Capítulo 6
De Salamina a Falero
El hombre ocupaba su puesto a bordo de un pequeño barco de madera. Probablemente fuese una de las naves de enlace atenienses, o puede que alguno de los cientos de barquitos de pesca de Salamina. Tan sólo dos hombres remaban a bordo, podemos suponer que con el fin de no llamar la atención. Pasaron a través de la oscuridad frente a la apenas visible colina de Muniquia, iluminada por un pequeño número de lámparas de aceite, siguiendo su ruta hacia Falero, y sintiendo cada embate de las olas que chocaban contra el frágil casco de la embarcación. Y es que el mar, fuera del canal de Salamina, desprotegido de islotes y penínsulas, es mucho más bronco que en el estrecho. Poco antes, durante aquella misma jornada, la poderosa flota persa de setecientos trirremes había surcado a golpe de remo esas mismas aguas desplazándose primero desde Falero a la boca del estrecho de Salamina y después en sentido contrario. Ahora, aquella ligera gabarra seguía la estela de los persas. Era la noche del 24 de septiembre.
El individuo vestía con sencillez, llevaba la capa corta, calzaba botas y quizá también se cubriese con un capote para protegerse de la brisa marina y con un sombrero bien sujeto a la cabeza. Lo seguro es que no llevaba consigo el cayado nudoso que normalmente portaría alguien que ostentase un cargo de responsabilidad sobre los niños. Probablemente también viajaba desarmado para manifestar claramente de ese modo sus intenciones pacíficas.
Parecía preocupado, y no sólo porque sus compañeros lo llevasen remando a través de la oscuridad, lo cual no carecía de riesgo, ni tampoco porque, sencillamente, se dirigiesen en línea recta hacia el campamento enemigo, una plaza peligrosa para desembarcar. Lo estaba más bien porque sabía que sobre sus hombros descansaba el peso de la guerra, pues de sus palabras dependía el destino de Grecia. Soportaba una carga tremenda para un hombre sin patria, ni nombre familiar, ni tan siquiera libertad personal.
Durante los años subsiguientes, se dispararon los rumores acerca de él. Era persa, no, era un eunuco; era un prisionero de guerra, no, un esclavo; llevó a cabo su misión al amanecer, no, fue por la noche. Incluso algunos eruditos negaron que su tan celebrada empresa tuviese lugar alguna vez. En tal caso, su historia no sólo engañó a Herodoto, sino a todo el pueblo tespiense. Después de las guerras Médicas, los habitantes de esa pequeña ciudad beocia lo llamaron Sicinno (lo llamaremos simplemente Sicinno, pues no sabemos ni el nombre de su padre ni su país de origen) y, a petición de Temístocles, lo nombraron ciudadano. Por si fuese poco, el mismo Temístocles se ocupó de hacer de él un hombre acaudalado.
Podemos asegurar que el tal Sicinno era griego. Las ciudades griegas, como Tespia, jamás le concederían voto a un persa, ni tampoco a un eunuco, pues uno de los deberes de los ciudadanos consistía en abarrotar las ciudades de niños griegos. Su nombre indica que quizá fuese oriundo de Frigia, una región de la Anatolia nororiental. Frigia era conocida por su culto a la Gran Madre, una diosa a la que Temístocles también profesaba devoción. Como Frigia se hallaba bajo gobierno persa, es muy posible que Sicinno estuviese familiarizado con las costumbres persas e incluso hablase su lengua. En cuanto a su condición social, Sicinno era, efectivamente, un esclavo, aunque es plausible que en otros tiempos hubiese sido un prisionero de guerra, pues muchos de estos esclavos debían su triste circunstancia a los infortunios de la guerra. Temístocles debió de manumitirlo poco después del año 480 a.C., tras recomendar a Tespia que lo nombrase ciudadano.
Como esclavo, Sicinno desempeñaba un papel importante dentro de una próspera casa griega: era el paidagogos de los hijos de Temístocles. El paidagogos heleno desarrollaba, más o menos, la misma labor que un contutor actual. Tenía que acompañar diariamente a los chicos a la escuela y después irlos a buscar cargando con sus pertenencias, una lámpara y, en muchas ocasiones, uno o dos niños exhaustos. También habría de vigilarlos por la calle y apartarlos de cualquiera de las tentaciones que pudiesen encontrarse dentro de una ciudad en tan floreciente apogeo como Atenas. El paidagogos no se ocupaba de la enseñanza reglada, pero sí que asumía la responsabilidad general de la educación moral de los muchachos. En resumidas cuentas, un buen paidagogos habría de ser firme, estar siempre alerta, gozar de buen carácter y, ante todo, ser digno de la plena confianza de su amo. No es extraño que Temístocles le encomendase a él tan importante misión.
Porque esa misión sí tuvo lugar. No existen razones para negarla, a excepción de la improbabilidad de su logro, y esto es un argumento pobre, pues la historia está repleta de improbabilidades. No sólo Herodoto, un halicarnasio que escribió la crónica de los hechos dos generaciones después de 480 a.C., sino también Esquilo, un ateniense que escribió en el año 472 a.C., confirman la veracidad de la hazaña de Sicinno. Ambos difieren respecto a los detalles pero, indudablemente, al informar sobre misiones secretas a menudo se cae en contradicciones y, además, Esquilo y Herodoto desarrollaban diferentes estilos literarios, dirigidos a audiencias distintas y con propósitos dispares (uno escribía poemas trágicos, el otro historia). No debería sorprendernos que entre ellos se den importantes discordancias.
Una vez verificado el hecho de que la misión de Sicinno realmente tuvo lugar, no podremos entender ni su propósito ni su resultado sin repasar las circunstancias bajo las que se la había encomendado. Todo comenzó en las primeras horas del atardecer del día 24 de septiembre, en Salamina.
La noche anterior, la del día 23 de septiembre, el enfrentamiento entre Temístocles y Adimanto finalizó con la resolución de Euribíades de permanecer en Salamina. Sin embargo, las tripulaciones peloponesias no se conformaron sin más con esa decisión, pues cuanto más sabían acerca de las labores defensivas en el istmo, más deseaban abandonar Salamina. Para colmo, toda la flota persa hizo acto de presencia en la boca del estrecho de Salamina en la tarde del 24 de septiembre, dispuesta a presentar batalla. Y, además, en cuanto la flota rival se replegó de nuevo hacia Falero, su ejército inició el avance por la costa Ática hacia el oeste, hacia el istmo.
A medida que transcurría lentamente el día 24 de septiembre, los peloponesios se reunían en grupos y murmuraban. Hablaban en voz baja, pero habían perdido los estribos; simplemente estaban asombrados ante la decisión unilateral tomada por Euribíades. Temían permanecer bloqueados en Salamina, aguardando una inminente batalla naval a favor de Atenas en la que la derrota significaba quedar totalmente clavados en su posición e incapaces, por tanto, de acudir en defensa de su propia patria. Posiblemente renegasen de cómo un ateniense embaucador le había tapado el cielo con un harnero a un menguado espartano. Al final, el descontento se hizo público. Presas de una tremenda ansia por reunirse con las tropas del istmo, «los hombres que estaban perdiendo el tiempo en. Salamina con todos sus barcos estaban tan aterrados que ya no obedecían a sus oficiales», escribiría un historiador posteriormente. [105]
Euribíades había perdido el control de su flota. Quizás otro hombre podría haberlo hecho mejor, sí, pero no lo hubiese tenido fácil. Los griegos en muy raras ocasiones antepusieron el valor de la obediencia a la necesidad de decir lo que pensaban, ni siquiera entonces, cuando estaba en juego el futuro de toda Grecia.
Cayó la noche. Y entonces se convocó otra asamblea. Los comandantes de las escuadras peloponesias hablaron largo y tendido, y no se anduvieron con rodeos. Atenas, dijeron, ya estaba perdida. Era, por utilizar la expresión tradicional, «tierra capturada por la lanza». [106] Lo que debía hacerse era abandonar Salamina de inmediato y arriesgarse en la defensa del istmo. Los atenienses, por supuesto, rechazaron la propuesta. Ellos, junto a eginetas y megarenses, argumentaron a favor de la tesis de permanecer y combatir en Salamina.
Pero todo aquello sería inútil. O algo así pensaría Temístocles al llegar a la conclusión de que se rechazaría su política. Plutarco afirma que en realidad los griegos sí decidieron retirarse aquella misma noche, e incluso llegaron a impartir las órdenes oportunas a sus pilotos para realizar la singladura. No cabe duda de que, antes de que eso sucediese, Temístocles ya se había escabullido de la asamblea y reunido en secreto con Sicinno. Tras repasar las fuentes de la Antigüedad, nos queda la impresión de que la misión de Sicinno plasmaba una repentina inspiración por parte de Temístocles, fruto ésta de la desesperación; pero lo más probable es que el ateniense lo hubiese preparado todo de antemano. En ningún caso podría tildarse a Temístocles de hombre poco perspicaz. A buen seguro, ya habría advertido con anterioridad el endeble apoyo que recibía su estrategia entre las tripulaciones del Peloponeso.
Además, el rasgo más característico de la conducta de Temístocles radicaba en pensar en lo impensable. Una persona recta se habría entusiasmado con la idea de una unidad panhelénica, pero Temístocles rechazaba cualquier clase de ilusión. ¿Quizás hubiese considerado la posibilidad de una probable capitulación por parte de los peloponesios? Lo más probable es que hubiera pensado que, en caso de lograr salvar Atenas mediante un discurso honesto y sincero ante el Estado Mayor, debería recurrir de inmediato a métodos un poco más sutiles. Hay muy pocas cosas que un hombre como Temístocles no fuese capaz de hacer con tal de salvar Atenas. Era más que capaz de forzar la batalla en Salamina sin vacilar, aunque con ello actuase contra la disposición general de sus colegas del Estado Mayor de la marina.
Por lo tanto, sí que podría haber trazado de antemano la misión de Sicinno. Entre otras razones porque existiría una serie de requisitos técnicos de carácter práctico que debían resolverse antes de llevarla a cabo. Se debía preparar a Sicinno para emprender una misión secreta, aunque probablemente no le revelase hasta el último momento el contenido del mensaje que habría de presentar. Tendría que encontrar hombres de confianza para bogar en la embarcación. También debería concretarse el punto de partida y convencer, o sobornar, a los centinelas para que hiciesen la vista gorda ante una salida sin autorización. Temístocles hubo de disponer todo eso y regresar de inmediato a la asamblea, antes de que su prolongada ausencia levantase sospechas entre alguno de los allí presentes. Sí, a pesar de que aquello podría haberse organizado en el último minuto, se antoja probable la existencia de una serie de disposiciones previas.
¿En qué consistió exactamente la misión de Sicinno? Pues en entregar cierto mensaje a los persas. Desde la Antigüedad, nos han llegado tres descripciones detalladas del mensaje en cuestión. La primera pertenece al drama de Esquilo Los Persas, año 472 a.C.
Un griego del campamento ateniensese presentó para hablar con... Jerjes:en cuanto caiga la oscuridad de la nochelos griegos no persistirán, sino que correrána ocupar sus bancos de boga y, de un modo u otro,camuflados, cada uno huirá para salvar su vida. [107]
Escrito poco después del año 430 a.C., Herodoto informa:
Llegado allá Sicinno en su barca, habló en esta conformidad a los jefes de los bárbaros: «Aquí vengo a hurto de los demás griegos, enviado por el general de los atenienses, quien, apasionado por los intereses del rey y deseoso de que sea superior vuestro partido al de los griegos, me manda deciros que ellos han determinado huir de puro miedo. Ahora se os presenta oportunidad para la acción más gallarda del mundo si no les dais lugar ni permitís que se os escapen huyendo. Discordes ellos entre sí mismos, no acertarán a. resistiros, antes les veréis trabados entre sí los unos contra los otros,peleando los de vuestro partido contra los que no lo son. Decir esto Sicinno y volverles las espaldas, marchándose, fue uno mismo. [108]
Finalmente, Plutarco, siglos después, allá por el año 100 d.C., escribiría:
Él [Temístocles] lo enviaría [a Sicinno] a entrevistarse con Jerjes en secreto, ordenándoles decir que Temístocles, el general de los atenienses, había escogido ponerse del lado del rey y anunciarle que los griegos estaban huyendo, y que lo urgía para que no aguardase más y no les permitiese escapar sino que, aprovechando esa circunstancia en la que se hallaban en completo desorden por haberse separado de la infantería, cayese sobre ellos y destruyese su poderío naval. Jerjes recibió el mensaje de buen grado y se mostró entusiasta... [109]
Las tres historias coinciden en que el mensaje se entregó a los persas de parte de los atenienses, y que en él se informaba de que la flota estaba a punto de zarpar para abandonar Salamina. Todos llegan a decir que los persas aceptaron el mensaje como auténtico, por eso enviaron sus naves. Pero también hay puntos de controversia entre las tres versiones. Herodoto y Plutarco interpelan a Sicinno por su nombre, mientras que Esquilo no. Esquilo y Plutarco dicen que Sicinno habló directamente con Jerjes, pero Herodoto afirma que lo más probable es que hablase con oficiales persas. En muy contadas ocasiones el Gran Rey se dignaba a hablar directamente con alguien, y menos aún si ese alguien era un esclavo griego. Con todo, es muy probable que Sicinno fuese interrogado por un persa en presencia de Jerjes, como había sucedido antes con los desertores arcadios de las Termópilas.
Herodoto dice que Sicinno llegó después de que hubiesen regresado a Falero, o sea, de noche. Por su parte, Esquilo afirma que la misión se efectuó antes del crepúsculo, mientras que Plutarco da a entender que fue una operación nocturna, aunque no lo especifica claramente. Como dramaturgo trágico, Esquilo gozaba de licencias poéticas negadas a historiadores y biógrafos. Muy bien podría haber escogido el ocaso entre la acción y la entrega del mensaje para acentuar la tensión dramática. En cualquier caso, la noche es, con mucho, un período más adecuado que cualquier otro momento del día para efectuar una misión secreta y traidora, en cierto modo, a la causa.
También entra en juego otro factor importante. Esquilo era un patriota que escribía para una audiencia de treinta mil atenienses. Era mucho más adecuado, políticamente hablando, describir a un personaje anónimo a la luz del día que identificar al mentor moral de los hijos de Temístocles como un individuo que andaba por ahí, deslizándose en la oscuridad a hurtadillas.
El patriotismo también podría explicar otra discrepancia entre las tres fuentes. Herodoto y Plutarco dejan claro que los atenienses cometieron traición a favor de los persas. Sin embargo, Esquilo guarda silencio respecto a ese asunto. Y no es de extrañar, pues la traición supondría un tema muy delicado para tratarlo frente a la masa de espectadores atenienses presentes en la representación dramática celebrada solamente ocho años después de los hechos. El esclavo extranjero que marcaba a los atenienses como traidores a Grecia quizá no fuese un personaje muy querido en Atenas. Después de todo, fue en la ciudad de Tespia, y no en Atenas, donde Temístocles encontró un lugar adecuado para establecer la casa de Sicinno, y eso sólo porque los tespienses habían perdido tantos hombres durante la guerra que necesitaban desesperadamente reponer su población masculina.
Y así es como quedan los hechos tras sopesar las fuentes: Temístocles encargó realizar a Sicinno, su esclavo de confianza, una misión nocturna, secreta y peligrosa, en el cuartel general de la base naval persa. Sicinno anunció a los generales persas la inminente salida de la flota griega y les urgió a movilizarse de inmediato para detenerlos. Y así lo hicieron, ya que lanzaron sus naves en plena noche. Antes de que los griegos supiesen de dónde les venía el golpe, los persas ya habían logaron rodearlos. Como resultado, a partir de entonces no se hablaría más de una posible retirada hacia el istmo. Los griegos habrían de combatir en Salamina o rendirse. En resumidas cuentas: Temístocles obtuvo lo que andaba buscando.
Cómo pudieron los persas rodear a los griegos y qué significa exactamente la palabra «rodear» en ese contexto son las dos grandes preguntas que intentaremos abordar en el próximo capítulo. Entretanto surge otra cuestión: ¿por qué dieron crédito los persas al mensaje de Sicinno? Y, puestos en situación, ¿cómo es que le permitieron marcharse en vez de retenerlo para interrogarlo más a fondo e, incluso, torturarlo?
Para responder a estos interrogantes hay que comprender primero el genio de Temístocles y su habilidad para conocer las intenciones de sus adversarios. Temístocles conocía el apremio con que Persia se tomaba la empresa de capturar a un valioso traidor griego: por eso envió a Sicinno a los persas.
Estaba también al corriente de cómo los persas se habían valido de traidores en las Termópilas, en el mes de agosto, y también en las batallas navales de Lade y de Chipre, quince años atrás. Si disfrutó de la oportunidad de interrogar a un oficial de alta graduación capturado en Artemisio, pudo haber averiguado entonces que la traición ocupaba un lugar prominente en los planes del Gran Rey.
La clave en las labores de desinformación es decirle a la gente lo que desea escuchar. Sicinno procedió a hacer precisamente eso. No les dijo a los persas que entablasen un combate naval en Salamina, no lo necesitaba. Cuando alcanzó el campamento enemigo, los persas ya habían decidido arriesgar su flota en el canal de Salamina. Sicinno obró tan sólo como un simple catalizador de acontecimientos.
Efectivamente, no hizo nada más. Simplemente con eso, Sicinno consiguió su objetivo pues, en Salamina, el sentido de la oportunidad cobró una importancia fundamental. Consideremos el hábil quiebro de Temístocles y Sicinno. Como si fuese perfectamente consciente de que es más fácil componer una gran mentira que un pequeño embuste, Sicinno llenó los oídos persas de cantidad de detalles secretos que resultaron ser ciertos. Les dijo que la asamblea griega de Salamina estaba sumida en la confusión, lo cual era cierto. Les dijo que los peloponesios deseaban retirar la flota inmediatamente al istmo mientras que los representantes de Atenas, Egina y Megara querían mantener sus barcos allí, lo cual también era cierto. Les dijo que, a menos que la flota persa los detuviese, las naves griegas se dispersarían, lo cual, seguramente, también era cierto.
La única falsedad que Sicinno dijo fue una de tamaño descomunal: que Temístocles estaba dispuesto a aliarse con el bando persa. Pero, ¿era eso realmente falso? ¿Quién podría asegurar que si la flota griega decidía zarpar hacia el istmo, Temístocles no hubiese considerado la posibilidad de llegar a un acuerdo con Jerjes? No hubiese sido fácil convencer a los atenienses para que negociasen con sus archienemigos pero, si todos sus aliados griegos los abandonaban, ¿acaso no hubiese sido más sencillo para los refugiados de Salamina regresar a sus hogares bajo la protección persa, que arriesgarse a llegar a Italia... que se perfilaba, además, como la consecuencia más probable en caso de fracasar la resistencia en el istmo? Temístocles quizás hubiese deducido que una vez vengado el honor persa en la Acrópolis, el enemigo pudiese hallarse en condiciones de parlamentar. Como hombres prácticos, los persas hubiesen reparado inmediatamente en las ventajas que ofrecía aliarse con un hombre de acción como Temístocles en contraposición a aquellas que presumieron obtener de los herederos de Hipias, el antiguo tirano de Atenas.
Para ser exactos, la mentira de Sicinno consistió principalmente en que la preferencia de Temístocles apuntaba a abrazar al bando persa cuando, en realidad, lo que prefería era obtener la victoria griega. Sin embargo, se había propuesto hacerlo así, forzando una batalla naval de inmediato.
No por ello debemos asumir que Sicinno era un mentiroso consumado. En realidad no tenía por qué serlo. Temístocles sabía que los persas podrían torturar al esclavo, y no deseaba correr el riesgo de que su hombre se derrumbase bajo la presión. Mucho mejor si mentía a Sicinno y le decía simplemente que su amo había decidido desertar antes que confesarle la realidad del doble juego que llevaba a cabo. Cuanto más profundo fuese su convencimiento respecto a una posible traición de Temístocles, más convincente sería Sicinno, el mensajero. Todo parece indicar que Temístocles no sólo había ocultado la verdad a los persas y a sus compañeros helenos, sino también a su siervo de confianza. Sicinno, como hombre digno de confianza, valiente y con una razonable facilidad de palabra, constituía el personaje adecuado para adoptar el papel de mensajero. ¿Quién sabe? También podría tratarse de un individuo simpatizante con la causa persa, circunstancia que lo transformaba en el candidato más adecuado ante los ojos de Temístocles.
Después de escuchar las palabras de Sicinno, los persas le permitieron marchar. [110] Ese gesto no formaba parte del protocolo habitual de actuación. En una ocasión anterior, cuando un traidor griego de Arcadia, una región de la zona central del Peloponeso, acabó en el campamento persa, lo mantuvieron atado de pies y manos. Quizá Sicinno fuese particularmente persuasivo, o quizá particularmente afortunado, pero lo más probable es que le permitiesen marchar porque necesitaban hacerlo, ya que Temístocles les había ofrecido la capitulación. Los términos concretos de las negociaciones aún tendrán que ser desvelados.
Bueno, a fin de cuentas, de ese mismo modo sucedieron las cosas en la batalla de Lade. Los persas se entrevistaron con traidores de Samos antes de la batalla y concretaron que los samios huirían a la desbandada en cuanto se iniciasen las hostilidades. Efectivamente, apenas había comenzado la batalla, cuando los samios reunieron sus navíos y abandonaron el frente. Vista esa maniobra, la mayoría de los barcos de guerra griegos realizaron inmediatamente el mismo ardid y dejaron solos a un puñado de tenaces marinos, buena parte de ellos de la isla de Quíos.
Podemos especular que Sicinno ofreció, o los persas requirieron, unas condiciones similares en Salamina. Los persas se aproximarían a la flota helena, y entonces los atenienses desplegarían velas y huirían en estampida hacia la rendición. Quizá fuese esa la razón por la cual le permitieron marchar. Era un intermediario vital para confirmar los pormenores de la rendición de Temístocles.
Probablemente hubiese algunos escépticos. Sin duda, uno de los consejeros personales del Gran Rey le advertiría contra «la astucia de los griegos», [111] como dice Esquilo. Seguramente los exiliados atenienses y los aliados tebanos presentes en el séquito de Jerjes denunciasen al esclavo del más prominente de los demócratas de Atenas. Los persas no desconocían las tretas, pues su propia corte prosperaba a base de intrigas. El nutrido grupo de príncipes griegos y casi todo el batallón de oficiales allí reunidos conocían la historia del caballo de Troya y cómo los griegos se las habían compuesto para tomar la ciudad recurriendo a un falso regalo. Y, a pesar de todo, ninguno de ellos pudo vislumbrar la estratagema de aquel Ulises ateniense del momento. O, de haberla advertido, no tuvieron éxito en convencer a Jerjes.
Bajo un punto de vista retrospectivo, es obvio que se impuso la ingenuidad. No obstante, y dadas las circunstancias, la de Sicinno bien podría haber parecido una oferta razonable. Traidores y desertores son moneda común en tiempos de guerra. Con toda probabilidad, nuestro hombre no fue el primero que proporcionó información al servicio de inteligencia persa en Salamina. Artemisia, por ejemplo, probablemente había recibido la información acerca de la escasez de víveres en la isla de una fuente muy similar.
Tampoco se antojaba muy arriesgado confiar en las palabras de Sicinno. En caso de ser cierto que los griegos se disponían a abandonar la base en secreto aquella misma noche, los persas dispondrían de una oportunidad para detenerlos. Si tal información recabada por el espionaje resultaba ser falsa, entonces al amanecer se encontrarían con un enemigo dividido y desmoralizado. Los griegos debían aceptar el reto persa de librar una batalla o, en caso contrario, habrían de reconocer su propia inferioridad, lo cual aumentaría el número de desertores a favor del bando rival.
Además, a Jerjes se le pudo ocurrir que sus barcos contarían con el factor sorpresa si partían de inmediato. Quizá los griegos sospechasen que el enemigo tramaba internarse por el estrecho, pero jamás que lo haría de noche y, desde luego, no aquella noche. Aquella misma tarde, habían contemplado al invasor concentrar su masiva flota frente a la boca del estrecho. Les parecería que no corrían el peligro de que volviese esa misma noche y en aquel preciso momento a las aguas del canal.
Por otro lado, también pudo intervenir un argumento más para decidirse a emprender la acción: el clima. Es natural la nubosidad en el cielo ateniense a finales de septiembre. Una noche encapotada supondría la mejor y quizá la única oportunidad de los persas para entrar en el estrecho de Salamina ante las narices de los griegos sin ser vistos. Habría sido muy difícil ocultarles a los griegos refugiados en la isla la realidad de los hechos con la luna refulgiendo en un firmamento despejado. Muy pocos estrategas desdeñarían la oportunidad de sorprender a sus enemigos. Así que, de ser cierto que la noche del día 24 de septiembre el cielo estuvo cubierto de nubes, un jefe militar persa ansioso por combatir habría tomado las palabras de Sicinno como el ingrediente que faltaba para ejecutar un plan ambicioso. Y Jerjes dio su consentimiento.
De este modo, se impartieron las órdenes: la flota persa no aguardaría hasta el amanecer para salir en busca de los griegos. En vez de eso, zarparían de inmediato, «después de la medianoche», [112] como dice Herodoto. Se ignora la hora exacta de la partida. Pero si admitimos que Sicinno emprendió su misión tras la puesta de sol (aproximadamente a las siete de la tarde), que se necesita alrededor de una hora para alcanzar Falero, y estimando que al menos los persas invertirían una hora o dos en escuchar a Sicinno y evaluar su mensaje y considerando, además, que se necesita más tiempo aún para movilizar a los hombres y preparar las naves, la medianoche es, posiblemente, la hora más temprana en la que la flota persa pudo ponerse en camino.
Jerjes sin duda estaría dispuesto para cabalgar desde Falero hasta un punto donde se dominase el estrecho de Salamina, a unos diez kilómetros de distancia. Confiaba en que antes de que acabase la siguiente jornada sus hombres habrían destruido la flota enemiga. A partir de entonces, su conquista del resto de Grecia ya podría consumarse antes de la llegada del invierno.
Todo parecía de lo más razonable, aunque, ¿y si en realidad los bandos griegos no estaban enfrentados? ¿Y si realmente estuviesen deseando entablar combate, con el corazón henchido de entusiasmo por barrer a los persas del canal de Salamina? En tal caso, los persas les estaban concediendo el favor, no pedido, por cierto, de combatir en el lugar que había elegido al enemigo: el estrecho de Salamina.
En defensa de Jerjes, sin embargo, hay que señalar lo altamente improbable que podía ser que la disyunción entre las facciones griegas se convirtiese de súbito en una férrea unión. La treta de Temístocles, aunque brillante, no parece suficiente para conseguir ese resultado. Temístocles podía tener muchas virtudes, pero la capacidad de conciliar los distintos intereses de las ciudades—estado griegas sin duda no era una de ellas. Se necesitaba a otro que asumiese ese papel y, sorprendentemente, por allí se contaba con un firme candidato.
Fue una de las más celebradas reconciliaciones en la historia del Mundo Antiguo. Arístides, hijo de Lisímaco, y Temístocles eran dos encarnizados enemigos políticos. Veterano de la batalla de Maratón, año 490 a.C., donde había servido como miembro de la Plana Mayor de generales atenienses, Arístides gozaba de una destacada carrera política. Había un componente personal en la rivalidad entre Arístides y Temístocles que algunas fuentes siguen hasta situarlo en los tiempos de su infancia. Plutarco escribió que la naturaleza de Temístocles era:
Rápida y temeraria, propia del que se entrega fácil y rápidamente a cualquier empresa. Mientras que Arístides era un hombre de carácter firme que buscaba la justicia y jamás se doblegada ante la falsedad, nunca se entregaba a la simulación ni a las trampas, ni siquiera en el juego. [113]
Pero, en principio, también algo suyo estaba en juego. Una corriente tradicional define a Arístides como un zorro que flirteaba con sentimientos afines a los persas, mientras que otra lo presenta como un patricio siempre dispuesto a reñir con un populista como Temístocles. Según esta última, Arístides supondría un dechado de virtudes frente al indecoroso Temístocles. Pero es innegable que Arístides poseía una sólida reputación como hombre honesto, de ahí su sobrenombre, Arístides el Justo. Herodoto lo llama «el mejor y el más justo de cuantos hubo jamás en Atenas». [114]
Lo cierto es que Arístides tuvo que ser muy, pero que muy mojigato, a juzgar por las declaraciones de un granjero que acudió a Atenas para votar a favor de condenarlo al exilio. Al preguntarle qué era lo que tenía contra Arístides, el individuo contestó que, simple y llanamente, estaba harto de que todo el mundo se refiriese a él como «Arístides el Justo». El hombre se salió con la suya: Arístides fue condenado al ostracismo en el año 483 a.C. Con esa resolución, Temístocles llegó a la cima.
Se convocó a Arístides junto a otros exiliados poco antes de la invasión persa. Cualquiera que temiese que el proscrito pudiese perseverar en su enemistad con Temístocles podía tranquilizarse. Apolonio, un escritor griego de la época del imperio romano, narró la dramática historia de la reconciliación entre esos dos hombres:
Arístides y Temístocles eran los peores enemigos políticos que jamás se habían enfrentado. No obstante, cuando los persas atacaron, ambos salieron de la ciudad y se presentaron en el mismo lugar. Bajaron su mano derecha, entrelazaron sus dedos y dijeron: «Aquí damos por concluidas nuestras diferencias hasta que terminemos con la guerra contra los persas». Dicho esto, alzaron sus manos, separaron sus dedos y, como si verdaderamente enterrasen algo, amontonaron tierra en un hoyo ritual. A continuación, abandonaron el lugar y permanecieron en armonía durante todo el tiempo que duró la guerra. Esta concordia entre ambos generales fue en gran medida responsable de la victoria contra los bárbaros. [115]
Si es verdad que los antiguos exiliados estuvieron refugiados en Salamina, entonces esta escena, de ser cierta, habría tenido lugar allí. No se conoce con certeza si este sorprendente rito sucedió de verdad, pero de lo que no cabe la menor duda es de la importancia simbólica que suponía la unión entre estos dos generales.
Este gesto obtuvo su cosecha la noche del 24 de septiembre, cuando Sicinno desempeñó su misión. Sicinno, con toda seguridad, debió de abandonar el campamento persa muy nervioso e inmensamente aliviado. No sabemos cómo logró regresar a Salamina, pero sí sabemos que no fue el primero en llevar a Temístocles la noticia de su éxito. Ese honor le correspondió a Arístides.
Aquella misma mañana, después de que el terremoto hubiese trastornado a sus hombres, Arístides fue enviado junto, al menos, otro general, a la vecina isla de Egina, para traer las estatuas de culto de Eaco y sus hijos. Esa misión dice mucho acerca de la posición jerárquica de Arístides dentro del campamento griego. No era un individuo indispensable en la preparación de la batalla o en las discusiones de la asamblea, pero si era el hombre adecuado para llevar a cabo operaciones donde tuviesen algo que ver la religión y la moral.
Cuando Arístides regresó a Salamina, ya debía ser bien entrada la noche. Todo indica que no se presentó con las estatuas del culto, sino para anunciar que las esculturas estaban en camino. En cuanto desembarcó en Salamina, se dirigió directamente a la sala de reuniones del Consejo, aguardó fuera e hizo llamar a Temístocles. Cuando éste salió, le dijo que ya podía decirles a los demás miembros del Estado Mayor que se olvidasen de discutir si regresar o no al istmo. El traslado de tropas ya no era una opción factible. Como Arístides había visto con sus propios ojos, los griegos estaban copados por la marina persa. La singladura hasta Egina lo había llevado casi directamente hacia las posiciones persas cuando su embarcación salvó la costa sur de Salamina y dobló el cabo Cinosura para introducirse en el estrecho. Como los persas no zarparon de Falero antes de la medianoche, y como les tuvo que llevar una considerable cantidad de tiempo que sus naves tomasen posiciones frente a los griegos, en la oscuridad, además, la hora de llegada de Arístides a Salamina difícilmente podría ser anterior a las dos o las tres de la mañana. Ese horario, por supuesto, no era el habitual para que navegase un trirreme, pero la misión de Arístides requería de la mayor urgencia posible.
«Estamos copados con el enemigo formado en círculo», informó Arístides. [116] A duras penas había logrado superar el cerco y sobrevivir a la persecución. Entonces le aconsejó a Temístocles que regresase a la sala y comunicase las nuevas.
No debemos asumir que Arístides utilizase la palabra «círculo» en sentido literal. Los griegos utilizaban la palabra kuklos no sólo para el círculo sino, entre otras cosas, para designar la bóveda celeste, el horizonte, la Vía Láctea, las mejillas de una persona, un lugar de reunión, una multitud de gente paseando por ahí y, por supuesto, el ciclo anual de estaciones. Con kuklos, Arístides quería decir tan sólo que los persas habían cercado a la flota griega desde cualquier punto de atraque de la costa oriental de Salamina. No que la armada persa hubiese rodeado toda la isla. Plutarco explica claramente cómo deben ser interpretadas las palabras de Arístides:
Los bárbaros enviaron sus trirremes en plena noche y, tras rodear el estrecho en círculo, ocuparon los islotes. [117]
Podemos deducir, entonces, que los persas habían bloqueado el estrecho en uno de sus extremos.
Todo indica que Temístocles no pudo ocultar su entusiasmo al recibir el informe de tales novedades, ni tampoco su orgullo en su papel de manipulador. «Has de saber que los medos hacen lo que hacen gracias a mi le respondió Temístocles. [118] Y pronto los griegos tendrían que doblegarse ante las disposiciones de Temístocles: les había obligado a entablar combate en Salamina, les gustase o no. Cuán satisfactorio tuvo que ser contemplar el alcance de su poder..., pero ejercerlo justo debajo de las narices de su archienemigo Arístides y, además, desplegarlo ante sus propios ojos... eso tuvo que ser gozar de un auténtico placer celestial.
Temístocles, siempre estratega, únicamente dedicó sus alardes a Arístides. En vez de intentar ganar crédito ante los demás jefes, le dijo a Arístides que informase él mismo de las novedades. «Tú mismo ahora, que con tan buena noticia vienes, bien puedes entrar a dársela; que si lo hago yo dirán que es ardid, y no les persuadiré de que así lo estén efectuando los bárbaros», le dijo Temístocles. [119]
En la sala de reuniones, el resto de generales estaba «embraveciéndose en sus disputas», como señala Herodoto. [120] Pensaban que la flota persa se hallaba a buen recaudo, fondeada en Falero, hacia donde la habían visto partir el día anterior.
Arístides entró en la sala de reuniones, como estaba previsto, e informó de las novedades. «Ya toda la armada griega se halla rodeada por la de Jerjes» les dijo. [121] También les aconsejó que se preparasen para defenderse. Entonces, después de realizar tan sorprendente anuncio, Arístides abandonó la reunión.
De inmediato comenzó un vivo debate. Muchos de los generales estaban tan decididos a abandonar Salamina que se negaron a creer a Arístides a pesar de su reputación como hombre honesto. No obstante, la cuestión se zanjó con la llegada de Panetio, hijo de Sosímenes. Este hombre era el capitán de un trirreme enviado desde una pequeña isla del mar Egeo llamada Tenos, una de las muchas que habían aportado barcos a Jerjes tras las batallas de Artemisio y las Termópilas. Quizá los tenios lo hubiesen hecho a pesar de no estar muy convencidos de ello, o quizá perdieron su entusiasmo a favor de la causa persa cuando la flota invasora decidió internarse en las peligrosas aguas del estrecho. Sea como fuere, el caso es que desertaron y se unieron al bando griego.
Fue una deserción decisiva. Después de que Panetio repitiese lo dicho por Arístides, el Consejo del Estado Mayor cedió. Finalmente, los discursos combinados del hombre más cabal de Atenas y de un isleño traidor al que no se le podía objetar que fuese ateniense dieron resultado. Los comandantes de la flota reconocieron la veracidad de los informes y se prepararon para librar una batalla naval.
Por entonces serían las tres o las cuatro de la mañana. Desde luego, no era la hora más adecuada para embarcar a sesenta mil hombres en trirremes y prepararlos para marchar a la batalla a golpe de remo. Pero es lo que estaban obligados a hacer.