentando quedarse embarazada habían aportado una pesada carga de estrés a su relación sexual y le habían quitado toda la diversión. Hacía años que Alessandra no practicaba el sexo puramente por practicar el sexo.

Harry estaba demasiado cerca de ella, con una mano apoyada en su hombro. Se había quedado muy quieto, muy callado, como si de algún modo supiera el decadente derrotero que habían tomado los pensamientos de ella. Alessandra percibía el calor de su cuerpo, olía su calor. Dios, qué bien olía.

Se aclaró la garganta, pero aun así la voz le salió enronquecida.

–Y usted, ¿está bien? No lo he visto. No era mi intención darle una patada.

Él estaba mirándola, examinándola, y mostró una sonrisa torcida.

–Tiene buen aspecto por las mañanas, Allie. Alessandra tenía el pelo enmarañado, los ojos cansados e hincha dos, y no llevaba ni pizca de maquillaje.

–Estoy hecha una facha.

–Eh, esa forma de hablar resulta un poco fea en usted.

–Usted también está hecho una facha.

–Eso supone cierta mejora en mi caso -le dijo Harry-. De hecho, lo considero un cumplido. Verá, ir hecho una facha es mi aspecto normal. Los días realmente malos, voy hecho una verdadera mierda. De modo que sí, estar hecho una facha supone un paso importante

mí. – Sonrió de modo que se le destacaron las arrugas de los ojos-. Así que muchas gracias.

Alessandra no pudo evitar sonreír a su vez.

Harry se apartó a un lado, deslizando la mano por el brazo de ella en un gesto íntimo, hasta el codo, antes de salirse de su alcance.

Alessandra sintió frío al perder su contacto. Pero aunque aquella sensación de frío resultaba incómoda, no era ni la mitad de horrible que lo que experimentaría si se permitiera entablar una relación con aquel hombre simplemente porque deseaba sentirse caliente y segura.

Pero no existía calor ni seguridad cuando el frío procedía de lo más hondo de uno mismo. Así lo había aprendido, por las malas.

Harry alcanzó a ver un atisbo de sí mismo en el espejo del pasillo y estaba intentando fútilmente alisarse el pelo. Pero era una batalla perdida.

–Dios, ¿se ha fijado? Tengo que cortarme el pelo.

–¿Estaba haciendo guardia junto a mi puerta para que no entra sen los perros ni los hombres malos, o para no dejarme salir a mí? – preguntó Alessandra.

Él se olvidó del pelo y volvió la mirada hacia ella para contemplarla durante largos instantes antes de responder.

–Un poco de cada cosa.

Alessandra asintió.

–Me gusta que sea sincero conmigo.

–Ya, bueno, a mí me gustaría que usted también fuera sincera conmigo.

–¿Aunque le dijera que todavía sigo pensando que se ha cometido un error?

Los músculos de la mandíbula de Harry se contrajeron mientras la miraba fijamente, sin moverse del sitio.

–Conté el dinero -dijo ella con suavidad-. Estaba todo. Lo siento, ya sé que usted cree que Michael Trotta mató a su hijo, pero…

Él afirmó con la cabeza.

–Si usted regresa, Trotta dejará que su perro la despedace. – Habló en tono amable, en contraste con la dureza de lo que decía.

Alessandra le dio la espalda.

–Quiere sinceridad -agregó suavemente-. Pues eso es lo que yo creo sinceramente, Allie.

–¿Y si se equivoca? – preguntó ella con voz tensa.

–¿Y si tengo razón?

–Quiero llamarlo.

–No desde esta casa, ni desde esta ciudad.

Alessandra se giró para encararse con él, dispuesta a ponerse de rodillas y suplicarle si fuera necesario.

–Entonces vamos a dar un paseo. Por favor. Podemos ir hasta Connecticut. Lo llamaré desde… no sé, Hartford. Desde una cabina.

Harry guardó silencio de nuevo durante largo rato. Sin sonreír, las arrugas de alrededor de los ojos lo hacían parecer cansado. Pero asintió con un gesto de cabeza.

–Haré lo que pueda para prepararlo todo. Pero tendrá que tener paciencia; puede que tarde días en conseguir el permiso de mi jefe.

–Le prometo que no llamaré desde el teléfono de esta casa. Harry afirmó de nuevo.

–Bien.

Alessandra se dirigió hacia el cuarto de baño, pero antes se volvió.

–¿Se fía de mí?

Harry no titubeó.

–No lo suficiente para dejara sola en una habitación con un teléfono.

Alessandra asintió.

–Gracias otra vez por su sinceridad.

Harry sonrió. Era algo más que diversión ¡o que había en sus ojos, era una chispa de aprobación.

–De nada, supongo.

Shaun fingió no haber visto a Ricky Morgan ni a Josh French siguiéndolo al salir del colegio. Era tarde, cerca de las cuatro y media, y sólo quedaban algunos chicos más por ahí, esperando a que vinieran a re cogerlos después del ensayo para la función del colegio.

Shaun desató su bicicleta de la barra que había junto a las puertas principales e introdujo ambos brazos en las correas de su mochila, con cuidado de dar la espalda a Ricky y a Josh. Con suerte, estaría ya subido en su bicicleta y con medio camino de entrada recorrido antes de que se le acercasen. Con suerte…

–Eh, rubito, ¿adónde vas con tanta prisa, con tus alitas de plata?

Mierda.

Shaun no levantó la cabeza. Se negaba a responder a menos que lo llamasen por su nombre. Su nombre auténtico.

Casi pierde el equilibrio cuando Josh le agarró la mochila y lo obligó a girarse.

–Eh, te estamos hablando a ti, pitufo. Ten más respeto hacia tus mayores.

Josh tenía sólo dos meses más que él. Nueve años atrás, entró por los pelos en el parvulario un año antes que Shaun.

–Dejadme en paz.

Aquello era realmente una idiotez. Aunque eran de noveno curso, él era más grande que los dos juntos. Pero odiaba la violencia. No se parecía en absoluto a su padre, que se metía en cualquier altercado con los ojos chispeantes, preparado y dispuesto a utilizar los puños para lidiar con lo que se le pusiera por medio.

Sin embargo, Harry sólo empleaba los puños como último recurso.

–¿Tienes prisa por irte a casa a probarte las bragas de tu tía, mariquita?

Shaun se quitó la mochila y la dejó en el suelo, se balanceó ligeramente sobre los talones, como si estuviera preparándose para una agotadora sesión de baile, y se irguió en toda su estatura. Y entonces, bajando la vista, bajándola realmente, hacia los ojos pequeños, endogámicos y bizqueantes de Ricky y Josh, les ofreció su mejor sonrisa heredada de Harry.

–Se han realizado estudios que demuestran que la mayoría de los problemas de los homófobos tienen su origen en el miedo a sus propias necesidades sexuales latentes.

Josh parpadeó.

–¿Eh?

Ricky era un poco más listo.

–Creo que nos está llamando mariposones.

–Mariposón y mariquita son términos despectivos. – Los re prendió Shaun suavemente, tal como habría hecho Harry-. Deberíais quereros más a vosotros mismos, sentiros orgullosos de ser quienes sois.

Ricky ya estaba retrocediendo horrorizado, pero Josh no estaba dispuesto a dejar pasar aquello. Shaun se convirtió en una piedra y no se movió más de un centímetro cuando el chico más pequeño le propinó un empujón. Y cuando volvió a arremeter contra él, Shaun lo agarró por la muñeca.

–Mira, ya sé que tienes necesidad de tocarme, pero lo cierto es que yo no soy homosexual. Lo siento, ya sé lo mucho que os gustan los bailarines a los maricones, pero es que he conocido a una chica de California con la que sigo en contacto, y…

Josh cargó contra él. Shaun creyó estar preparado para la embestida, pero la fuerza lo empujó hacia atrás, contra el soporte para bicicletas, y lo hizo caer por el otro lado. Aterrizó en el duro suelo con un golpe seco que le sacudió todos los huesos, y dio gracias por el hecho de que Josh no hubiera caído con él y por la gruesa barra metálica para bicicletas que ahora los separaba.

También se sintió agradecido de que Josh pareciera satisfecho de verlo a él despatarrado en el suelo. Por lo visto, aquello bastó para restablecer la hombría amenazada de aquel chico de noveno curso.

Shaun contempló cómo los dos chicos se marchaban pavoneándose. Se enderezó las gafas y se miró la herida del codo para ver si san graba mucho. Era sólo un rasguño.

–¿Estás bien? – Mindy MacGregor, la chica más alta de la clase, con casi veinte kilos de sobrepeso y unas gafas gruesas que le daban el aspecto nada atractivo de un pez de ojos saltones, le ofreció su mano para ayudarlo a levantarse.

–Sí. – Shaun permitió que ella lo izara del suelo y a continuación se sacudió el polvo de las posaderas. Resultaba curioso que él fuera más alto que la gigantesca Mindy MacGregor. ¿Cuándo había sucedido aquello?

La chica mostró brevemente el aparato que llevaba en los dientes en una sonrisa misteriosamente tímida, extraterrestre.

–Casi tenía la esperanza de que los mataras.

–Ya, bueno, yo tenía la esperanza de que no me mataran a mí.

–Lo siento -le dijo Mindy.

–¿Por qué? He sobrevivido. Lo considero una victoria.

–Tenía demasiado miedo de acercarme a ti. He visto lo que estaban haciendo y sabía que debería ayudarte, pero…

Ricky y Josh la llamaban siempre «Ballenato» o «Mindy Monta ña». Shaun la había visto en más de una ocasión corriendo en dirección al aula de las chicas hecha un mar de lágrimas.

–No pasa nada. – Se obligó a sonreír al tiempo que volvía a ponerse la mochila, deseando que ella dejase de mirarlo fijamente con aquellos ojos agrandados.

–Me ha parecido alucinante que hayas podido quedarte ahí tan tranquilo, sonriéndoles.

Shaun también estaba asombrado. Sonrió con tristeza. A lo mejor no era tan diferente de su padre como creía. Harry era capaz de salir de cualquier problema hablando.

Mindy soltó una risita

–No han entendido ni la mitad de lo que les has dicho.

–Mejor; si no, probablemente ahora estaría muerto.

–Sabes, los dos juntos podríamos hacerlos pedazos. – Un suave color rosa tiñó sus mejillas, además le estaba dedicando otra de aquellas sonrisas misteriosas, y…

Oh, Dios, estaba por él. Mindy Montaña estaba por él. Se quedó petrificado, sin saber qué hacer ni decir.

–Eres genial, sabes, en tu número de baile. Yo también voy a participar en la función. Toco la trompa.

–Genial -repuso Shaun sin entusiasmo. Levantó el pie de apoyo de la bicicleta y se montó en ella. Así que le gustaba a Mindy. Pero cada vez que se imaginaba a una hipotética compañera de lucha, pensaba en una chica que se pareciera más a la de las historietas de los X-Men que Mindy MacGregor; pensaba en una chica de larga melena pelirroja, con una figura de cine y vestida con un biquini negro, y con ojos de tamaño normal que brillaban cuando sonreía.

–¿Has pensado en ponerte lentillas? – preguntó Mindy-. La señora Fisher me ha dicho que no lleve las gafas en el escenario, por que las luces se reflejan en ellas, así que voy a ir al oculista en cuanto mi madre tenga tiempo y… No es que te queden mallas gafas, estás… Bueno, he oído decir a Heather Uliman que tú serías uno de los diez chicos más guapos del colegio si no llevases gafas y… Perdona, no he querido decir que estés mal con gafas. Personalmente, yo creo que son… muy bonitas. – Mindy cerró sus gigantescos ojos-. Oh, Dios -gimió-, qué idiota soy. Vas a matarme.

Shaun sabía que debía decirle que no tenía la menor posibilidad, que a él nunca le gustaría como él le gustaba a ella, ni en un millón, un billón de años. Sabía todo acerca de falsas esperanzas y expectativas hechas añicos. Sabía que cuanto más tiempo permaneciera viva la esperanza, más sombría y vacía resultaba cuando por fin se apagaba su luz.

Pero, en lugar de eso, levantó una mano y le palmeó con gesto torpe el gigantesco hombro.

–Gracias por ayudarme.

A Mindy le brillaron los ojos, y sonrió. Cuando sonreía era casi bonita.

–Debería haberte ayudado a destrozarlos.

Shaun mostró otra sonrisa forzada y se maldijo a sí mismo por ser tan cobarde.

–Quizá la próxima vez.

Mindy asintió con energía, rebosante de esperanza.

–Decididamente, la próxima vez.

Alessandra estaba de pie en la sala de estar, sosteniendo el teléfono. Harry se aclaró la garganta, y ella se sobresaltó.

–Oh -dijo-. Harry. Hola. Él se limitó a mirarla.

–Creía que había salido a comprar.

El no pronunció palabra, no movió un solo músculo.

Alessandra dejó el auricular en su sitio y, en un movimiento nervioso, tomó asiento en el sofá, levantó las rodillas y las pegó al pecho.

–No estaba llamándolo.

Aquel día estaba guapa. Le brillaba el pelo, suavemente esparcido alrededor de los hombros, iba cuidadosamente maquillada, el lápiz de labios era una obra de arte. Iba vestida con un jersey azul que casi hacía juego perfectamente con el color de sus ojos, y unos vaqueros que eran más caros que la mayoría de los trajes que él se ponía para ir a trabajar.

Tenía el aspecto de un objeto que uno querría proteger, igual que su abuela cubría los muebles de la sala de estar porque eran demasiado buenos para usarlos.

–Se lo he prometido -le dijo ella con sinceridad-. Y… ya sé que probablemente no va a creerme, pero yo cumplo mis promesas.

Harry lanzó un suspiro. Se adentró un paso más en la habitación.

–Entonces, ¿a quién llamaba?

Alessandra se mordió el labio.

–Mire, ya sé que no debo hacer ninguna llamada telefónica…

–Entonces, ¿qué diablos estaba haciendo? Y no me diga que no podía pasar ni un día más sin hablar con sus amigas de la Línea Caliente de Amigos de los Psíquicos.

Alessandra tenía las rodillas aferradas con tal fuerza, que los nudillos se le habían puesto casi blancos.

–Iba a llamar al Hospital Infantil de Northshore.

Harry aguardó una explicación.

–Esta mañana tenían que operar a Jane del corazón por última vez -susurró Alessandra-. Simplemente… necesito saber si se encuentra bien.

¿Jane? ¿Quién diablos era Jane? La respuesta le llegó como un fogonazo. El Hospital Infantil de Northshore. Jane era la niña de la que le había hablado Alessandra, la que quería adoptar.

–¿La han operado… del corazón? Dios santo, ¿se puede operar del corazón a un bebé?

Alessandra afirmó con la cabeza.

–Nació con una especie de agujero en el corazón. Cuentan con un método nuevo de introducirse y fabricar una especie de parche que… -Sacudió la cabeza-. Sólo…, quería saber si… ya sabe, si ha sobrevivido.

–Mierda. – Harry empezó a pasear arriba y abajo.

Si se trataba de una historia que se estaba inventando, a aquella mujer deberían darle un Óscar. Se volvió para mirarla. Tenía la cara pálida, los labios apretados. De ningún modo podía ser tan buena actriz.

–¿Cuál era su relación con el Hospital Infantil de Northshore? – quiso saber-. ¿Era simplemente un sitio al que acudió cuando decidió intentar adoptar?

–No. Trabajé allí de voluntaria -le dijo Alessandra-. Para recaudar fondos. ¿Por qué?

–¿Y la gente estaba enterada de eso?

–Sí.

Maldición.

–¿Y su relación con esa niña? ¿También estaba enterada la gente de eso?

–No lo guardo en secreto -repuso ella-. ¿Por qué?

–No puedo permitirle que los llame -le dijo Harry-. Lo siento, pero es demasiado arriesgado.

–¿No hay algún modo de enterarnos? – preguntó Alessandra-. No dejo de pensar en todas las cosas que pueden haber salido mal, y… Sólo quiero saber si está bien.

Harry cogió el teléfono y marcó el número del FBI en Nueva York, y después la extensión de Nicole.

–Fenster. – Nicole sonaba cada vez más como un típico ayudante eficiente.

–Nic, soy Harry O’Dell. Necesito que llames al Hospital Infan

ti! de Northshore, en Long Island, y averigües cómo se encuentra una niña que se llama Jane Doe, que acaba de ser operada del corazón esta mañana.

Nicole suspiró, sumamente exasperada.

–¿Se te ha ocurrido que a lo mejor tengo cosas mejores que hacer con mi tiempo?

–Se trata de una llamada que desde luego no querrás que hagamos nosotros -dijo Harry-. Necesitamos esta información como hace una hora. Esa niña es muy especial para Bárbara Conway. Llámame en cuanto la tengas.

Y colgó sin esperar la respuesta de Nicole.

Alessandra tenía los ojos llenos de esperanza.

–¿De verdad va a llamar?

–Sin duda -contestó Harry. Había junto al teléfono un cuaderno cuya primera página estaba toda escrita a mano, con una letra horrible. Lo cogió y leyó una descripción de la luz del sol sobre el mar, el tacto de la arena y el olor de la playa. No era del todo malo.

–¿Qué es esto?

Alessandra se lo arrebató de la mano.

–Es particular.

–¿Lo ha escrito usted?

Lo sostuvo contra el pecho, obviamente violentada.

–Es bueno, pero por el amor de Dios, ¿quién le ha enseñado caligrafía?

–Tengo muy mala letra -reconoció ella-. Nunca se me dio muy bien el colegio. – Miró su cuaderno-. No sé por qué me molesto si quiera.

–¿Le gusta escribir? – inquirió Harry.

Alessandra levantó la vista hacia él, y Harry adivinó en sus ojos que era consciente de que él intentaba distraerla, evitar que se mordiese las uñas hasta que Nicole Fenster llamase para darle noticias de Jane.

–No lo sé -contestó-. Sí, supongo que sí. Quiero decir… Casi he llenado ya todo este cuaderno.

–¿Escribe historias? – preguntó Harry-. ¿O más bien se va dejando llevar por lo que se le ocurre?

–Harry, no puedo dejar de pensar que para Jane sería mucho más misericordioso que… -No pudo decirlo-. Me refiero a que ¿qué vida va a tener? Si estaban pensando en mí, eso quiere decir que ni siquiera podían encontrarle un hogar adoptivo. – Se le llenaron los ojos de lágrimas-. Pero yo no quiero que se muera. Debería verla sonreír. Tiene una sonrisa maravillosa. Pero no puedo dejar de pensar que quizá mi deseo de que viva sea egoísta y…

–Chist -dijo él, sentándose a su lado en el sofá y rodeándola con sus brazos. Sabía que se metía en apuros al tocarla, pero ¿cómo no iba a hacerlo?-. No es egoísmo, Allie, porque mientras esté viva, existe una posibilidad de que alguien quiera cuidar de ella. ¿Quién sabe? Mientras esté viva hay esperanza, ¿sabe?

Alessandra asintió. Lo sabía.

Estaba a la distancia perfecta para un beso. Harry no quería estropearle la pintura de labios, sin embargo, no podía apartar la vista de aquella boca.

Ella también le miraba la boca. Oh, Dios, estaba deseando que la

besara.

¿Dónde diablos estaba George, o Christine, o Ed, cuando Harry los necesitaba? Pero la casa estaba silenciosa como una tumba. No se movía nada. Si había allí alguno de los otros agentes, estaba profunda mente dormidos.

Alessandra se humedeció los labios nerviosamente con la punta

de la lengua y…

En aquel momento sonó el teléfono, y Harry soltó a Alessandra

con un salto tan brusco que casi salió disparado por el techo.

Al volver a bajar, cogió el teléfono.

–Sí -dijo con voz ronca. Dios del cielo, qué cerca había estado. Se apartó un poco más de Alessandra, que seguía sentada en el sofá, observándolo fijamente, concentrada en la llamada telefónica, ya olvidada por completo del hecho de que había estado a punto de besarla.

–¿O’Dell? – Era Nicole-. La paciente Jane Doe está en recuperación y se encuentra bien.

Repitió aquellas palabras a Alessandra, que rompió a llorar.

–Gracias a Dios -susurró antes de salir corriendo de la habitación.

–Gracias, Nic -dijo Harry, observando cómo Alessandra se dirigía escaleras arriba buscando la intimidad de su dormitorio.

Por nada del mundo iba a seguirla.

Por nada del mundo.

Capitulo 8

–Esto no me hace feliz.

Harry estaba de pie junto a la puerta principal con George, esperando a que Alessandra terminara de hacer Dios sabe qué en el cuarto de baño. Había bajado después del almuerzo perfectamente maquilla da y con el cabello ya maravilloso.

–Es un buen montaje -le recordó George-. El patio está total mente despejado. No sabemos que nos haya adelantado ninguno de los hombres de Trotta. Si van a disparar, será desde detrás de la línea de los árboles.

–Podrían estar instalados en cualquier parte desde aquí hasta el centro de la ciudad.

Harry se ajustó la chaqueta encima del engorroso y pesado chaleco antibalas. Como si fuera a servir de algo el hecho de llevarlo. Si él fuera un matón de la mafia, se apostaría en la torre de una iglesia armado con un rifle de gran potencia y una mira telescópica. Aguarda ría hasta que se acercase el coche de Alessandra y se los cargaría a todos, apuntándoles a la cabeza, a través del techo del coche.

–Esto no me está gustando nada -murmuró Harry a George cuando Alessandra salió por fin-. Quiero que ella también lleve chaleco.

–Créeme, sería imposible debajo de esa camiseta.

Alessandra apareció vestida con unos vaqueros negros muy ajustados y una camiseta negra entallada que resaltaba su cuerpo perfecto. Llevaba el pelo retirado de la cara en una especie de trenza informal. Su rostro maquillado se veía tan impecable como la porcelana fina, sus labios eran del color del vino, y sus pestañas estaban artísticamente realzadas en negro.

Le gustaba más con aquel pijama que le venía grande y aquel sal picado de pecas en la nariz y en las mejillas.

Alessandra se detuvo justo enfrente de él. Los tacones altos que llevaba la hacían parecer exactamente de su misma estatura y ponían sus ojos a la misma altura que ios de él. Mostraban una expresión calmada, distante, desapasionada. Estaba en modo Princesa Alessandra.

Harry deseó sacudirla, devolverla a la vida; pero por otra parte, no podía censurarla. Era él quien había pasado los últimos días evitándola. Desde que tropezó con él en el pasillo y la tocó en el brazo, desde que ella lo miró como si quisiera ser besada, Harry había mantenido como mínimo la distancia de una habitación entre ambos. Des de que se sentaron en la sala de estar y ella le contó lo de Jane, Harry había contestado con sí o no a sus preguntas. No quería que Alessandra le revelara sus secretos, ni tampoco revelarle los suyos. No quería ver el calor de su contacto reflejado en aquellos ojos.

Pero por Dios que odiaba la manera en que lo estaba mirando ahora.

–¿Vamos a Hartford para que yo pueda llamar a Michael Trotta?

–Era una pregunta de sí o no. Era evidente que había prestado atención.

–No. Aún no he obtenido aprobación para eso. – No era una mentira. Todavía no tenía la aprobación. No obstante, sabía que no iba a obtenerla. Nicole no quería dar pistas falsas a Trotta, y se negaba en redondo a aquella idea, al menos a corto plazo.

En cuanto al largo plazo…

Era de esperar que no hubiera largo plazo. Al cabo de cuatro días, Harry se estaba subiendo por las paredes. Logró por fin hablar con Marge pero ésta se mostró fría y poco comunicativa cuando él le pregunto dónde diablos se habían metido. Le dijo que había llevado Shaun y a Emily a la playa, a California, tal como hacía todas las vacacoines de primavera. Se lo habían pasado muy bien, gracias.

No quiso hablar de la carta de los abogados en la que se solicita la custodia, y sólo le dijo que tenía que ir allí, no era un asunto que se pudiera hablar por teléfono. Tenía que tratarse cara a cara. Luego se puso todavía más rígida con él y le dijo que había creído que por lo menos iría a ver actuar a Shaun.

Su hijo había representado un papel de protagonista en el musical del colegio, y nadie se había tomado la molestia de decírselo. Natural mente, dado su plan de trabajo, le habría resultado casi imposible hacer un hueco para un viaje. Incluso ahora, con aquella crisis personal que se acercaba al punto de erupción, lo mejor no era precisamente tomar un vuelo a Colorado para ausentarse unas cuantas semanas más.

George mantuvo cerrada la puerta principal, para impedir que Alessandra saliese al patio.

–Nada de viajes a Hartford. Tendrás que contentarte con ir hasta la biblioteca y la tienda de ultramarinos. ¿Crees que podrás soportar la emoción?

Alessandra le dedicó una leve sonrisa.

–De hecho, no te imaginas lo emocionada que estoy al pensar que voy a ir a la biblioteca.

Cada uno de los últimos cuatro días, Harry había enviado a Chris McFall o a Ed Bach a la biblioteca a recoger libros para que Alessandra tuviera algo que leer. No era muy aficionada a la televisión duran te el día. En realidad, no era aficionada a la televisión en general. Pero los libros… Era una lectora voraz. Leía constantemente, cuando no estaba garabateando en su cuaderno. Leía o escribía durante el desayuno, el almuerzo y la cena. Todo el día y posiblemente también la mayor parte de la noche. Leía cualquier cosa y de todo. De una porta da a otra. Si una página tenía algo escrito, Alessandra lo leía.

George miró a Harry.

–¿Estamos listos para marcharnos?

No. Harry no estaba listo. Y Alessandra tampoco. Esta no tenía ni la menor idea de que los malos podían empezar a disparar sobre ella, con la esperanza de matarla, en el mismo momento en que pusiera un pie en el patio.

–Hazme un favor -le dijo Harry-, quédate cerca de mí en todo momento. Si yo te digo que te agaches o que eches a correr como alma que lleva el diablo, hazlo. Sin preguntas, tú limítate a hacerlo, ¿ entendido?

Un ligero frunce arrugó la frente perfecta de Alessandra.

–Creía estar a salvo en esta ciudad.

–Y lo estás. – George lanzó a Harry una mirada que quería decir: «diablos haces?» a espaldas de Alessandra.

Harry no le hizo caso.

–Dame el capricho -dijo a Alessandra-. Por favor. Ya sé que no te lo crees, pero Trotta es un hijo de puta, y es famoso por su perseverancia.

George abrió la puerta.

–Harry sólo desea tener una excusa para abrazarte.

Alessandra dirigió una rápida mirada a Harry, con la sorpresa reflejada en los ojos. Sorpresa y algo más. Algo candente y eléctrico como un rayo. La devolvió a la vida totalmente y la dotó de una: ex quisita belleza a pesar de la gruesa capa de maquillaje.

Pero tan rápidamente como apareció, desapareció. Tragado y de vuelto a las profundidades. En algún momento de su vida había aprendido a ocultar toda emoción, todo signo de vitalidad, de pasión. Alguien había deseado que ella no fuera más que una chuchería bonita, una obra de arte decorativa pero que no estorbase.

George cerró la puerta.

–Si quieres, me doy la vuelta para que podáis besaros.

Harry destripó a George con la mirada.

–George se imagina que existe alguna extraña atracción entre nosotros dos, Alije. Pero George se equivoca, se equivoca de parte a par te. – Y luego musitó para sí-: En realidad, George es hombre muerto. – Miró a Alessandra-. Perdona si te ha ofendido.

–No me ha ofendido. Soy consciente de que tú no… de que nosotros no… Soy consciente.

–Aun así, ha sido del todo inapropiado. – Harry volvió a mirar a George, que se divertía de lo lindo-. Estupendamente inapropiado, de lo más gilipollas.

–Me parece que estamos todos un poco incisivos. – La princesa de hielo había sido reemplazada por alguien más blando, menos seguro de sí mismo. Alguien que Harry iba a encontrar más difícil de resistir. Alguien a quien sí que deseaba besar.

Y George también lo sabía. El muy cabrón le estaba sonriendo de oreja a oreja, maldita sea.

Harry habría dado media vuelta, pero Alessandra lo detuvo poniéndole una mano en el brazo.

Sus uñas perfectamente arregladas se veían ahora mordidas y rotas, algunas hasta en carne viva. En los últimos días había representa do un papel de perfecta calma, pero en realidad era un verdadero manojo de nervios. Cuando él la miró, ella se apresuró a retirar la mano y la escondió en la espalda.

–No he llamado a Michael -le dijo.

Sus ojos eran muy, muy azules. Michael. Tardó unos segundos de más en comprender que estaba hablando de Trotta.

–Ya lo sé -respondió-. Gracias.

Odiaba el perfume que llevaba Alessandra. Se pusiera lo que se pusiera para dormir, y no estaba seguro de lo que era exactamente, ya que tenía tantas pociones y cremas alineadas en una balda del baño, desprendía un aroma tan delicado, que parecía un crimen que lo tapa se con aquel otro perfume, más fuerte. Se volvió hacia George y dijo:

–En marcha. Gilipollas.

George se echó a reír y tocó su radio.

–De acuerdo, salimos por fin.

El supermercado era un Super Stop and Shop. Parecía no encajar en absoluto en aquella pequeña ciudad repleta de tiendas de antigüedades y puestos de granja. De pie dentro del enorme establecimiento, con sus pasillos anchos y bien iluminados, su videoclub, banco, librería, floristería y Dios sabe qué más, Alessandra bien podría creer- se de vuelta en Long Island en vez de aquel lugar situado en ninguna parte.

Resultó en cierto modo decepcionante. Si iba a vivir en Cows Bowels, en el estado de Nueva York, quería tener el paquete completo que correspondía a una ciudad pequeña. Quería un desfile para celebrar el Cuatro de Julio, una feria rural con un concurso de carros tirados por bueyes y otro de tartas, y también quería un supermercado pequeño, hogareño, administrado por el señor Whipple en persona.

En lugar de eso, tenía el aislamiento que suponía vivir a un millón de kilómetros de su vecino más cercano, combinado con el aislamiento que suponía contar con un supermercado eficiente pero totalmente impersonal. Aquello era, sin duda alguna, lo peor de ambos mundos.

Le producía una sensación extraña estar allí fuera, bajo las luces florescentes, después de haber pasado tantos días poco menos que encerrada en su habitación. También le resultaba extraño estar haciendo la compra mientras era seguida de cerca por George y Harry.

Harry seguía con los nervios de punta. Alessandra sospechaba que no comenzaría a relajarse hasta que hubieran vuelto a entrar en la pequeña casa. Su pequeña casa. Su horrible y pequeña casa. No tarda rían en irse Harry y los demás agentes, y ella se quedaría sola en aquella casa fea y pequeña, fingiendo ser Bárbara Conway durante el resto de su patética y pequeña vida.

Naturalmente, una vez que se hubieran marchado los agentes, podría llamar a Michael y deshacer aquel embrollo. No habría nadie para impedírselo, ni George, ni Harry. Harry pasaría al caso siguiente, y centraría toda su pasión y su intensidad en otro jefe mafioso, en su interminable peregrinación para obtener una absolución inalcanzable.

Estaba de pie al final del pasillo de productos internacionales, con el traje arrugado como siempre y el pelo necesitando urgentemente un peluquero. La extraña atracción que ella creía que bullía entre ambos no era real. Era totalmente de ella, totalmente unilateral. Harry lo había dejado más que claro. Sonrió al caer en la cuenta de aquella ironía. Estaba acostumbrada a que los hombres se derritieran a su paso, heridos de amor, caídos a sus pies, por lo que ella podía ver. Pero el único hombre que no resultaba en absoluto impresionado por su belleza era el único hombre en el que ella no podía dejar de pensar.

George tomó un paquete de pasta fresca.

–¿Has probado esto? – le preguntó-. Son linguine con limón y pimienta. Maravillosos.

Alessandra negó con la cabeza.

El empezó a llenar el carro con comida suficiente para abastecer a un ejército entero.

–Esta noche los prepararé y… ¡oh, mierda!

Se agarró de Alessandra y la arrastró hacia el suelo de linóleo con una mano al tiempo que con la otra volcaba un expositor que tenían enfrente.

Se oyó un ruido, agudo y ensordecedor, y George soltó otra palabrota antes de desplomarse contra ella:

Algo se había derramado. Alessandra lo notó, tibio y húmedo contra su cuerpo.

Pero cuando oyó los gritos de Harry y más de aquellos sonidos

ensordecedores, comprendió lo que estaba ocurriendo. Estaban disparando. No era un tarro de salsa para espaguetis lo que se había roto y derramado por el suelo empapándole las rodillas de los vaqueros; la humedad se debía a la sangre de George. Le habían disparado.

Se oyó a sí misma chillar, a George maldecir, más disparos de pistola… muchos más, en rápida sucesión. El supermercado pareció explotar alrededor de ella, y chilló una y otra vez al tiempo que George devolvía los disparos.

Era ella el objetivo. Los hombres que estaban disparando -y daba la sensación de que eran por lo menos una docena- intentaban alcanzarla a ella. Se encontraba en peligro mortal, y tenía muchas posibilidades de morir rodeada por un montículo de pasta fresca. Santo cielo, ¡no quería morir!

El mundo giraba a toda velocidad. Por el rabillo del ojo vio a Harry, que aferraba su pistola con ambas manos y disparaba a todo el que les disparaba a ellos. George también disparaba, pero estaba distraído por su herida. La bala le había acertado en el muslo y sangraba como ninguna otra cosa que Alessandra hubiera visto en su vida. La sangre brotaba siguiendo los latidos del corazón, arrebatándole la vida delante mismo de sus ojos. El proyectil debía de haber alcanzado una arteria.

George seguía jurando, pero la voz empezaba a fallarle. Cuando Alessandra lo miró a los ojos, vio la muerte reflejada en ellos. Él tampoco quería morir.

Alessandra temblaba, con la vista nublada por las lágrimas y el miedo. Levantó la cabeza en busca de ayuda, pero en aquel momento una bala destrozó el expositor que los protegía, y supo que no iba a recibir ayuda alguna; al menos, no a tiempo para George.

Ejercer presión sobre una herida. La presión detiene la hemorragia. En el instituto había hecho un curso de primeros auxilios, y aun que por lo general no prestaba atención a las actividades escolares, aquella clase le gustaba. Gracias a Dios, en aquélla sí que puso atención.

No tenía nada que pudiera usar como vendaje, nada estéril, nada que apretar contra el horrible agujero de la pierna de George, pero de todos modos lo apretó con las manos y rezó para que sirviera de algo. Pero no fue así; la sangre se le escapaba entre los dedos.

George forcejeaba con su corbata, intentando quitársela, y entonces se acordó. Un torniquete. Si pudiera atar la pierna de George entre la herida y el corazón, tal vez lograse impedir que muriera de sangrado.

Intentó ayudarlo a quitarse la corbata. Sus dedos dejaban manchas de un rojo brillante en el blanco níveo de la camisa, en su prisa por soltar la prenda.

–¡Salid del supermercado! ¡Salid de aquí! – le estaba gritando Harry sin dejar de disparar, y Alessandra se dio cuenta de que estaba manteniendo a raya a los pistoleros, empujándolos hacia la parte posterior del establecimiento y proporcionándole a ella una ruta despeja da hacia las puertas principales-. ¡Vamos! – le gritó-. ¡Maldita sea, Allie, vete!

Alessandra quería irse, quería echar a correr igual que un conejo asustado hacia la seguridad, pero no podía. No podía dejar morir a George. Y sin ella, George moriría. Ya estaba demasiado débil para empuñar la pistola.

–Vete -le susurró.

–¡No! – Sollozando, Alessandra le enrolló la corbata alrededor del muslo, le hizo un nudo y tiró con fuerza, lo bastante fuerte para hacerlo gritar de dolor.

–¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! ¡Pero tengo que apretar todavía más fuerte! – George no contestó, y ella tiró con más fuerza, recitan do una letanía entre el ruido de los disparos-: Lo siento, lo siento mucho…

Pero aún no era suficiente.

En lo más recóndito de su mente, había pensado que tal vez pudiera aplicar el torniquete y después levantarse y correr a ponerse a salvo, pero no tenía fuerza suficiente para apretar lo bastante fuerte, y sólo consiguió disminuir apenas la hemorragia. Entonces se quitó la camiseta, hizo una bola con ella y la presionó contra la herida.

–No te mueras -le ordenó-. ¡Maldito seas, George, no te mueras!

–¡Allie!

El grito áspero de Harry la hizo levantar la cabeza, y algo más, un sexto sentido la hizo mirar al techo. Y allí, muy por encima de la estantería que separaba el pasillo, en un punto estratégico que la dejaba totalmente al descubierto, se encontraba Ivo.

Ivo, con su cabello y sus ojos claros, con sus rasgos eslavos y

aquel sonoro acento de la Europa del Este. Ivo, la mano derecha de Michael Trotta.

Oyó gritar a Harry, pero lo que decía ya no tenía sentido. Ivo sostenía uno de aquellos enormes fusiles al estilo Harry el Sucio. Aquel cañón era frío, inexpresivo y de aspecto mortífero. Alessandra advirtió aquel mismo vacío en los ojos de Ivo, y una fracción de segundo antes de que él apuntase el fusil a su frente, supo que iba a matarla.

No había ningún error, ningún malentendido. Michael Trotta había dicho a Ivo que la matase, y él iba a hacer precisamente eso, sin más preguntas.

No había ningún sitio adonde huir, nada tras 1 que esconderse.

Alessandra no podía hacer nada excepto permanecer allí sentada, impotente, aguardando la muerte.

Capitulo 9

El gatillo de Harry se atascó.

De todos los jodidos momentos inoportunos en que podía atascarse el gatillo, tenía que ser precisamente éste.

Algún gorila un metro noventa de alto y otro metro noventa de ancho había logrado pasar por encima de él y situarse en lo alto de las estanterías, a punto de destrozar para siempre el maquillaje de Alessandra metiéndole una bala en la frente.

Moviéndose a la velocidad del rayo, Harry arrojó su pistola, ya convertida en chatarra inservible, a King Kong, la cual rebotó en el brazo de éste y lo distrajo durante breves segundos. Pero unos breves segundos era lo único que necesitaba Harry. Se lanzó en el aire en una perfecta maniobra de interceptación justo en el momento en que el gorila efectuaba un doble disparo.

Las dos balas lo alcanzaron de lleno en el pecho, y cientos de kilos de energía lo empujaron hacia atrás, encima de Alessandra, encima de George, encima de la semiautomática de George.

No podía respirar, apenas podía ver, pero sus dedos se cerraron sobre la Beretta de George. Levantó el brazo, apretó el gatillo, y King Kong desapareció.

Y así, sin más, terminó todo.

A menos de momento.

Pero Alessandra no lo sabía. Estaba sollozando y tirándole de la chaqueta, aún sosteniendo con una mano su camiseta contra la pierna de George. Estaba cubierta de sangre, tenía la nariz enrojecida por el llanto y el maquillaje totalmente corrido. Sin la camiseta, estaba arrodillada junto a él como si fuera un superviviente de una película de terror, con un pantalón negro ajustado y un sujetador negro de encaje que no conseguía ocultar del todo los pezones oscuros, y la sangre manchando su piel clara y suave semejante a una estrafalaria pintura para el cuerpo.

Hizo saltar los botones de la chaqueta de Harry en su prisa por ver la gravedad de su herida, pero se detuvo en seco, con una expresión de desconcierto en la cara, al encontrarse con el chaleco antibalas.

Harry se elevó sobre los codos.

–¡Hombre herido! – jadeó cuando por fin irrumpieron los refuerzos en el supermercado-. ¡Necesito una ambulancia para mi compañero, y la necesito ya!

Dios santo, George había perdido más sangre de la que Harry hubiera creído humanamente posible. Se extendía por el suelo, alrededor de ellos, y Harry hizo una mueca al resbalar ligeramente en ella. El dolor que sentía en el pecho no dejaba lugar a dudas: por lo menos debía de tener una costilla rota. Pero prefería una costilla rota a la otra alternativa: tener que recoger los sesos de Alessandra del suelo.

Se puso a ayudarla con George, apretando la camiseta ya empapada contra la herida.

–Vamos, George -murmuró Harry, alzándole los párpados, examinándole los ojos. No tenía buen aspecto-. No me dejes, amigo.

Pero en aquel momento George se agitó y movió los labios.

–Dile a Nic…

–Díselo tú mismo -dijo Harry con voz ronca, negándose a hacer nada parecido a los últimos ritos-. ¿Tengo cara de ser un jodido servicio de mensajería? – Levantó la vista hacia Alessandra-. Prepárate para hacer señales a los sanitarios. Y búscame a McFall.

Alessandra estaba temblando y llorando, pero se enjugó las lágrimas con el dorso de los brazos y miró a su alrededor. Más de una veintena de agentes estaban peinando la zona. El aparcamiento que había al otro lado de los ventanales de la entrada estaba repleto de coches estacionados de cualquier modo, algunos todavía con las luces girando encima del parabrisas.

Alessandra hizo una seña a Christine McFall, la cual echó un vistazo a George y se puso a gritar:

–¿Dónde está esa ambulancia?

–Chris, aún queda un tirador. – Un áspero susurro fue lo más que pudo emitir Harry. Todavía sentía una fuerte opresión en el pecho, como si le hubieran lanzado un pase de fútbol americano con un yunque-. Es corpulento, de pelo rubio oscuro, parece el hermano mayor de Arnold Schwarzenegger. Mira en el pasillo siguiente, con cuidado. Logré dispararle, pero no sé silo alcancé.

Chris asintió con un gesto, y alzó su voz clara por encima del caos repartiendo órdenes.

Entonces llegaron los sanitarios. Harry se apartó a un lado llevándose también a Alessandra, mientras rodeaban rápidamente a George.

–Se llama Ivo -susurró ella.

Harry se volvió y la miró más detenidamente.

–¿Ese tirador?

Ella afirmó con la cabeza.

–¿Lo conocías?

Alessandra afirmó de nuevo, y los ojos se le llenaron otra vez de lágrimas y el labio inferior le tembló como el de una niña pequeña. Aún estaba temblando, con los brazos cruzados sobre el pecho. Se abrazaba a sí misma como si tuviera frío.

Y no había duda de que tenía frío, pues no llevaba camiseta.

Le causó un intenso dolor despojarse de la chaqueta, pero Harry lo hizo de todos modos y se la echó a Alessandra por encima de los hombros. Ella se la ciñó un poco más alrededor del cuerpo y se dejó caer en el suelo, como si las rodillas ya no la sostuvieran ni un minuto más.

Estaba llorando otra vez. Y a juzgar por el estado de su rímel, resultaba bastante evidente que había empezado a llorar más o menos cuando se inició el tiroteo.

Y aun así, cuando las cosas se pusieron feas, se negó a abandonar a George. Harry había visto a hombres grandes y fuertes caer presas del pánico y apartar de su camino a mujeres y niños en su prisa por ponerse a cubierto cuando alguien disparaba. Pero Alessandra había permanecido lo bastante calmada para aplicar un torniquete a la pierna de George. Podía haber huido, pero en lugar de ello arriesgó su vida por un hombre al que apenas conocía. Bien, o era idiota, o era realmente valiente. Y Harry ya había descubierto que desde luego no era idiota.

Si George sobrevivía -Harry rezaba por que así fuera-, sería única y exclusivamente gracias a Alessandra.

Harry se apresuró a acomodarse en el suelo a su lado y se recostó contra una estantería llena de paquetes de arroz, mientras sacaban a George de allí en una camilla.

–Háblame de ese amigo tuyo, Ivo. ¿Sabes cómo se apellida?

Alessandra movió la cabeza en un gesto negativo.

–Me llevó hasta la oficina de Michael Trotta. De vuelta a casa, fue conmigo en el asiento de atrás de la limusina. Contestó al teléfono en el número que me dio Michael para que llamase cuando encontrara el dinero. – Miró a Harry-. ¿Por qué quiere matarme? Ya se lo de volví. Todo.

Estaba intentando no llorar, impedir que los sollozos le sacudieran el cuerpo. Pero era una batalla perdida.

Harry la comprendía. Él mismo estaba librando una batalla perdida. Parecía de lo más idiota luchar, así que se rindió totalmente y rodeó a Alessandra con un brazo. Ella se derrumbó contra él y lo abrazó con un entusiasmo un tanto excesivo. Pero a él no le importó el dolor del costado; no, no le importó en absoluto.

Estaba claro que había cosas peores que perder una batalla como aquélla.

–Siento darte esta mala noticia -le dijo-, pero esta vez no va a ser suficiente con unas gafas de sol. Es muy probable que la gente se dé cuenta de que has estado llorando.

–Creía que estabas muerto -le dijo con la voz ahogada y el rostro enterrado en su camisa-. Cuando esas balas te alcanzaron, pensé… pensé…

–Sí, ya lo sé -dijo Harry, acariciándole el pelo. Tenía el corazón en la garganta. ¿Sería posible que le importara tanto a ella?-. Te conozco muy bien a estas alturas, Allie. Pensaste: «Oh, este idiota hijo de puta ha muerto. ¿A quién enviarán ahora para fastidiarme?».

Ella levantó la cara para mirarlo, con una risa trémula a través de las lágrimas…, y eso bastó. Se sintió exultante. Feliz. Absolutamente estupefacto. Fue la nariz colorada lo que lo cautivó. Debía de ser por algún olvidado incidente con un payaso en la infancia, que lo dejó marcado para siempre. Fuera cual fuera su origen, no pudo evitar inclinarse hacia delante y unir su boca a la de ella.

Su intención era la de saborear sólo por un breve instante aquellos labios deliciosamente suaves; pero en cuanto su boca tocó la de ella, supo que no iba a bastarle. Y que tampoco iba a bastarle a Alessandra.

Ella lo besó, hambrienta, y él ahondó en el beso, introduciendo la lengua en su boca, que lo aguardaba. Tenía el sabor salado de las lágrimas y el amargor del miedo, pero por debajo de aquellas sensaciones era fuego puro. Alessandra lo dejó sin aliento con su avidez, con su urgencia. Con su deseo.

Harry la acercó más a él, pues el placer de aquel cuerpo junto al suyo decididamente merecía sufrir aquel agudo dolor en las costillas, y deslizó la mano por debajo de la chaqueta que, ella llevaba echada sobre los hombros. Tenía la piel tan suave como él la recordaba, tan lisa y sedosa como la de un bebé.

Aquello era la perfección total, y eran tan pocas las veces en su vida que entraba en contacto con la perfección, que por fin bajó a la tierra.

Por el amor de Dios, ¿qué estaba haciendo? Si habría sido una lo cura haberla besado dentro de la intimidad de la casa, mucho más lo era en un lugar público.

Se apartó de ella, pero, Dios santo, sin duda alguna fue una de las cosas más difíciles que había hecho jamás.

–Lo siento -atinó a decir. Sentía haber tenido que parar. Sentía no poder arrancarle la ropa y enrollarse con ella allí mismo. Prudentemente, dejó que ella lo interpretara a su modo.

–No -dijo Alessandra-. Yo… Yo… -Parecía tan confusa como él. ¿Cómo podían haber tenido ambos tan poco juicio exacta mente en el mismo momento?

–Mal momento -dijo Harry. Mal momento, mal pensado, todo mal, salvo el sexo. Buen sexo. Si hubieran podido continuar, habría sido muy, muy buen sexo. Excepto que después, todos aquellos puntos malos se habrían vuelto contra él y le habrían dado una patada en el culo. Por el amor de Dios, estaba trabajando. Se suponía que debía proteger a Alessandra, y en las normas no constaba, en ningún sitio, que pudiera hacerse en posición horizontal y sin ropa, con alguna garantía de éxito.

Alessandra se retiró el pelo de la cara con una mano temblorosa.

–Probablemente querrás cerciorarte de que George se encuentra bien.

–Antes quiero ponerte a ti a salvo. Conseguirte un chaleco y meterte en una habitación con un montón de vigilantes al lado de puertas y ventanas. – Montones y montones de vigilantes, los necesarios para no tener que quedarse de nuevo a solas con ella. Aunque, desde luego, la multitud no lo había detenido dos minutos antes.

–¿Un chaleco? – preguntó Alessandra. Harry aún tenía la mano posada en la perfecta suavidad de su espalda. No quería moverla, pero lo hizo. Fue como una caricia que los hizo a los dos sentirse violentos otra vez. Además del maldito impulso que sentía de tirar toda precaución por la ventana y besarla de nuevo.

En lugar de eso, Harry señaló con un gesto el chaleco que llevaba él.

–Un chaleco antibalas. – Mostró con el dedo las dos balas que habían quedado incrustadas-. Estas cosas realmente funcionan, como ves.

–¿Qué te ha hecho ponértelo? – preguntó ella-. Quiero decir, ¿un paseo a la biblioteca y al supermercado…?

Harry no estaba seguro de qué decir. No quería mentirle, pero era obvio que Alessandra aún no había captado cuál era la verdadera situación.

En aquel momento apareció Christine McFall para salvarle el culo de momento.

–Tenemos dos perpetradores, y los dos están demasiado muertos para decirnos quién los enviaba. Ambos llevaban identificación. Ed se está ocupando ahora de ello.

–Sólo dos, ¿eh? – preguntó Harry.

La agente afirmó con la cabeza.

–Eran de una constitución entre mediana y pequeña. Al parecer, su levantador de pesas ha escapado. – Lanzó una mirada a Alessandra-. Deberíamos llevar a la señora Lamont a la casa para que se asee. Y usted debería ir al hospital, señor, a que le hagan una revisión. Con tamos con hombres suficientes para ocuparnos de esto sin usted.

Hombres suficientes.

Harry vio cómo se iluminaban los ojos de Alessandra al comprender cuando miró a su alrededor, una vez más, a todos los policías y agentes federales que había allí, a todos los coches de aspecto oficial estacionados en el aparcamiento.

Alessandra se volvió hacia él, miró de nuevo su chaleco antibalas y a continuación volvió a mirarlo fijamente a los ojos.

–¿Cómo es que han llegado tantos agentes federales, y tan rápidamente?

Pero ya lo sabía. Una mujer tan inteligente como Alessandra tenía que habérselo imaginado. Sólo quería oírlo de sus traidores labios.

Harry miró a Christine.

–Déjanos un minuto, ¿quieres?

Chris se apartó con tacto hasta quedar fuera de alcance al tiempo que Harry se aclaraba la garganta.

–Ésta es una ocasión en la que quizá prefieras no saber la verdad.

–Te has puesto un chaleco antibalas porque sabías que esto iba a suceder -adivinó Alessandra. Estaba furiosa-. ¿No es así?

–Allie, parece mucho peor de lo que…

–¿No es así? Es una pregunta sencilla, Harry. – Las lágrimas, esta vez de rabia, volvieron a inundarle los ojos, a punto de rebosar-. Sólo contéstame sí o no.

Él le tocó un lado de la cara con el dedo. No pudo evitarlo.

–Sí.

Alessandra asintió, le apartó la mano y parpadeó furiosamente para contener las lágrimas.

–Todos esos agentes… Todos estabais esperando que sucediera esto. Sabíais que iba a tener lugar un atentado, ¿verdad? Lo sabíais porque me estabais usando como cebo.

Dios, dicho de aquella forma parecía horroroso. ¿De verdad había hecho él aquello? Tuvo que desviar la mirada.

–Sí.

Ella se zafó violentamente y puso un metro de distancia entre ambos.

–¿Por qué no me lo han dicho? ¿Por qué no me lo has dicho tú? ¿ No se te ocurrió que tal vez yo tuviera algo que decir al respecto?

–Teníamos más probabilidades de pillar a Trotta si tú no sabías nada. Cuando lo planeamos… Allie, no sabíamos si tú ibas a intentar advertirlo de que esto era un montaje, ya sabes, para volver a figurar en su lista de amigos en vez de la lista de personas que quiere ver muertas.

–Podrían haberme matado -dijo ella-. Pero eso no habría importado mucho, ¿verdad?, ya que así podríais haber acusado a Micha el Trotta de homicidio, en lugar de un simple intento de homicidio.

–En este momento, no tenemos a Michael Trotta en absoluto. – Christine había regresado, acompañada por Ed Bach-. No tene mos nada que relacione a los matones muertos con Trotta. No son asesinos a sueldo, los dos tienen fichas policiales larguísimas, llenas de robos a mano armada en supermercados. En cuanto a su misterioso tercer hombre, ustedes dos son los únicos que lo han visto. Todo el mundo, tanto dentro como fuera del supermercado, ha visto sólo a dos tiradores. Todavía estamos estudiando el asunto, pero no tiene buena pinta. Podemos intentar detener a Trotta basándonos en su declaración de que ha visto hoy a uno de sus hombres, pero no creo que lleguemos muy lejos en el tribunal sólo con eso, la verdad.

–No me creo ni una puta mierda. A George le disparan, puede que hasta se muera, ¿y todavía no tenemos nada que podamos utilizar contra ese cabrón?

Ed sacudió la cabeza negativamente.

–Nadie más ha visto a ese tercer tirador, Harry. Tenemos las ba las que podamos encontrar, pero usted sabe muy bien que el arma de ese tipo probablemente ha desaparecido hace mucho tiempo. Estamos buscando algo más sólido. Usted sabe tan bien como yo que no podemos hacer nada cuando los dos testigos oculares son un agente deseo so de vengarse y una mujer que piensa que Trotta quiere matarla. Incluso un abogado nombrado por el tribunal dejaría al jurado con una duda razonable. El que puede permitirse pagar Trotta los convencerá de que deberían intentar procesarlo a usted.

–Según el último parte médico, George está aguantando -dijo Christine en voz queda.

–Bien. No está muerto. Todavía. ¿Ha llamado alguien a Nicole?

–Tenía una reunión en Washington -dijo Christine-. Aún no hemos podido hablar con ella. Pero no le será posible tomar un avión para venir aquí hasta mañana por la mañana. Ya lo he comprobado.

–Ya no está casada con él -señaló Ed-. Puede que no venga si quiera.

–Que alguien se ponga en contacto con… ¿cómo se llama? – ordenó Harry-. Kim. Esa bailarina del Club de la Fantasía con quien se veía George.

Christine afirmó con la cabeza.

–Sí, señor.

Alessandra se puso de pie.

–Bueno, ha sido muy interesante. ¿Puede alguien llevarme a casa, por favor? Necesito darme una ducha. – Se volvió hacia Harry-. Es evidente que a ti te necesitan en el hospital. – Le tendió la mano y le obsequió con una de aquellas frías sonrisas de princesa-. Buena suerte. Espero que disfrutes de tu venganza, si es que realmente la consigues.

–No pienso ir a ninguna parte. – Harry se incorporó también, dolorosamente.

–Puede que tú no, pero yo sí. Voy a regresar a la casa a duchar me y hacer el equipaje.

Harry rió, pero se interrumpió en seco cuando se dio cuenta de que Alessandra hablaba completamente en serio.

–¿Qué vas a hacer? ¿Marcharte de aquí sin más? Probablemente Ivo te estará esperando. No, nada de probablemente; te lo puedo garantizar.

–Soy muy consciente de eso. Pero no sé por qué, creo que viviré más tiempo sin la ayuda del FBI, gracias. – Se volvió hacia Christine-. Por favor, ¿quiere llevarme a la casa?

Christine miró a Harry.

–Señor, está usted un poco pálido. Debería ir al hospital. Si se ha roto una costilla, tendrá que hacerse alguna radiografía, y…

–La única razón por la que estoy pálido es porque tú sigues empeñada en llamarme señor.

–Estoy segura de que podremos convencer a la señora Lamont de que se quede hasta que usted regrese del hospital.

–No cuente con ello -musitó Alessandra.

–Allie, no me obligues a ordenar a Chris que te amarre a una silla hasta que yo vuelva. Porque ya sabes que si lo hiciera, ella diría «sí, señor», y eso de verdad que me ataca los nervios.

Alessandra no sonrió, ni siquiera movió un solo músculo de la ara, y entonces Harry jugó uno de los pocos triunfos que le queda han en la mano.

La apartó de los demás y le dijo, bajando la voz:

–Alessandra, ¿alguna vez te he mentido?

–Por omisión. Sí, lo has hecho. – Solió el brazo de la mano de él.

–Ya, eso. – Lo desechó con un gesto-. Pero siempre que me has preguntado algo directamente, yo te he respondido con la verdad. Siempre que has necesitado una respuesta sincera, sabías que iba a dártela, sin tapujos.

Alessandra no pronunció palabra. Se limitó a quedarse tal como estaba, cruzada de brazos. Introdujo los brazos en las mangas de la chaqueta de Harry. Le quedaban unos siete centímetros largas, no porque ella tuviera los brazos más Cortos que Harry, sino porque sus hombros eran mucho más estrechos.

–Si cuando yo vuelva del hospital todavía quieres marcharte, dejaré que te vayas -continuó él-. Te doy mi palabra, ¿conforme? Sólo quédate hasta que yo llegue.

Alessandra lo miró fijamente durante unos momentos. Desesperado, Harry sacó su último triunfo.

–Allie, hoy te he salvado la vida. Haz esto, y estaremos en paz.

–No estoy segura de que eso cuente como haberme salvado la vida cuando eres tú el único responsable de haber puesto esa misma vida en peligro.

¿Qué podía responder a eso? Sobre todo cuando ella lo estaba taladrando con aquella regia mirada.

–Si esas balas me hubieran dado en la cabeza, ahora estaría muerto. Si te hubiera dejado regresar con Trotta cuando tú querías, ahora serías tú la que estaría muerta. Puede que no sea ésta la situación más inteligente, puede que debiéramos haberte dicho lo que estábamos planeando, pero el hecho es que, por suerte, los dos seguimos teniendo el corazón caliente y latiendo. Utiliza ese corazón y muéstrame un poco de misericordia. Por favor.

Alessandra asintió a regañadientes. Gracias a Dios.

–Te esperaré. Pero no me convencerás para que me quede.

–Llamada para usted, señora Fenster, por la línea tres.

Nicole no se detuvo de camino al servicio de señoras. Disponía sólo de quince minutos para orinar y coger un emparedado y un re fresco y regresar a la sala de juntas.

–Coge el mensaje, Bonnie, por favor.

–Dicen que es urgente.

Maldita sea, últimamente todo era urgente.

–Coge el mensaje.

–Por lo visto, uno de los miembros de su equipo especial ha resultado herido de gravedad. Está al teléfono una tal Christine McFall. Insiste en hablar directamente con usted.

Nicole se detuvo en seco, sintiendo un frío intenso en las entrañas. Dio media vuelta y tomó el teléfono de la mano de la recepcionista.

–¿Quién ha sido herido?

–Nic, ha sido George.

George. Oh, Dios.

–Hemos tenido una operación caótica, como siempre -continuó Christine-. Varios equipos locales no estaban donde se suponía que debían estar, y durante el tiroteo…

–¿Está muerto? – George. Por favor, Dios mío, George no. Nicole dio la espalda a la recepcionista, sabiendo que no podría evitar que la angustia se le notara en la cara.

–No, pero ahora mismo lo están operando, y…

–¿Va a morir?

Chris guardó silencio durante largo rato.

–No.

–Maldita sea, no me mientas, McFall. – Nicole mantuvo el tono calmo a pesar de cómo le retumbaba el corazón.

–Le han disparado en la pierna. No creo que se la haya roto si quiera, pero la bala alcanzó una arteria importante y ha perdido mucha sangre. De modo que sí, existe la posibilidad de que no consiga salir de ésta. – Chris calló durante unos instantes-. Te llamo como amiga, no como miembro de tu equipo. Creo que si tienes algo que te queda por decirle, tal vez quieras venir aquí.

Nicole sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y parpadeó furiosamente para reprimirlas. Nadie de aquella oficina debía verla llorar.

–Ése era en parte el problema, Chris, que ya no quedaba nada por decir.

Aspiró profundamente, odiándose a sí misma por ser tan práctica, pero sabiendo que si lo dejaba todo y corría al lado de George, no iba a cambiar nada. George no iba a dejar de morirse sólo porque ella estuviera allí. Y la fama que tenía de ser tan fiable y carente de emociones como una máquina se vería gravemente comprometida si echa- ha a correr al hospital para sentarse al lado de la cama del hombre que la había dejado.

–Volveré dentro de unos días. Antes, incluso, si puedo.

–Nic, él te necesita.

–Se divorció de mí. Eso, por lo visto, implica que no me necesita. Por favor, infórmame si se produce algún cambio en su estado.

–Está bien -dijo Chris con un filo de frustración en el tono de Si se muere, te daré un toque por teléfono.

La línea se cortó, y Nicole devolvió el teléfono a la recepcionista, arreglándoselas para ocultar el hecho de que le temblaban las manos.

–Me diste tu palabra. – Alessandra no pudo evitar que la voz le temblara de rabia-. Dijiste que permitirías que me fuera.

–Y te lo estoy permitiendo. Lo único que pasa es que me voy contigo.

Harry abrió la puerta delantera del coche y casi empujó a Alessandra al interior del vehículo. Ella la volvió a abrir en cuanto él la cerró.

–No necesito tu ayuda.

La luna era tan sólo una cuña, y el rostro de Harry se encontraba totalmente en sombras.

–¿Podemos discutir esto después de subirme al coche y arrancar? He contado con el hecho de que Ivo está siguiendo uno de los señuelos que he enviado por la puerta principal, pero sólo por si acaso, me gustaría salir de aquí sin un agujero en la cabeza. Ni en la tuya.

Alessandra cerró la portezuela.

Harry arrojó las bolsas de ambos en la parte de atrás, se situó cui dadosamente detrás del volante y arrancó el motor.

–Gracias.

Ella mantuvo la vista fija al frente. Harry rió en voz baja, un so nido suave y aterciopelado como la oscuridad que la rodeaba.

–El tratamiento de silencio. Es muy original. No lo ha probado nunca nadie.

Se introdujo en una carretera sin asfaltar con las luces apagadas, y no las encendió hasta que tomó la autopista estatal.

Aquel coche resultaba demasiado pequeño. Tenía a Alessandra prácticamente sentada encima de él. Los dos asientos estaban separa dos tan sólo por el freno de mano. Tenían los hombros tan cerca, que casi se tocaban. Y Harry conducía con una mano apoyada en la palanca de cambios, con los dedos a escasos centímetros de la rodilla de ella.

Alessandra no se creía que le hubiera permitido besarla. ¿Qué se lo permitió? Dios santo, había hecho mucho más que relajarse y permitírselo; casi lo había aspirado. Sí, se había visto gravemente sacudida por la violencia, pero aquello no era excusa. La triste verdad era que llevaba varios días deseando besarlo así.

Por supuesto, aquello fue antes de saber que era un completo embustero, antes de saber que era capaz de hacer cualquier cosa, sacrificar lo que fuera y a quien fuera, para obtener su retorcida y patética venganza de Michael Trotta.

Ella lo había besado creyendo que era un raro ejemplar, un ser humano totalmente sincero y noble. Lo había besado pensando, tontamente, ingenuamente, que era alguien a quien merecía la pena besar.

Harry se removió en su asiento y se tocó el vendaje que le habían aplicado alrededor del pecho, y Alessandra comprendió que se sentía incómodo.

–¿Te has roto alguna costilla? – No pudo evitar preguntarlo.

–Sólo una. – Harry la miró-. Pero ya es suficiente.

–Lo siento -repuso ella con rigidez.

Había regresado del hospital sabiendo que Alessandra ya había tomado una decisión. Estaba allí fuera, fuera del Programa de Protección de Testigos, para siempre. No se mostró sorprendido cuando ella lo informó al respecto.

Él pidió disculpas de nuevo y le rogó varias veces que lo pensara de nuevo. La cuarta vez que Alessandra le dijo en tono terminante que pensaba marcharse de Cow Pattie, Nueva York, aquella misma noche, Harry hizo unas cuantas llamadas telefónicas y se puso unos vaqueros gastados y una camiseta negra lisa. Resultaba una imagen muy diferente en él, mucho más acorde con su personalidad y con su imagen que los trajes arrugados. Los vaqueros le quedaban flojos, pero aun así lograban destacar su musculoso cuerpo. Se calzó unas deportivas y se cubrió su indomable cabello con una gorra de béisbol. Después completó su atuendo con una cazadora de aviador de cuero envejecido. Funcionó. Por muy enfurecida que estuviera con él, Alessandra tuvo que reconocer que estaba más guapo que nunca.

Harry se aclaró la garganta.

–Éste es el trato, Allie. Los dos estamos del mismo lado, los dos perseguimos el mismo fin, aunque ya sé que sigues estando enfadada conmigo y por eso no quieres verlo de ese modo. Pero es un hecho. Tú quieres continuar viva, y yo quiero que continúes viva. Lo que necesitamos en este momento es que reconozcas que yo la he jodido -dijo lisa y llanamente-, que la agencia entera la ha jodido. Tú tienes razón y nosotros estábamos equivocados. Deberíamos haberte in formado, deberíamos haberte permitido rechazar el dudoso honor de utilizar como cebo para atrapar a un saco de escoria. – Se volvió hacia ella-. No puedo hacer nada para cambiar el pasado, pero sí que puedo cambiar el futuro. Voy a llevarte a un sitio que te garantizo que es seguro, y voy a enseñarte lo que tienes que hacer para no destacar entre la multitud cuando llegues allí.

–¿Cómo vas a garantizarme que ese lugar es seguro? ¿Y cómo sé yo que no vas a prepararme otro montaje en cuanto lleguemos?

Harry tomó la rampa de salida a la carretera 46, que se dirigía hacia el oeste. Metió la quinta y luego se volvió para mirar a Alessandra bajo la tenue luz del tablero de mandos.

–Porque allí viven mis hijos. Más vale que te creas que de ningún modo pienso conducir a los hombres de Trotta a la ciudad donde viven mis hijos.

–¿Pero y si alguien de tu equipo decide dejar que Michael se entere de dónde estoy?

–Nadie más sabrá dónde estás -replicó Harry-. Desde luego que yo no voy a decírselo.

–Pero creía que habías dicho que tus hijos vivían con tu hermana. No debe ser muy difícil dar con ella.

–Es mi hermanastra -dijo Harry-. Fue casi mi hermanastra. Su padre y mi madre vivieron juntos durante cerca de ocho meses. Se su ponía que iban a casarse, pero la cosa no funcionó. Marge tenía once años y yo siete, y… era muy buena conmigo. Seguimos siendo amigos incluso aunque no lo fueran nuestros padres. Cuando Kevin… después de… ya sabes…, yo necesité contar con algún lugar seguro para Shaun y Emily. Marge vivía en Colorado, y vino a ayudarme. No la conocía ninguno de mis compañeros de trabajo. He tenido cuidado, y desde entonces los niños están a salvo. Ni siquiera George sabe dónde están.

Alessandra guardó silencio durante unos momentos.

–¿Y tú no sientes el impulso de informar a tu jefe de mi paradero?

–Eh, el mes que viene estaré de vacaciones. No tengo que informar a nadie de nada.

Vacaciones. Harry iba a pasar sus vacaciones ayudándola a ella.

Harry la miró otra vez, como si fuera capaz de leerle el pensamiento.

–Supongo que te debo una -dijo en voz queda.

–No estoy segura de poder fiarme de ti, Harry.

Él asintió.

–Ya lo sé. Deja que te lleve hasta Colorado -le dijo-. Te enseñaré cómo desaparecer, y una vez que estemos allí, si quieres esfumar- te, puedes esfumarte. – La miró de nuevo-. ¿Trato hecho?

Al otro lado de las ventanillas del coche, la noche era oscura. Alessandra veía el reflejo borroso de Harry, observándola. No tenía precisamente mucho donde elegir. Suspiró, deseando que aquel hombre hubiera podido ser el héroe que ella buscaba, deseando que aquella emboscada hubiera sido una sorpresa tanto para él como para ella.

–Todavía no has intentado dejar atrás el pasado -señaló Harry-. ¿Por qué no te lanzas y me dices que soy un triste perdedor hijo de puta, para que podamos continuar avanzando?

Alessandra lo miró.

–Vamos -dijo él-. Suéltalo. No te cortes.

–Eres… un idiota.

–¿Cómo, estás de broma? Los idiotas son los que se te cruzan por delante cuando estás conduciendo, los que te quitan el sitio para aparcar, no los que casi hacen que te maten. Vamos, sabes hacerlo mejor.

–Eres un… -No pudo decirlo.

–Empieza por cabrón. Soy un cabrón. Venga, Allie. No es una palabra tan ofensiva. Prueba a decirla. Cabrón.

–Eres…

–… un apestoso saco de mierda. – Harry rió al ver la expresión de su cara-. Sí, eres muy educada, pero yo sé que quieres decirla.

–Yo…

–… te odio, asqueroso cabrón de mierda. Gilipollas. Maricón. Tienes muchos tacos para escoger, Allie. Te lo estoy poniendo fácil.

–Creía que podrías ser una persona especial. – Por fin consiguió pronunciar algo-. Creía que eras mejor que los demás.

Silencio.

Harry miró fijamente la carretera, toda la diversión borrada de su semblante.

–Ya, bueno. Y te equivocaste, ¿eh?

Sí que se había equivocado. Pero él no tenía ni idea de lo mucho Allie deseaba no haberse equivocado.

Capitulo 10

Cuando Harry volvió a entrar en el coche, Alessandra se agitó en su asiento. Llevaba durmiendo cerca de siete horas. Harry no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a alguien dormir tanto en un coche. Tuvo que pararse en el arcén en dos ocasiones para echar una meada, pues no se atrevía a dejarla sola en el coche en una gasolinera, y parecía una pena despertarla.

Pero aquella llamada telefónica no podía esperar más. Acercó el coche todo lo que pudo a la cabina telefónica, para que ella pudiera verlo si se despertaba.

Pero hasta que volvió a meterse con gran esfuerzo detrás del volante, se golpeó en la costilla rota y se tragó un juramento por el dolor, no empezaron a parpadear los ojos de Alessandra. Harry metió la marcha y volvió a tomar la carretera interestatal, controlando todavía el espejo retrovisor a lo largo de muchos kilómetros para cerciorarse de que Ivo no los seguía.

Pero en el espejo no se veía a nadie. Estaban completamente solos en la carretera.

El amanecer comenzó a abrirse paso en el recto horizonte, detrás de ellos, y en la creciente claridad Harry se permitió mirar a Alessandra. Llevaba observándola toda la noche, a la luz del tablero de mados.

Observando cómo dormía.

Dándose el gusto de mirarla, de mirarla de verdad, sin tener que preocuparse de que ella jo pillara.

Asombrado de que ella lo hubiera besado como lo besó.

Escuchando sus ronquidos. Le gustó que debajo de aquella fachada hubiera un ser humano auténtico, con sus defectos, una mujer de verdad con el tabique desviado.

Se había dormido con el movimiento del coche y el ruido del motor; pero no era un sueño profundo, reparador; era inquieto, salpicado de movimientos y leves ruiditos.

Harry había pasado media noche tratando de no pensar en el modo en que Alessandra lo había besado, y la otra media tratando de no pensar en el hecho de que probablemente ya no lo volvería a besar, al menos en un futuro cercano. Pero, Dios de los cielos, aquel beso suyo ha hi, sido diecisiete millones de veces mejor que todas sus fantasías. Y él no era un aficionado en lo que se refería a fantasías.

Lo de la princesa de hielo era sólo una pose. Por debajo de aquellos peinados tan elegantes, aquella ropa de diseño, el perfecto maquillaje, el perfume de moda y aquella voz fría y educada, había una mujer por cuyas venas corría lava derretida.

Si él no hubiera formado parte de la conspiración que había esta do a punto de matarla, sabía que habrían pasado la noche anterior jun tos en la cama. Habría vuelto a tener relaciones sexuales. De verdad que quería, realmente, volver a tener relaciones sexuales. No porque antes no hubiera deseado tenerlas, es que no las había deseado con tanta intensidad, y no parecía merecer la pena el esfuerzo.

El sexo con Alessandra sí que valdría la pena. Después de aquel beso, estaba seguro de ello.

Dios santo, si todo aquello hubiera salido de otra manera, en aquel mismo instante podría estar profundamente dormido, todavía rodeando a Alessandra con sus brazos, su perfecto cuerpo acurrucado junto al suyo, su rostro hundido en el aroma de su pelo. Podría haber y relajado de verdad por primera vez en varios años.

Pero no; en vez de eso, ella lo odiaba. Jamás le sonreiría de nuevo, y mucho menos tocarlo, y olvídate de desnudarse con él. Aquello no iba a ocurrir, y cuanto antes dejara de pensar en ello, mejor.

Alessandra emitió un sonido que era una mezcla de suspiro y gemido, y Hlarry la miró. Lo hizo de nuevo… Era un sonido de miedo. Harry le puso una mano en la rodilla y la sacudió ligeramente.

–Una pesadilla -dijo-. No es más que una pesadilla. No sé dónde crees que estás, pero no estás ahí. Estás aquí, y te encuentras a salvo.

La miró a la cara, y vio que tenía los ojos abiertos. Aún respiraba profundamente, pero estaba despierta. Le dio un apretoncito en la rodilla antes de soltársela.

–¿Te encuentras bien, Allie?

Ella miró a su alrededor, el coche, la interminable cinta de carretera que se extendía frente a ellos, la luz de la mañana que se filtraba entre las nubes, Harry. Aspiró profundamente y exhaló el aire muy despacio.

–No me puedo creer que todo esto sea real.

–No es demasiado tarde para regresar.

–Sí lo es. – Cerró los ojos-. Estaba soñando con el perro. Ya sabes, volvía a pasarme.

–¿El qué volvía a pasarte?

Alessandra abrió los ojos. Resultaban casi incoloros con aquella luz pálida. No miró a Harry, sino que se limitó a contemplar el agujero de la tela que forraba el techo del automóvil.

–Me quedaba sentada, esperando morirme.

Estaba hablando del día anterior, de cuando Ivo le apuntaba con la pistola a la cabeza.

–Era como si volviera a tener cinco años y estuviera mirando fijamente a aquel perro de presa. – Se volvió y miró a Harry de frente-. He decidido que jamás me permitiré de nuevo a mí misma estar tan desvalida. Por eso no puedo regresar.

–¿Y estás convencida de que puedes esconderte mejor que una organización que está especializada en esconder a gente de los malhechores?

–Por lo que he visto, sí. El Programa de Protección de Testigos no ha hecho mucho para mantenerme a salvo, ¿no crees?

–Mientras que tú sí lo harás?

Ella alzó la barbilla en gesto desafiante.

–Está claro que tendré mucho que aprender. Pero tiene que haber algún libro en la biblioteca que diga lo que hay que hacer. Cómo esconderse. ¿Un libro de la biblioteca? Harry disimuló la risa tosiendo. Iba a buscar un libro.

–El montaje fue un completo desastre, te puedo conceder eso. – Tomó un trago de una lata de Pepsi que había abierto cuatrocientos kilómetros atrás. Estaba caliente y sin gas, pero contenía cafeína. Dios, estaba cansado, y Alessandra iba a buscar un libro nada menos-. A pesar de eso, estás viva, ¿no? Hiciéramos mal lo que hiciéramos, hemos conseguido mantenerte con vida. Eso tiene que tener algún valor.

–Yo estoy viva gracias a ti, no a tu equipo especial ni al Programa de Protección de Testigos -señaló Alessandra-. Si tú, Harry O ‘Dell, no hubieras estado allí, en este momento estaría muerta.

–Hablando de estar muertos -dijo Harry-, George ha salido ya de Cuidados Intensivos. Va a ponerse bien. Acabo de llamar a Nueva York.

–Gracias a Dios.

–Gracias a ti -dijo Harry en voz baja-. Has sido tú quien le ha salvado la vida, Allie.

–Yo le he salvado la vida a él, y tú me la has salvado a mí. – Alessandra abrió las manos en un gesto de frustración-. Pero eso sigue sin justificar nada. Nadie debería habernos disparado. Si yo hubiera muerto, tu equipo especial habría sido tan responsable de mi muerte como Michael Trotta.

–Eh, mientras pasamos la culpa de unos a otros, tú deberías re flexionar un poco para tus adentros, cariño. Se lo pusiste muy fácil a Trotta para que te encontrase. Nosotros dejamos que se filtrase más o menos dónde te encontrabas, pero el resto lo hiciste tú. Lo único que tuvo que hacer fue ordenar a Ivo que preguntase por ahí si se había,mudado a vivir a la zona una mujer con aspecto de supermodelo.

–Yo no parezco una supermodelo.

–Una estrella de cine, entonces. – Harry se encogió de hombros-. No eres una mujer del montón, la típica esposa de un agricultor de Paul’s River, eso está claro.

–¡Pero si ni siquiera salí de la casa!

–No tenías necesidad de hacerlo. Lo único que tenías que hacer era pasearte en coche por el centro urbano, justo lo que hiciste, y re coger las llaves de la casa en la inmobiliaria local. Estabas en el asiento trasero de aquel coche con el aspecto de haberte perdido cuando te dirigías a un magnífico almuerzo en Schazti’s on Main con tu agente. La gente se fijó en ti.

Alessandra movió la cabeza en un gesto de negación.

–Eso es una locura. Yo me limité a quedarme sentada.

–¿Cuantas personas crees que se fijaron en ti ese día? Alessandra se encogió de hombros.

–No tengo ni idea.

–Haz un cálculo.

Ella suspiró y volvió a negar con la cabeza.

–No lo sé. ¿Dos o tres?

–Di mejor veinticinco. Por lo menos. Y de esas veinticinco, que son todas las que calculamos nosotros, porque puede que sean más, la mayoría de ellas te mencionaron a alguna otra persona significativa para ellas, que a su vez te mencionó a otra. Eso lo descubrimos cuan do estuvimos peinando la zona después del tiroteo en el supermercado. La gente de esta localidad sabía que una mujer guapísima se había mudado a vivir a la antigua casa de los Archer, en Devlin Road. – Harry la miró-. Y, para tu información, incluso aunque sólo se hubieran fijado en ti dos o tres personas, seguirían siendo demasiadas. La gente de este pueblo seguiría hablando de ti. – Le dio un momento para que meditase sobre ello-. ¿De verdad quieres continuar viva?

Alessandra no lo dudó.

–Sí.

–Entonces tienes que volverte invisible, Allie. La ropa que te compraste cuando fuiste de compras con Christine McFall… -Sacudió la cabeza negativamente-. No te hace invisible. – Miró su atuendo, consistente en una blusa negra entallada, un pantalón negro flojo, de seda, y zapatos de tacón alto. Dios. Debería estar toda arrugada tras dormir una noche entera dentro del coche, y en cambio parecía estar lista para una sesión fotográfica de moda de alta costura-. ¿Te has traído toda esa ropa?

–Naturalmente.

–¿Dónde está?

Alessandra parpadeó.

–En mi bolso de viaje. En el asiento de atrás.

–Ábrelo, ¿ quieres?

Harry se terminó la Pepsi. Pronto iban a tener que parar a tomar un café. Estaba exhausto. Por otra parte, lo único que tenía que hacer para permanecer despierto era respirar. Cada vez que aspiraba, era como si tuviera el costado en llamas. Respiró hondo. Ay.

Alessandra no se movió.

–¿Quieres que…?

–Cojas el bolso y lo abras -dijo él pacientemente-. Ahí dentro tienes unos tres pares de pantalones muy ajustados: uno negro, otro gris y otro azul marino, creo. Sácalos. Tenemos que hablar de tu ropa.

–Son leggins -lo informó ella, forcejeando con la bolsa de nailon barato que le había comprado George mientras intentaba trasladarla al asiento delantero.

–Como se llamen. Y ese jersey negro -dijo Harry-. El ajusta do de rayas.

–Es un top de punto -dijo Alessandra al tiempo que abría la cremallera del bolso y hurgaba dentro.

–Top de punto. Por fin. Ahora que sé eso, mi vida es más completa. – Harry le quitó los pantalones y el jersey de las manos y los sostuvo en alto-. Ajustados -dijo-. Demasiado ajustados, demasiado bonitos. Estás demasiado guapa con estas cosas. – Se las puso encima de las rodillas y acto seguido metió directamente la mano en el bolso y extrajo dos camisetas minúsculas, una blanca lisa y la otra de color verde oliva. Eran notablemente suaves al tacto. El jersey azul era el que llevaba puesto el otro día-. Esto también te quedaba muy bien, resalta mucho tu figura. ¿Qué más llevas ahí dentro?

–No mucho. Unas cuantas camisetas más. Una falda y unos vaqueros.

–¿El mismo estilo que los negros que llevabas ayer?

–Sí, pero en azul.

–Déjame verlos. – Harry dejó las camisetas en su regazo, con lo demás, y tomó los vaqueros. Sí, los habían cortado claramente para que se ajustaran al cuerpo-. ¿Y la falda?

Alessandra la sostuvo en alto. Era negra y muy corta. Muy sexy. Seguramente hacía que sus piernas parecieran aún más largas. Harry la cogió y la agregó al montón de ropa, y después buscó las dos últimas camisetas en el bolso. Una de ellas era enorme. La arrojó de nuevo al interior del bolso, junto con varias braguitas de satén y un sujetador de encaje. No importaba lo que llevase debajo de la ropa; nadie iba a verlo. Sobre todo él. Un pensamiento que le dolió más que la costilla rota.

La última camiseta era un top de tirantes. No la había visto con él puesto, pero no le hacía falta; tenía buena imaginación. Demasiado buena, en ocasiones. Puso el top encima de todo lo demás.-Esos zapatos que llevas -dijo-. Déjame ver uno, ¿quieres?

Con un suspiro de exasperación, Alessandra se quitó uno y se lo entregó a Harry.

–¿Por qué?

–Son de tacón alto -contestó él-. Demasiado alto, demasiado sexy. A partir de ahora sólo llevarás calzado plano, probablemente nada más que deportivas.

Se cambió al carril izquierdo, bajó la ventanilla y lanzó por ella toda la ropa nueva de Alessandra, incluido el zapato.

–¡Cielo santo! – Alessandra se giró en su asiento, mirando cómo su ropa chocaba contra el suelo a ciento veinte por hora y se perdía en los arbustos-. ¡Cielo santo! – Se quedó mirando a Harry, horrorizada-. ¿Por qué has hecho eso? ¿Es que estás completamente loco?

–Me has dicho que quieres seguir viva.

–¡Para el coche! – Estaba furiosa-. ¡Para el coche ahora mismo y da marcha atrás para devolverme mis cosas!

–No puedo. Está prohibido circular marcha atrás en la autopista. Y como agente federal que soy…

Alessandra le propinó un puñetazo. De hecho lo golpeó en c brazo.

–¡Idiota! ¡Eso era todo lo que poseía en el mundo! ¡Y tú acabas de tirarlo por la ventana! Dios, ¿cómo has podido hacer algo así?

–No podrías haberte puesto ninguna de esas cosas, Allie. Habrías conseguido que te matasen.

–Me niego a creer que no puedo llevar ropa bonita, que no puedo ir discretamente atractiva…

Harry elevó la voz para imponerse a ella.

–¿Discretamente atractiva? ¿Estás mal de la cabeza? – Señaló con un gesto lo que llevaba puesto en aquel momento-. ¡Eso no es discretamente atractivo! Eso canta por los cuatro costados. Todo el mundo se vuelve a mirar porque aquí viene una de las diez mujeres más hermosas del mundo. Eso dispara alarmas a base de bien. ¡No tiene nada, ni por lo más remoto, de discretamente atractivo!

–Está bien, quizá sea así en tu opinión, tendré que rebajar un poco el tono, pero…

–Nada de peros ni de quizás.

–He procurado no pasarme con el maquillaje, pero al mirarme en el espejo, con el pelo de este color… No puedo soportar yerme tan amarillenta. – Sacudió la cabeza en un gesto de negación-. Ocurrió lo mismo cuando fuimos de compras. Esta ropa era tan barata, que pensé…

–En ti no parece barata.

–Pero…

–¿Qué es lo que quieres, Alliee? ¿Quieres poder esconderte, con fundirte con la multitud? ¿O quieres seguir siendo la reina de la pasarela, vistiendo de forma que todo el mundo te mire? No puedes tener las dos cosas.

–Lo dices como si yo fuera Helena de Troya. No soy tan guapa.

–No seas modesta. Sabes perfectamente cómo eres. Cuando en tras en un sitio, la gente se vuelve a mirarte. Los hombres se vuelven para mirarte.

–Pero ¿no lo ves? – estalló ella-. Estar guapa es lo único que he hecho siempre. ¡Es lo único que sé hacer!

Dios, hablaba en serio.

–En ese caso, está claro que ya es hora de que aprendas habilidades nuevas. Mira, los fontaneros están muy bien pagados…

–¡Deja de convertir esto en una broma!

–¿Quieres que me ponga serio de verdad? Si te vistes de forma que la gente se fije en ti, tarde o temprano Trotta te encontrará. Y si tienes suerte, pagará a alguien para que te meta una bala en la cabeza. Si no tienes suerte, te llevará a Nueva York y dejará que su perro te despedace a modo de aperitivo. ¿Te parece eso lo bastante serio?

Alessandra había palidecido.

–Ahora estás intentando asustarme.

–Resumiendo, Alije: a menos que aceptes que lo mejor para ti es que te ocultes del todo, y quiero decir del todo, alterando tu aspecto, no pienso llevarte a Colorado. No pienso arriesgarme a que mis hijos se vean atrapados en el fuego cruzado cuando los hombres de Trotta acaben dando contigo. Y acabarán dando contigo.

–Ya he alterado mi…

–No, no lo has hecho.

Ella bajó el parasol del automóvil y abrió el espejo de cortesía que tenía por dentro para mirarse en él.

–Tengo un aspecto completamente distinto con el pelo de este color. ¡Y nunca en mi vida he vestido de esta forma!

Otra vez hablaba en serio. De verdad creía que estaba lo bastante cambiada para esconderse de Michael Trotta.

–Lo siento. – Harry volvió a hacer un gesto en dirección a ella-. Pero eso no es suficiente. En esta ocasión vas a tener que fiarte de mí. A partir de ahora, no llevarás nada ajustado, ni entallado, nada que sea ni remotamente moderno.

–No puedo creer…

–Pues créelo. Piensa en la palabra «esconder». Si te escondes, nadie podrá verte, ¿no? Puedes hacerlo aislándote del mundo, o bien volviéndote invisible, haciéndolo de forma que nadie te mire por segunda vez. Piensa en lo que significa eso.

Alessandra fue a decir algo, pero se interrumpió. Guardó silencio, con los ojos cerrados y las manos apretadas contra la frente, kilómetros y kilómetros. Cuando por fin habló, su tono de voz fue muy quedo:

–¿No hay ninguna otra alternativa?

–La cirugía estética. – La miró-. Cambiarte totalmente la cara.

–¿Ninguna otra alternativa que sea viable?

–No que yo sepa, pero podemos parar en el próximo pueblo por el que pasemos y ver si tienen en la biblioteca un ejemplar de Cómo esconderse de la mafia en diez fáciles pasos. A lo mejor encontramos algún truco que se me haya escapado.

Ella le dirigió una mirada siniestra.

–Muy gracioso.

Harry rió.

–De hecho, es muy gracioso. A George le habría gustado mucho.

–No tengo dinero. – Le tembló ligeramente la voz, pero se adaró la garganta y, cuando volvió a hablar, sonó tan tranquila como siempre-. ¿Cómo se supone que voy a comprar esa ropa fea que me va a volver mágicamente invisible?

–Invito yo -le dijo Harry. Ella le lanzó otra mirada-. Lo siento. He escogido mal la frase. Mira, Alije, vamos a llegar a Louisville justo a la hora en que abren las tiendas. Encontraremos un súper, o un Kmart, o un Todo a Cien.

–Un Todo a Cien -murmuró Alessandra-. Fantástico.

–Después, nos encargaremos también de tu pelo.

Alessandra lo miró.

–¿Castaño oscuro?

Harry afirmó con la cabeza.

–Castaño oscuro.

Alessandra afirmó también, mirando por la ventana para que él no viera que estaba tratando de reprimir las lágrimas.

–Hazme un favor, Harry -dijo-. Intenta disfrutar un poco menos con todo esto.

–Tiene una visita.

George abrió los ojos y se encontró al enfermero de pie junto a su cama. Era asombroso. Había sobrevivido a un disparo, a la cirugía, a la increíble pérdida de sangre y a todas aquellas transfusiones. Por fin lo sacaron de la Unidad de Cuidados Intensivos y le dieron permiso para celebrar el hecho de que su vida aún no había terminado, ¿y qué hicieron?

¿Le dieron a Felicity, aquel bombón de enfermera de veinticuatro años, recién salida de la escuela, lista para quedar impresionada por el valiente y apuesto agente del FBI que había resultado herido mientras desempeñaba su trabajo?

No.

No, le dieron a Stanley, el enfermero.

–¿Una visita? – susurró George-. ¿Quién es?

Stanley se encogió de hombros.

–No me he quedado con el nombre, coleguita. – Stanley, el en fermero surfero. Menuda joya.

–¿Es hombre o mujer?

–Mujer -le respondió Stanley-. Una mujer que está como un tren.

Nic. Tenía que ser Nic. Esperaba haberla visto cuando se encon traba en Cuidados Intensivos, esperaba que hubiera entrado por la puerta y se hubiera plantado al lado de su cama.

Había preguntado por ella. Se sentía inmerso en una bruma de dolor, medio mareado por la pérdida de sangre, temeroso de que fuera a morirse, pero recordaba haber preguntado por Nic. Quería decir le que lo lamentaba todo; quería agarrarse de su mano, seguro de que si existía alguien que fuera lo bastante fuerte para sacarlo a él de entre los muertos, ese alguien era Nic.

Pero Nic no apareció. Hasta ahora.

–Más vale tarde que nunca -susurro George a Standley-. Coleguita.

El enfermero examinó la cantidad de analgésico que le estaba ad ministrando el gotero.

–Voy a suponer que eso es un caluroso sí.

–Sí. – George cerró los ojos y consiguió esbozar una débil son risa. Nicole había venido por fin.

Oyó a Stanley salir de la habitación, y también abrirse y cerrarse la puerta, y después abrirse de nuevo. Oyó sus pisadas al acercarse a la cama.

–¡Dios santo, estás horrible!

George abrió los ojos.

Kim. No, no era Nic, era Kim. La chica le dedicó una sonrisa trémula.

–Supongo que debes de tener muy buen aspecto, teniendo en cuenta que has estado a punto de morirte, pero…

Kim. Luchó por disipar la bruma de atontamiento que le provocaban los analgésicos.

–¿Cómo has…? ¿Qué has…?

Ella se sentó junto a la cama, extrañamente fuera de lugar en aquella habitación de hospital estéril. Vestía vaqueros y una camiseta, pero a pesar de ello seguía teniendo el aspecto de una cabaretera. Su generoso escote parecía gravemente desproporcionado con el resto de su cuerpo. Como un tren, había dicho Stanley. Debería habérselo imaginado.

–Tu colega me ha contado lo ocurrido -dijo Kim- y me ha traído hasta aquí.

¿Su colega?

–¿Harry?

Kim negó con la cabeza.

–Una tal Christine.

McFall. ¿Qué estaría haciendo Chris McFall trayendo a Kim para que estuviera a su lado? Chris era muy amiga de Nic, y…

…Y probablemente había llamado a Nic, la cual sin duda le había contestado que no le importaba un comino que George viviera o muriera. Y Chris, como una auténtica mema, había traído a alguien para que se sentase junto a su cama.

Luchaba por no derramar las lágrimas que habían acudido súbitamente a sus ojos, temiendo que Kim pudiera verlas y adivinar lo que pasaba.

Pero fue demasiado tarde. Las vio. Sin embargo, no adivinó nada en absoluto. Le cogió la mano y le sonrió con dulzura, acariciándole

la frente con suavidad para retirarle el pelo.

–Te has alegrado de verme, ¿verdad? – le dijo-. Oh, cielo, qué contenta estoy de haber venido.

Capitulo 11

Alice Plotkin.

La mujer del espejo de la habitación del motel se llamaba definitivamente Alice Plotkin.

Alessandra Lamont se había esfumado, tal vez para siempre, y en su lugar se alzaba la desaliñada Alice Plotkin, cuya vida estaba destinada a ir mal peinada un día tras otro.

Su nuevo flequillo le colgaba lacio sobre tos ojos. El corte de pelo en sí era justamente lo contrario de io que favorecía a su forma de cara. Y el color… Casi no había un color que pudiera distinguirse. Ahora tenía el pelo de un tono simplemente monótono, más pardo que castaño.

La falta de maquillaje le proporcionaba un aspecto a la vez mayor y más joven. Sus ojos parecían desnudos y cansados, con bolsas no disimuladas, pero las pecas de su rostro la hacían parecer una quinceañera.

Y la ropa…

Nada le quedaba bien del todo. Los vaqueros eran tan flojos que tenía que usar un cinturón para sostenerlos. La camiseta era de una talla demasiado grande, se tragaba sus senos y le colgaba hasta los mus los, ocultando el hecho de que tenía cintura. Le sobraba de hombros, y las mangas cortas le rebasaban los codos. El atuendo entero, si se podía llamar así, más bien la hacía parecer delgada que esbelta, de brazos y muñecas huesudos en lugar de gráciles y elegantes.

Las zapatillas deportivas que llevaba tampoco eran de marca. Constituían una horrenda mezcla de blanco brillante y azul neón, y habían sido fabricadas en plástico e imitación de piel.

No, Alice Plotkin no haría volverse a nadie para mirarla, en un futuro cercano. Tenía el aspecto de una adolescente más bien anodina.

Y ésa era la idea de Harry. Se mudaría a una localidad sin nombre del norte de Colorado, fingiendo ser una mujer muy joven. Gradual mente, con los años, cuando la gente del pueblo fuera conociendo a Alice Plotkin, envejecería un poco y pasaría a usar ropa que le queda se un poco mejor y a llevar un corte de pelo que volviera a darle una imagen como Dios manda. En el mejor de los casos, resultaría discretamente guapa.

Alessandra suspiró.

Harry estaba durmiendo el sueño de los muertos en una de las camas que había detrás de ella, todavía con la cazadora y la gorra de béisbol puestas, esta última incómodamente doblada debajo de la cara. Había tomado aquella habitación empleando nombres falsos, pagó en efectivo, abrió la puerta, dejó en el vestidor las bolsas llenas de la nueva ropa comprada en unos grandes almacenes y cayó de bruces sobre la cama más cercana.

Se encontraban solos en un motel, y Harry se había quedado dormido al instante. Alessandra no sabía si sentirse insultada o aliviada.

Captó otra imagen rápida de sí misma en el espejo cuando fue a quitarle a Harry la gorra para depositarla sobre la mesilla de noche. ¿Cómo no iba a ser normal que él no hubiera intentado besarla de nuevo, reavivar aquel fuego que ambos habían encendido en el supermercado casi tres días antes? Ahora tenía el mismo aspecto que un chaval de catorce años.

No es que quisiera de verdad que él volviera a besarla; en realidad, ella no lo habría besado esta vez, después del modo en que él la había traicionado. Pero sí quería que lamentase el hecho de que no podía tenerla. Quería que permaneciera despierto, desesperado de deseo por ella. No estaba orgullosa de eso, pero era la verdad. Quería que Harry sufriera.

Pero desde unas diez horas antes, desde que «dio el cambiazo», ya no parecía nada que pudiera suscitar el deseo de nadie. Y Harry, desde luego, no tuvo problemas para dormirse.

Alessandra se sentó en la otra cama y se puso a contemplarlo. Con la cara relajada, la boca ligeramente abierta, sus conmovedores ojos fuertemente cerrados, no debería estar tan guapo. No debería estarlo, pero lo estaba. ¿Qué tenía aquel hombre? Le había mentido, estuvo a punto de hacer que la mataran; y ahora la obligaba a ocultar su belleza, la única cosa de la que siempre había estado segura al cien por cien de tener a su favor.

–Cabrón -susurró.

Se quedó mirando su imagen reflejada en el espejo, y Alice Piotkm -Dios, hasta el nombre que le había puesto era horrible- le de volvió una mirada inexpresiva. Anodina y desaliñada, inútil y no deseada por nadie.

Nada digna de hacerse querer.

Pero dura. Mucho más dura de lo que Griffin jamás se imaginó que podría serlo, de eso estaba segura. Más dura, más fuerte y más lista de lo que se imaginaban Ivo y Michael Trotta, e incluso Harry. Quizá hubiera perdido todo lo que siempre creyó que le había importado, pero mientras le latiera el corazón, mientras fuera capaz de insuflar aire en sus pulmones, estaba ganando.

Había tocado fondo. Aquí mismo, ahora mismo, era el fondo absoluto. A partir de este momento, las cosas sólo podían mejorar.

Eso esperaba.

–No estaba precisamente seguro de cuándo iba a llegar. Estaba de camino -dijo Marge, y Shaun desvió la mirada teniendo cuidado de mantener una expresión neutra.

Aquello era una tontería. A aquellas alturas ya debería saber que no debía hacerse ilusiones cuando su tía le decía eso de: «Tu padre va a venir a verte». Hasta que llegase Harry, a no ser que tuviera un billete de avión en la mano con la fecha y la hora exactas de llegada, era más probable que llamase para pedir disculpas, para decir que le había surgido algo importante, algo de lo que no podía librarse.

Para decir que no iba.

–Hazme un favor -dijo Shaun a Marge-. No se lo digas a Em.

Emily era demasiado pequeña para controlar sus expectativas. Se sentiría horriblemente decepcionada si Harry no se presentara. Un momento, ¿a quién pretendía engañar? Era más correcto decir cuando Harry no se presentara. El estómago le dio un vuelco.

–Ha recibido la carta de los abogados -le dijo Marge-. Y está muy alterado.

Harry no era el único.

–No se lo digas a ella, ¿vale?

–Vale. – Marge lanzó un suspiro-. Shaun, en cuanto a lo de la custodia…

Shaun no quería hablar de ello. Le causaba demasiado dolor de estómago, le entraban ganas de echarse a llorar. Se levantó y se llevó su plato al fregadero, lo aclaró con agua y lo metió en el lavavajillas. Se obligó a sonreír abiertamente, a que se le notara en los ojos, para que Marge supiera que en realidad Harry no le importaba una mierda.

–Tengo muchos deberes del colegio.

Marge también llevó su plato al fregadero.

–Te pareces mucho a él.

–No -dijo Shaun, escapando pasillo abajo en dirección a su cuarto-. No me parezco.

Alessandra se revolvió, y Harry miró a su alrededor y la encontró despierta.

Sentía el aire matinal fresco al colarse por las ventanillas del coche. Alessandra flexionó las piernas debajo de una de las enormes sudaderas que él le había comprado. Sin maquillar, su belleza era más delicada, más sutil. Más. Harry no podía creerlo; llevaba el peor corte de pelo del mundo, y ahora la encontraba más atractiva que nunca.

Sin embargo, sabía que ella no lo veía del mismo modo. Se miraba al espejo y veía sólo lo que le faltaba. Como si el maquillaje, el cabello y la ropa fueran los elementos cruciales de su belleza. Resultaba totalmente absurdo.

A Harry lo preocupaba que ella continuara siendo demasiado hermosa, que aún se fijara en ella demasiada gente. Iba a tener que abandonar aquella manera regia de sentarse y de caminar. Tendría que empezar a agachar la cabeza, a hundir los hombros, a dejar de parecer una reina vestida con la ropa de su hermano pequeño.

Por supuesto, en aquel preciso momento, tal como estaba sentada, se parecía mucho a un gran balón de playa con cabeza. Harry son rió. La primera vez que la vio, jamás soñó ni en un millón de años que alguna vez iba a describir a Alessandra Lamont como un balón de playa con cabeza.

–¿Qué es lo que te hace tanta gracia? – preguntó ella.

Durante los días que habían pasado en la carretera y la noche en el motel, ella había iniciado una conversación en apenas un par de ocasiones. Si acaso. Él la había instruido sin cesar en la mejor manera de ocultarse. No debía llevar perfume, sobre todo el que había usado anteriormente; debía tener mucho cuidado de esconder totalmente su alergia a los productos lácteos, incluso hasta el punto de ir de vez en cuando a la heladería y pedir un cucurucho, aunque fuera para tirarlo cuando nadie la viera; debía conseguir un trabajo en el que hiciera algo que no tuviera nada que ver con su vida pasada; debía cambiar sus costumbres y su estilo de vida; debía superar sus miedos y hacerse con un perro, uno grande con muchos dientes, y debía llevar aquel perro a todas partes.

Alessandra escuchó en silencio, diciendo que sí a todo con expresión sombría, excepto a lo de tener perro. Hizo preguntas, pero ninguna de índole personal, ni siquiera vagamente personal como: «e Qué es lo que te hace tanta gracia?».

Harry iba a considerar el hecho de que hubiera preguntado eso ahora como una indicación de que deseaba hablar.

–Estaba pensando en George -dijo, lo cual no era del todo falso-. Se sentiría muy orgulloso del modo en que has sido fiel a tu disfraz.

Alessandra produjo un sonido vago y concentró su atención en el paisaje que pasaba velozmente por la ventana.

Bueeeno. Diablos, pues aunque ella no quisiera hablar, él sí que ría. Estaba completamente aburrido, la radio no captaba ninguna emisora, sólo ruido, y aquello del tratamiento de silencio ya empezaba a cansarle.

–Sabes, llevo un tiempo deseando preguntártelo, Allie. ¿Dónde aprendiste primeros auxilios? No todo el mundo habría sabido qué hacer cuando la persona que está a su lado de repente empieza a san grar por una vena importante.

Alessandra se volvió hacia él.

–Arteria.

–Vena, arteria. No se diferencian mucho.

–Las arterias transportan sangre procedente del corazón. Resulta más peligroso para la vida abrir una arteria que una vena.

Harry la miró, pero ella ya había vuelto a fijar la vista en el paisaje.

–Y bien, ¿dónde has aprendido eso? Y no me digas que has estudiado la carrera de medicina, porque puede que me desmaye. No estoy seguro de poder soportar más sorpresas provenientes de ti.

–¿La carrera de medicina? – Alessandra soltó un bufido-. Desde luego que en esta vida no.

–¿Dónde, entonces?

No respondió inmediatamente.

–Cuando estaba en décimo curso asistí a una clase de primeros auxilios y me gustó de verdad, así que presté atención.

–¿Y el hecho de que te gustase tanto no te hizo pensar en estudiar la carrera de medicina?

Otra pausa y una larga mirada gélida. Harry miraba la carretera, pero notaba que ella lo estaba estudiando, como si tuviera que decidir si contestar o no a la pregunta.

–Jamás se me pasó por la cabeza -dijo finalmente-. Mi madre se habría vuelto loca de contento si me hubiese casado con un médico, pero ¿ser médico yo? Ni por lo más remoto. Sin embargo, cuando llegué al instituto ya sabía perfectamente que no iba a ir a la universidad. No había suficiente dinero, y yo no tenía forma de conseguir una beca con las notas que sacaba. En realidad no eran tan malas, sólo del montón.

Harry se rascó el dorso de la mano con la barba de tres días que le cubría la barbilla.

–Creía que tu padre trabajaba en la banca.

–Ése era sólo su trabajo de día -le dijo Alessandra-. Por las noches y los fines de semana, y probablemente durante la hora del almuerzo, era jugador. Y ese trabajo no estaba tan bien pagado.

–Dios. Lo siento. Eso debió de resultar muy duro.

–Sí, así fue. – Alessandra rió, pero sin humor-. Así fue como onocía Griffin, precisamente.

–¿Cómo, en las carreras de caballos?

Ella lo miró de nuevo durante largos instantes.

–Debes de estar aburrido de verdad.

–Tengo… interés por… -Respiró hondo-. Lo cierto es que has llevado toda esta mierda realmente muy bien, y siento, bueno, curiosidad por ti. Eres más dura de lo que yo creía, y más inteligente también. Francamente, no entiendo cómo alguien como tú se enredó con Lamont y con Trotta.

–Ah -dijo ella-. Aquí tenemos otra vez esa refrescante sinceridad. Resulta muy atractiva, Harry, la forma que tienes de ponerto das las cartas sobre la mesa para que las vea todo el mundo. – Endureció el tono de voz-. Excepto la última vez que lo hiciste, tenías una baraja entera guardada en la manga. No puedes censurarme por que rer saber qué me estás ocultando esta vez.

Alessandra estaba otra vez mirando por la ventanilla, con la barbilla alta en actitud ofendida. Pero no era más que una pose. Se estaba esforzando mucho por ocultar que se sentía herida. Harry lo notó al ver cómo le temblaba la comisura de los labios, y también en el brillo de tos ojos.

«Creía que eras especial.»

–Dios -dijo Harry, odiando el sentimiento de culpa que lo oprimía-. ¿Quieres que sea totalmente sincero? Cariño, estoy más que contento de serlo, si quieres. Nada de secretos, nada de mentiras piadosas, sólo la cruda verdad. ¿Es eso lo que quieres?

–Sí.

–Genial. Vamos a ver. Podemos empezar por el hecho de que estoy muerto de miedo de volver a ver a mis hijos. No sé si Emily me va a conocer, o peor todavía: si yo voy a reconocerla a ella. Me da pánico hablar con Marge, y todavía estoy preocupado por George. Conocí a un poli que se estaba recuperando bien de una herida de bala. Un día parecía encontrarse estupendamente, y al día siguiente volvió a la UCI con una infección. Un día después, estábamos en la ceremonia judía de luto en su casa. Pero me estoy yendo por las ramas.

»Cuando estás sentada de esa forma, pareces una especie de balón de playa con cabeza -continuó-. Tienes un corte de pelo verdaderamente horrible, probablemente perderé mi trabajo por ayudarte como te estoy ayudando, y me muero por joderte. – La miró y dijo-: ¿Es eso suficiente sinceridad para ti?

Alessandra salió del cuarto de baño del McDonalds y se encontró con Flarry apoyado en la pared, esperándola. Se enderezó al verla, sin ex presión alguna en la cara, y ella se resistió al impulso de tocarse el pelo, de arreglar de algún modo el desastre que había vuelto a ver en el espejo del tocador de señoras. Si lo hubiera conseguido, habría sido conocida para siempre como el milagro del McDonalds, porque, sinceramente, tan sólo un milagro habría podido convertir en otra cosa aquel horror. Pero de eso se trataba. Su disfraz consistía en estar horrorosa. Era su modo de hacerse cargo ella misma de su destino.

Algunas personas tal vez hubieran salido a comprarse una pistola y habrían aprendido a defenderse solas, pero Alessandra no quería engañarse a sí misma; jamás sería capaz de disparar mejor que un matón de la mafia, ni siquiera con años de entrenamiento. No, iba a continuar con vida tal como le había sugerido Harry: haciéndose invisible.

El problema mayor, dejando aparte el hecho de que estaba absolutamente sin blanca, radicaba en comprender exactamente quién era ahora. Si quitaba la cara bonita y ocultaba el cuerpo, ¿qué quedaba exactamente?

Una persona asustada. Una persona completamente desentrena da para hacer nada útil. Una persona que ya no sabía comunicarse con los demás.

Cuando era Alessandra, sabía cómo reaccionar a una frase como: «Me muero por joderte». Si bien era raro que se la dijeran de aquella forma tan directa, era un mensaje que había recibido con bastante frecuencia, normalmente acompañado de lenguaje corporal y miradas sutiles. Siendo Alessandra, podría haberlo desechado con poco más que una mirada intencionada; o podría haber coqueteado a su vez sutilmente, si es que había algo que ella quería o necesitaba.

Pero siendo Alice Plotkin, simplemente no sabía cómo reaccionar. En primer lugar, no estaba segura de cómo interpretar aquella frase. ¿Había dicho Harry aquello en serio, o existía algún otro mensaje subliminal? ¿Quiso decir: «Mira, eres tan poco atractiva que ningún hombre podría sentir interés por ti, de modo que voy a aprovecharme de ti fingiendo sentirme atraído, y puede que tenga suerte y consiga echar un polvo y reírme de lo lindo a tus expensas»?

¿O quiso decir: «Voy a decirte esto para que te sientas mejor, por que, aunque no sea del todo cierto, no me resultas repelente, y si de verdad terminamos acostándonos, me cercioraré de que estén apaga das todas las luces»?

–Oye, Allie, no ha sido mi intención violentarte o algo así -dijo Harry-. Quiero decir, por lo que te dije en el coche…

Alessandra se dio cuenta de que lo había seguido a ciegas y de que ahora estaban en una de las colas, aguardando para pedir su indigestión diaria. Estaba contemplando el menú con mirada vacía.

–Es que… Tú quisiste que fuera sincero -prosiguió Harry-, y

yo… -Se encogió de hombros-. Lo llevé un poco demasiado lejos, como de costumbre. Es posible que haya algunas cosas que no debe rían decirse.

–No sé cómo hacer esto -admitió Alessandra-. Cuando era guapa me resultaba fácil hablar con los hombres, pero ahora…