Capitulo 1

–Está bien -dijo George Faulkner, rogando silencio al grupo de hombres reunidos alrededor del aparato de vídeo de la sala de café-, en cualquier momento a partir de ahora verá por la ventana lo que está pasando y entrará.

El vídeo que estaban viendo no era la típica cinta borrosa de una cámara de seguridad. Procedía de un equipo de vigilancia que constituía el último grito en tecnología, provisto de pista de audio -diseña do para frenar la venta de droga entre el brécol y los melones-, que había pagado el propietario de una cadena de supermercados de Nueva York.

Sólo unas horas antes, la cámara había captado en vídeo no una transacción de drogas ilegales, sino más bien un intento de robo que fácilmente podría haberse convertido al final en un homicidio múltiple.

Tres individuos, intoxicados hasta lo indecible, acababan de pegar tiro al joven dependiente. Había una adolescente muy joven acurrucada al lado del mostrador delantero, llorando en silencio. Uno de los ladrones -un hispano de baja estatura con un pañuelo en la cabe se había metido detrás del mostrador y estaba intentando abrir la

caja registradora.

El segundo individuo, el hombre que había disparado al dependiente, estaba tan colocado que no podía permanecer quieto. Paseaba nervioso de un lado para otro cerca de la puerta, empuñando un 38. El tercero era un hombre alto y profundamente demacrado que permanecía en actitud amenazante cerca de la chica, observando atentamente cómo el del pañuelo forcejeaba con la caja.

–Aquí viene -murmuró George.

Se abrió la puerta.

Los tres hombres alzaron la vista.

Harry O’Dell, compañero de George en el FBI durante los últimos ocho meses, entró en el supermercado como si las pistolas no existieran. De hecho, se movía de forma muy parecida a un bailarín, como si él también se hubiera inyectado en vena algún tóxico. Hasta que huvo recorrido todo el mostrador de salida no se vio el reflejo de la luz del techo en la pistola que llevaba en la mano.

El del pañuelo y el flaco la vieron en el mismo instante, pero ya era demasiado tarde. Harry había apuntado directamente al del pañuelo entre los ojos, casi a quemarropa.

–¡Vacía la caja registradora! – gritó-. ¡Si nadie se mueve deprisa, nadie resultará herido!

–Dios santo. – El teniente de distrito estaba de pie junto a George, viendo el vídeo-Está fingiendo robar en la tienda. ¿Es que está loco de remate?

George asintió.

–Observe. La cosa se va poniendo mejor.

La indignación del que paseaba nervioso no conocía límites.

–Tú no puedes atracar esta jodida tienda, la estamos atracando nosotros.

Harry se volvió y recorrió el lugar con la mirada, como si se diera cuenta por primera vez de las otras pistolas y la adolescente acurrucada en el suelo.

–¿Qué quieres decir con que no puedo atracar esta tienda? ¿Es que tenéis algún trato con el dueño que diga que sois los únicos que podéis dejarlo en pelotas?

Se inclinó sobre el mostrador para mirar al dependiente que yacía en el suelo, sangrando. Su aguda mirada valoró rápidamente la grave dad de su estado. George sabía que Harry estaba viendo los pantalones del dependiente manchados de sangre y que comprendía que su herida más grave se la había provocada al golpearse la cabeza al des plomarse.

–Maldita sea, le habéis pegado un tiro a este tío. ¿Qué pasa, es que teníais miedo de que os cortara el rollo? – Harry lanzó una carcajada, riéndose de su propia broma.

–En efecto, está loco -murmuró uno de los detectives que observaban la cinta.

En el vídeo, el tipo nervioso no estaba contento.

–Lárgate, tío. ¡Te lo advierto!

Harry soltó un bufido.

–Largaos vosotros. Llevo días planeando este trabajo. Semanas.

–¡Eh, él ha llegado primero! – El del pañuelo se unió a la conversación a gritos.

–Jódete. ¡Ahora estoy yo! ¿Qué derecho tienes tú a entrar aquí diez minutos antes de lo debido y joderme el trabajo a mí? Vete a tu puta casa y deja esto a un profesional.

El del pañuelo rió con incredulidad.

–¿Un profesional? ¡Mírate, tío! ¿Quién va a atracar vestido con traje? Y no sólo con traje; es un traje de mierda, no te lo has quitado ni para dormir en tres semanas.

–Oh -repuso Harry en voz baja-. Perfecto. Ahora me criticas porque me ha pillado el chaparrón. – Se puso a gritar otra vez-: Cuando planeé este trabajo, no pensé que fuera a llover, ¿vale? Dame un respiro en eso, tío…

El flaco encontró la voz.

–Mira, gilipollas, este territorio es nuestro.

Harry se volvió y lo miró más de cerca.

–Eh, Jimmy el Gordo, ¿eres tú? – le preguntó cambiando de nuevo de tono bruscamente, ahora más suave, como si se hubiera olvidado instantáneamente de su súbita cólera.

El flaco miró detrás de él.

–¿Qué gordo has dicho?

Harry rompió a reír a carcajadas.

–¡Maldito cabrón hijo de puta, eres tú! Estuvimos en Walpole, cerca de Boston, en el 87 y el 88, ¿no te acuerdas? ¿Cómo estás, Gordito?

La expresión de la cara del flaco era de incredulidad cuando Harry lo engulló en un abrazo de oso. Forcejeó para zafarse de él.

–Yo no soy Jimmy, y no estoy gordo.

–Dios, has adelgazado mucho desde la cárcel, ¿verdad? Con la comida que te daban allí, se te ha puesto difícil perder kilos, ¿eh, Jim? Oye, ¿qué tal está Bennie Tessitada? Tú y el bueno de Bennie erais como hermanos de leche.

–¿Este tipo no le tiene miedo a nada, o qué? – preguntó el teniente.

–Ya lo ve -respondió George, aunque sabía que la pregunta era mayormente retórica-. Así es como pasa la primera noche que tiene libre en diecisiete semanas. No me malinterprete, no es que vaya buscando problemas, pero por alguna razón los problemas lo encuentran a él.

En la cinta de vídeo, el nervioso parecía estar deseando hacer uso de su pistola.

–¡Lárgate de aquí, tío! Estás liándolo todo.

–¿Qué estoy liándolo todo? – rió Harry-. ¿Que yo estoy liándolo? Vosotros sois los genios que habéis disparado en el culo al de pendiente antes de que aquí, el Einstein, se diera cuenta de que no sabía abrir la caja registradora. Y además, lo estáis haciendo todo para el público. – Se concentró en la chica-. ¿Qué diablos estás mirando? Sal de aquí. ¡Vete a tu casa!

La muchacha tenía tanto miedo de Harry como de los tres atracadores, pero se pasó la mano por el pelo con gesto desafiante aunque le corrían las lágrimas por la cara.

–No pienso dejar a Bobby.

–¿Qué mierda estás haciendo, tío? – El nervioso estaba todavía más alterado-. No puedes dejar que se vaya. ¡Es nuestro rehén!

–Aguarda un minuto -dijo Harry al tiempo que levantaba la barbilla de la chica y la miraba desde ambos lados-. Jo, tío. De todas las estupideces que habéis hecho esta noche, la de guardar rehenes va a ser la que se lleve el premio. ¿No sabéis quién es esta chica? – No esperó a que le respondieran-. Es Tina Marie D’Angelo, la hija de Antonio D’Angelo. Es el dueño de la mayor parte de Newark, y aunque Jersey os parezca que queda muy lejos, D’Angelo tiene los brazos muy largos. Si no queréis que estire la mano y os alcance con un par de balas en la nuca, más vale que me ayudéis a acompañar a Tina hasta la puerta.

El flaco y el del pañuelo estaban completamente estupefactos, pero la chica no colaboraba.

–Yo no soy…

–Tengo un mensaje de tu padre, Tina. – La apartó de los dos matones con el ceño fruncido-. Es particular… ¿Os importa?

Se inclinó hacia la chica y le susurró al oído. Y sólo con eso, ella se calmó visiblemente.

–Le está diciendo que es del FBI y que necesita que se vaya de allí para luego poder socorrer al dependiente -dijo George-. Le está prometiendo que está dispuesto a morir él mismo antes que permitir que le pase nada más a Bobby.

Y la chica lo creyó. O por lo menos lo creyó después de mirarlo a los ojos. Harry estaba de espaldas a los atracadores, y cuando le ofreció a la chica una sonrisa tranquilizadora, toda la locura desapareció de su rostro.

–Lo prometo -le susurró.

La joven decidió confiar en él y afirmó con la cabeza.

–Vete -le dijo Harry, y la chica dio un salto en dirección a la puerta.

Harry la acompañó para protegerla en caso de que uno de los atracad se sobresaltara. Ya sabía que eran unos cabrones a quienes les gustaba apretar el gatillo.

–Ha despejado muy bien el lugar -dijo el teniente.

–No deberías dejar que se fuera, tío. – El nervioso estaba cabreado-. Ahora, si se tuerce algo, no tenemos rehén.

–No nos conviene tener de rehén a la hija de Tony D’Angelo -dijo el del pañuelo en tono grave.

–Y una mierda. – El nervioso escupió en el suelo-. No parece italiana. – Tuvo que emplear las dos manos para apuntar con la pistola a Harry-. Estás jodiendo el asunto, tío. ¡Debería pegarte un tiro a ti!

Por primera vez desde que había entrado, Harry se quedó absolutamente quieto, con la mirada fija en el cañón de aquella pistola, directamente entre los ojos del otro.

–¿Quieres dispararme? – le preguntó. El tono fue tan suave que el teniente de la policía tuvo que inclinarse hacia delante en un esfuerzo por oírlo-. Adelante, dispárame. No me importa. Pero puedes apostar tu vida a que si me disparas, aunque sea a la cabeza, yo te dispararé a ti antes de caer al suelo.

Nadie se movió, ni en el supermercado ni en la sala de café. Nadie respiró siquiera. Excepto George, que sacudió la cabeza en un gesto negativo y rió.

–Siempre hace esto. De verdad no le importa, lo cual puede ser un tanto desconcertante. Tengo que reconocer que cuando vamos juntos en el coche ya no le dejo conducir.

En el vídeo, el nervioso bajó la pistola.

Harry estalló en súbitas carcajadas y volvió a meterse detrás del mostrador. El flaco y el nervioso intercambiaron miradas de inquietud. George sabía que estaban pensando que quienquiera que fuera aquel tipo, estaba totalmente loco. Y probablemente tuvieran razón.

–Quítate de en medio, tío. – Harry empujó a un lado al del pañuelo y logró situarse entre el dependiente y los atracadores-. Voy a abrir esto. – Buscó debajo del mostrador con su mano libre-. Lo único que hay que hacer es dar con el botón secreto, que está justo… aquí.

A su alrededor, saltó una ruidosa alarma.

–¡Maldito idiota! – gritó el flaco-. Eso es la alarma. Ahora es seguro que vendrá la policía.

Harry sonrió y levantó su pistola.

–No, amigo, la policía ya está aquí. Manos arriba, que nadie se mueva. Estáis detenidos, imbéciles hijos de puta.

Entonces fue cuando comenzó el tiroteo.

Pero siendo Harry quien era, todo terminó casi antes de empezar.

Todas las luces de la casa estaban encendidas.

Alessandra Lamont penetró con el coche en el camino de entrada y se quedó un momento contemplando el monstruo de estilo Tudor al que había considerado su hogar durante siete años.

Cuando salió para ir a ver a Jane al Hospital Infantil de Northshore hacía menos de tres horas, sólo había dejado encendida la luz del vestíbulo. Ahora estaban todas encendidas. Y todas las ventanas estaban rotas.

Hacía menos de tres horas que se había ido el último de los equipos de limpieza. Hacía menos de tres horas que la casa había quedado inmaculada y perfecta, lista para la exhibición de la inmobiliaria del domingo por la mañana.

Se inclinó ligeramente hacia delante para tener una mejor perspectiva desde el parabrisas. Sí, en efecto, todas las ventanas, incluida la vidriera redonda antigua de la puerta principal, habían sido destroza das.

Fue un año muy malo, y obviamente no había terminado aún.

En enero, Griffin Lamont se llevó consigo lo viejo y marcó el comienzo de lo nuevo. Y a los veintisiete años Alessandra se había unido al club de las primeras esposas. A los veintisiete años, la habían cambiado por un modelo más nuevo, más lustroso. A los veintisiete, después de haber sido el centro de atención en todas las fiestas a las que asistía, después de haber sido la mayor de todas las esposas trofeo, la habían dejado para que se pudriera.

En febrero, se sentó a una mesa con Griffin y sus abogados para negociar un acuerdo de divorcio. Él tomó asiento frente a ella, con su cabello rubio perfectamente peinado, sus ojos azules carentes de ex presión detrás de las gafas, su apuesto rostro sin mostrar una pizca de arrepentimiento, ni remordimiento, ninguna señal de que hubieran existido los siete últimos años. Sin embargo, él le había dado todo lo que le había pedido. La casa. Los tres coches. Un porcentaje sustancial de sus activos líquidos. Aparentemente, lo único que quería él era la azalea que había pertenecido a su madre, la que estaba junto a la puerta de la cocina.

Alessandra creyó que iba a obtener una importante victoria, sobre todo cuando puso en marcha todo el papeleo para adoptar a Jane. De ocho meses de edad, gravemente incapacitada y nacida con un defecto en el corazón, Jane fue etiquetada como inadoptable por los Ser vicios Sociales y por las enfermeras del hospital en el que Alessandra trabajó como voluntaria para recaudar fondos. Se acostumbró a hacer una parada en la guardería varias veces por semana, y ayudaba a dar biberones y coger en brazos a los niños que no quería nadie.

La mayoría de los pequeños no pasaban mucho tiempo sin que alguien los quisiera, pero los problemas físicos de Jane eran desalentadores. Con todo, su sonrisa era verdaderamente luminosa, y Alessan dra se había aplicado a la tarea de adoptarla como único progenitor. Meses antes, había hecho acopio de valor y había hablado con Griffin acerca de la posibilidad de adoptarla, pero él se había negado de plano: «De ningún modo. ¿Estás loca?».

Quizá.

Y en febrero, creyó que había ganado.

Hasta marzo.

En marzo descubrió que la casa tenía tres hipotecas, que los coches eran alquilados y que Griffin se había declarado en quiebra. Estaba sin blanca. No había activos líquidos, y por lo tanto, ella también estaba sin blanca.

En marzo le comunicaron que el Estado la había rechazado; no le permitían adoptar a Jane. Con sus finanzas en desorden y la enorme suma de su deuda, ya no contaba con los medios ni los recursos necesarios para hacerse cargo de la niña, sobre todo porque iba a ser una madre soltera.

El abandono de Griffin le había resultado doloroso, pero esto le terminó de romper el corazón. Nadie quería a la niña que había recibido el nombre de Jane Doe. ¿Qué iba a ser de ella? Precisamente esta noche Alessandra había descubierto que iban a depositar a la pequeña en una institución en cuanto estuviera lo bastante fuerte para salir del hospital.

Enero había sido horrible, febrero fue malo, pero marzo se llevó la palma.

En marzo, Alessandra había descubierto que Griffin era buscado por la policía en relación con una operación de drogas que había salido mal. Y ese mismo mes la policía volvió a llamar a su puerta, esa vez para comunicarle la noticia de que habían encontrado por fin a su futuro ex marido, arrastrado por las aguas a la orilla del East River, cerca del aeropuerto de LaGuardia. Tenía las manos atadas, y el informe de la autopsia reveló que le habían disparado dos veces en la nuca. Había sido la víctima de un clásico asesinato entre bandas.

Fue terrible. Estaba furiosa con él, por supuesto que sí, pero no deseaba su muerte.

Cuando la policía la interrogó, les dijo que no sabía con quién se relacionaba Griffin ni en qué andaba metido.

No lo sabía, pero desde luego que sospechaba de alguien.

Michael Trotta. El presunto jefe mafioso. Griffin lo había conocido casi diez años atrás, jugando al golf en cierto torneo local de beneficencia. Ella misma había acudido a barbacoas y fiestas en su casa de Mineola.

Mientras contemplaba con mirada inexpresiva las ventanas rotas de su casa, sonó el teléfono del coche y lo cogió. Varios años de entrenamiento y clases de locución le permitieron parecer fría y distancia da a pesar de aquel último desastre.

–Diga.

La voz sonó áspera, no perdió el tiempo en cortesías.

–¿Dónde está el dinero?

–Lo siento -dijo Alessandra-. ¿Qué ha…?

–Encuéntrelo -rugió la voz-. Y dése prisa, o usted será la siguiente.

La llamada se interrumpió.

Por lo visto, marzo aún no se había terminado.

Harry había apoyado la cabeza en la mesa de la sala de interrogatorios y se había quedado dormido en el acto. Estaba frito, con una taza de café todavía en la mano. Dormía exactamente tal como George espe raba que durmiera: con los dientes apretados y los ojos cerrados, apretándolos con fuerza. Cuando Harry dormía, no había en él absolutamente nada de aquella serenidad relajada, inocente y angelical, eso era seguro.

George dirigió una mirada al teniente de distrito por encima de la cabeza de Harry y se encogió de hombros.

–Han sido dos meses muy duros. Hemos estado trabajando sin descanso con un equipo especial en Jersey City, intentando procesar a Thomas Huang.

El fornido teniente se sentó a la mesa con gesto cansado, enfrente de Harry, y movió la cabeza negativamente.

–Uno atrapa a un jefe mafioso, y dos semanas más tarde su sustituto vuelve a ponerlo todo patas arriba.

–Esta vez, no. Hemos capturado a la plana mayor de la organización de Huang. Harry se aseguró de ello. Se toma esas cosas muy en serio.

El teniente miró a Harry.

–No tiene pinta de ello. Ni de trabajar para el FBI.

George se arregló la corbata y se quitó una pelusa inexistente de las mangas de su impecable chaqueta.

–No lleva mucho tiempo siendo mi compañero. Aún estamos trabajando en lo del traje.

–¿Quieres que te traiga a un par de muchachos de la sala de brigada para que te ayuden a llevarlo hasta tu coche?

–No, gracias. Irá andando.

–¿Estás seguro? Uno de los detectives quería usar esta sala y lo ha sacudido, pero no ha conseguido despertarlo.

George sonrió.

–Yo puedo hacer que se ponga de pie. – Se acercó un poco más a Harry y susurró-: Michael Trotta.

Harry levantó la cabeza.

–¿Qué? ¿Dónde?

George mostró las manos en un gesto que quería decir: «¿Lo ve?».

–El equipo especial ha trabajado tan bien, que vamos a mantenerlo intacto pero trasladándolo a Long Island. Nuestro próximo objetivo se encuentra cerca de Mineola. Un caballero llamado Michael Trotta. Supuestamente, está metido hasta el cuello en venta de drogas ilegales, prostitución y corrupción. Por mencionar sólo unas cuantas acusaciones potenciales, dejando aparte cosas como el asesinato en primer grado.

–De modo que es cierto. De verdad vais por Trotta -musitó el teniente-. Y por lo visto no os importa quién lo sepa, ¿no?

–Nos gusta ponerlo nervioso -dijo George.

Harry tomó un trago de su café y acto seguido lo escupió de nuevo al interior de la taza.

–¡Dios! – Dirigió a George una mirada acusadora-. ¿Cuánto tiempo me has dejado dormir?

–No estoy seguro del todo. – George consultó su reloj-. Dos horas, tres como mucho.

Harry se frotó la parte posterior del cuello con una mano.

–Cuál es el parte médico del dependiente del supermercado? ¿Se encuentra bien?

–Se pondrá bien -le dijo el teniente-. No era más que una herida superficial. El golpe en la cabeza tampoco era importante. Lo soltarán por la mañana.

–¿Y los atracadores?

–Han sobrevivido todos para malgastar dólares preciosos de los contribuyentes -dijo George.

–¿Qué estabas diciendo de Trotta? – quiso saber Harry, frotándose los ojos con una mano.

–Sólo estaba chismorreando con el teniente.

–Veréis, hace sólo una hora que ha llegado algo acerca de Trotta -les dijo el teniente-. Un informe de BE de Long Island. El tipo que hace poco apareció muerto… Parece ser que no tenía muy contento a Trotta. Sin embargo, no hay pruebas que lo relacionen con ese asesinato. – Lanzó un resoplido-. Claro que no. De todos modos, acaban de destrozar la casa de ese tipo. Está en algún lugar de… Farmingville, creo que era.

–¿Farmingdale? – Harry se puso en pie-. ¿El muerto es Griffin Lamont? Porque Griffin Lamont vive en Farmingdale. O vivía.

–Sí, Lamont creo que se llamaba. – El teniente se levantó también-. Puedo comprobarlo, si quieres.

–Sí -dijo Harry-. Por favor. Compruebe el nombre. Y, ya de paso, también la dirección.

–Mierda -dijo George-. Ya sabía que no debería haberte deja do dormir.

Harry giró la cabeza intentando aliviar una tortícolis.

–Farmingdale no está lejos. A estas horas de la noche, podríamos llegar más o menos en una hora.

–No -dijo George-. No pienso ir esta noche hasta Long Island. Terminantemente, tajantemente, no.

Alessandra estaba de pie en la cocina, temblando.

Quienquiera que hubiera hecho aquello había sido concienzudo. Que ella pudiera distinguir, pocas cosas quedaban intactas en toda la casa. Los sofás y las cortinas estaban acuchillados y desgarrados, los muebles de madera estaban reducidos a astillas. Toda la ropa del armario estaba hecha jirones, los cosméticos estaban aplastados. Unas manchas de pintura ya seca cubrían lo que antes era moqueta y ensuciaban las paredes. Allí, en la cocina, su porcelana había sido destrozada y hecha añicos contra el suelo de baldosas mexicanas, junto con recipientes rotos de comida de la despensa y de la nevera.

La devastación era total. La vieja y tranquila casa que antes era su refugio había quedado arrasada por la violencia y el caos.

Cerró los ojos inclinada sobre el fregadero, temiendo vomitar, y maldijo en silencio el alma inmortal de Griffin. En vida, él la había tratado como poco más que una posesión; de muerto, su garra sobre ella seguía siendo tan fuerte como siempre.

«¿Dónde está el dinero?»

Alessandra no podía siquiera imaginarlo.

–¿Señora Lamont?

Se apresuró a erguirse, y se arregló automáticamente el pelo en el cristal roto de una foto de Cold Spring Harbor que todavía colgaba torcida en la pared.

–Estoy en la cocina.

El policía detective empujó la puerta e hizo una mueca a modo de excusa al tiempo que pisaba los restos de la cristalería de Waterford. Le tendió el teléfono.

–Había una llamada en espera mientras yo estaba con el capitán. Es un tal Brandon Wright, para usted…

Su abogado. Por fin. Tomó el teléfono.

–Brandon, gracias a Dios. Han destrozado totalmente la casa. ¿Puedes acercarte por aquí ahora mismo…?

–Alessandra, son casi las dos de la madrugada.

–Pero es que la casa entera está…

–No, lo siento, no puedo ir ahora. – Lanzó un pesado suspiro-. Y ya se que no es el momento adecuado, pero quería hablarte de una cosa. Estas sin blanca. Ya no puedes pagar mis honorarios.

Ella mantuvo el tono de voz calmado mientras pasaba a la sala de estar buscando desesperada un sitio, cualquier sitio donde sentarse.

–Entiendo.

Ya no había donde sentarse en toda la casa. Tendría que encajar aquel último golpe de pie.

–Lo siento. No me gusta nada abandonarte en un momento como éste, pero si voy ahí, a doscientos cincuenta dólares la hora, sólo el desplazamiento en coche supondrá…

–Por supuesto. Tienes razón. – La puerta principal estaba de y mientras Alessandra la miraba, dos hombres la empujaron para abrirla aún más y penetraron en el vestíbulo-. Siete años de amistad no valen mucho menos que doscientos cincuenta dólares la hora.

Aquel cáustico comentario dejó totalmente atónito a Brandon. No era muy propio de ella hablar con tal sinceridad. Los años que había vivido con Griffin le habían enseñado a aceptar todo con murmullos, incluso aunque no estuviera de acuerdo en algo. Pero ahora Griffin estaba muerto, y en los pocos meses que habían transcurrido su vida había dado un giro drástico.

–Brandon, por favor. ¿No puedes venir aquí como amigo?

Rrandon titubeó. En medio de aquel silencio Alessandra observó a los dos hombres que acababan de entrar.

Uno de ellos era moreno y fuerte. Probablemente medía tan sólo tres o cuatro centímetros más que ella, con su no muy escultural metro setenta y dos, pero poseía una complexión potente y musculosa. El otro hombre era alto y esbelto, el ejemplo perfecto de la alta moda, con su traje claramente recién estrenado, al último grito, de hecho. El hombre más bajo vestía una gabardina que tenía pinta de no haber pasado por la tintorería en muchos años. Debajo de ella, alcanzó a ver un traje oscuro arrugado, una camisa blanca con el cuello abierto y una corbata floja.

El hombre más alto era un anuncio andante del Club de Hombres Bien Peinados, cada mechón perfectamente en su sitio, inventariado y catalogado. El otro poseía una mata de cabello denso y oscuro que tenía que ser totalmente suyo, peinado de una forma que sólo podría describirse como «revuelto de cama» permanente.

Eran policías. Detectives, lo más probable. Lo supo por la forma de mirar alrededor al entrar en la casa. El más bajo posó en ella su mi rada oscura, identificándola y procesándola tan a fondo como había examinado el sofá destrozado y la pintura de color sangre salpicada por las paredes.

–No puedo -dijo Brandon por fin, tal como ella esperaba-. Era distinto cuando estabas casada con Griffin, pero ahora, sobre todo estando muerto… No creo que lo entendiera Jeanie.

¿Su esposa no entendería que Alessandra pudiera pedir un poco de apoyo después de que su ex marido había sido asesinado por unos mafiosos y su casa completamente destruida? Él interpretó correcta mente su silencio.

–Lo siento, Alessandra -prosiguió--. Pero sé lo que pensaría Jeanie si yo fuera ahí a estas horas de la noche. No puedo ayudarte. De hecho, tengo que permanecer al margen. Lo siento.

–Yo también lo siento.

Alessandra cortó la comunicación. Estaba sola. Estaba completa mente sola. Por primera vez en toda su vida, no tenía nadie a quien llamar, alguien que se ocupara de las cosas por ella.

«¿Dónde está el dinero? Encuéntrelo. Y dese prisa, o usted será la siguiente.»

Por espacio de largos instantes, Alessandra no pudo respirar.

–¿Señora Lamont?

Levantó la vista y miró directamente a los ojos del policía del pelo revuelto. Tenía los ojos de color castaño oscuro y de una calidez capaz de derretir. Con unos ojos así, un hombre podía conseguir lo que quisiera aunque llevara un traje arrugado y una gabardina mugrienta. Con unos ojos así, un hombre podía conseguir lo que quisiera llevan do cualquier cosa.

Su rostro no era especialmente agraciado, sin embargo, tampoco le faltaba apostura. Tenía la nariz un poco demasiado grande y ligera mente redondeada en la punta, los labios demasiado finos, los pómulos hundidos en la plenitud de la cara. Se acercaba a los cuarenta y la barba sin afeitar de su barbilla de gesto obstinado estaba moteada de gris.

–¿Se encuentra bien? – preguntó.

Durante una fracción de segundo, casi se esfumaron la pena, y el miedo que sentía. Pero en vez de deshacerse en lágrimas y el miedo que sentía. Pero en los brazos de aquel desconocido, se recordó a sí misma que se trataba de un policía, no de un amigo, y en cambio se aclaró la garganta. No tenía amigos. No debía olvidarlo.

De uno en uno, había dejado que sus amigos fueran yéndose a lo largo de los siete años que duró su matrimonio. Se había distanciado de las otras voluntarias del hospital y se había relacionado sólo con los compañeros de trabajo de Griffin. Así era como quería él que fuera. Pero cuando Griffin se fue, la mayoría de sus amistades se fueron con él. Y cuando resultó que lo buscaba la policía y luego apareció muerto, el teléfono dejó de sonar del todo.

–Estoy bien -le dijo al hombre de los ojos oscuros. Y así sería. Tal vez no tuviera nadie que la abrazara, pero ya encontraría la forma de superar aquello, de sobrevivir. Tenía que creerlo así. Era Jane Doe quien la mataba de preocupación.

–Soy Harry O’Dell, señora Lamont.

Le tendió la mano y ella la tomó con gesto vacilante, temerosa de encontrarla tan cálida como sus ojos. Consiguió estrechársela sin apenas tocarlo, con una sonrisa cortés. Educada pero distante.

–Trabajo para el FBI -añadió él. La sonrisa que le devolvió era ladeada, como si la encontrara a ella divertida y estuviera intentando no echarse a reir. La suave calidez de sus ojos había sido sustituida por algo mucho más nervioso-. Y éste es mi compañero, George Faulkner.

–¿El FBI? – Mantuvo bajo el tono de voz y logró parecer sólo, interesada, ocultando el hecho de que se le había acelerado el puso y de que ahora la invadía un miedo en forma de gélidos escalofrios de hielo en los dedos de las manos y de los pies.

«¿Dónde está el dinero?»

¿Era posible que la policía estuviera enterada de la amenaza que le habían hecho por teléfono? ¿Por qué otra razón habrían enviado agentes federales? Agarró fuertemente el teléfono con las dos manos, rezando por no ponerse a temblar de nuevo.

El policía no ofreció explicación alguna de por qué se encontraban allí, y se limitó a mirarla.

Alessandra notaba cómo él iba tomando nota de los detalles de su rostro, su cabello, la blusa de seda que llevaba esmeradamente remetida en la cinturilla de los pantalones de lana. Al igual que la mayoría de los hombres, no le miraba sólo la ropa; estaba valorando el cuerpo que había debajo.

Sabía lo que estaba viendo él, sabía que le estaba gustando lo que veía. Con sus rasgos perfectos de estrella de cine y sus ojos azules de párpados suaves, su densa melena rubia y su cuerpo perfectamente proporcionado, la ropa elegante y el maquillaje impecable, alcanzaba un quince en una escala de uno a diez. Poseía una belleza que quitaba el sentido.

Demasiada para tener amigos.

–Quisiéramos hacerle unas preguntas, señora Lamont -dijo por fin Harry O’Dell. Había en su voz un deje de ejecutivo neoyorquino, y también en su cara. De Brooklyn, tal vez, o del Bronx. Pero no era de Long Island. Ella misma se había esforzado mucho por eliminar aquel particular acento de su forma de hablar, y lo conocía bien.

–Lamentamos la reciente pérdida de su marido -intervino el otro hombre. Este era decididamente de Connecticut, igual que lo era Griffin.

–Ex marido -se apresuró a corregirlo Alessandra. Una prisa un tanto excesiva. Intercambiaron una mirada y ella continuó-: Aún no habíamos obtenido el divorcio, pero él se mudó en enero. En ese momento yo consideré terminado nuestro matrimonio.

Harry asintió.

–Es justo. De manera que supongo que no se sintió demasiado destrozada cuando apareció boca abajo en el East River.

–No lo maté yo, señor O’Deill, si es eso lo que insinúa.

–No estaba insinuando nada, pero me alegro de que me lo diga. – De nuevo estaba riéndose de ella en silencio, pese al hecho de que la mirada gélida que ella le dirigía habría hecho huir a otro hombre-. ¿Sabe quién le ha hecho esto a su casa?

Alessandra le dio la misma respuesta lacónica que había dado a la policía local unas horas antes.

–No.

El la observaba fijamente.

–¿No tiene alguna idea?

–Tengo ideas, por supuesto que sí. Pero no es eso lo que me ha preguntado. Usted me ha preguntado si sé quién ha hecho esto.

–¿Y quién cree que lo ha hecho? – preguntó él. Escogió las palabras con cuidado.

–Si tuviera que adivinarlo, diría que probablemente ha sido la misma gente que mató a Griffin.

–¿Tiene alguna idea del motivo?

«¿Donde está el dinero? Encuéntrelo. Y dése prisa.»

Alessandra apretó con más fuerza el teléfono inalámbrico.

–Por lo Visto, la policía creía que Griffin andaba metido en algo que tenía que ver con drogas.

–¿Y usted no sabe nada de eso?

–Hiciera lo que hiciera, no me lo contó a mí. Rara vez hablaba conmigo de sus negocios. Rara vez hablaba conmigo de nada.

Harry señaló con un gesto la habitación a su alrededor.

–El que hizo esto buscaba algo. Esto no es destrucción al azar, señora Lamont.

«¿Donde está el dinero? ¿Dónde está el dinero?»

–Me temo que no puedo ayudarlo -dijo Alessandra.

Él guardó silencio durante unos instantes. Se limitó a mirarla fijamente con una pizca de diversión en las comisuras de la boca. No se fiaba de ella, no la creía, no le gustaba.

Pero la deseaba. Sí, si ella le hubiera ofrecido la mano él la habría tomado y la habría seguido al piso de arriba. Sin más preguntas.

–Gracias por su tiempo -dijo por fin el policía. Hizo ademán de marcharse, pero en eso se dio la vuelta y dijo-: ¿Tiene algún sitio donde pasar la noche?

–Estoy bien -dijo ella de nuevo, con la esperanza de que esta vez ella misma se lo creyera.

–Es más inteligente de lo que parece.

George miró en el espejo retrovisor exterior para cambiarse al carril izquierdo de la autopista de Long Island.

–No es cosa infrecuente entre la mayor parte de los miembros de la raza humana. Tú también eres más inteligente de lo que pareces.

Harry se removió en su asiento intentando ponerse cómodo, mientras veía por la ventanilla del coche de George cómo iban dejan do atrás rápidamente el distrito de Queens. El hombro le dolía rabiosamente.

–Naturalmente, ya puestos a hacer comparaciones, decidida mente huele mejor que tú -añadió George.

Harry le digirió una mirada.

–No me he fijado en ese particular. – George sonrió-. De acuerdo, sí que me he fijado. Dios. – Alessandra Lamont tenía un olor elegante y fresco, dulcemente femenino. Olía como las tiendas caras de París, igual que aquellas tensas vacaciones que se había toma do con Sonya dos meses antes de romper para siempre. Cerró los ojos por un instante-. ¿Qué tendrán las rubias? ¿Por qué será que nada más empezar a hablar con una rubia mi vocabulario se reduce a una docena de palabras, la mayoría de ellas impronunciables estando en una compañía educada? – Sacudió la cabeza en un gesto de negación-. Hablando de compañía educada, esa escoria de la alta sociedad supera con mucho lo que soy capaz de aguantar. ¿Se cree que es la duquesa de Nassau, o algo así? ¿Y de verdad pensaba en serio que nosotros íbamos a creernos ni por un segundo que no sabía que esa casita había sido comprada y pagada con dinero de la mafia? – Imitó la voz cultivada de Alessandra-. Griffin rara vez hablaba de sus negocios conmigo. Rara vez hablaba conmigo de nada. – Soltó un bufido-. Eso es porque el tal Griffin no era ningún idiota. Cuando uno tiene una mujer así a solas en una habitación, no le deja usar la boca para hablar. Por Dios.

Se hizo un silencio que se prolongó durante medio kilómetro y después un kilómetro entero.

–¿Has terminado? – preguntó George por fin.

Harry dejó escapar una bocanada de aire y se frotó la nuca con una mano.

–No -dijo-. No, no he terminado.

Tenía la impresión de que Alessandra Lamont iba a aparecer una y otra vez en aquella investigación. Y si eso sucedía, no iba a terminar en muchas, muchas semanas.

Maldita sea, le dolía todo. Se había dado un buen golpe en el hombro al lanzarse a proteger al dependiente de la tienda aquella no che en el supermercado, cuando el más alto de los tres atracadores abrió fuego. El tiroteo no duró más de quince segundos, pero probablemente se había hecho un nuevo moratón por cada uno de esos segundos.

Aun así, fue el hecho de dormir con la cabeza apoyada en la mesa de la sala de interrogatorios de la comisaría lo que le había sentado peor. Se estaba haciendo demasiado viejo para aquello. Por supuesto, no se acordaba de la última vez que había dormido tendido en su cama en los últimos meses. Tampoco se acordaba de la última vez que había dormido en la cama de una mujer como Alessandra Lamont. Sí que se acordaba; había sido cuatro años atrás, antes de divorciarse. Antes de…

Se interrumpió a sí mismo.

–Entonces, ¿qué crees tú que sabe?

George conectó el limpiaparabrisas para barrer la ligera lluvia que había empezado a caer.

–Creo que claramente hay algo que no quiere decirnos. – Miró a Harry-. Y también creo que a pesar de ese aire suyo de princesa de hielo, te ha echado un buen vistazo de arriba abajo. No sé por qué, pero no deja de venirme a la mente la palabra «encamar».

–Oh, no -dijo Harry-. No, no. De ningún modo.

–Tienes que reconocer que sería una manera mucho menos arriesgada de desfogarte por las noches que capturando a tres atraca dores armados sin apoyo alguno.

–Yo no estoy seguro de eso. – Harry intentó estirar las piernas, y golpeó la rodilla ya amoratada contra el salpicadero-. Además, no es mi tipo.

–Es guapa y rubia. Es exactamente tu tipo. Tú mismo lo has di ls in bien tu tipo -contraatacó Harry-. No ha quedado muy destrozada que digamos tras la muerte de su marido, es evidente que se había casado con él por el dinero. No es más que una puta cara.

–Hay una gran diferencia entre las bailarinas exóticas y las putas, gracias.

–Lo siento -dijo Harry.

–Las putas sería ir demasiado lejos. A las bailarinas puedo invitarlas a las fiestas de la oficina, y Dios, eso pone de lo más nerviosa a Nicole. – George sonrió.

–¿Cómo es? Apenas pude verla ayer, se movía demasiado deprisa para decir siquiera un hola.

–Eso es una buena descripción de ella. – George estaba divorciado de Nicole Fenster desde antes de conocer a Harry, pero no pasaba un solo día en el que no surgiera su nombre-. ¿No resulta cómodo, ahora que ya no estamos casados, que las normas nos permitan trabajar en la misma área, frente al mismo edificio? Ésa es la razón por la que sigo siendo compañero tuyo, ya lo sabes. Porque si hiciera lo que hace todo el mundo y solicitara un traslado, probablemente volvería a engancharme con Nicole.

Los neumáticos produjeron un sonido acuoso sobre el pavimento mojado mientras recorrieron varios minutos en silencio.

–¿Has tenido oportunidad de revisar el expediente de Griffin Lamont? – inquirió George-. ¿Has visto su foto?

Los dos habían visto su cadáver después de haber pasado varios días en el río. No era lo mismo que ver su fotografía.

–Sí.

Cabello claro, ojos claros, rostro claro. Relativamente apuesto si uno ha vivido siempre entre champiñones. Naturalmente, la mayoría de las mujeres no mirarían más allá del signo del dólar que aquel tipo llevaba prácticamente dibujado en la corbata.

–¿Puedes creerte que Lamont abandonara a esa mujer? – George rió-. ¿En qué estaría pensando?

–Diferencias irreconciliables -dijo Harry en tono inexpresivo-. Según los papeles del divorcio, él quería hijos y ella no. Supongo que no quería estropearse la figura.

–Espera… ¿Cuándo has visto los papeles del divorcio?

–Esta tarde. Mientras tú te afeitabas por segunda vez. Dejé el expediente en tu mesa. ¿Ves lo que te pierdes por ser tan fino?

–Creía que iba a pasar la noche con Kim. – George lo miró otra vez-. Mira, apuesto a que si volvieras a Farmingdale mañana y le ofrecieras a la señora Lamont un hombro fuerte sobre el que llorar…

Harry negó con la cabeza.

–No empieces otra vez con eso. No necesito esa clase de problemas.

–¿Dónde está el problema? Dos adultos de mutuo acuerdo que se juntan para una pequeña cena, una pequeña conversación intelectual, una pequeña…

–¿Conversación intelectual? – Harry se echó reír-. No es precisamente una licenciada de Harvard. De hecho, apostaría mi nómina a que le costó aprender a manejar el programa informático de trata miento de textos.

–Acabas de decir que crees que es inteligente -señaló George.

–Más inteligente de lo que parece, lo cual, desde luego, no es mucho decir. Apuesto a que si escarbas un poco debajo de esa ropa de diseño, ese cuerpo modelado a base de aerobic y las cinco toneladas de maquillaje y de laca que lleva encima, no te encuentras con nada.

–¿Por qué diablos ibas a querer escarbar debajo de ese cuerpo? – George rió-. Por el amor de Dios, Harry, ten claras tus prioridades.

Para las cuatro de la madrugada, el servicio de urgencia veinticuatro horas había terminado de poner tablones en todas las ventanas de la casa de Alessandra. A las cuatro y cinco, tanto la camioneta de reparaciones como el coche patrulla que estaban estacionados enfrente se marcharon por fin.

Alessandra fue entonces al garaje a buscar la parrilla de barbacoa

que Griffin había guardado allí durante el invierno, ya desde el mes de octubre. Casi seis meses antes. Sólo seis meses antes. Ahora parecía una vida entera totalmente distinta.

Se había esforzado mucho, y durante mucho tiempo, primero por complacer a sus padres y luego al hombre con el que se casó demasiado joven. Se había esforzado por ser exactamente como ellos querían, sin prestar consideración a sus propios deseos y necesidades.

Y ahora, con sus padres fallecidos hacía ya mucho tiempo y Griffin muerto, se encontraba a la deriva, aferrándose a su antigua vida por miedo y por aquella horrible sensación de incertidumbre.

Iba a costarle acostumbrarse a que nadie le dijera lo que tenía que hacer. No había expectativas, ni reglas. Y por primera vez en su vida, una vida que algunos podrían considerar llena de caprichos pero que en realidad había estado llena de duras restricciones, iba a hacer exactamente lo que quería, simplemente porque quería hacerlo.

Encontró la parrilla, encontró la bolsa de carbón que Griffin había cerrado cuidadosamente. Y junto a ella, encontró lo que estaba buscando en realidad.

Llevó a la cocina el fluido de encender, prendió la luz del porche

trasero y salió a la noche. Respiró hondo para llenar los pulmones con el aire frío de la primavera.

El jardín estaba empezando a florecer. Los árboles tenían hojas nuevas y parecían brillar y relucir. La azalea, la azalea de Griffin, situada junto a los escalones que conducían al porche, estaba cubierta de pequeños capullos de color rosa.

Alessandra estrujó el contenedor de plástico y encendió una cerilla. Y a continuación se quedó en medio de la oscuridad que precede al amanecer, viendo cómo ardía la azalea de Griffin.

Capitulo 2

Alessandra acababa de recoger su ropa de la tintorería y estaba consultando su reloj, preguntándose si tendría tiempo de hacer una visita a Jane, cuando la limusina se situó detrás de su coche. La seguía muy de cerca, demasiado, y permaneció detrás de ella al aproximarse a la calle que llevaba a casa.

Pero no giró, sino que en lugar de eso continuó hacia la tienda de comestibles. A lo mejor la limusina no la seguía a ella, a lo mejor…

Sonó el teléfono del coche.

Paró en un semáforo antes de contestar y aspiró profundamente para calmarse. Aquello era sólo una coincidencia. Seguramente era de la inmobiliaria, o de la compañía de seguros.

–Diga.

–Señora Lamont. – La voz tenía un marcado acento, pero era suave, cultivada-. Entre en la zona comercial que hay al otro lado de la calle, a su derecha, y aparque allí, por favor, enfrente de la panadería.

–¿Cómo dice? – El semáforo cambió, pero tuvo que pisar el freno inmediatamente, pues se le cruzó delante otro automóvil que venía

hacia ella para girar a la izquierda-. No creerá que voy a

–El señor Trotta quiere verla -le dijo el hombre-. Podemos hacer esto de manera agradable. Amistosa. O podemos hacerlo de otra manera no tan agradable. No tan amistosa.

Alessandra se dirigió al aparcamiento y estacionó enfrente de la panadería.

Eran las cuatro en punto de la tarde, pero en el Club de la Fantasía, carente de ventanas, el tiempo no tenía significado alguno. Ya fueran las cuatro de la tarde o las cuatro de la madrugada, o cualquier otra hora del día o de la noche, había una mujer en el escenario, bailando, y hombres entre público, contemplándola.

George tomó asiento a la barra al fondo del establecimiento y sonrió cuando Carol, la camarera, le trajo su bebida habitual: vodka con tónica y un chorrito de lima.

–¿Quieres decirle a Kim que estoy aquí? – pidió, y ella se dirigió al teléfono.

Tomó un sorbo de la copa y encendió un cigarrillo al tiempo que recorría el lugar con la mirada. Reconoció bastantes caras entre la gente. Y, naturalmente, conocía a todas las chicas por su nombre. Monique ocupaba el escenario. Estaba contoneándose y girando de una manera que desafiaba toda descripción, haciendo lo que a George le gustaba pensar que eran sus ejercicios en el suelo. Sonrió, imaginando una categoría de gimnasia olímpica completamente nueva y sólo para adultos, llena de atletas que se llamaban Trixie la Divina y Conejita LeFleur.

–Kim hace el siguiente número, señor Faulkner -vino a decirle Carol-. Dice que después saldrá para saludarlo.

–Cracias, Carol. – Dio otra chupada al cigarrillo y acercó el cenicero mientras contemplaba bailar a Monique.

La limusina se detuvo frente a un almacén. Se encontraban en una zona de Queens que Alessandra no había visto nunca, río abajo, junto a los muelles.

El hombre del acento, el que había hablado con ella por el teléfono del coche, abrió la portezuela y le indicó con un gesto que se apeara. Era alto y ancho, con el cabello de un rubio arena y un rostro claramente de la Europa del Este. De pómulos lisos y eslavos, nariz ligeramente achatada, frente ancha, ojos ázul claro.

–¿Dónde estamos? – preguntó Alessandra.

El hombre la miró con una expresión totalmente desapasionada en los ojos. En ellos no había absolutamente nada: ni percepción de la belleza de ella, ni interés, ni humanidad. Era como si Alessandra fuera invisible.

O como si ya estuviera muerta.

–Lo mejor es que no haga muchas preguntas -dijo con aquella voz que tanto le recordaba a Arnoid Schwarzenegger interpretando a un tratante de arte de clase alta.

Respiró hondo para hacer acopio de valor.

–Creí haber entendido que Michael Trotta quería hablar conmigo. No sé por qué me ha traído hasta aquí, cuando él vive no muy lejos de…

–Sígame, por favor.

Aquello era ridículo. No tenía motivos reales para sentirse tan profundamente asustada. Hacía siete años que conocía a Michael y a su esposa, Olivia. Y aunque fueran ciertos los rumores que habían llegado a sus oídos a lo largo de todos aquellos años, y en efecto algunos de los negocios de Michael fueran ilegales, seguía sin haber razones para tenerle tanto miedo. Él la apreciaba.

Precisamente la Navidad anterior había asistido a una fiesta de cumpleaños que se hizo en casa de Michael. Él mismo se tomó la molestia de prepararle una copa, e incluso le contó un chiste muy malo acerca de un rabí, un sacerdote y un cocodrilo. Sí, Michael Trotta la apreciaba; sin embargo, Alessandra siempre había pensado que también apreciaba mucho a Griffin.

El hombre del acento abrió la puerta del almacén, y ella lo siguió al interior. Aquel espacio había sido subdividido en tabiques. En vez de una zona amplia, estaba en un largo pasillo que se extendía hasta el final del edificio. Sus tacones levantaron eco en el suelo de baldosas baratas. No había puertas que dieran a aquella parte del pasillo, y sólo se veía otro corredor pobremente iluminado que conducía a la derecha. Tenía un aire silencioso y fantasmal, y no era en absoluto donde deseaba estar en aquel momento.

Dios, ¿y si estaba equivocada? ¿Y si Michael Trotta estaba detrás de la destrucción de su casa y de aquella aterradora llamada telefónica que había recibido la noche anterior? «¿Dónde está el dinero? Encuéntrelo. Y dése prisa, o usted será la siguiente.»

¿Y si él era el responsable de la muerte de Griffin?

El hombre del acento se detuvo delante de una puerta, la única había en todo el recorrido del pasillo. Llamó con los nudillos, y la puerta se entreabrió. Por ella asomó un hombre, pero nadie dijo nada, y la puerta volvió a cerrarse.

–¿Qué…? – comenzó Alessandra.

–Tenemos que esperar. En silencio.

–Sabía que te encontraría aquí.

George cerró los ojos. Aquélla no era la voz de su ex mujer. Pero cuando abrió los ojos, Nicole estaba deslizándose en la banqueta siguiente a la suya, junto a la barra.

–Te he llamado a casa, y al ver que no estabas allí, me imaginé que estarías aquí. – Hizo el gesto de limpiar el aire entre ellos-. Dios santo, ¿cuándo has vuelto a fumar?

Él dio otra chupada al cigarrillo y acto seguido lo apagó en el cenicero.

–Unos cuatro meses después de separarnos.

Nicole llevaba unos pantalones caqui y un jersey, pero a pesar de ir vestida de arriba abajo con ropa de sábado, seguía teniendo toda la apariencia de la eficiente agente federal que era. Llevaba el cabello castaña y corto pulcramente recogido por detrás de las orejas, y sólo un leve toque de maquillaje. Un poco de brillo en los labios y algo de colorete en las mejillas para darle color.

George concentró su atención en Monique.

–Hoy es el primer día que tengo libre en varias semanas. Más vale que exista una razón verdaderamente buena para no poder esperar hasta el lunes.

En el escenario, de rodillas, Monique se soltó el cierre delantero del sujetador y se despojó de la prenda. Echó la cabeza atrás y arqueó la espalda, dejando que las luces del escenario captaran todo el poderío de sus pechos desnudos, cuyos pezones absurdamente grandes se veían plenamente erguidos.

–Vaya -dijo Nicole-. ¿Será de verdad todo eso?

George afirmó con la cabeza.

–Lo bastante para mí.

–¿Es Kim? – quiso saber.

George se volvió y la descubrió mirándolo tan fijamente como él estaba mirando a Monique, con aquellos ojos de color castaña claro teñidos con una pizca de tristeza. Volvió la vista a Monique, negándose a aceptar aquella mirada, negándose a pensar en el modo en que su divorcio, todavía muy reciente, podría haber afectado a Nicole.

Porque no había afectado a Nicole. Era tan inhumana como ella siempre 1 había acusado a él de serlo. Fuera lo que fuese lo que creyó vislumbrar en sus ojos, no fue más que fingimiento.

–No -dijo en tono inexpresivo-. Kim saldrá a continuación. Para entonces ya te habrás ido.

Ahora Monique se estaba moviendo, los pechos de una forma casi perfecta, dos firmes hemisferios de carne. El escepticismo de Nicole tenía sus razones; aquella bailarina tenía que estar operada. Sin duda alguna.

–Voy a trabajar con el equipo de Trotta -le dijo Nicole.

–¿Sobre el terreno? – A George se le rompió la voz y no pudo ocultar el horror en sus ojos-. ¿Conmigo y con Harry?

Ella mostró una sonrisa tensa.

–Relájate. La mayor parte del tiempo trabajaré fuera de la oficina. Pero tú tendrás que responder ante mí.

–Oh, eso va a ser divertido.

–De hecho, una de las cosas de las que quería hablar contigo era Harry O’Dell. ¿Es de algún modo un estorbo?

–Es el mejor compañero con quien he trabajado. – George cru zó su mirada con la de ella, desafiándola a que trajera a colación el hecho de que ellos habían sido compañeros en otro tiempo. Un millón de años y muchos sinsabores atrás.

Pero Nicole no mordió el anzuelo.

–El departamento de psicología cree que está a punto de convertirse en una persona poco fiable. Tiene fama de ser un hombre que no respeta las reglas. Dicen que su obsesión con Trotta es personal.

–Para Harry todo es personal. Está completamente loco -con vino George-. Pero es el mejor. Lo digo en serio, Nic. No lo saques del equipo.

Ella sostuvo su mirada durante largos instantes, y luego asintió.

–Está bien. Se queda. Por el momento.

–Señora Lamont. Qué placer verla de nuevo.

Michael Trotta estaba sentado detrás de una enorme mesa de roble. La primera impresión que obtuvo Alessandra de su despacho la sorprendió. Se lo había imaginado todo de madera oscura y cuero negro, pero en cambio las paredes eran de color claro, y a pesar de la falta de ventanas, la estancia era luminosa y aireada. Por todas partes había flores frescas y plantas.

Pero en cambio no vio nada más que el enorme perro que enseñaba los dientes en un gesto burlón, con la cadena tensa, sujeto por un hombre silencioso que estaba de pie junto a la mesa de Trotta.

Alessandra se situó detrás del hombre del acento.

–Lo lamento -dijo Michael-. Siéntate, Pinky. Sit.

El perro se sentó, pero permaneció con las orejas enhiestas, los dientes todavía a la vista y los ojos fijos en ella, implacables.

Alessandra sintió que el corazón le latía con tal fuerza que apenas podía respirar. Aun así, logró esbozar una sonrisa.

–Es uno de esos miedos de la infancia que jamás he conseguido superar. Hasta los perros amistosos me asustan un poco.

–Lo sé -dijo Michael-. Pero Pinky no es amistoso. De hecho, ha sido entrenado para matar. – Sonrió-. ¿No quiere sentarse?

La única silla que había en el despacho se encontraba a escasa distancia del perro. Pinley. Qué nombre más ridículo para un perro de presa.

–Prefiero estar de pie, gracias -le dijo.

–Por favor, siéntese -dijo él-. Insisto. – Se volvió hacia el hombre del acento-. ¿Ivo?

Ivo la tomó del brazo, pero ella se zafó y dio un paso adelante por sí misma. Cogió la silla y la arrastró un par de metros fuera del alcance de los dientes desnudos de Pinky.

En los ojos castaños de Michael Trotta hubo un destello de diversión y de algo más que no resultó tan gracioso.

–¿Sabe por qué está aquí? – preguntó.

Había ocasiones en la vida en que una mujer podía llegar más lejos haciéndose la tonta, pero ésta no era una de ellas.

–Supongo que tiene algo que ver con la muerte de Griffin.

–Hay cierta relación -admitió Michael. Se recostó en su sillón-. Mi querida señora Lamont, tiene usted algo que me pertenece a mí.

Nicole lanzó una mirada al escenario del Club de la Fantasía, a Moni- que, que estaba llegando al final de sus ejercicios en el suelo, con las piernas abiertas y girando alocadamente.

–Es buena, ¿verdad? – preguntó George. Nicole rió.

–Eres un gilipollas.

El se bajó de la banqueta.

–Vamos, te acompañaré hasta la puerta.

–Cielos, cuánta prisa tienes por librarte de mí. Pero aún no he terminado, tenemos algo más de que hablar.

George dirigió una mirada al escenario al tiempo que Monique lo abandonaba en medio de exiguos aplausos y volvió a sentarse con un suspiro.

–Nicole. Cariño, es mi día libre.

–También es un día libre para mí, pero esto no puede esperar. – Cogió su copa y bebió un trago-. Anoche tú y O’Dell fuisteis a Long Island, ¿verdad? ¿Estuvisteis investigando el parte de allana miento y vandalismo que dio Alessandra Lamont?

George apartó de ella el vaso.

–El lunes tendrás mi informe en tu mesa. Pero no antes.

Nicole desechó aquello con un gesto de la mano.

–Esta mañana he recibido una llamada de un informador de confianza -le dijo-. Según él, en la calle se dice que Alessandra posee algo que pertenece a Trotta. Una sustancial cantidad de dinero, para ser exactos. Se cuenta que Trotta descubrió que Griffin estaba engañándolo haciendo negocios con la competencia. Mandó que lo liquidaran como castigo, ya sabes, como diciendo: «Esto puede sucederos a vosotros» a modo de advertencia para el resto de su gente. Hasta que Griffin tuvo dos balazos en la cabeza no descubrió Trotta que faltaba un millón de dólares.

Por horripilante y macabro que fuera aquello, George tuvo que echarse a reír.

–Vaya. Resulta más bien difícil conseguir que un muerto diga donde ha escondido un millón de dólares.

Nicole también curvó la boca en una sonrisa.

–Sí. Aquí, el factor de la estupidez se sale de lo corriente.

–¿Y por eso destrozaron la casa de Lamont? – preguntó George-. ¿Los hombres de Trotta buscaban el millón?

–Eso es lo que creemos nosotros. Mi informador me ha dicho que Trotta debe pretender recuperar ese dinero a través de la esposa, o liquidarla a ella también, para reforzar el mensaje que envió al matar a Lamont. Corre el rumor de que esta vez no será un asesinato limpio. Según mi fuente, si no consigue el dinero, se cerciorará de que todo el mundo sepa que la esposa ha sufrido por los pecados de su marido.

George movió la cabeza en un gesto negativo.

–Ésta es una técnica que no figuraba en el manual del Jefe al Minuto. Controlar por medio del miedo a una muerte horrible.

Lanzó una mirada al escenario. Continuaba vacío. Normalmente había una pausa de diez minutos entre una bailarina y otra, lo cual le daba unos siete minutos antes de que apareciera Kim.

–Mi plan consiste en detener a Alessandra -le dijo Nicole-. Que Trotta crea que ha acudido al Programa de Protección de Testigos, y luego dejar que se sepa dónde se ha instalado. Tenemos suficientes filtraciones en el departamento de la policía local, podemos hacer que parezca de lo más normal. Y cuando Trotta envíe sus hombres a matarla, estaremos esperándolos. Con suerte, lo detendremos por conspiración e intento de homicidio en cuestión de pocas semanas.

–¿Y tú crees que Alessandra Lamont va a colaborar con nosotros? – preguntó George.

Nicole negó con la cabeza.

–No. No podemos decirle lo que está sucediendo. No sabemos hasta dónde llega su relación con Trotta. No queremos que piense que podría tener más posibilidades de sobrevivir intentando demostrar su lealtad a él y revelando nuestra estratagema.

George asintió.

–¿Yel motivo por el que no podías esperar hasta el lunes para decirme todo esto es…?

–En la calle se dice que Trotta ha puesto un plazo a la señora Lamont. Mi informador no tenía claro qué plazo era ése, pero yo me imagino que es sólo cuestión de días. Necesito que vayáis a su casa, le digáis lo que sabemos de Trotta y la dejéis muerta de miedo.

Alessandra estaba muerta de miedo. El corazón le latía con tal fuerza que parecía imposible que Michael Trotta no lo oyera. Un millón de dólares. Griffin había robado nada menos que un millón de dólares.

El perro, Pinky, había vuelto a levantarse.

–Pero yo no sé dónde está el dinero -dijo-. Griffin y yo nos estábamos divorciando. Él ni siquiera vivía en casa. Que yo sepa, ya se lo había gastado.

Michael miró a Ivo.

–¿He dicho que estuviera buscando excusas y quejas?

–No, señor. Está buscando el dinero que robó Griffin Lamont.

–Que nosotros sepamos, Griffin se llevó el dinero hace casi un año entero -le dijo Michael-. A principios de abril. En aquel entonces, todavía estaba bastante contento de seguir casado con usted.

–Se puso de pie-. Tiene cuarenta y ocho horas para encontrar ese dinero, señora Lamont. Le sugiero que vaya directamente a casa y se ponga a ello.

–Pero…

Ivo posó una mano en su hombro. Ella levantó la vista, y él la miró sacudiendo la cabeza negativamente. Fue sólo un ligero movimiento; hacia la derecha, luego hacia la izquierda, luego otra vez a la derecha. De modo que cerró la boca.

Michael tomó la cadena del perro del hombre que la sujetaba.

–¿Sabe cuánto tiempo tardaría un perro como Pinky en despedazar a una persona aproximadamente de su estatura y su peso? – le preguntó.

El miedo se le agolpó a Alessandra en la garganta, y negó con la cabeza sin emitir sonido alguno. No, no lo sabía. Un millón de dólares. Si Griffin se lo había gastado todo o incluso una parte, ella jamás podría reponerlo. No tenía la menor posibilidad.

Michael sonrió, la misma sonrisa que le dedicó después de ofrecerle una copa en su fiesta de Navidad.

–Yo tampoco -dijo-. Pero si no me devuelve mi dinero en el plazo de cuarenta y ocho horas, todos lo averiguaremos.

La música comenzó a sonar fuerte y machacona, y George consultó su reloj. Faltaban cuatro minutos para la hora. Kim estaba empezando su número cuatro minutos antes. Mierda. Se bajó de la banqueta.

–Tal vez deberíamos ir a buscar a Harry para que puedas decirle todo lo que me has dicho a mí.

Pero en aquel momento se encendieron las luces del escenario, y George supo con sólo mirar a Nicole que Kim acababa de hacer su entrada. Nicole miró a la bailarina, luego a él, y después volvió a mirarla.

–Dios santo -dijo la ex esposa-. Es exactamente igual que yo.

George soltó un bufido de incredulidad como siempre hacía Harry, y logró poner la cantidad exacta de desdén en el tono de voz:

–Nada de eso.

–Desde luego que sí.

George se volvió y contempló a Kim entornando ligeramente los ojos como si intentara ver el parecido entre la cabaretera y su ex mujer. En el escenario, Kim se desprendió de la falda con un movimiento rápido, revelando un minúsculo biquini de cintas. Se dio la vuelta para ofrecer una vista mejor de su trasero al público.

–No, no se parece -mintió-. Bueno, aparte del hecho de que las dos sois mujeres y que las dos tenéis más o menos la misma estatura…

–Las dos tenemos el pelo castaño y corto, con un corte casi exactamente igual, y prácticamente las mismas facciones. Dios mío, Geor ge, podría ser mi hermana gemela.

Kim se acercó al borde del escenario y dejó que un hombre le deslizara un billete de un dólar debajo de la cinta del biquini. Sonrió y se pasó la lengua por los dientes.

Nicole le propinó un puñetazo en el brazo, con fuerza.

–¡Eh! ¿A qué viene eso?

–Por ser un hijo de puta tan enfermizo. Por regodearte mirando a alguien que tú finges que soy yo actuar como una especie de juguetito sexual. – Estaba furibunda. Tenía los labios tan apretados, que la boca mostraba un cerco blanco-. Porque eso es lo que es, ¿verdad?

–Estás completamente paranoica…

–De verdad te sientes amenazado por el hecho de que una mujer triunfar como yo en el juego en el que quieres ganar tú?

George puso los ojos en blanco.

–Oh, genial. Volvamos a resucitar este tema.

–¿Sabe esa chica que la estás usando sólo para alguna clase de retorcida venganza?

–Todo tiene siempre que ver contigo, ¿no? – contraatacó él-. ¿Se te ha ocurrido que esas vagas similitudes, que yo sigo sin ver, podrían no ser más que una coincidencia?

–No.

–Para tu información, y aunque no sea de tu incumbencia, salgo con Kim exclusivamente por sexo, y ella es muy consciente de eso. Es un sentimiento bastante recíproco. Resulta que realmente le gusta salir con un agente del FBI, aunque no sé por qué. Según mi experiencia, el sexo con un agente federal es una mierda.

En cuanto aquellas palabras salieron de su boca, supo que acababa de asestar un golpe bajo a Nicole. Y por espacio de un angustio so segundo, creyó que había conseguido lo imposible; por espacio de un segundo, creyó que había logrado hacer llorar a Nicole Fenster.

Lo que había dicho ni siquiera era cierto. No era el sexo lo que era una mierda, sino el hecho de que ella estuviera tan volcada en su trabajo, tan empeñada en progresar, que no tenía tiempo para él, para ambos.

Pero no lloró. Mientras George la miraba, recobró su compostura, como hacía siempre. Dios no permitiera que alguna vez la confundieran con una mujer de verdad, viva, de carne y hueso. Empleó un tono de voz tranquilo y enarcó una ceja al preguntar:

–¿Alguna vez has tenido corazón, George? ¿O es que simple mente conseguiste engañarme desde el principio?

–Tú eres el pez gordo encargado, así que descúbrelo tú misma. Un buen misterio como éste te va justo a la medida.

–Vete al cuerno -dijo Nicole, y se marchó.

George se la quedó mirando hasta que desapareció por la puerta, pero ella no volvió la vista.

Sobre el escenario, Kim se había quitado la parte de arriba del biquini. Se había untado del cuerpo con aceite, incluidos sus pechos perfectos, y las luces se reflejaban en ellos de manera seductora. George se dio la vuelta y se dirigió a las cabinas telefónicas. Tenía que llamar a Harry.

El regreso pasillo abajo fue tan interminable como lo había sido a la ida, hacia el despacho de Michael Trotta.

Cuarenta y ocho horas. Un millón de dólares. Cuarenta y ocho horas. Un millón de dólares. Aquel soniquete se repetía sin cesar en la cabeza de Alessandra, una y otra vez…

Un hombre surgió al doblar la esquina. El pasillo del almacén tenía sólo una bifurcación, y por ella apareció tambaleándose un hombre moreno que chocó con Alessandra y la aplastó contra la pared. Alessandra lanzó un chillido al ver el rostro que estaba a sólo unos centímetros del suyo. Estaba arañado y ensangrentado, golpeado, con un ojo hinchado y casi cerrado del todo.

Era joven, hispano, con un fino bigote y de pómulos altos y carnosos. Llevaba el pelo largo hasta la barbilla y con raya al medio, sucio y con manchas de sangre y sudor. Su ropa estaba desgarrada y llena de porquería.

–Ayúdeme -jadeó por entre los labios hinchados-. Por favor. Soy Enrique Montoy…

En aquel momento Ivo lo agarró y le estrelló la cabeza contra la pared a escasos centímetros de Alessandra. Ésta se encontraba lo bastante cerca para oír su gemido de dolor, lo bastante cerca para ver cómo ponía los ojos en blanco, lo bastante cerca para oler el hedor a miedo, sangre y orina.

El hombre tenía las manos esposadas a la espalda y sangraba por algo más que las excoriaciones de la cara, según advirtió con horror. Tenía todo un lado de la camisa empapado de sangre de un rojo vivo, sangre que ahora estaba manchando también su blusa.

Ivo lo empujó hacia los otros dos gorilas que los acompañaban de vuelta a la limusina. Agarró a Alessandra por el brazo y la empujó en dirección a la puerta. Ella no pudo evitar mirar hacia atrás.

Los guardias arrastraron con idéntica prisa al hombre apaleado por el pasillo en la dirección contraria, abrieron la puerta del despacho de Michael Trotta y lo arrojaron al interior.

¿Quién era aquel hombre?

Observó la expresión grave del rostro habitualmente impasible de Ivo y no se atrevió a preguntar.

Ivo la obligó a salir por la puerta y la empujó al interior de la limusina que los aguardaba, y esta vez subió al asiento trasero del coche con ella. Cerró la portezuela y dio unos golpecitos en el cristal para indicar al conductor que arrancara.

Mientras Alessandra luchaba por contener la respiración, mientras luchaba por aminorar el pulso lo más posible para contrarrestar aquel miedo irracional, Ivo extrajo un pañuelo de un blanco inmaculado y se lo ofreció.

–Tiene sangre en la cara -la informó, señalando su propia mejilla.

También tenía sangre en las manos, y se la limpió lo mejor que pudo. La blusa estaba echada a perder, y también los pantalones. Se sentía entumecida y mareada. Aquello n podía estar sucediendo.

«Ayúdeme, por favor…»

No quería pensar en aquel hombre, no quería pensar que otra persona pudiera limpiarse la sangre de ella de las manos dentro de cuarenta y ocho horas, una vez que hubiera finalizado el plazo impuesto por Michael Trotta.

Se obligó a sí misma a permanecer alerta, a permanecer firme. Se obligó a reprimir las lágrimas que pugnaban por salir, pues no quería darle a Ivo la satisfacción de verla desmoronarse. Estaba completa mente sola, sin ayuda de nadie. Nadie iba a salvarla. Si quería salvarse, tendría que salvarse ella misma.

Respiró hondo en un intento de calmarse, de pensar. Piensa.

Está bien, está bien, Sus opciones eran bastante limitadas. Podía buscar el dinero, y podía encontrarlo o no. Y si no lo encontraba, si Griffin se lo había gastado o dilapidado, podía morir. Iba a morir.

Aspiró de nuevo.

Podía huir y esconderse. Y vivir el resto de su vida mirando a su espalda, temiendo que algún día Michael Trotta diera con ella, segura de no volver a ver jamás a Jane. Naturalmente, otra alternativa era la de acudir a la policía. O al FBI.

Se recostó contra el respaldo de cuero. Decididamente, dejaría a un lado su desconfianza respecto de los agentes encargados del cumplimiento de la ley y llamaría al FBI. Harry O’Dell le había parecido un hombre que sabría lo que había que hacer. Lo llamaría a él. En cuanto llegase a casa.

A lo mejor no estaba tan completamente sola como creía.

Ivo la observaba con sus ojos azules fijos en ella, como si leyera sus pensamientos.

–Ese hombre -dijo-. ¿Sabe quién era?

Alessandra negó con la cabeza, sorprendida de que él hablara del tema.

–Él también debe al señor Trotta mucho dinero -le dijo Ivo-. Pero ha cometido el gran error de acudir a las autoridades. Usted será más inteligente que él, ¿verdad?

Alessandra asintió, con la garganta atenazada por el miedo una vez más. Sí.

Sus opciones acababan de quedar reducidas a una. Se pondría a buscar el dinero y rezaría para que cuando lo encontrase, estuviera todo allí.

No tenía otra alternativa.

Capitulo 3

Alessandra quedó de pie en la sala de estar, invadida por una creciente sensación de miedo, sin saber por dónde empezar.

Al llegar a casa se encontró con la policía, orden de registro en mano, examinando la casa. No habían descubierto nada, pero estaba segura de que de algún modo habían descubierto lo del dinero robado. Los hombres de Michael Trotta no lo habían encontrado. Los policías tampoco. ¿Cómo demonios se esperaba que lo encontrara ella? Suponiendo que Griffin no se lo hubiera fundido. Dios santo.

Al entrar en la casa, había tenido que cargar con la ropa limpia de la tintorería apretada contra el cuerpo para ocultar las manchas de sangre ya seca. Si el peligro que se cernía sobre ella no fuera tan grave, tal vez se hubiera echado a reír. Hasta la última prenda de ropa que poseía estaba hecha jirones o manchada de sangre; excepto las pocas prendas que había recogido de la tintorería: un traje de noche, un vestido ceñido de seda de color turquesa, cuatro blusas y su falda de terciopelo de Navidad, larga hasta los pies.

De todas aquellas prendas, el vestido de seda parecía la menos inapropiada para registrar una casa de arriba abajo.

Se quitó la ropa manchada de sangre en el cuarto de baño y la en volvió en un plástico con la intención de llevarla a la tintorería lo antes posible. Las manchas no desaparecerían, pero por lo menos se la podría poner para andar por casa.

Por fin se fue el último policía -con las manos vacías, gracias a Dios-, y una vez más se encontró a solas en la casa. Las partidas de trabajadores habían sustituido las ventanas de la primera planta, pero se habían ido en cuanto empezó a ponerse el sol.

Cuarenta y ocho horas. Cuarenta y dos, ahora. Cielo santo.

Alessandra se sentó en los escombros de la sala de estar y trató de pensar como Griffin. Su marido había robado una cantidad exorbitante de dinero de la mafia. ¿Dónde la habría escondido?

Había reformado la habitación que Griffin usaba como despacho en diciembre, el día después de marcharse él. Empaquetó todos sus libros y documentos y bajó sus grandes estanterías de madera al sótano, y transformó la habitación en otro dormitorio para alojar a los invitados.

Ahora tenía cuatro dormitorios de invitados y exactamente cero amigos.

Hizo un esfuerzo para apartar aquellos pensamientos, se cuadró de hombros y se puso a trabajar.

–¿Qué tal estás, nena?

Kim Monahan cerró los ojos y se permitió odiar a Michael Trotta. Por teléfono, hablar con él resultaba fácil. No tenía que sonreír, no tenía que mirarlo como si se muriese por bajarle la cremallera de la bragueta. Podía arder de rabia si quería… mientras no se le notara en la voz.

–Estoy bien.

–¿Qué tienes para mí?

–No mucho, pero me pediste que te llamara, así que…

Tú dime qué es lo que tienes, y ya decidiré yo si es mucho o no. un percibió aquel filo desagradable que tenía a veces la voz de Trotta. Se alegraba de que los separasen cincuenta kilómetros de cable telefónico. Aunque había ocasiones en las que ni cincuenta mil kilómetros parecían distancia suficiente.

–De acuerdo -dijo en tono tranquilo-. Anoche hizo una sola llamada telefónica, le salió el contestador y dejó un mensaje para Harry. Es su compañero. Fue breve, simplemente dijo que le llamara a casa pero nadie le devolvió la llamada. Esta mañana ha vuelto a llamar, ha conseguido contactar con Harry y le ha dicho que iba a dejarse caer por allí para recogerlo y darse otra vuelta por la isla. Cuando colgó, le pregunté a qué isla iba y por qué tenía que ir en domingo. Pero no me contestó.

En realidad, George la había mirado, aún desnuda en la cama de él, como si supiera de algún modo que estaba allí sólo porque trabajaba para Trotta. Pero no era posible que lo supiera; no había modo alguno de que pudiera saberlo.

No era un hombre especialmente atractivo, por lo menos no según sus gustos. A ella le gustaban los jugadores de hockey, los de fútbol americano. Los boxeadores grandes y fornidos de hombros anchos y brazos del tamaño de los muslos de ella. Y George Faulkner era lo menos parecido a aquello. Tenía un rostro bastante agraciado, de estilo elegante, si a una le gustaban los hombres guapos. Era alto y gallardo, con dedos largos y delgados y uñas mejor cuidadas que las suyas propias.

Debería odiarlo, igual que odiaba a Michael Trotta, igual que a menudo se odiaba a sí misma.

Pero él poseía una cierta gentileza. Amabilidad. Y cuando reía, cuando se le iluminaban los ojos por la diversión, ella no se paraba a pensar en el hecho de que no tuviera los hombros demasiado anchos ni los bíceps más grandes que hubiera visto en su vida.

No, él no sabía que trabajaba para Trotta. Lo que había visto reflejarse en sus ojos era su propio sentimiento de culpa.

–¿A qué hora salió de su apartamento?

–Poco después de las nueve.

–Quédate cerca y sigue en contacto. No vayas a ninguna parte -le dijo Trotta, y colgó.

–¿Adónde iba a ir, que tú no pudieras encontrarme? – preguntó Kim a la línea muerta.

–Si enciendes ese cigarrillo -dijo Harry entrando en el coche-, te mato.

George cogió el encendedor del automóvil.

–Sabes, llegarías mucho más lejos si empezaras a usar palabras como «por favor» y «gracias».

–Por favor, no me jodas y me obligues a matarte. Gracias.

George devolvió el encendedor a su sitio.

–Mucho mejor. – Se incorporó al tráfico del domingo por la mañana y se guardó el cigarrillo sin encender en el bolsillo de la camisa-. ¿Hay algún motivo para que tengas pinta de no haber dormido desde que yo te dejé en casa el viernes por la noche?

Harry cerró los ojos, derrumbado en el asiento.

–No quiero hablar de eso.

–Si tiene que ver con una mujer, de acuerdo; puedes parecer todo lo cansado que quieras.

Harry mantuvo los ojos cerrados con fuerza.

–Toma la Cross Island hacia Southern State. La otra autopista a Long Island está abarrotada.

–Entiendo que eso es un no…, que no hay una mujer de por me dio.

–Por favor, deja ya de joder. Gracias.

–Llevas demasiado tiempo trabajando en la calle -dijo George en tono festivo-. Necesitas comprarte un diccionario de sinónimos y buscarte otra palabra favorita.

Harry no respondió.

–Eso -planteó George- o tendrás que relajarte, quitarte el terna de la cabeza. Precisamente me he enterado de que Kim tiene una amiga que…

Harry se rindió.

–Anteanoche, al entrar en mi habitación -lo interrumpió- me encontré el contestador lleno de mensajes de Shaun. – el primero de aquellos mensajes era antiguo, de casi dos meses atrás. Su primer pensamiento había sido: Dios, ¿de verdad había pasado tanto tiempo desde la última vez que llamó a sus hijos? Pero sabía que así era. Le daba pánico llamar a casa. Era demasiado duro, incluso ahora, después de transcurridos dos años-. No dijo qué tal te va, sino solamente «Soy Shaun otra vez, llámame». Era tarde, pero pensé que habría alguien levantado en casa, de modo que llamé. – Debido a la diferencia horaria, para ellos era más temprano-. No respondió nadie, y tampoco estaba conectado el contestador. Nada.

–Eso es muy raro.

–Si todavía es peor. – Harry se frotó la frente. Dios, cómo le dolía la cabeza. La noche anterior habría dormido quizá tres horas, incluidas dos la noche anterior a ésa-. La casera me ha recogido el correo y lo ha metido en casa, hay una pila enorme encima de la cama. Casi todo es correo basura, pero siempre lo miro porque en medio podría haber recibos de las tarjetas de crédito, ¿y qué me encuentro?

George, sabiamente, no intentó adivinarlo.

–Una notificación de que ha dado comienzo el equivalente de un proceso de adopción. Se ha formulado una petición al tribunal estatal acerca de no sé qué mierda de cambio de apellido. Y hay una mierda de papel que tengo que firmar yo, en el que renuncio a todo derecho legal a la custodia. Mi hermanastra está intentando quitarme a mis hijos.

Aunque dijo aquello en voz alta, Harry no podía creerlo. ¿Por qué pretendía tal cosa Marge? ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

–De modo que devolví la llamada. A esas alturas ya era por lo menos la una de la madrugada. Y seguía sin haber nadie en casa. Emily no es más que un bebé. ¿Qué diablos estaba haciendo fuera de casa a la una de la madrugada? Volví a llamar a las dos, a las tres y a las cuatro, y seguían sin estar en casa. Llamé también ayer, a lo largo de todo el día, y anoche. No están.

–A lo mejor están fuera de la ciudad. Quizá no sea nada importante…

–¿Y qué? ¿Quizá la carta que he recibido del bufete de Peckerhead Backstabber y Jones es sólo un error?

George abrió la boca para hablar, pero al instante volvió a cerrar la y no dijo nada.

–¿Qué? – preguntó Harry.

George lo miró y sacudió la cabeza en un gesto de negación.

–No.

–¿No, qué, Faulkner? Dime lo que ibas a decir.

–No creo que nos conozcamos lo suficiente el uno al otro.

–¿Estas de broma? A mí puedes decirme lo que sea. – Harry sonrió con tristeza-. Normalmente, es lo que haces. No sé por qué estás siendo tan j… -Se interrumpió. George tenía razón; su lengua je necesitaba urgentemente un repaso. Resultaba curioso que antes no dejaba nunca que la inmundicia de las calles tocase su vida personal. Porsupuesto, antes tenía una familia: dos chicos impresionables y una niña que estaba empezando a andar. Era Emily, su hija, la que constiuía una grabadora viviente. Todo lo que salía de su boca lo repetía ella, a gran volumen, por regla general en algún momento inoportuno sé por qué estás siendo tan… -Se aclaró la garganta-.

A normalmente reservado.

El tráfico de la autopista Southern State era denso pero todavía avanzaba a unos quince kilómetros por hora por encima de la velocidad permitida. George se abrió paso con cuidado al carril izquierdo y dejó que pasaran varios kilómetros antes de levantar la vista.

–¿Me prometes que no me vas a gritar?

Harry procuró parecer ofendido.

–¿Cuándo te grito yo?

George se limitó a sonreír.

–Está bien -dijo Harry-. De acuerdo. No te gritaré, te lo pro meto.

–Quizá -dijo George despacio, con cautela- deberías firmar ese papel.

–¿Qué?

–¡Has prometido no gritarme!

–¡No estoy gritando, joder! – gritó Harry. Respiró hondo y probó de nuevo, con más suavidad-. No estoy gritando. Maldita sea.

–Ya sé que no es lo que tú quisieras oír, pero piénsalo, Harry -dijo George-. Has visto a esos niños, ¿cuánto? ¿Dos veces en los dos últimos años? ¿Medio día en Navidad? Eso no es ser padre, eso es ser Santa Claus.

–No -dijo Harry-. No. Son mis hijos, no son huérfanos. No necesitan que ningún No necesitan ser adoptados.

–Tal vez debieras tomarte unas vacaciones para marcharte a dondequiera que los tienes escondidos -sugirió George-. Y esta vez quédate por lo menos una semana. ¿Qué edad tiene Emily ya? ¿Cinco años? Dentro de otros dos, probablemente ni se acordará de ti.

–Emily tiene cuatro y medio. Shaun tiene catorce -dijo Harry. Y Kevin… Kevin estaba muerto. Ahora estaría a punto de cumplir tos diecisiete.

Harry cerró los ojos, luchando contra la oleada de malestar que acompañaba todos sus pensamientos acerca de su hijo mayor. Incluso después de dos años, todavía dolía mucho. Incluso después de dos años, las heridas estaban demasiado recientes. Se encontraba bien mientras no pensara en Kev. El problema era que no podía mirar a los ojos a Shaun ni a Emily sin pensar en su hermano mayor.

¿De verdad resultaba tan sorprendente que nunca fuera a verlos?

Apartó aquellos pensamientos a un lado, manteniendo cerrados los ojos, y puso fin a su conversación con George.

–Despiértame cuando lleguemos a Farmingdale.

Alessandra estaba frenética. Habían transcurrido veinticuatro horas desde el ultimátum de Michael Trotta. Eso le dejaba tan sólo otras veinticuatro. Había consumido la mitad del tiempo, y no estaba más cerca de hallar el dinero que cuando empezó a buscarlo.

La noche anterior había dormido sólo unas pocas horas. Su intención era la de no dormir nada, pero la venció el cansancio mientras hurgaba en varias cajas llenas de papeles de Griffin que había visto escondidas en el garaje, buscando algo, cualquier cosa que pudiera ser una pista. Se despertó invadida por el pánico, pues había soñado que un perro de presa saltaba sobre ella y la atacaba a la cara con sus dientes afilados como cuchillas.

Fue a la tienda abierta las veinticuatro horas para comprar cinco vasos grandes de café, y se maldijo por haberse quedado dormida. So lamente disponía en total de cuarenta y ocho horas, y cada minuto contaba.

A media mañana regresaron los obreros para reponer las ventanas rotas que quedaban. Para media tarde, Alessandra se había terminado el último café, frío como una piedra desde hacía tiempo.

Estaba de pie en la habitación que antes había sido el despacho de Griffin, con el vestido de color turquesa manchado de polvo y suciedad, observando lentamente a su alrededor. Había rasgado la moque a y no había encontrado nada; había registrado y sacado todos los muebles y libros que quedaban. Había traído el hacha del garaje, preparada para destrozar las paredes si fuera necesario, pero por lo visto poco probable. Si Griffin hubiera escondido algo en las paredes, ella lo sabría, ¿no?

Se sentó en el suelo, hundida por la fatiga, intentando desespera tilmente pensar.

Michael Trotta había dicho que Griffin robó el dinero el año anterior. En abril. Trató de pensar en aquella fecha, de recordar qué estaban haciendo por entonces, intentó recordar algo que diferenciara aquella época en particular de todos los demás interminables, parecidos y borrosos meses de su matrimonio.

Había estado de vacaciones una semana en Cozumel, México. Dios, si Griffin se había gastado el dinero en el juego, o incluso lo había, ocultado allí… Alessandra hizo un esfuerzo para no pensar en posibles desastres. Abril. Abril. Primavera. La primavera seguramente estaría en su plenitud, llena de flores, y…

Entonces se incorporó.

Criffin. En el jardín de atrás. Trabajando con una pala y un rastrillo. Plantando aquella azalea.

Ella había llegado temprano a casa de otra de las interminables fiestas con motivo del nacimiento de un niño a la que la habían invitado como esposa de Griffin. Se marchó antes de que se sirviera el postre, antes de que se abriesen los regalos, fingiendo encontrarse mal. Lo cierto era que no soportaba ver ni una más de aquellas asquerosamente adorables ropitas azules o rosas, no podía soportar ni una sola conversación más acerca de dar el pecho a las criaturas.

Se sorprendió al ver a Griffin en casa a mediodía; aquello la sor prendió casi tanto como el hecho de verlo trabajando en el jardín. Pagaban una enorme suma de dinero a un decorador de jardines que venía una vez por semana a ocuparse de su mantenimiento. Griffin era alérgico, y también sentía aversión a ensuciarse las manos. Pero allí es taba, plantando aquella azalea, la misma azalea que había insistido en pedir en el acuerdo de divorcio, la azalea que se suponía que debía llevarse aquel mes, en cuanto el suelo se hubiera deshelado lo suficiente para desenterrarla. La azalea a la que ella había prendido fuego dos noches antes.

Con un impulso de energía renovada, Alessandra se levantó y fue al garaje en busca de una pala.

–¿Dónde está Emily?

Shaun levantó la vista del libro y entornó los ojos para mirar a su tía a la fuerte luz del sol. Aquella pregunta carecía de sentido, porque Emily estaba justo enfrente de él, construyendo un castillo de arena al borde del agua. Estaba…

No estaba.

Su cubo rojo se veía volcado de costado junto a un pequeño montículo de arena, pero Emily no estaba.

–Mierda.

Shaun se puso de pie con el corazón acelerado. El océano Pacífico estaba en calma aquel día, pero aun así las olas eran lo bastante fuertes para tirar al suelo a una niña de cuatro años, incluso a una tan resistente como Emily.

Marge ya estaba encaminándose con paso decidido hacia un hombre y una mujer que estaban sentados sobre una toalla cercana, y Shaun oyó su voz clara preguntándoles si habían visto adónde se había ido la pequeña.

Emily llevaba puesto un traje de baño de un alegre amarillo brillante que hacía destacar su cabello y sus ojos castaños oscuros. Shaun observó las olas, pero no percibió ningún destello de color. Entornó los ojos de nuevo y recorrió la playa, primero hacia un lado y después hacia el otro. Y entonces, a través de la bruma que levantaba el agua, lo vio.

Una diminuta chispa de amarillo, muy, muy lejos playa abajo, que se dirigía hacia el norte, hacia Carmel.

Dejó el libro y echó a correr.

Con el corazón retumbándole, las piernas inseguras y el estómago encogido, rezó por que aquella mancha amarilla fuera Emily y no algún cubo de niño o una toalla de playa abandonada. Se suponía que él debía cuidarla, era el responsable de su seguridad. ¿Cómo había podido dejar que ocurriera aquello? ¿Y si se hubiera acercado demasiado a la agotadora fuerza del mar y se hubiera caído y ahogado? ¿Y si ya estuviera muerta?

Había ocurrido. Sabía que había ocurrido. La gente se moría. La gente que él amaba podía ir a la ciudad, o a la playa, o incluso doblar la esquina, y no regresar jamás. Lo había aprendido por las malas.

Pero Emily…

Estaba seguro de que no podría vivir si Emily había muerto.

Además, Dios mío, ¿cómo iba a poder mirar a la cara a su padre?

Le dolía el estómago, pero siguió corriendo con los ojos fijos en la pequeña mancha amarilla. Ésta se hacía cada vez más grande, y se fue transformando en una cabeza con pelo suelto oscuro, dos brazos y dos piernas.

Era Emily.

Cuando él llegó a su altura, la niña estaba en cuclillas, tratando de remover una concha. Gracias a Dios. Lo inundó una sensación de ah vio que al instante se convirtió en una insoportable náusea. Se dejó caer de rodillas y vomitó allí mismo, en la arena.

Por su lado pasó un trío de jovencitas de instituto, haciendo risitas y ruidos de asco, y aquella mortificación estuvo a punto de hacerlo vomitar otra vez. Una de ellas se volvió hacia él. Era guapa, llevaba el pelo largo y de color rojo recogido en una cola de caballo y tenía los ojos grandes y azules.

–¿Estas bien?

Shaun se enjugó las lágrimas que le habían anegado los ojos. Perfecto estaba llorando. ¿Cómo podía empeorar la situación? Se tocó con una mano para comprobar que no se le había bajado el bañador dejando el trasero al descubierto, al tiempo que con la otra echaba arena encima de lo que había sido su desayuno.

–Después de correr a toda velocidad, deberías aminorar el paso y terminar andando -le dijo la chica-. Sobre todo con este calor.

Dios, se las había arreglado para vomitar encima de las gafas. Es taba viendo la chica más guapa del mundo a través de gotitas de vómito. Era la imagen de un perdedor total. Se las quitó y las limpió con el borde del bañador, y entonces el mundo se volvió borroso. Más seguro. Emily era una mancha amarilla y la muchacha se parecía a una de las que pintaban aquellos franceses muertos: agradable de mirar, pero difuminada, indefinida.

–Corrías verdaderamente muy deprisa. – La muchacha rió. Su risa era como algo mágico-. Te he mirado un rato.

¿Ella lo había mirado? Shaun volvió a ponerse las gafas. Llevaba un traje de baño negro de dos piezas, que se ajustaba a un cuerpo perfecto que pedía a gritos que lo contemplaran. Probablemente tendría unos dieciséis años, un par de años más que él, un par de años más que las chicas de su clase de octavo curso del colegio, y a diferencia de muchas de ellas, tenía pechos de dieciséis años. Tenía unos pechos muy, muy bonitos. Oh, Dios. Shaun sintió que se sonrojaba aún más.

–Yo también corro -le dijo ella-. Cuando hace este calor, más de una vez he estado a punto de devolver la comida, así que sé exacta mente cómo te sientes tú. ¿Estás seguro de encontrarte bien?

Shaun abrió la boca y dejó escapar un gemido. Oh, Dios. Se aclaró la garganta y empezó de nuevo.

–Estoy bien -dijo, consiguiendo que no se le rompiera la voz-. Es que… estaba…

–Sabes, a veces, cuando los corredores de maratón tienen molestias intestinales, se lo hacen dentro del pantalón de deporte -le dijo la muchacha-. Y siguen corriendo.

–Seguro que estás de broma.

Ella rió.

–Es verdad. Por lo menos, tú has tenido la decencia de parar.

Emily lo había visto y se había acercado hasta él, contemplando a la chica con los ojos muy abiertos.

Él sonrió débilmente.

–Siento haberte separado de tus amigas.

–Son unas crías. Sabes, deberías correr por la mañana, a eso de las siete y media o las ocho, antes de que empiece a hacer calor. A esa hora es cuando corro yo. – La muchacha pelirroja le devolvió la son risa-. Puede que alguna vez te vea, ¿eh?

Dio media vuelta y se alejó trotando ágilmente para reunirse con sus amigas.

¿Que acababa de suceder allí? ¿Echa la vomitona y la chica más guapa de toda la playa se pone a ligar con él?

–¿Has vomitado porque tienes gripe? – le preguntó Emily cuando se acercó a la orilla a lavarse la cara con agua salada.

–No -respondió lacónicamente-. He vomitado porque…

La niña no entendía nada. Estaba allí de pie, con el ceño ligera mente fruncido, preocupada porque él se había puesto malo, pero aparte de eso no tenía ni la menor idea de que ella había sido la causa de su malestar.

–¿A dónde ibas? – le preguntó con mucha más dulzura de la que habría empleado si no se hubiera detenido la muchacha pelirroja-. Ya sabes que tienes que quedarte donde puedas yerme, o Marge no nos dejará venir a la playa solos.

Emily lo miró calmosamente, todavía sin una pizca de remordimiento en los ojos.

–Estaba yendo con papá.

Shaun se quedó petrificado.

–¿Cómo?

–Vi a papá, y me fui con él, pero andaba muy deprisa y no pude llegar.

La euforia que le había traído la sonrisa de la bonita pelirroja se desvaneció, reemplazada por un agotamiento total.

–Emily, ya sabes que papá no está en California. Vive en…

–Washington D.C. – recitó la niña-. Protege al presidente de los hombres malos. – Se sentó a su lado en la arena-. Pero ahora es tamos de vacaciones, y a lo mejor papá también está de vacaciones.

Shaun la rodeó con un brazo. Era robusta, pero muy pequeña.

–Papá no va de vacaciones -le dijo con dulzura-. Tiene un trabajo demasiado importante, ¿te acuerdas?

La pequeña asintió, contenta con la explicación.

–El presidente lo necesita.

–Eso es -dijo Shaun, deseando ser él mismo lo bastante joven para creerse las historias que había empezado a inventarse dos años antes. Abrazó más estrechamente a su hermana-. La próxima vez que te vayas por ahí tú sola, va a pasarte algo malo, ¿lo entiendes?

Emily afirmó con la cabeza.

–¿Shaun?

–Sí, Em.

–¿Cómo es papá?

Shaun cerró los ojos.

–Igual que tú, Em, ¿no te acuerdas? Es igualito que tú, sólo que mucho más grande.

–¿Qué diablos…?

Harry se detuvo en seco cuando daba la vuelta a la casa, y George tuvo que hacer virguerías con los pies para no chocarse de frente con él.

Alessandra Lamont no los había visto aún.

George abrió la boca para proferir otra queja, pero Harry movió la cabeza en un gesto negativo, se llevó un dedo a los labios y señaló a Alessandra.

La joven estaba cavando en el jardín. El pelo le había caído casi completamente suelto de un elegante recogido en la parte posterior de la cabeza, y tenía la cara y los brazos manchados de suciedad. Estaba trabajando con ahínco, cavando alrededor de las raíces del esqueleto de un arbusto. A éste le quedaban tan sólo tres o cuatro ramas cubiertas de hollín, dedos ennegrecidos que se alzaban patéticos hacia el cielo. Resultaba extraño, como si aquel arbusto, y sólo él, hubiera sido completamente consumido por un incendio forestal en miniatura.

Pero no era eso lo extraño. Tenía lógica que quisiera retirar de allí aquella planta muerta. Era fea, y la mujer estaba tratando de vender la casa. Y también tenía lógica que estuviera cubierta de suciedad. Harry sabía un poco de jardinería, y sabía que la gente podía ensuciarse cuando la tierra se mezclaba con el sudor del trabajo duro. Lo extra ño era que la señora de Griffin Lamont estaba realizando aquella tarea de jardinería con un vestido que resultaba más apropiado para una fiesta.

–Es un Armani -murmuró George. Al ver la expresión vacía de Harry, explicó-: Es de diseño. Probablemente le ha costado más de setecientos cincuenta pavos. ¿Qué estará haciendo?

–¿Buscar el tesoro enterrado?

Mientras Harry la observaba, Alessandra se incorporó. Tenía unas piernas largas y esbeltas, muy bien torneadas a pesar de la suciedad que le cubría las rodillas y continuaba pantorrillas abajo. Apoyó un zapato de ridículo tacón alto en lo alto de la pata y, valiéndose del peso de su cuerpo, siguió cavando. Los músculos de sus brazos y piernas se contrajeron, y el vestido se le tensó sobre las posaderas.

–Sería una lástima ofrecernos a ayudarla -dijo George en voz baja.

Harry asintió, absolutamente encantado de quedarse allí mirando un rato… para ver exactamente qué estaba sacando del suelo.

Pero ella los descubrió y dejó caer la pata, salpicándose el vestido de tierra.

–¡Dios santo! – dijo-. ¡Me han asustado!

–Lo lamento. – Vista más de cerca, estaba aún más sucia. Tenía telarañas en el pelo y un rasguño de mal aspecto en el hombro. También se había desgarrado el vestido. Tenía bolsillos en la parte delantera, y uno de ellos parecía que se hubiera trabado en algo y se hubiera roto un poco. Al desgarrarse se había llevado consigo parte del vestido dejando una abertura triangular a través de la cual se veía la braga, una braga de color rojo vivo. Dios del cielo-. ¿Cómo le va, señora Lamont?

Alessandra hizo el ademán de apartarse varios mechones de pelo sueltos y peinarlos detrás de la oreja, como si aquel gesto fuera a mejorar su aspecto desaliñado. Le temblaban las manos. Temblores de cafeína, adivinó Harry. Diablos, si fuera ella, si Michael Trotta le hubiera dado un plazo tan corto a modo de ultimátum, él también se habría enganchado al café.

Parecía exhausta. Y aterrorizada. Sus ojos azules se veían desfigurados, la máscara de pestañas corrida, la mayor parte del maquillaje desaparecido hacía tiempo. Tenía un aspecto realmente espantoso, y sin embargo estaba aún más atractiva que dos noches antes, cuando la vio por primera vez. Parecía una mujer más real, y no tanto una impresionable muñequita Barbie. Y Harry se sorprendió deseando ayudarla.

–Mire -dijo en voz baja-. Estamos enterados de lo que ocurre. Estamos enterados de lo del dinero robado. Sabemos que Michael Trotta la ha amenazado con matarla si no se lo devuelve.

Ella se dio la vuelta y estuvo a punto de taparse los oídos para no escucharlo.

–No sé de qué me está hablando.

–Yo puedo ayudarla -le dijo Harry-. Señora Lamont… Alessandra… Míreme. – La tomó del brazo y la miró a los ojos-. De ver dad puedo ayudarla.

Vio su incertidumbre, su titubeo, y por un instante en efecto creyó tener una oportunidad. Pero entonces ella se zafó, y supo que la había perdido.

Pero siguió intentándolo de todos modos.

–Es por su bien por lo que le ofrecemos tomarla bajo nuestra custodia. Es la única manera de garantizar su seguridad.

También era, en aquel momento, el mejor camino para cazar a Trotta, pero nadie iba a decirle tal cosa a Alessandra. Harry sintió una punzada de culpabilidad, la cual reprimió sin contemplaciones.

–Desde allí podemos incorporarla al Programa de Protección de Testigos. Se le dará un nombre nuevo, una identidad nueva, una vida nueva. A cambio, usted testificará contra…

–Yo no les he pedido que vinieran hoy. ¿Tienen una orden para estar aquí?

Estaba muerta de miedo. Por debajo de aquella actitud de princesa de hielo, estaba casi temblando de terror. Harry la miró más de cerca, con los ojos entornados.

–¿Esas manchas son de sangre? – le preguntó-. ¿Las que tiene debajo del oído?

Estaba ya seca, pero era decididamente sangre. Experimentó una oleada de rabia, de asco. Alzó una mano, como para frotarse la mancha, o quizá para ocultarla de la vista.

–Es del hombro -dijo sin convicción-. Me he arañado, y…

–¿Qué le han hecho? – No pudo evitar que se le notara en la voz el odio que sentía hacia Trotta y hacia todo el que tuviera alguna relación con el crimen organizado.

–No sé de qué me está hablando. – Aquella vez no sonó tan convincente. Harry tuvo que meterse las manos en los bolsillos para no tocarla. ¿Qué tenía aquella mujer?

–Le han ofrecido una muestra de lo que le ocurrirá a usted, y le han dicho que no acuda a la policía -adivinó Harry. Alessandra in tentaba fingir que no sabía a qué se refería él, pero Harry advirtió que estaba en lo cierto-. Alessandra, por favor, ¿no comprende que al es cucharlos está haciendo exactamente lo que ellos esperan que haga? No tiene la menor posibilidad de ganar sola.

–Tengo entendido que Trotta está pensando en ponerla a usted de ejemplo -añadió George-. La matará, sin duda alguna, y lo hará provocando daño.

No estaban persuadiéndola. Ella cuadró sus estrechos hombros y levantó la barbilla.

–Esto es una propiedad privada. Hagan el favor de salir de mi jardín. Naturalmente, pueden quedarse fuera de la puerta todo el tiempo que quieran.

La frustración hizo que a Harry le rechinaran los dientes, pero sabía cuándo había que aceptar una retirada. También sabía que no conseguiría nada riéndose en voz alta de la altanería de ella. En lugar de eso, sacó una tarjeta de visita y se la tendió a Alessandra Lamont.

–Llámeme si cambia de idea.

Ella no cogió la tarjeta, no se movió. Se limitó a permanecer allí de pie, temblando ligeramente, pero firme en su opinión de que estaba actuando de la única manera posible.

Harry dejó caer la tarjeta, que revoloteó hasta los pies de ella.

–Por si acaso decide que quiere ayuda -agregó.

–Eso no va a ocurrir -le dijo ella.

–Una lástima. Porque si no quiere ayuda, probablemente morirá -replicó Harry en tono tajante, y se fue.

Cuando Alessandra llegó a casa del centro comercial, el dinero había desaparecido.

Lo había encontrado, en su totalidad, exactamente donde esperaba hallarlo: enterrado en una caja metálica que había debajo de la maldita azalea de Griffin.

Había llamado al número que figuraba en la tarjeta que le había dado Michael Trotta, y contestó al teléfono la voz aterradoramente familiar de Ivo. Éste le dijo que lo esperase, que iría inmediatamente a recoger el dinero, pero ella lo había dejado sobre la mesa del comedor y se había ido. Si no volvía a ver a Ivo, mejor que mejor. Y no dudaba de su capacidad para atravesar una puerta cerrada con llave.

Además, de verdad tenía que ir al centro comercial. Nada más encontrar el dinero, recibió una llamada de una tal señora Wong de la di visión de adopciones de los Servicios Sociales, que quería saber si Alessandra estaba dispuesta a adoptar a la pequeña Jane Doe. Al parecer, su suerte estaba cambiando. Ya había concertado una cita para la mañana siguiente. Era la clase de cita a la que no podía acudir vestida con su falda de Navidad hasta los pies. Necesitaba presentar una buena imagen, necesitaba parecer una persona capaz.

Entró en el cuarto de baño y llenó la bañera de agua caliente. No se había permitido más que una ducha rápida después de haber encontrado el dinero, pero ahora que todo había terminado se merecía un largo y placentero baño, una oportunidad para rehacerse antes de la entrevista del día siguiente.

Dejó la blusa y la falda de terciopelo negro que se había puesto para ir al centro comercial sobre la cama de la habitación en la que dormía desde que se mudó Griffin. En el suelo quedaron las bolsas de plástico con las compras que había cargado a la última tarjeta de crédito utilizable que tenía: ropa interior nueva de las rebajas de Victorias Secret; una falda lisa pero moderna de un neutral color beige, también de rebajas; un jersey blanco; un par de pantalones de lana elásticos. No era mucho, pero le serviría para pasar por dos o incluso más entrevistas. Y habría más de una, de eso estaba segura.

Si hacía falta, estaba dispuesta a meter aquella ropa nueva en una de las bolsas del gimnasio de Griffin y llevársela consigo a todas partes; de ningún modo iba a permitir que se destrozara o manchara de sangre, o…

Pero no iba a tener que llevársela consigo a ninguna parte. Aquello se había terminado. Había devuelto el dinero.

Había ganado.

La bañera estaba casi llena cuando se introdujo en el agua con un suspiro de placer. Cerró el grifo con el pie y cerró los ojos, permitiéndose relajarse por primera vez en más de dos días.

Harry estaba sentado solo en su coche frente a la mansión de los Lamont en Farmingdale, calculando su próximo movimiento. Él y George habían lanzado una moneda para decidir quién regresaría a Long Island a vigilar a Alessandra Lamont.

Y Harry había perdido.

No esperaba que saliera de la casa estando tan cerca el final del plazo que le había impuesto Trotta, y se sorprendió al verla salir del garaje de tres plazas al volante de un deportivo pequeño y elegante. La siguió, pensando que tal vez hubiera salido para tomar más café, pero ella lo sorprendió de nuevo deteniéndose brevemente en la tintorería de la calle principal y dirigiéndose después al centro comercial.

Dejó su coche cerca del de Alessandra en el aparcamiento y la si guió a pie mientras ella hacía sus compras. Entró en cuatro o cinco tiendas diferentes, y compró en todas ellas.

Resultaba extraño. Tenía una amenaza de muerte que pendía sobre su cabeza, y se ponía a comprar alegremente ropa interior de Victorias Secret.

La siguió hasta casa, todavía sin que ella advirtiera su presencia, y vio que volvía a guardar el coche en el enorme garaje. Alessandra entró en la casa y, mientras él la observaba desde la calle, encendió unas cuantas luces, la mayoría en la planta superior.

Harry se decidió. Iba a hacerlo, iba a salir del coche, llamar al timbre y hablar con ella de nuevo. A lo mejor esta vez tenía suerte y lo graba convencerla.

Con suerte…

Sacudió la cabeza para despejarla de pensamientos rebeldes. El no era George, ni siquiera iba a plantearse la posibilidad de que ella lleva ra puesta aquella lencería elegante que acababa de comprarse. No existía la menor posibilidad de que ocurriera tal cosa, y mejor haría en no dejar que sus pensamientos se desviaran en aquella dirección.

Se apeó del coche, no sin comprobar, llevado por la costumbre, que estaba apagada la luz del techo antes de abrir la portezuela. Cerró con suavidad, también por costumbre, contento de haber tomado por fin la decisión de actuar.

También había decidido actuar en lo referente a aquel lío en el que se encontraba con Marge y los niños. En cuanto Alessandra Lamont estuviera a salvo en manos de los especialistas del Programa de Protección de Testigos, tomaría el primer vuelo a Colorado para averiguar qué diablos pasaba, para averiguar adónde diablos se habían ido todos

Pero en aquel momento tenía que concentrar toda su atención en su alteza real, Alessandra, reina de Long Island. Albergaba sincera mente la esperanza de no pillarla recién salida de la ducha, con la cabeza envuelta en una toalla y embutida en un albornoz. Permanecería distraído todo el tiempo que hablaran… con un grave desliz de atención hacia la duda de si llevaría algo debajo de aquel albornoz.

Maldiciendo por lo bajo a todas las rubias hermosas, Harry se en caminó hacia la puerta principal.

Pero antes de alcanzar siquiera el camino de entrada, la casa explotó en mil pedazos.

Capitulo 4

Aturdida, Alessandra salió a toda prisa de la bañera, insegura de dónde se encontraba en medio de aquella oscuridad. Le había caído encima la cortina de la ducha, y la soltó de la barra de un tirón para en volverse en ella.

Una luz de emergencia se encendió con un parpadeo, iluminando el denso humo que había por todas partes. Los detectores de humo empezaron a chillar. Aquello no tenía sentido. Ya no estaba en el piso de arriba, ahora estaba en la cocina. De algún modo la bañera había caído atravesando el techo y…

Había cristales por todas partes. Las ventanas recién puestas estaban destrozadas. Todas las que alcanzaba a ver bajo aquella tenue luz

habían quedado destruidas.

Una explosión.

Se había quedado dormida dentro de la bañera y se había despertado en la cocina, debido al ruido ensordecedor y a la fuerza de una tremenda explosión.

Su madre siempre la había advertido de que no se quedase dormida en la bañera.

La casa estaba en llamas. Alessandra tosió, ahogada por el humo, incapaz de respirar. Lo que explotó había incendiado la casa, que ahora estaba ardiendo. Vio las llamas que surgían del ala oeste y…

¡La ropa! Su ropa nueva se encontraba aún en la planta superior, en su dormitorio. ¡La necesitaba para la entrevista del día siguiente! Saltó por encima de los vidrios rotos y se lanzó tambaleándose hacia la entrada, hacia la escalera. La densidad del humo la asfixiaba, y se dejó caer de manos y rodillas para arrastrarse por lo que quedaba de las escaleras.

–¿Qué coño está haciendo?

Aquella dura voz masculina salió de ninguna parte, y retrocedió sobresaltada al sentir unas manos que se apoyaban en sus hombros y la arrastraban escalera abajo. Pero se zafó de ellas. No quería ir en aquella dirección. Su ropa nueva estaba arriba; sin ella no tenía ninguna posibilidad de conseguir a Jane.

Quienquiera que fuese aquel hombre, el de la lengua sucia y las manos grandes, era más corpulento que ella, y no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta. Volvió a intentar agarrarla, pero esa vez Alessandra estaba preparada. Forcejeó con empeño, lanzando manotazos y patadas. Su pierna lo alcanzó de forma contundente, estratégica, y oyó cómo el aire abandonaba sus pulmones al tiempo que emitía otro juramento de esos que ponen el vello de punta.

Él intentó agarrarla, asió la cortina de la ducha, y ella se liberó de ésta y la dejó atrás. De todos modos, no iba a necesitarla una vez que llegase a donde estaba su ropa nueva…, la ropa nueva que no iba a permitir que se quemara.

Pero no había subido más de tres peldaños cuando la mano de él se le cerró alrededor de la pierna y la arrastró hacia sí. Le sujetó las piernas sin contemplaciones, la levantó del suelo y se la echó al hombro. Él también tosía a causa del humo que le abrasaba los pulmones, y tambaleó ligeramente mientras llevaba a Alessandra al exterior de la casa.

Estaba desnuda. Estaba completamente desnuda, y él debió de darse cuenta de ello justo antes de sacarla por la puerta, porque una vez que estuvieron fuera no se detuvo a tomar aliento hasta que se quitó la gabardina y la envolvió en ella.

La llevó lejos de la casa, la dejó sobre la hierba y acto seguido se dejó caer a su lado.

En aquel momento una segunda explosión conmocionó la casa.

El hombre se lanzó encima de ella para protegerla mientras caía sobre ambos una lluvia de hollín, cenizas y escombros.

–¿Qué diablos -preguntó, intentando aspirar aire al tiempo que se retiraba de encima de ella- hay ahí dentro que sea tan importante para que tenga que morir intentando recuperarlo?

Alessandra contempló las llamas que surgían de toda el ala oeste del edificio, y no pudo contener las lágrimas.

–¿Aún está ahí dentro el dinero? – preguntó el agente de FBI Harry O’Dell. Porque era O’Deil quien la había sacado de la casa. El hombre de los ojos del color del chocolate fundido, capaz de recorrer una habitación con la mirada y captar al instante todos los detalles que se les escapaban a los simples mortales-. ¿Es eso lo que buscaba? ¿O es que hay alguien más ahí dentro?

Alessandra no pudo responder. Después de días… no, semanas, incluso meses, de mantener la compostura, no pudo hacer otra cosa que llorar.

Los bomberos ya estaban llegando. Oyó las sirenas a lo lejos. Pero ya era demasiado tarde; todo lo que poseía en el mundo estaba ya ardiendo. Nadie le permitiría ya tener a Jane.

No podía dejar de sollozar.

–¿Hay alguien más ahí dentro? – Harry O ‘Dell la tomó por las solapas de la gabardina y la sacudió-. Vamos, Alessandra, ¡no me haga esto ahora!

–Mi ropa…

–¿Qué?,

–Mi ropa nueva…

–Dígame sólo una cosa, sí o no: ¿hay alguien más en la casa?

Alessandra negó con la cabeza.

–No.

Los ojos de Harry se iluminaron al comprender.

–¿Ha arriesgado la vida por una maldita ropa nueva? No me lo creo, joder. – Harry sacudió la cabeza negativamente-. Es usted una caja de sorpresas, señora. Una auténtica caja de sorpresas.

Cuando los primeros camiones de bomberos y coches de policía llegaron con su habitual chirrido de frenos al frente de la casa, Harry arropó mejor a Alessandra con su gabardina ciñéndosela con el cinturón, y acto seguido se levantó para salir al encuentro del jefe de bomberos.

Alessandra estaba sentada en la comisaría de policía de Farmingdale, todavía llevando la gabardina de Harry. Parecía completamente derrotada. Tenía la cara y el pelo manchados de hollín y los ojos hundidos a causa del cansancio y la impresión.

Parecía imposible que hubiera sobrevivido a una explosión de semejante magnitud totalmente ilesa. La suerte o los ángeles estaban de parte de aquella mujer, de acuerdo. Estaba dentro de la bañera, y el grueso esmalte la había protegido contra la fuerza de la explosión y contra los escombros que salieron despedidos. De hecho había caído -todavía dentro de la bañera- del segundo piso al primero sin sufrir daño alguno.

No parecía justo que alguien como Alessandra Lamont, que podía conmoverse hasta las lágrimas por la pérdida de un conjunto nuevo de ropa interior, pudiera tener tan buena suerte. Vaya superficialidad, vaya confusión de prioridades.

Vaya cuerpo.

Harry tomó asiento frente a ella procurando no pensar en el hecho de que debajo de aquella gabardina -su gabardina- estaba completamente desnuda.

Debería saberlo. Aquella noche le había recorrido todo el cuerpo con sus manos. Tenía una piel suave como la seda, y un cuerpo casi perfecto. Suave donde debía ser suave; firme justo en los lugares apropiados.

La luz del fuego hizo que su piel pareciera resplandecer a través del fuego. Y por mucho que lo intentase, incluso transcurridas todas aquellas horas, no conseguía sacudirse la imagen de ella, subiendo apresuradamente las escaleras, intentando librarse de él. Tenía los pechos pequeños pero perfectos, bien proporcionados en relación con su figura esbelta y de huesos finos. Sus piernas medían cuatro kilómetros, sus caderas se curvaban suavemente, sus nalgas eran firmes, su estómago tentadoramente suave.

Y además, era claramente rubia natural.

ºEn aquel momento, su cuerpo no reaccionó al verla. Al fin y al cabo, la casa estaba en llamas y ella acababa de propinarle una patada en los huevos, dos factores que siempre representaban un obstáculo para su capacidad de excitarse sexualmente.

Pero ahora se sentía dolorido. Tal vez fuera un efecto tardío de aquel rodillazo en la ingle, de que alguien hubiera manejado sin ningún cuidado su frágil paquete. Si él fuera de los que no tenían problemas en mentirse a sí mismos, de buena gana habría salido con esa ex cusa. Pero la dura realidad era que Alessandra Lamont tenía algo que excitaba y atizaba sus hormonas.

Pero estaba claro que no era su inamovible sinceridad, su inquebrantable moral ni su superior intelecto; todo aquello no existía. Sólo quedaba su magnífico cuerpo y su hermoso rostro, perfecto, con aquellos ojos hermosos, perfectos y vacíos.

Tal vez Alessandra Lamont no fuera más que un bombón, pero por muy malo que fuera eso, Harry era peor. Porque si era un bombón, eso lo convertía a él en un hombre que deseaba a un bombón. Era un completo hipócrita. La despreciaba por ser quien era, por ser lo que era, y sin embargo el mero hecho de verla le provocaba una in tensa erección. No quería tener que sentarse a hablar con ella, no que ría tener que tratar con su superficialidad y su estupidez; pero, en cambio, se moría por tumbarse a su lado.

Sí, él era un estupendo, un honorable ser humano.

Harry se aclaró la garganta, pero ella no levantó la vista. Permaneció sentada y abrazada a sí misma, como sosteniéndose. Parecía profundamente vulnerable y muy joven. Y debajo de la gabardina no llevaba nada.

–¿Señora Lamont? – Harry utilizó a propósito el tratamiento formal con la esperanza de que eso le recordara que aquella mujer se había casado voluntariamente con una escoria de la mafia por dinero, con la esperanza de que eso la hiciera parecer mucho más despreciable, con la esperanza de que eso redujera su implacable atractivo.

Pero no funcionó.

Entonces ella lo miró, y Harry vio miedo en sus ojos. Miedo y algo más, algo que se parecía enormemente a la esperanza.

–¿Han descubierto lo que causó la explosión? – preguntó-. ¿Fue algún problema con el gas?

Harry no contestó de inmediato, sino que se limitó a observar la por espacio de unos instantes y luego sacudió negativamente la cabeza.

–Señora Lamont. ¿De verdad cree usted que ha sido una explosión fortuita de gas lo que ha destruido la mitad de su casa? Su marido…

–Ex marido -lo corrigió ella. Harry la miró fijamente.

–… robó cinco millones de dólares a la mafia.

–¡Cinco millones de dólares! – Había verdadera sorpresa en su voz, en sus ojos-. ¿Cinco?

Harry se inclinó todavía más hacia ella.

–¿Me equivoco? ¿Era menos? – Sabía que era sólo un millón.

La expresión animada del rostro de Alessandra desapareció instantáneamente cuando se dio cuenta de que había estado a punto de delatarse. Ahora mostró un semblante inexpresivo, con una mirada desprovista de la vitalidad que había brillado en ella sólo un momento antes.

–No sé de qué está hablando.

–De una bomba en el coche -le dijo Harry.

La incertidumbre destelló en los ojos de Alessandra, junto con una chispa de incredulidad, y Harry se dio cuenta de que ella era mucho más inteligente de lo que dejaba ver.

–Sí, me ha oído bien -le dijo-. Todavía están los bomberos examinando el lugar, pero por lo que han podido ver hasta ahora, la explosión fue provocada por un dispositivo de detonación defectuoso que había en una bomba colocada en su Jeep Cherokee. Se suponía que no debía estallar hasta que usted sacara el coche del garaje y pusiera la palanca de cambios en posición. Había una segunda bomba en el sedán, por si acaso cogía ese otro coche para ir al centro comercial por la mañana. La segunda explosión correspondía a esa segunda bomba, que se detonó por causa del incendio. – Hizo una pausa-. Supongo que apostaron por el hecho de que usted no sacaría el Miata dos días seguidos.

Alessandra abrió mucho los ojos y comenzó a temblar. Harry sabía que podía levantarse, ir hasta el otro lado de la mesa y sentarse a su lado, y que ella no se apartaría. Sabía que podía rodearla con un brazo y acercarla suavemente a él para procurarle un poco de consuelo, y que ella no se quejaría. De hecho, probablemente se reclinaría contra él, temblorosa, y él le acariciaría el cabello. Aiessandra deseaba que alguien cuidara de ella, probablemente no le importaba mucho de quién se tratara. Harry habría apostado a que incluso ofrecería sexo a cambio de protección.

Las posibilidades se le presentaron ante los ojos por un instante al contemplarla. Podía levantarse y poner en marcha aquel proceso, y en cuestión de días, tal vez horas, se encontraría en la cama con aquella hermosa mujer.

Pero no se levantó. No se movió. Él nunca pagaba para obtener sexo, y no pensaba hacerlo ahora. Aunque el pago fuera en forma de protección y no en moneda corriente.

–Tal vez pueda darme una lista de nombres, de gente que quisiera verla a usted muerta -le dijo-. Vecinos furiosos que ponen pegas a que haya incendiado los arbustos, quizá.

Alessandra le dirigió una mirada rápida, y Harry comprendió que estaba en lo cierto con lo del incendio.

–O tal vez quiera empezar a explicar por qué en la calle aparece su nombre a la cabecera de una lista muy breve de personas que son objetivo de un asesino a sueldo. Está usted marcada para morir, cariño. Alguien quiere verla muerta. No soy hombre al que le vaya el juego, pero apostaría mi sueldo a que es Michael Trotta el que anda detrás de todo esto.

–Ya he devuelto el dinero -susurró Alessandra-. No lo en tiendo. He hecho lo que él quería, encontré el dinero…, todo. Un millón de dólares. Y lo he devuelto.

Había devuelto el dinero.

–Dios santo, está claro que es usted la reina de los tontos. Ese millón de dólares era una prueba que podríamos haber utilizado…

–¡Me dijeron que me matarían si acudía a la policía!

–Ah, ¿sí? Bueno, pues por lo visto tenían pensado matarla de todos modos.

–¡No tiene sentido!

–Lo que no tiene sentido es que usted haya devuelto el dinero.

–Vi lo que le habían hecho a un hombre que había acudido a la policía -le dijo Alessandra con la voz temblorosa. Estaba muerta de miedo, pero tenía secos sus bonitos ojos azules. Al parecer, lo único que la hacía llorar era pensar que todas aquellas estupendas gangas que se había comprado en Saks Fifth Avenue y en Victoria’ s Secret se habían convertido en humo.

–Entonces, ¿por qué esperó tanto? – preguntó Harry en tono áspero-. ¿Por qué no se limitó a devolver el dinero cuando Trotta se le aproximó por primera vez?

–No sabía dónde estaba. Antes tenía que encontrarlo.

–Y lo encontró. – Harry dejó que en su voz se percibiera una ilota de escepticismo.

–Estaba debajo de la azalea.

–Lo encontró -repitió Harry-. ¿Usted sola? ¿Debajo de la azalea?

–Era la única cosa que Griffin pidió en nuestro acuerdo de divorcio -explicó Alessandra-. Eso, y el hecho de que la plantara él mismo fue lo que me hizo pensar. No hacía falta ser un genio para saber que tenía que ponerme a cavar debajo de la azalea.

Tal vez ella no fuera un genio, pero sí que se había parado a pensar mientras buscaba el dinero perdido. La mayoría de la gente no se tomaba la molestia de pararse a pensar; la mayoría de la gente simple mente se dejaba arrastrar por el caos, actuando y reaccionando.

Sí, estaba claro que Alessandra Lamont era más inteligente, y más fuerte, de lo que él había creído al principio.

De hecho, al verla allí delante sentada, con la barbilla levantada en un lastimoso gesto defensivo contra el escepticismo de él, Harry casi descubrió que le gustaba.

Casi.

Pero con independencia de aquella recién descubierta admiración, seguía sin confiar en ella. Había algo que se estaba guardando, algo que no quería decirle. ¿Por qué, si no, iba a querer matarla Trotta? Aquel jefe mafioso tenía que saber que la había asustado lo bastante para mantenerla callada acerca del dinero. Entonces, ¿a qué venía lo de la bomba del coche? ¿Por qué aquel empeño en matarla?

–¿Qué pasa ahora? – preguntó Alessandra con suavidad.

Harry contempló los churretes de hollín de sus delicadas facciones.

–Vamos a ponerla bajo custodia. – Lo dijo como si ella no pudiera escoger al respecto, afianzándose contra el sentimiento de culpa que le producía aquel engaño-. La pondremos a salvo, y a cambio usted testificará cuando poseamos pruebas suficientes para detener a Trotta.

En realidad, no era tan sencillo. La ex de George, Nicole Fenster, había trazado un plan para poner a Alessandra bajo custodia y luego filtrar a Trotta la información de dónde se encontraba. Según el plan, Trotta intentaría un golpe que sería interceptado por el equipo especial. Lo acusarían de intento de homicidio y todo el mundo quedaría contento.

Por supuesto, probablemente a Alessandra no iba a gustarle nada descubrir que la habían usado como cebo. Pero para cuando se enterara, todo habría terminado.

–¿Existe alguna posibilidad de que…? – Titubeó, levantó la vista hacia Harry y se sonrojó ligeramente-. No tengo nada de ropa. Sé que usted… lo sabe. Y… quisiera darle las gracias por prestarme su gabardina, pero me estaba preguntando cómo…

–Lo primero que haremos mañana por la mañana será conseguirle algo que ponerse -la tranquilizó Harry-. Nos ocuparemos de sus necesidades…, como parte del trato que vamos a hacer con el fiscal del Distrito y con el Programa de Protección de Testigos.

Ella asintió, obviamente avergonzada pero decidida a decirlo:

–Lamento… haberle hecho daño. Cuando intentaba sacarme de la casa.

–No tiene por qué pedirme disculpas -dijo Harry en voz baja. Se negaba a sentirse mal por utilizar a Alessandra como cebo para cazar a Trotta sin que lo supiera ella. Después de todo, se había casado con Griffin Lamont, tenía que saber por lo menos algo de lo que su cedía. No era una espectadora inocente, por mucho que ella intentara representar aquel papel.

–Sí, sí que tengo. Usted me ha salvado la vida -le dijo Alessandra-. Si no me hubiera sacado de allí… Cuando explotó el segundo coche.

–Suerte -dijo Harry-. Fue pura suerte. – Sonrió, y ella consiguió a su vez esbozar una sonrisa pequeña, trémula, pero que rápida mente desapareció, y desvió la mirada.

Harry sabía que, a pesar de lo que le había prometido, ella no confiaba en él más de lo que él confiaba en ella.

Y con razón.

Capitulo 5

Sobre la cama había un pijama, aguardándola, cuando salió de la ducha. Era un pijama de hombre, confeccionado en rígida franela nueva, demasiado grande de talla, con un dibujo a cuadros verdes.

Parecía unos doce años más vieja al mirarse en el espejo del cuarto de abajo vestida con aquel pijama y el rostro totalmente desprovisto de maquillaje. Pasó a la otra habitación de la suite aún cepillándose el pelo, muy consciente de que no había forma de tener mejor aspecto. Pero no tenía maquillaje, ni crema para el cabello, ni perfume, ni otra ropa que aquel pijama a cuadros verdes.

Y aquella gabardina, que colgaba del respaldo de una silla.

Toda aquella deplorable escena tenía que ser un error.

El hecho de ver a los agentes del FBI Harry ODeli y George Faulkner sentados en su suite del hotel no hacía sino volver más absurda aquella situación.

Tenía que haber algún error. Un malentendido. Había devuelto el dinero robado, pero por alguna razón se habían cruzado los cables. Alguien no había sido notificado del hecho, y su nombre había acaba do figurando en la lista de «los que todavía deben un millón de dólares o deben pagarlo con su vida» en lugar de la encabezada por el título: «Pagado en su totalidad».

Quizá lo único que tenía que hacer fuese realizar una simple llamada telefónica a Michael Trotta, explicar aquella confusión y dejar que él lo enderezara todo. Porque ¿por qué motivo iba a ordenar Mi

chael que la mataran? No tenía lógica.

Harry O’Dell estaba hablando por teléfono otra vez. Había ido directamente al teléfono para hacer una llamada nada más entrar en la habitación del hotel. Entonces, como ahora, colgó con gesto de frustración, como si nadie hubiera contestado a su llamada.

Se volvió, y dudó tan sólo un instante al ver a Alessandra allí de pie. Pero se obligó a sí mismo a sonreír, pues prefirió fingir que no había notado la atracción magnética que ella sentía también cada vez que se dignaba mirarlo.

–¿Se siente ya mejor? – preguntó Harry.

Estaba agotada. Llevaba casi cuarenta y ocho horas sin dormir, más horas todavía sin comer, y apenas se tenía en pie. Se había perdido totalmente la reunión con los Servicios Sociales, aunque ya no albergaba esperanza alguna de hacerse cargo de Jane. Su hogar había ardido hasta los cimientos, y, según Harry O’Dell, habían puesto un precio a su cabeza. ¿Cómo iba a sentirse mejor?

¿Cómo podría empeorar aquello?

Aun así, asintió cortésmente.

–Sí, gracias.

¿Y qué pasaba con Harry, de todos modos?

Por muy compacto y musculoso que fuera, era bajo de estatura. Si ella se pusiera sus habituales tacones de diez centímetros, le sacaría por lo menos dos. Incluso en las mejores circunstancias, tendría que verse muy presionada para considerarlo guapo. Y con aquel traje.u tugado que le sentaba tan mal, aquella barba permanentemente sin afeitar, las bolsas que tenía bajo los ojos y aquel pelo que parecía cortado con una cortadora de césped, no podía decirse precisamente que aquéllas fueran las mejores circunstancias.

Con todo, había en él algo…

Mientras Alcssandra lo contemplaba, se quitó la chaqueta. Debajo llevaba una camisa de botones de manga corta. Cielo santo, Harry era decididamente uno de los diez fugitivos más buscados por la policía de la moda.

–¿Ha tenido oportunidad de echar un vistazo al menú del servicio de habitaciones? – preguntó Harry.

Alessandra tenía en la mano el menú y la lista de cosas que necesitaba. Ropa, lencería, zapatos, crema hidratante, un cuaderno para escribir y algo para leer, una chaqueta. El estómago le emitió un gruñido, y volvió a mirar el menú. Por desgracia, no había cambiado des de que se metió en la ducha.

–¿No hay algún otro sitio al que podamos hacer un pedido?

Harry rió en voz alta.

–Mire, princesa, ya sé que no es comida de gourmet, pero está aquí, en el hotel, y es lo que vamos a comer. De modo que déjese de pamplinas y pida una hamburguesa.

–No como carne roja -dijo ella en tono tranquilo.

–Vaya, qué sorpresa.

–La sopa de pescado que sirven aquí es muy buena -sugirió George, apartando la vista de la televisión, donde estaba viendo un partido de baloncesto con el volumen bajado.

–Perfecto -dijo Harry-. Tómese la sopa. Si George dice que es buena, es que es buena. ¿Se molestará mucho si yo me tomo una hamburguesa?

–No…

–Genial. Entonces ya está.

Alessandra sacudió la cabeza en un gesto negativo.

–No valdrá con la sopa. Ya sé que no figura en el menú, pero a lo mejor pueden prepararme algo de pollo a la plancha, sin nada. Eso y una ensalada…

–Esto no es un almuerzo en el club de campo -la interrumpió Harry-. Está usted huyendo de Michael Trotta. Lo que más le conviene es adoptar una actitud discreta, y eso incluye reducir el factor estresante para el personal de cocina. El menú no es tan escaso. Elija algo del menú.

–Pero es que todo lleva queso, o alguna crema pesada, o…

–Desmelénese. Tome mil calorías de más. Después de sobrevivir a esa explosión, se merece celebrarlo.

–No puedo…

–Claro que puede.

–No -dijo Alessandra-. Usted no lo entiende. Soy alérgica a la leche, a todos los productos lácteos. ¿Significa algo para usted la palabra anafiláctico?

–Oh, mierda -dijo Harry.

–Ana… ¿qué? – preguntó George.

–Filáctico -dijo Harry-. Significa que aquí, la princesa, es tan alérgica a la leche que si toma un poco por accidente, el cuerpo se le empieza a desmoronar. La prima de mi ex tenía una reacción anafiláctica a los cacahuetes. Si había siquiera una cucharadita de aceite de cacahuete en cualquier cosa que tomara, se moriría en cuestión de minutos. Llevaba a todas partes una jeringuilla especial llena de adrenalina para inyectársela si sentía que se le avecinaba una reacción. Eso se su ponía que le daría tiempo suficiente para echar a correr al hospital.

–Una Epi-pen -dijo Alessandra-. La mía estaba en mi bolso. – Su bolso, y todo el contenido del mismo, no le cabía duda de que había sido pasto de las llamas-. Me pareció que sería una buena idea tener una, por eso la he puesto en la lista de cosas que necesito para mañana por la mañana.

Harry tomó la lista y le echó un vistazo rápido.

–Dios santo -dijo. Dio la vuelta al papel, pero no había nada escrito detrás-. ¿Esto es todo? Quiero decir que ¿no se habrá olvida do de apuntar los billetes de avión a París y el hurón que tiene como mascota? ¿Y el cartel firmado por John Travolta que siempre ha deseado tener?

Alessandra sintió que se ruborizaba. En efecto, la lista era larga. Pero él le había dicho que apuntara en ella las cosas que necesitara, y necesitaba todo lo que figuraba allí.

–Si hay algún problema… -comenzó a decir.

–Qué va -contestó Harry, tendiendo la lista a George-. Ningún problema. Al FBI le sobra dinero para tres pares de zapatos nuevos. No necesitamos comprar tonterías tales como balas.

En aquel punto explotó el mal genio de Alessandra. En lugar de reprimirlo. tal como había hecho durante años al lado de Griffin, lo dejó estallar.

–Yo no conozco las normas -le dijo acaloradamente-. No espere que sea capaz de jugar este juego sin que nadie me las explique. No tengo absolutamente nada. Estoy descalza, necesito zapatos deportivos, algo que ponerme con un vestido y botas para cuando llueva. Ha sido usted quien me ha dicho que haga una lista…

–Imaginaba que serían artículos de primera necesidad, cosas como un cepillo de dientes y tal vez un tubo de desodorante. – Le quitó la lista a George-. ¿Qué diablos es un jabón Neutragena? ¿No puede usar el del hotel? ¿Y para qué demonios necesita tres cremas distintas?

–Una de noche y otra de día, con protección solar, y la tercera es una crema de manos. Aunque no es asunto suyo. – Estar enfadada, y que se notase, le producía una sensación agradable.

Excepto que a Harry no parecía importarle que estuviera enfadada.

–A partir de ahora -le dijo-, y hasta que esté asentada con el Programa de Protección de Testigos, todo lo que haga, cada molécula de aire que respire es asunto mío. Así tiene que ser, para mantenerla a salvo. – Harry se sentó y se frotó la frente como si le doliera-. No creo que sea mucho esperar que no haya dicho nada de su alergia a la leche a toda la gente que conoce, incluido su ex marido, ¿no?

La pregunta era absurda. Alessandra no respondió.

Él la miró, y en sus ojos castaño oscuro hubo un destello de burla de sí mismo.

–Ya, perdone. Ha sido una pregunta estúpida. – Suspiró-. Así que debemos suponer que Michael Trotta lo sabe. Y lo único que tendrá que hacer para encontrarla es encargar a sus hombres que hagan algunas preguntas discretas para averiguar si en alguno de los hoteles de la zona se ha pedido que preparen comidas especiales sin leche, ni mantequilla ni queso. – Movió la cabeza en un gesto negativo-. Mierda. ¿Por qué no puede ser más fácil todo esto? Sólo por una vez.

–Si fuera fácil -dijo George, poniéndose de pie-, buscarías algo difícil de hacer. A partir de ahora, nada de servicio de habitaciones, por lo menos para Alessandra. Voy a buscar una cafetería para traer unos bocadillos. ¿Quieres lo de siempre?

Alessandra levantó la vista y descubrió que Harry la estaba mirando, con una expresión indescifrable en los ojos. Probablemente, aquella mirada pretendía intimidarla. Al fin y al cabo, su factor estresante, como él lo había denominado, era desmesurado. Estaba poniendo las cosas difíciles con aquella larga lista de necesidades y sus restricciones alimentarias, y él le estaba replicando con mal de ojo para cerciorarse de que se diera cuenta de ello.

Pero Alessandra había dejado de pedir disculpas. Aquella parte de su vida se había terminado. Sostuvo su mirada con intención, a la defensiva, desafiándolo a que dijera en voz alta lo que estaba pensando. Demasiado tarde se dio cuenta de que había algo en sus ojos que un era hostilidad; era algo más complicado.

Harry estaba más que cansado; estaba agotado hasta la médula de los huesos. Se le notaba en la cara, en las arrugas que tenía alrededor de la boca y de los ojos. Alessandra comprendió que en otro tiempo habían sido arrugas de expresión. Hacía ya mucho tiempo que le habían salido de tanto sonreír, aquellas patas de gallo. Aquellas mismas arrugas que avejentaban su rostro y le daban aspecto de cansado sin duda lo convertían en un hombre apuesto y vital. Aquellas mismas arrugas habían contribuido a darle vida.

Pero ya no.

Ahora estaba demasiado exhausto incluso para ocultar la atracción que sentía hacia ella. Alessandra vio el reflejo de su propio cuerpo en los ojos de él, desnudo bajo la luz vacilante de la casa en llamas. Vio el brillo inconfundible de su apetito al recordar todo lo que había visto y tocado.

Y resultaba totalmente hipnotizante.

Así era como debió de sentirse Caperucita Roja al mirar a los ojos al lobo malo.

Pero era una mirada que iba acompañada de desprecio. Harry se sentía atraído hacia ella, y la despreciaba a ella tanto como a sí mismo por aquel mismo motivo.

–Harry -dijo George en tono impaciente-. ¿Ensalada de atún con pan de centeno?

Harry apartó la mirada de Alessandra y la fijó en su socio, sor prendido de que estuviera allí.

–Sí-dijo-. Claro. – Volvió a mirar a Alessandra y se incorporó-. Creo que más bien debería ir yo.

No quería estar allí, a solas con ella.

–¿Por qué no averiguas lo que quiere -dijo Harry- mientras yo intento hacer esa llamada de nuevo?

Bajo la atenta mirada de Alessandra, cogió el teléfono y marcó una serie de números. Era una conferencia.

–¿Qué va a ser, entonces? – preguntó George-. Cómo ha dicho… ¿Pollo a la plancha, sin nada, y una ensalada?

–Muy bien -repuso Alessandra en tono ausente. Harry tenía los hombros tensos, de pie con el auricular pegado a la oreja, viva imagen de intensidad-. ¿Hay algún problema que yo deba conocer?

George negó con la cabeza.

–Harry está haciendo una llamada personal. Tiene un pequeño follón con sus hijos.

Hijos. Harry tenía hijos. Alessandra se dio la vuelta, teniendo cuidado de no mostrar su sorpresa. Si tenía hijos, probablemente tenía una esposa. Ni en un millón de años hubiera adivinado que Harry O’Dell era un hombre de familia. Trató de imaginárselo en casa, con sus hijos.

Trató de imaginarse a su esposa.

No la sorprendía que no quisiera quedarse a solas con ella. Esta ba casado, y ella… ella era tan sólo una tentación. Había que olvidarse de la posibilidad de formar una simple amistad, ella era demasiado hermosa. Los hombres, incluso los casados, o bien querían poseerla o bien querían mantener la distancia; no había término medio.

Era una lástima, porque podría haberle venido muy bien tener un amigo.

Incluso uno como Harry O’Dell. Quizá, sobre todo uno como Harry O’Dell.

Shaun secó el vapor del espejo del baño de la casa de la playa y se inclinó un poco más para estudiar su rostro.

Incluso con su cabello rubio oscurecido por la ducha, no se parecía mucho a Harry. Emily tenía el color de su padre, mientras que Shaun era una versión masculina de su madre. Aunque no lo bastante masculina. Era casi tan guapo como lo había sido ella. Siempre había sido guapo, y ello le había valido las burlas despiadadas de los chicos del colegio. Y cuando se mudaron a Colorado, Kevin no estaba allí para defenderlo.

Los chicos lo llamaban «pitufo», y todavía seguían llamándoselo aunque ya no era tan bajito como en sexto curso. Que lo llamaran pitufo era mejor que el otro apodo.

Marica.

Tenía el pelo rubio, los ojos verdes y una piel clara y suave que se quemaba en lugar de broncearse, mientras que tanto Harry como Emily se ponían de un color tostado oscuro al sol.

Además, iba a ser más alto que su padre. A los catorce años, estaba claro que había heredado la estatura de su madre, propia del norte de Europa. En los dos últimos años había pasado de ser el más pequeño de la clase a ser uno de los más altos. De hecho, midiendo uno ochenta, parecía bastante mayor para pasar por un alumno del instituto.

Por lo visto, eso era lo que se había imaginado la chica pelirroja cuando se detuvo a hablar con él.

Shaun se puso las gafas y retrocedió ligeramente. Los músculos de su pecho y de sus piernas eran fuertes y bien desarrollados tras dos años enteros yendo a clase de baile. Había jugado al béisbol en la Liga Menor antes de trasladarse junto con Emily a la casa de Marge en Colorado, y era muy bueno. Poseía coordinación y era rápido corriendo, pero no había puesto en ello todo su entusiasmo. Lo practicaba simplemente porque a Kevin y a Harry les gustaba mucho, y él los adoraba a los dos. Se habría lanzado a nadar en aguas infestadas de tiburones sólo por estar al lado de ellos, si eso fuera lo que ellos querían hacer. Por supuesto, el béisbol no era ni con mucho tan malo. Aun así, no lo entusiasmaba demasiado.

Pero el baile… Ballet, jazz o zapateado; no tenía preferencias, le gustaba todo. Y estaba mejorando. Ya era bastante haber obtenido el papel del Tunante en el musical del colegio. Decenas de chicos habían intentado conseguir aquel papel, pero él había visto el rostro de la señora Janson cuando empezó a bailar.

Todos los profesores habían quedado impresionados por su actuación.

Todos los chicos seguían llamándolo «marica».

Su tía lo había instado a que llamase a Harry para contarle que iba a participar en el espectáculo, pero Shaun no lo había hecho. No podía soportar dejar más mensajes en el contestador de su padre.

No había hablado a su padre del musical, así que no se desilusionó cuando Harry no se presentó al mismo.

Y Harry no habría ido aunque Shaun lo hubiera llamado.

Estaba seguro de eso.

–¿Puedo escoger mi nuevo nombre? – preguntó Alessandra.

–Desde luego, puede hacer su aportación -le dijo George-. Tiene alguno en mente?

–Siempre he deseado llamarme Viernes -dijo Alessandra casi un timidez.

Harry estuvo a punto de atragantarse con su bocadillo de ensalada de atún.

–Era un personaje de un libro que me gustó mucho -continuó Alessandra.

Viernes. Harry miró a George y puso los ojos en blanco.

–Perfecto -dijo en tono sarcástico, después de tragar-. Pasará inadvertida entre los otros cincuenta y ocho Viernes de cualquier ciudad pequeña de Ohio a la que acabe yendo a vivir.

–¿Ohio? – Alessandra estaba horrorizada.

Dios santo, aquella mujer no tenía ni idea. Cobró fuerzas para volver a mirarla, negándose a reconocer la punzante reacción física que experimentaba cada vez que se obligaba a sí mismo a sostener el intenso azul de su mirada.

–Ohio -repitió-. O Indiana. O tal vez Illinois. Cuenta con más posibilidades de confundirse con la gente en el Medio Oeste que en el sur. A no ser que quiera aprender a hablar con acento sureño.

–Puedo hacerlo -dijo ella, sosteniéndole la mirada de modo casi desafiante.

Harry tuvo que sonreír. Sí, claro que podía. Y su madre era el Papa.

–Es más difícil de lo que usted cree, señora Lamont.

–Sé exactamente lo difícil que es -replicó ella en voz baja-. Aprendí a hablar sin acento neoyorquino. Crecí en Long Island, en Massapequa Park. Tomé clases de locución durante casi seis meses para perder mi acento.

Aquello lo sorprendió. Según su expediente, Alessandra había nacido en Connecticut. Estaba seguro de que pasó casi toda su vida en I’airfield County, asistió a un colegio privado y tomó clases de tenis, hablando todo el tiempo con vocales perfectas y redondas, desde la cuna.

Massapequa Park era claramente de clase media.

¿Por qué no figuraba aquel dato en su expediente? Harry tomó nota mentalmente de averiguar quién lo había jorobado. Jodido.

–Habrá que hablar con los del Programa de Protección de Testi gos para saber exactamente dónde acabarán enviándola -dijo George.L Alessandra-. Y por lo que respecta al nombre… -Sacudió la cabeza con una sonrisa como pidiendo perdón-. El de Viernes no va a servir.

Harry fue más brusco.

–Escogerán algo que resulte totalmente anodino. Corriente. Barbara Conway. Ahí tiene un nombre perfecto para usted.

Los nada corrientes ojos azules de Alessandra se llenaron de consternación…

–La obligarán a cortarse el pelo -prosiguió Harry, despiadado. Iba a suceder así; Alessandra tenía que hacerse a la idea-. Y probablemente tendrá que teñírselo de un color castaño realmente corriente. Y también le conseguirán ropa más adecuada para ser Bárbara Conway. Probablemente, montones de faldas por la rodilla de un color verde oliva y azul marino. Zapatos recios. Blusas de algodón con botones hasta el cuello. Cosas así.

Alessandra lo miraba como si estuviera describiendo los horrores del Armagedón.

George se limpió delicadamente la boca con una servilleta.

–Vamos, Harry, tal como lo dices, parece peor de lo que es, ¿por qué no lo dejas?

Alessandra volvió la mirada hacia George, esperanzada.

–No tendré que hacer eso de verdad, ¿no? Lo de teñirme el pelo.

–Tendrá que hacerlo, si quiere estar a salvo -le dijo Harry-. Se despedirá de Alessandra Lamont y se convertirá en Bárbara Conway.

–Pero ¿de qué sirve estar a salvo si tengo que convertirme en una persona que no deseo ser? Quiero decir, ¿con qué propósito?

Harry se encogió de hombros.

–Usted elige. Aunque a mí me parece que está muy claro que teniendo que escoger entre llevar el pelo castaño y corto y zapatos feos o una bala en la cabeza… Ganan el pelo castaño y los zapatos feos.

Alessandra no parecía muy convencida. Pero no siguió discutiendo. Todos comieron en silencio durante varios minutos antes de hablar otra vez.

–Así que mañana llegará una persona del Programa de Protección de Testigos -dijo Alessandra a George-. ¿Irán usted y el señor O’Dell a casa a esa hora?

Señor O’Dell. Dios santo.

–No nos separaremos de usted hasta que esté acomodada en su nueva ciudad y sepamos que se encuentra a salvo. Y llámeme Harry; señor O’Deil me da escalofríos.

–Usted me llama a mí señora Lamont -replicó Alessandra.

Maldita sea, tenía razón. Aspiró profundamente.

–Esta bien -dijo-. Usted llámeme Harry, y yo la llamaré… Alije.

Ella parecía dolorida.

–Me llamo Alessandra.

–Ya no. Considere el nombre de Alije como algo transitorio en tre el nombre antiguo y el nuevo, sea cual sea.

–¿Quién toma la decisión final? – inquirió Alessandra.

George apuró su 7UP.

–Probablemente algún ordenador.

–¿Cuánto tiempo pasará hasta que me permitan empezar a vivir de nuevo mi vida?

Harry miró a George. Aquélla era una pregunta delicada. Si aquél fuera un arreglo normal del Programa de Protección de Testigos, se despedirían de Alessandra al día siguiente. La dejarían en manos de alguien competente. Pero aquélla no era una situación normal; la estaban utilizando como cebo, para atraer a Trotta a una trampa. Por esa razón, él y George iban a estar al lado de Alessandra, veinticuatro horas al día, siete días a la semana, durante una semana o dos, quizá más tiempo. Desde luego, todo el que hiciera falta para que Trotta mordiera el anzuelo e intentara dar un golpe.

Otra vez experimentó aquella punzada de culpabilidad. Dios, tenía que superarlo. Sí, estaban usando a Alessandra como cebo. Sí, aquello era una vileza. Era una desgracia, pero necesaria. ¿Por qué no podía aceptarlo y seguir adelante?

George se aclaró la garganta.

–En realidad, eso depende -dijo-. Es probable que sea por lo menos una semana, tal vez más.

–¿Tanto? – La mirada de Alessandra se volvió un instante en la dirección de Harry, y éste supo lo que estaba pensando.

A él tampoco le gustaba. Se obligó a sonreír.

–Sólo hasta que sepamos que está usted a salvo -dijo-. Somos muy concienzudos. Además, al cabo de un tiempo, ni siquiera sabrá que estamos ahí. – Fue a coger su agua tónica, pero tenía los dedos torpes y la lata se le resbaló y derramó su contenido directamente en su entrepierna-. ¡Mierda! – gritó, agarrando la lata y después una pila de servilletas para secarse. Tenía los pantalones empapados, era orno si se hubiera meado encima. O algo peor-. ¡Es increíble, joder! – Levantó la vista y miró directamente a Alessandra a los ojos-. Perdone -dijo, sintiendo el frío del agua tónica que le empapaba los calzoncillos.

Alcssandra miró a George como si prefiriera fingir que Harry no existía.

–¿Cuándo tienen oportunidad de ir a su casa para estar con su familia? ¿Cómo se toman sus esposas que pasen la noche aquí, en mi habitación?

–Yo estoy divorciado, y no hemos tenido hijos, así que… -George se alzó de hombros-. Y Harry…

–Yo tampoco tengo familia -interrumpió el aludido-. Ya no. Alessandra se volvió hacia él.

–Pero George ha dicho que tiene hijos.

Harry se puso en pie, deseando tener unos pantalones limpios para cambiarse, deseando haber traído su bolsa con los vaqueros, deseando estar en cualquier otro sitio que no fuera aquél.

–Lo que George necesita es superar su problema de mentiroso compulsivo.

–Harry tiene un hijo y una hija -le dijo George.

–Si se pasa aquí todo el día y toda la noche, ¿cuándo tiene la oportunidad de verlos? – preguntó Alessandra.

Harry sentía los pantalones fríos y pegajosos, cosa que nunca constituía una buena combinación, ni siquiera en el mejor de los días. Y aquél, decididamente, no era de los mejores.

–Nunca -dijo en tono inexpresivo, encaminándose hacia el cuarto de baño-. Intento verlos lo posible. A lo mejor de esa forma llegarán a ver su decimosexto cumpleaños.

–No entiendo. – Alessandra miró a George en busca de una explicación, al tiempo que Harry cerraba tras de sí la puerta del baño.

–Harry tenía otro hijo -le dijo él en voz baja-. Kevin. Murió hace dos años, cuando…

Alessandra se sobresaltó al abrirse de golpe la puerta del baño y golpear el costado de la bañera con un ruido estridente.

–¿Qué es lo que te pasa, joder? – Harry salió del cuarto de baño con una toalla y un brillo peligroso en los ojos. Afortunadamente para ella, aquella mirada letal iba dirigida a George.

George se encogió de hombros, impertérrito.

–He creído que…

–¡Pues no creas nada! – le gritó Harry-. No hables de mí como si yo no estuviera aquí. Y no hables de mí cuando no estoy. Limítate a guardártelo para ti, joder.

Alessandra se sintió responsable.

–Yo he preguntado, y él estaba sólo…

Harry se volvió hacia ella.

–No estoy seguro de por qué George cree que es importante que usted sepa que mi hijo Kevin fue prácticamente decapitado cuando el coche en el que viajaba se metió debajo de un camión. ¿Qué dices tú, George? ¿También ibas a decirle que el accidente en el que se mataron mi hijo y mi ex mujer fue resultado de que la mafia trataba de echar me de un caso? Los disparos se suponía que eran sólo de advertencia, pero alguien lo jodió todo y resultó alcanzado el conductor de un camión. Perdió el control del remolque, y Sonya y Kevin no tuvieron la menor oportunidad.

Alessandra cerró los ojos, mareada por la falta de sueño, mareada por la dureza de las palabras de Harry. Santo cielo.

–Pero oye, si Allie necesita saberlo, tal vez debería conocer también todos los detalles de mierda de mi vida privada. – El tono de Harry era ahora un poco más suave, pero no menos intenso-. Como el hecho de que no he tenido relaciones sexuales desde 1996. Sí, creo que es mejor que sepa eso. O cómo en ocasiones la única manera de quedarme dormido es permaneciendo setenta y dos horas despierto y luego derrumbarme. Ah, ya sé. Éste es muy bueno, Alije, le va a gustar: fui demasiado cobarde para enfrentarme a mi hijo y mi hija supervivientes y decirles que Kevin y su madre nunca iban a volver a casa. Y no olvidemos que todavía no soy capaz de mirar a mis hijos a los ojos, de modo que nunca voy por casa. ¿Le da eso la jodida idea que necesitaba para psicoanalizarme?

Alessandra no pudo mirarlo, no pudo moverse. Había perdido a un hijo. No podía ni imaginarse su dolor.

George se aclaró la garganta y le obsequió una débil sonrisa.

–Creo que vamos a dejar que Harry salga a comprar los postres.

Capitulo 6

Alessandra estaba sentada en la habitación en sombras del hotel. La pequeña cantidad de pollo a la plancha que había logrado tragar una hora antes estaba ahora provocándole retortijones en el estómago mientras tenía la vista fija en el teléfono.

Los números rojos luminosos del reloj que había junto al teléfono cambiaron de 2:13 a 2:14. Pese al hecho de que sentía náuseas a causa de la fatiga y estaba más que dispuesta para dejarse caer en la cama y dormir hasta la mañana, no era de madrugada, sino sólo primeras horas de la tarde.

Estaba justo en mitad de la jornada de trabajo.

De hecho, Michael Trotta probablemente había vuelto ya de almorzar, probablemente estaba ya en su oficina en aquel momento.

A sólo una llamada de distancia.

El pollo a la plancha trazaba un lento círculo en su interminable danza de horror, y Alessandra alargó una mano para tocar el teléfono con un dedo.

No quería estar allí. No quería pasar un minuto más jugando aquel juego aterrador. Quería tomarse un descanso y buscar el camino que la devolviera a la vida real. Quería abrirse paso por entre las cortinas y salir de aquella realidad alternativa en la que se encontraba atrapada.

Quería descolgar aquel teléfono y llamar a Michael Trotta. Quería que la destrucción de sus coches y de su casa fuera un gigantesco error. Quería descubrir que algún gorila no muy listo llamado Lenny, o Frank, o Vince hubiera entendido mallas instrucciones de Trotta y hubiera puesto aquellas bombas.

Quería recuperar su vida.

Prefería lo malo que ya conocía antes que aquella horrible y aterradora incertidumbre.

No quería vivir en Ohio; quería quedarse allí, donde quizás algún día tuviera la remota posibilidad de adoptar a Jane.

No podía perder la esperanza. Aquella situación era casi desesperada, pero no podía rendirse.

Y no lo haría.

Volvió la vista hacia la puerta de la estancia principal de la suite. Estaba ligeramente abierta, y por ella se filtraba una luz tenue. Quiso cerrarla, pero Harry le dijo que no lo hiciera. Incluso cuando se duchaba o utilizaba los sanitarios, se suponía que debía dejar la puerta sin cerrar con llave.

Bienvenida a la falta de intimidad.

Cuando Harry la informó de la norma de puertas abiertas, ella levantó la vista y durante un segundo sus miradas se cruzaron y se clavaron la una en la otra. El color de los ojos de él sería probablemente el castaño más oscuro que vería jamás, inundado de una expresión de cansancio que parecía tener un millón de años, permanentemente ensombrecido por la pérdida de un hijo y por la muerte de una mujer a la que sin duda amaba todavía. Se le encogió el corazón al imaginar la crudeza desgarradora de su dolor, y en aquel instante el tiempo pare ció encogerse y girar también. En cuestión de segundos, por espacio de un fragmento demasiado breve para medirlo, se vio otra vez dentro de su casa, justo al salir del baño, rodeada de llamas y humo, con el sólido cuerpo de Harry apretado contra el suyo y sintiendo sus manos encallecidas en la piel aún mojada.

Su contacto le había resultado demasiado agradable.

Se levantó bruscamente, alejando aquel recuerdo hasta lo más recóndito de su cerebro; no quería sentir nada por Harry O’Dell, sobre todo aquella extraña compasión. Compasión y… ¿deseo? No, estaba cansada, todavía le duraba la impresión. Harry había perdido a un hijo y ella lo sentía por él. Eso era todo. Compasión, y punto.

Dios, odiaba aquello. No quería estar allí.

Y una llamada telefónica, sólo una, podría aclarar aquel total malentendido.

Cogió el teléfono.

–¿Va a llamar a alguien que yo conozca?

Alessandra se sobresaltó, y el auricular bailó en el sitio.

Harry abrió la puerta aún más y penetró en la habitación. Mostraba un semblante duro y grave, con una mirada tan fría y sin vida como el espacio exterior.

–Sólo estaba… -Alessandra no supo qué decir. El sabía exacta mente lo que estaba a punto de hacer.

La miró fijamente, casi perforándola con aquella mirada de hielo puro, aguardando a que continuara.

Y ella sólo pudo pensar en el modo en que la había mirado antes, aquel calor en sus ojos, la forma en que la tocó.

Alessandra sabía que era guapa no una maravilla, pero sí pasablemente guapa. George había hecho una rápida escapada a la farmacia para comprarle algunas cosas de las que había apuntado en la lista, entre ellas un maquillaje barato. Ella se lo aplicó rápidamente y al instante se sintió un poco mejor, un poco más segura.

Retrocedió muy ligeramente sobre la cama, estirando las piernas dobladas. Se movió justo lo suficiente para que el chorro de luz que entraba por la puerta iluminase su rostro cuidadosamente maquillado, el brillo dorado de su pelo, el profundo escote en V del pijama que llevaba puesto y que dejaba ver una porción de piel, una vista clara de sus tobillos de delicados huesos, un atisbo de sus piernas bien tornea das. Fue un movimiento calculado, una sutil invitación a mirar, pensada para distraer y aturdir. Un cambio de tema no verbal.

Y aunque Harry en efecto miró, su mirada se detuvo insolente en sus senos antes de prácticamente desnudarla de arriba abajo. No estaba distraído en absoluto, y desde luego, nada aturdido.

–¿Ha probado a hacer eso con Michael Trotta? – murmuró, re corriendo íntimamente con la mirada la curva de sus caderas y de sus muslos antes de volver a posarla sobre sus ojos.

Alessandra subió las rodillas al pecho y las abrazó con fuerza, avergonzada al instante. Era culpa suya, lo había hecho de forma automática. Llevaba toda la vida valiéndose de su físico a modo de herramienta de negociación. Pero debería saber que no debía jugar con fuego. Fue lo único que podía hacer para no romper a llorar.

–No sé a qué…

–Sí -replicó él-. Sí que lo sabe. Sabe perfectamente bien el físico que tiene. No quiere reconocer que estaba intentando llamar a Trotta, de manera que ha pensado que podría cambiar de tema pro curándome una erección. Bueno, pues adivine, Allie; no ha funcionado.

Alessandra sintió un acceso de rabia ante la crudeza de aquellas palabras.

–Es usted… -Pero se interrumpió.

–¿Qué?

Ella volvió el rostro.

–No. Me niego a dejarme arrastrar a su nivel.

–Un cabrón hijo de puta. Eso es lo que iba a decir, ¿no?

Alessandra se puso de pie y empezó a apartar las mantas.

–Usted lo ha dicho, no yo.

Harry se sentó en el borde de la cama antes de que ella pudiera re tirar todos los cobertores.

–El hecho es que tengo curiosidad. ¿Cuál fue la reacción de Trotta?

Ella tiró de las mantas.

–Discúlpeme. Estoy muy cansada, y…

–Él podía comprarla y venderla. – Harry no se movió-. En cierto modo, lo ha hecho ya. Piense en ello. Él paga un precio, y no demasiado alto para ser un tipo que tiene tanto dinero, y alguien se encarga de quitarla a usted de en medio.

Alessandra renunció a aquella cama y se dirigió a la otra.

–Oh, pero espere -dijo Harry, fingiendo comprender súbitamente-. En realidad, usted no se cree que él ha pagado por eliminar la, por eso iba a llamarlo, ¿verdad? Usted cree que dos bombas en los coches son el resultado de algún error administrativo.

Alessandra se mantuvo rígida y de espaldas a Harry mientras abría la segunda cama.

–Entonces dígame, Allie -prosiguió Harry-, ¿qué pensaba decirle cuando él se pusiera al teléfono? – Hizo una mala imitación de una voz de mujer-: «Por favor, Mickey, dime que todo esto no ha sido más que una enorme equivocación». ¿Y qué cree que va a contestar él cuando usted le diga eso? Voy a darle unos pocos segundos más para que reflexione sobre eso, no quiero agobiaria.

Alessandra se volvió para encararse con él y se permitió odiarlo.

–Me gustaría que saliera de aquí.

Entonces Harry sí se movió, pero fue sólo para cambiar de postura, esta vez apoyó la espalda contra la cabecera de la cama y estiró las piernas cómodamente encima del colchón.

–Va a decir: «Claro, por supuesto, señora Lamont. – Esta vez imitó con la voz aguda de un niño el tono aflautado de Trotta-. Desde luego que es un error, señora Lamont. Por favor, venga a mi oficina, señora Lamont, y me ocuparé de todo».

–Es posible que diga eso, en efecto. Yo he devuelto el dinero.

Harry rió y arregló las almohadas sobre las que estaba recostado.

–Sí, claro. Lo dirá. Pero ¿sabe que pasará después? ¿Sabe de qué forma se ocupará de todo? Puede usted entrar allí y cumplir todo lo prometido, cariño; puede incluso ir más lejos y predicar con el ejemplo, por así decirlo. Sí, apuesto a que Michael Trotta no tendrá ningún problema en absoluto en que usted se la mame antes de matarla.

Alessandra se encogió.

–Es usted de lo más desagradable.

–La verdad resulta desagradable. No confunda el mensaje con el mensajero.

Alessandra se irguió en toda su estatura y lo miró con toda la altivez que pudo.

–Por favor. Estoy agotada.

Harry sonrió.

–Tampoco le va a funcionar conmigo hacerse la princesa de hielo, Allie.

–Deje de llamarme así.

–¿Princesa de hielo o Allie?

Ella cobró fuerzas para no temblar. No estaba segura de si lo que sentía era rabia, miedo o simple desesperación. Lo único que sabía con seguridad era que la asustaba profundamente la idea de perder su identidad, y que le dolía mucho perder a Jane.

–Me llamo Alessandra.

–No por mucho tiempo. – Harry se incorporó con un suave movimiento-. Éste es el trato, Allie. – Su tono de voz era duro-. Ya sé que no se cree que su querido amigo Michael quisiera en realidad convertirla en un montón de pedacitos, pero si se le ocurre marcar su número de teléfono, se encontrará en la calle, de culo, más rápidamente de lo que se imagina. Porque si llama a Trotta, él sabrá exactamente dónde está en cuestión de minutos, y entonces no sólo estará usted muerta, sino que también moriremos probablemente George y yo en el intento de protegerla. Si de verdad tiene ganas de morir, puedo comprarle una camiseta con una diana dibujada, y podrá llevarla puesta al salir de este hotel. Pero no llegará muy lejos; no habrá anda do ni cuatro manzanas cuando la descubrirán y la abatirán.

Alessandra no lo creyó. No podía creerlo. Y él supo que así era sólo con mirarla.

Agarró el teléfono y, de un tirón rápido y sin esfuerzo, arrancó el cable de la pared.

–Puede que esto reduzca la tentación.

–¿También tiene la intención de encerrarme aquí? – A Alessandra le temblaba la voz.

–Es libre de marcharse cuando quiera. Sin embargo, mi consejo es que antes ordene sus efectos personales. – Harry se volvió hacia la puerta, pero antes de llegar se dio otra vez la vuelta-. Ah, Alije, si se pone en contacto con Trotta, ya sea llamándolo por otro teléfono del hotel o de otro modo cualquiera, y él descubre dónde se encuentra, está lista. Aunque consiga escapar de sus gorilas, estará muerta. Créalo. Porque la mataré yo mismo.