PRÓLOGO

 

El auditorio estalló en aplausos.

Jackie aspiró fuerte. Por un instante había olvidado dónde se encontraba. Contemplar la belleza de las estrellas la ayudó a controlar los latidos de su corazón. Bajó lentamente el violín de su hombro y comenzó a recuperar la calma. Ahora venía lo peor, le resultaba imposible permanecer quieta y con una sonrisa perfecta en la cara, pero era lo que tenía que hacer y es lo que hizo. No pensaría en el dolor.

Cuando estuvo preparada miró al frente. El impacto fue demoledor, el anfiteatro entero estaba de pie. No acababa de creer que fuera capaz de transmitir lo que la música le hacía sentir. Oía gritos a lo lejos, aplausos y hasta chiflidos. Sonrió al director de orquesta que se acercaba a ella con una expresión radiante en su viejo rostro y comprendió que había vuelto a conseguirlo.

Gregor Strassel la admiró deslumbrado después de coger sus manos con fuerza.

—Gracias por regalarme esta noche —le dijo con los ojos cuajados de lágrimas—. La recordaré mientras viva y, quién sabe si después también, porque si el cielo existe tu música debe formar parte de él. 

Strassel la sujetaba con ímpetu y sus brazos se quejaron. Los balanceos se tradujeron en grandes latigazos que comenzaron a recorrerlos de arriba abajo hasta impedirle cerrar los dedos. No se inmutó, dejó a un lado el dolor, apretó las manos del hombre y lo miró a los ojos. Ese caballero no mentía, no intentaba congraciarse con la figura internacional. Le hablaba a ella, a una chica sencilla de Tennessee que a los seis años había renunciado a su niñez para dedicarse a la música. Momentos como aquel hacían que todo el esfuerzo y todos los sacrificios merecieran la pena.

—Maestro…—no pudo decir nada más, si lo hacía lloraría y Max la obligaría a maquillarse de nuevo para la sesión fotográfica, lo que supondría terminar al amanecer. Le dio pánico la posibilidad, ella lo único que deseaba era ver a Brad y, sobre todo, descansar. La preparación del concierto había sido dura; estar en la cumbre exigía perfección y la perfección estaba acabando con ella.

Strassel comprendió el desasosiego que la embargaba y le pasó el brazo por los hombros, aquella muchachita sería un prodigio pero él solo veía a una chiquilla demasiado joven para asimilar su genio y demasiado…sola.

Como los aplausos eran cada vez más fuertes, ambos se giraron hacia la orquesta que tenían a sus espaldas y le dedicaron las muestras de agradecimiento del público. Entonces, la multitud aumentó la intensidad de los vítores y durante mucho tiempo no se oyó otra cosa que el estruendo de las ovaciones.

La Arena de Verona estaba a sus pies.

—Gracias de nuevo —susurró el hombre en su oído—. Esto es lo mejor que me ha ocurrido nunca.

Jackie limpió de un manotazo las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas y le sonrió sin censura.

—No trabajo todos los días con directores de su talla —le contestó bajito—. La agradecida soy yo.

Strassel comprendió que aquella chiquilla era especial. La mayor intérprete de violín de los tiempos modernos, tal y como era considerada en el mundo de la música, no se comportaba como una diva distante y altanera, quizá por eso conseguía arrancar aquellos acordes imposibles del instrumento. Solo esperaba que la soledad que advertía en ella fuera fruto de su imaginación.

La abrazó con fuerza, ojalá y la vida le reservara un bello futuro, su genialidad no se merecía otra cosa.

 

Una hora más y podría acostarse. Siguió corriendo en la cinta y suspiró de placer cuando vio que Celia Cooper entraba en la sala. Su traumatóloga y fisioterapeuta frunció el ceño al verla disminuir las zancadas hasta detenerse por completo.

—¿Te duele mucho? —inquirió más que preocupada observando la hinchazón del codo que se advertía desde la puerta.

Jackie la esperó con gesto cansado. ¿Mucho? dolía tanto que apenas podía hablar.

—Esta vez ha sido peor que en otras ocasiones –reconoció cansada—. Al principio creí que no sería capaz —susurró para que solo Celia pudiera oírla—, después… bueno, después me he dejado llevar, ya me conoces.

La doctora asintió sin demostrar el malestar que la consumía por dentro. La acompañó a la camilla que estaba en el otro extremo de la habitación y le cogió el codo con mucho cuidado. Bastó con un pequeño movimiento para que el rostro de Jackie se desencajara y lanzara un alarido.

Maldito Max y maldito dinero.

La muchacha tenía la articulación destrozada, seguir con los conciertos en aquellas condiciones empezaba a parecerse demasiado a una tortura.

Titubeó al preparar las jeringuillas, sin embargo, la cara de su paciente estaba contraída en una mueca tan angustiosa que consiguió que desaparecieran las pocas dudas que le quedaban. No esperó a arrepentirse y añadió morfina, la suficiente para relajar a la muchacha y que dejara de padecer aquel sufrimiento inhumano.

Maldijo por lo bajo, que precisaba reposo era más que evidente, pero eso ya lo sabía Max y siempre le decía lo mismo, que descansaría después del siguiente concierto. Y así llevaban un año, ella advirtiendo de los riesgos y el representante obviándolos sin más.

Celia sintió que algo se removía en su interior. Tocó suavemente el hombro izquierdo de Jackie y bajó hasta sus dedos. Suspiró ruidosamente y decidió jugarse el sueldo.

—Necesitas darle un respiro a las articulaciones de los brazos y de los hombros. El deltoides izquierdo va a reventar y la epicondilitis está peor  —dijo con cuidado de que las dos mujeres que esperaban en la sala no la oyeran—. Las infiltraciones empiezan a no funcionar —manifestó con pesar—. Siento ser tan directa, pero de seguir así, en poco tiempo necesitarás un buen cirujano —bajó la voz hasta convertirla en un susurro—.  No les permitas convencerte, debes descansar sin dilación.

Jackie no respondió, cerró los ojos y esperó los pinchazos de las agujas. En ese momento solo podía pensar en que cesaran los calambres que la estaban martirizando.

Realmente, había empezado a ser consciente de la gravedad del problema seis meses atrás, cuando perdió la movilidad de las piernas durante unos días. La columna también estaba afectada. Su cuerpo se estaba rebelando, demasiados ensayos. Si echaba la vista atrás, no recordaba ningún día de su vida sin tocar el violín.

Max había puesto a su disposición una legión de médicos y preparadores físicos pero en lugar de mejorar estaba empeorando. Probablemente acabaría como decía Celia, en una mesa de operaciones y, quién sabe, si con el codo anquilosado.

El miedo que experimentó fue tan intenso que, por un instante, superó el dolor del brazo. Antes que dejar de tocar prefería morir.

Celia la tapó con una manta y apagó la luz de aquella parte del salón. Sabía que no le gustaba la oscuridad por lo que dejó encendida una pequeña lámpara de pie. La observó un buen rato, acababa de infiltrarle esteroides suficientes como para plantearse si estaba actuando correctamente. No se sentía muy orgullosa de sí misma en ese momento y no era la primera vez, el sentimiento de culpa que la asaltaba empezaba a repetirse con demasiada frecuencia.

Jackie le sonrió agradecida antes de cerrar los ojos. Los dolores habían cesado, nada más importaba.

 

No supo el tiempo que había transcurrido. Miró nerviosa a su alrededor y constató que sus fieles cuidadoras la hubieran dejado sola. Hacía un buen rato que no las oía cuchichear entre risas y suspiros. Necesitaba ver a Brad aunque solo fuera un instante, su amor le daría la fuerza que necesitaba. Estaba aterrada, cuando Gregor Strassel la abrazó tuvo que morderse el interior de las mejillas para no gritar. La enfermedad se agudizaba, pensó al borde de la histeria, y lo peor de todo es que no sabía qué hacer. Descartó acudir a sus padres. Brad la ayudaría, necesitaba a alguien que la quisiera de verdad.

Brad Adams era la última adquisición de su equipo de relaciones públicas. Periodista especializado en eventos musicales, había dejado su trabajo en The New York Times para seguirla en sus giras. Se enamoró de él a los cinco minutos de conocerlo. Moreno, alto y atlético. Era el tipo de hombre que hacía que las mujeres se volvieran para echarle otro vistazo. A veces, se sentía insegura a su lado, era demasiado atractivo y demasiado elegante. ¿Cómo se iba a enamorar de alguien como ella, una muchacha normal y corriente, por muy famosa que fuera?

Sin embargo y para su sorpresa, el enamoramiento se había producido en ambas direcciones y, quizá también, con demasiada facilidad. Ahí estaba el problema…

En un mes, un tipo absolutamente impresionante la cortejaba respetando fielmente todos los tópicos: cine, baile, flores, bombones, paseos y besos a la luz de la luna. Y, cómo no, en menos de ese mes se entregó a él sin más dudas que las de no tener ninguna experiencia en el terreno sexual. Brad fue su primer todo: su primera mirada, su primer roce, su primer beso, su primer baile y su primer suspiro.

Qué insegura se sentía, era más que consciente de lo alejada que estaba del ideal de mujer del periodista, y no porque él se lo hubiera dicho, bastaba con verlos. Brad era el hombre más exquisito y cosmopolita que conocía (y conocía a muchas personas). En año y medio lo había visto en vaqueros en dos ocasiones, prefería trajes hechos a medida y zapatos italianos. Incluso ella se había visto obligada a descartar la ropa de sport para estar a su altura.

Suspiró intranquila. Estaba segura del amor de ese hombre, no le daría más vueltas a lo mismo.

Bajó de la camilla con cautela. A pesar del aturdimiento, se mantuvo de pie sin esfuerzo, no estaba tan mal como esperaba. En dos días abandonarían Italia y volverían a casa, se dijo más animada mientras trataba de meter los brazos en las mangas de la bata. Aliviada, comprobó que no dolía y con media sonrisa se lanzó al pasillo. Estaba loca por Brad, sólo de pensar que en unos minutos estaría a su lado los problemas desaparecían.

Avanzó por el pasillo buscando el apoyo de las paredes. Pronto amanecería, tenía que darse prisa si no quería que Max la sorprendiera fuera de la cama, aunque parecía aprobar su relación con Brad… Ahora que lo pensaba, todo el mundo parecía aprobarla. No le extrañaba, sonrío para sí misma, era el tipo más encantador del mundo.

Se topó con uno de los espejos distribuidos en el inmenso corredor y dio un respingo. Estaba en un hotel de cinco estrellas de Verona, la última planta se había reservado para su equipo por lo que no era extraño que llevara una bata y el pelo aún mojado de la ducha. Claro que si estaba en la puerta de su novio… En fin, que pensaran lo que quisieran, amaba a ese hombre más que a su vida.

Llamó bajito sin poder disimular el regocijo que la alentaba. La puerta se abrió casi de inmediato y un segundo más tarde estaba aplastada contra la pared con Brad comiéndosela a besos.

—Enhorabuena, cariño. Has estado impresionante—le dijo apartándose con cuidado—. ¿Cómo te encuentras? ¿El codo te ha dado muchos problemas?

Acarició su mejilla buscando cualquier indicio de dolor. Su mirada reflejaba tanta preocupación que Jackie suspiró con fuerza. Una lágrima apareció de forma inesperada y la interceptó molesta. Ese hombre maravilloso la amaba, no estaría sola nunca más y, además, tenía su música. No lloraría por ser una mujer afortunada.

—Hablar está sobrevalorado… —susurró en su oído—. Necesito olvidarme de todo y tú sabes cómo hacerlo.

La mirada de su novio cambió. Sus preciosos ojos azules se oscurecieron y una sonrisa sensual apareció en sus labios.

—Sí —suspiró cerca de su boca —. No te quepa la menor duda.

Jackie se abandonó en sus brazos. La bata cayó al suelo y se estremeció bajo la penetrante mirada del hombre que la repasaba una y otra vez sin decir ni una sola palabra. Presa de un absurdo sopor se dejó llevar hasta la cama y cuando Brad la depositó con suavidad en mitad del colchón, volvió a sorprenderse de que la observara de aquella manera que le estaba dificultando la respiración y la empezaba a avergonzar.

Como si fuera consciente de lo que le estaba haciendo, su chico se quitó lentamente el pantalón del pijama y también se dejó contemplar. Su desnudez no parecía afectarle lo más mínimo. Claro, que con aquel cuerpo no era de extrañar. Sus músculos fibrosos y trabajados la abrumaron. Siempre le sucedía lo mismo, aquel hombre era demasiado espectacular.

Con una dulzura infinita, Brad comenzó rozando con mucho cuidado sus hombros y eludiendo sus brazos. Su mirada le decía lo que sentía por ella, la delicadeza al tocarla expresaba con creces lo que ansiaba oír. Cuando notó su mano abierta sobre su intimidad se perdió en una emoción extraña que la llevó al borde del delirio. La boca del hombre le succionaba los pezones y sus dedos le agasajaban el clítoris con movimientos lentos e intensos que le provocaban pequeños espasmos de placer. La mantuvo en un estado de embriaguez en el que alternaba las caricias más extremas con pequeños lapsus en los que permanecía quieto a su lado estudiándola con la mirada encendida.

En aquella ocasión, Brad no alargó el juego y la dejó estallar en profundas y salvajes sacudidas que le arrancaron gritos de éxtasis. Cuando la tuvo a su merced, y solo entonces, la penetró con ansia. Reparó en que lo miraba con los ojos entrecerrados y se diría que eso lo estimuló porque los enviones se hicieron más violentos.

Era la primera vez que sucedía, Brad estaba perdiendo el control como tantas veces le había sucedido a ella. La situación le proporcionó una seguridad desconocida hasta ese momento. En cuestión de sexo, ese ser supremo había sido el primero, por lo que saberlo desbocado entre sus piernas la excitó y no solo físicamente. Le pareció maravilloso e inesperado saber que compartían la misma pasión en sus encuentros íntimos. El descubrimiento la estremeció y, sin darse cuenta, se encontró inmersa en una espiral de contracciones súbitas y salvajes que la hicieron desintegrarse en mil pedazos. Brad la contempló deslumbrado y dejó la contención a un lado. Su orgasmo fue tan violento como el de Jackie, aunque no gritó como ella. Se limitó a mirarla con una expresión enigmática que la conmocionó de pies a cabeza.

¡Lo que daría por entenderlo!

En ese preciso instante tomó la decisión, aunque se enfadara le confiaría sus temores. Seguro que estaba haciendo una montaña de un grano de arena… No  podía estar tan equivocada, si así fuera, lo notaría de alguna manera.

Antes de que se le cerraran los ojos, estudió el rostro de su amante con adoración. ¿Qué había hecho ella para merecerse a aquel extraordinario hombre que la trataba como si fuera de cristal?

—Te amo —declaró arrobada.

Sus palabras lo despertaron. Brad la miró y, durante un breve instante, Jackie vio la confusión en su bello rostro. Los esteroides le hacían ver cosas raras porque, seguidamente, una tímida sonrisa adornó los labios de su chico. Ese hombre no dudaba de nada, se dijo aliviada.

—Ven aquí —susurró Brad acercándola a su cuerpo con ternura.

Jackie se dejó abrazar. Sin embargo, cierto desasosiego se instaló en su interior. ¿Por qué no respondía cuando le decía que lo amaba?

 

La luz del día invadió la habitación. Molesta, se dio media vuelta y trató de seguir durmiendo pero era imposible, se había desvelado y recordar lo vivido no la ayudó demasiado. El corazón se le aceleró dentro del pecho y canturreó contenta. Era feliz. Su actuación había sido perfecta, el público había reaccionado como siempre y, lo más increíble, estaba segura de que Brad la amaba, la noche anterior había sido mágica.

El sonido del móvil la sobresaltó. Cualquiera diría que la habían pillado haciendo algo indebido, sonrió sofocada y dirigió la vista a la mesita de noche. Max le había enviado un mensaje a Brad, el soniquete era inconfundible, El vuelo del moscardón de Rimsky-korsakov. Ella misma le había ayudado a seleccionar la melodía, le iba como anillo al dedo a su representante. El problemilla surgía cuando no se contestaba, Max no paraba de escribir y los acordes eran una agonía.

Saltó de la cama con energías renovadas y gritó de dolor al tratar de ponerse la bata. Le iba a resultar imposible practicar con el brazo en aquel estado. Se ajustó el cinturón y pasó al baño. Su chico se había duchado, probablemente había salido a correr. Aspiró con fuerza, le encantaba como olía la habitación, era Brad en estado puro.

En aquel paraíso empezaba a sobrar el interludio del ruso. Max no finalizaba el concierto y era insoportable. Salió disparada hacia la mesita, vaciló unos segundos y decidió volver al baño… Qué tontería, era su novio y él había leído más de un mensaje dirigido a ella. Cogió el iPhone, tenía que acabar con aquel moscardón.

Max: Celia ha estado hablando con nuestra chica y le ha metido en la cabeza que necesita un descanso. Tienes que convencerla de que no lo haga en este momento.

Max: ¿Estás ahí?

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Max: Espero contestación. Es importante.

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¡Vaya! No podía ser cierto lo que veían sus ojos. Sin pensarlo, escribió enfadada.

Brad: Jackie necesita ese descanso y no porque lo diga Celia, apenas se le pueden tocar los brazos. Creo que se lo ha ganado.

Bueno, con eso se zanjaba el tema. Tenía que recuperarse antes de pensar en más conciertos.

El vuelo del abejorro no tardó en reaparecer.

Max: Celia Cooper está despedida. Si quieres unirte a ella, puedes hacerlo. No eres el único guaperas dispuesto a enamorar a una chiquilla sin experiencia. Annette puede proporcionarme a cientos como tú, o ¿acaso has llegado a creerte tu papel? Te recuerdo que no eres más que un maldito prostituto. Necesito que vuelva al escenario en menos de dos meses. He firmado con el Royal Festival Hall y ya hemos recibido un adelanto. Esa cría descansará cuando yo lo diga ¿Me he explicado con suficiente claridad?

Jackie se dejó caer en el suelo, aquello no podía ser verdad. Le temblaban las manos y las lágrimas no le dejaban ver las teclas.

Brad: Entendido. Haré lo que pueda.

De nuevo la maldita ópera.

Max: ¿Lo que puedas? Espero que hagas algo más. No soy yo el que dice que la tiene comiendo de su mano.

Un cuchillo no le hubiera infligido más daño. Incapaz de contestar a algo así, dejó el teléfono en el suelo y lloró como no lo había hecho en toda su vida, ni siquiera con el divorcio de sus padres. Gritó, pataleó y no rompió nada porque no podía levantar los brazos. Se conformó con morderse el labio hasta que el sabor metálico de la sangre la detuvo.

Un dolor intenso se instaló en su pecho. No hacía ni dos años que Brad había entrado en su vida pero a Max lo conocía desde que tenía uso de razón. A los seis recién cumplidos ingresó en su academia y, desde entonces, no se habían separado. Siempre lo había considerado un padre, al ser homosexual y no tener hijos creía que ella había llenado ese vacío…

¡Qué ingenua había sido!

El hombre que hablaba como si no la conociera, había estado a su lado cuando la operaron de apendicitis. Era el mismo que la enseñó a montar en bicicleta y el que le explicó de dónde venían los bebés. Todavía le compraba chuches de vez en cuando. Dios mío, ese hombre era prácticamente su padre y se había atrevido a…

El recuerdo de una conversación lejana afloró de repente y le provocó tal oleada de ansiedad que la encogió en el suelo. Ahora le parecía todo tan claro que comenzó a reírse como una desequilibrada.

—Max, deseo tomarme un respiro, estoy agotada —le había dicho antes de que Brad apareciera en escena—. Me gustaría disfrutar de todo lo que me he perdido y este es el momento. Tengo veintiún años y no sé lo que es asistir a una fiesta o tener novio. Estoy segura de que me entiendes…Por eso te pido que no contrates más conciertos para el próximo año. Después, continuaremos, pero a un ritmo más sosegado. Necesito controlar mi vida, saber dónde estoy cuando me acuesto por las noches o me levanto por las mañanas y…me siento sola, muy sola, Max. Quizá visite a mis padres y pase una temporada con cada uno de ellos. A fin de cuentas, me lo deben.

Max la abrazó emocionado y la besó en el pelo.

—¡Por supuesto, que te vas a tomar ese descanso! —le aseguró con vehemencia contra su sien derecha—. Tú eres mi prioridad, no dudes nunca de ello.

Sin embargo, las cosas se fueron enredando y los conciertos se fueron sucediendo. Sin ser consciente de ello, se vio envuelta en una vorágine de la que no pudo salir. Entonces, apareció Brad, que le aportó lo que le faltaba, y su vida se transformó en un cuento de hadas… Hasta ese momento.

La risa volvió a transformarse en llanto. Qué vergüenza, su padre –al menos, de hecho-  le había comprado un novio, pero no uno cualquiera, sino un auténtico gigoló. Ese pensamiento le pareció tan monstruoso que acabó vomitando sin control.

Al cabo de mucho tiempo, consiguió recuperar la calma suficiente como para borrar los mensajes del teléfono y alejarse de toda aquella inmundicia.

 

Salió de la habitación sin hacer ruido y corrió por el pasillo hasta llegar a su suite. Sus dos espías la estaban esperando con una sonrisa en la cara y dos pastillas acompañadas de un vaso con agua. Se limpió las lágrimas con un gesto y trató de disimular, no le quedaba más remedio hasta que decidiera lo que iba a hacer.

En realidad, siempre había sabido que aquellas dos señoras informaban a Max de todos sus movimientos, hasta Celia lo sabía. Pobre mujer, quedarse sin empleo por decir lo que era más que evidente…

Desesperada, aceptó las grageas y trató de respirar.

—Deseo estar sola, cuando os necesite prometo llamaros —declaró forzada, entonces se acordó—. Estoy esperando a Brad para desayunar.

Las mujeres la miraron de forma comprensiva y se marcharon sonrientes. Los suspiros de envidia, que no pudieron sofocar, le hicieron percatarse de lo obvio. No es que aceptaran a Brad… es que él formaba parte del engranaje que la hacía permanecer donde Max quería que estuviera. Qué estúpida había sido.

¿Y, ahora qué?

Lo primero era lo primero. Entró en el baño a toda prisa, se sentía asqueada. El hombro le dolía tanto que, si no necesitara lavarse a conciencia, hubiera esperado a que las pastillas le hicieran efecto. Quitarse la bata tenía su mérito, la dejó caer mientras se contoneaba como una serpiente y suspiró de puro alivio. Frotarse era otra historia. El movimiento le arrancó auténticos alaridos, pero no le quedaba otra alternativa; no deseaba que nadie lo hiciera por ella, ni siquiera Brad.

¡Oh, Dios mío! ¿Por qué seguía pensando en él como si la amara de verdad?

La limpieza no contribuyó a que se sintiera mejor. Estaba muerta por dentro, los dolores habían aparecido de nuevo y el cansancio también. Miró la cama y decidió comportarse con madurez. Se tomaría un respiro en la terraza y después se largaría de allí. Lástima que no tuviera ni un solo amigo al que acudir.

No tenía ni idea de la hora que era ni ganas de saberlo. Debía de ser temprano porque el hotel seguía dormido. Se acomodó en el sillón y miró el horizonte. Los edificios de piedra oscura llamaron su atención. El río Adigio se mostraba sinuoso a su paso por la augusta ciudad consiguiendo que la vegetación de la orilla se viera verde y espesa. La belleza que la rodeaba le hizo contener la respiración, entendió a Shakespeare al situar su famosa historia de amor entre aquellos parajes. Romeo y Julieta…

Vale, sabía que se equivocaba pero no podía evitarlo.

Corrió al interior de la habitación y encendió el ordenador. Escribió Select Men en el buscador y esperó con impaciencia. Brad usó durante un tiempo una agenda con aquella marca grabada en letras doradas. No habría reparado en ello si no hubiera sido porque después de bromear sobre lo acertado del adjetivo, su chico la perdió sin inmutarse. Si ella hubiera extraviado su agenda se habría vuelto loca pero Brad lo afrontó con una mueca. Una sola mueca… En su momento le pareció insólito, ahora le parecía sospechoso.

Ciertamente, la primera idea siempre es la correcta, no tenía que haber investigado; le hubiera permitido seguir creyendo en la magia infantil.

A favor de Max debía decir que se trataba, como su nombre sugería, de una selecta firma que proporcionaba acompañantes cualificados. Y, en este caso, el adjetivo significaba lo que parecía. Imágenes de hombres elegantes y sofisticados cubiertos con antifaces  y el torso desnudo le pusieron los pelos de punta. No tenía nada en contra de aquellas personas ni de sus trabajos, pero… ¿Perder su virginidad con uno de esos tipos que se vendían al mejor postor?

¡Maldito Max, ella no se merecía algo así!

Amaba a un hombre selecto, de eso no había duda. Dejó de respirar y se hundió más en el asiento. Su querido Brad era un humillante gigoló. Eso explicaba tantas y tantas cosas… No pudo contener las lágrimas.

Imágenes subidas de tono aparecieron de pronto para asestarle el golpe de gracia. Todo había sido FALSO. El término consiguió enrojecerla hasta la raíz del cabello. Nada de lo que había experimentado con aquel hombre había sido real: sus caricias apasionadas, su interés por ella, sus ganas de hacerle el amor, incluso las aficiones compartidas… A saber lo que le interesaría de verdad a semejante espécimen selecto. Empezó a gimotear como una tonta, seguro que la ópera no. Al menos, le quedaba la esperanza de haberlo fastidiado un poquito.

Dejó de llorar paulatinamente. Estaba agotada, el dolor de cabeza superaba el de los brazos. Cerró los ojos y permitió que la suave brisa de la mañana refrescara su cara. Demasiado dinero, siempre lo había sabido, en todo aquello había demasiado dinero. Hasta el matrimonio de sus padres se rompió por el vil metal.

¿Qué hacer ahora? Esa era la pregunta.

El último mensaje del móvil le dio la respuesta: «No soy yo el que dice que la tiene comiendo de su mano». Su hombre selecto no mentía, lo amaba tanto que se sabía arcilla en sus manos. La verdad, pura y simple, era que hacía con ella lo que quería.

Se cambió de ropa con una tranquilidad forzada y comenzó a preparar una maleta. En aquel momento supo la suerte que había tenido cuando decidió seguir el consejo de sus padres y mantener su dinero alejado de las garras de su representante. Algo bueno que agradecerles, no lo olvidaría.

Bajó al comedor y ocupó su mesa. Era la mejor, con vistas al río y alejada del resto de comensales. Uno de los camareros le sirvió su desayuno habitual acompañado de otro que ella no había pedido, maldita sea. Los aceptó sin rechistar, se tomaría solo el café del suyo y desparecería del lugar. Necesitaba poner en orden sus ideas.

En la entrada, Brad hablaba con un caballero que no paraba de gesticular. Estuvo a punto de gritar cuando el hombre selecto le mostró su teléfono al mayor traidor de todos los tiempos. Max le cuchicheó algo al oído y vio asentir a su ex chico con seriedad.

En ese preciso instante, ambos hombres parecieron notar su presencia. Para su desconcierto, no pasó nada. Aunque, pensándolo mejor, ¿por qué iban a creer que ella tenía algo que ver con la desaparición de los mensajes? Uno la manipulaba a su antojo y el otro la tenía comiendo de su mano…

Disimuló cuanto pudo al ver que su escogido hombre selecto se acercaba a ella.              

—Aquí estás, te estaba buscando —la voz de Brad revelaba amor y devoción, lo que lo hacía aún más infame.

Lo vio sentarse tranquilamente a su lado y dirigirle una sonrisa angelical. Sólo entonces, y haciendo alarde de una educación más que selecta, se dispuso a dar cuenta de su desayuno. Qué bien lo hacía el muy canalla.

Jackie lo escudriñó a conciencia y no encontró lo que buscaba. En aquellos meses de cortejo fingido había llegado a conocerlo, o eso creía. Se merecían una oportunidad, quizá, después de todo, su amor fuera verdadero…

—Sí, tenía hambre —reconoció sonriente—. ¿Sabes? he estado pensando y creo que nos merecemos unas vacaciones. Ya no puedo más, estoy destrozada. Unos meses de descanso en cualquier lugar que elijamos. Tú y yo solos… ¿No suena fantástico?

Lo vio devorar unos huevos de aspecto estupendo y esperó en vano a que levantara la vista. Comprobó, sorprendida, que podía ser un vulgar vividor pero todavía le quedaba la vergüenza suficiente como para eludir su mirada. Bien, todo no estaba perdido.

—¿Qué dices, cariño? —preguntó ansiosa—. ¿Desaparecemos y comemos perdices? Realmente, necesito reponer fuerzas, voy a acabar por perder los brazos. —Una mueca temerosa ocupó el lugar de una sonrisa.

Más claro imposible. Ahora le correspondía decidir a él.

Su amante de alquiler la contempló con los ojos entrecerrados y ella deseó, una vez más, ser adivina.

—Me parece perfecto —dijo Brad y el corazón de Jackie comenzó a escuchar una marcha nupcial—. El problema es que ya he cobrado un adelanto del periódico por tu próximo concierto. Espero que no lo hayas olvidado porque me encanta Londres en esta época del año.

Esta vez la miró directamente a los ojos. La marcha nupcial se acababa de transformar en un réquiem.

—Claro, Brad —repuso con fingida indiferencia—. Lo que tú digas.

Mientras terminaba de comer y reía las gracias de su acompañante comprendió que, en realidad, le habían hecho un favor. Ya iba siendo hora de que cogiera las riendas de su vida. Si no hubiera presenciado el teatro bochornoso en que habían convertido su existencia, no tendría el valor de llevar a cabo lo que estaba a punto de hacer. Lamentablemente, siempre había sufrido para madurar, aquella ocasión no iba a ser distinta.

Le acababan de enseñar -y de qué manera- que «La confianza no se regala, sino que se gana», pensó mientras se dirigía a su habitación completamente perdida.

No lo olvidaría.