IV

Irlanda

Carta recibida en el puerto de los Pasajes de Guipúzcoa, de don Telmo de Abaroa, constructor de naos en La Coruña, para Miguel de Bidarte, escribano del San Esteban, de la escuadra de don Miguel de Oquendo.

Muy estimado Miguel: Desearía vivamente que, al recibir estas letras, se hubiera usted recobrado de los padecimientos y sinsabores que la empresa de Inglaterra ha supuesto para toda la gente de mar y de guerra que en ella ha participado con tanto ardor y esperanza. Quiera Dios que usted y los suyos no hayan sufrido percances graves, aunque por su convecino y amigo, Agustín Unza, llegado a este puerto procedente del de Santander, he sabido del fallecimiento de Bartolomé en la triste jornada del San Salvador, quemado en el Canal según parece por causas ajenas al combate. Sobre la afligida situación de sus huérfanos le participo que en breve, y en cuanto halle persona de confianza que salga para esos puertos, le enviaré los dineros que con tanto esfuerzo consiguió su padre y que sólo a ellos les pertenecen. Y a la vez es mi intención remitirle el cuadernillo de sus escritos de usted y la bolsa de monedas que Domingo, su padre, me confió al partir.

Este extremo de los dineros se ha arreglado también con Unza que, nada más llegar, salió con unos arrieros para el reino de León, donde según sus confidencias, asuntos ajenos a la Armada lo requieren. Parece que las desventuras de la expedición —a punto estuvo de perder la vida en el viaje de regreso—, y el penúltimo arrebato que siente el cuerpo en la edad madura le han empujado hasta León en busca de un antiguo amor, cuyos rescoldos se han avivado con fuerza y sin remedio. Escuchándole sentí envidia y admiración por haberse rendido a tan gozosa decisión. En su compañía tuve el gusto de visitar a don Juan Recalde que, como usted tal vez conocerá, desembarcó en esta rada a 7 de este mes de octubre, en condiciones tan penosas y extremas que todos tememos por su vida. Arribó don Juan con la Almiranta muy laboriosamente, pues vino maltrecha, abierta de balazos, dando a la bomba de noche y de día sin parar, a la vez que Bertendona lo hizo al puerto de Muros con la veneciana Regazona y la Santa María de Begoña, de la escuadra de don Diego Flores, al de Cangas, ambas igual de mal paradas y necesitadas de socorro.

El Almirante se encuentra postrado, alicaído y extenuado. Trae ochenta soldados y veinte marineros enfermos y en la travesía se le han muerto diariamente a bordo tres o cuatro hombres de sed y de hambre, pues los víveres estaban apestados y agotada el agua y eso que en la isla de Blaskett, del condado de Kerry, repostaron algo para poder llegar. Haciendo la aguada, dieron con el San Juan Bautista, de Marcos de Aramburu, de la escuadra de Castilla, al cual prestaron ayuda por conocer bien el Almirante esas costas de Irlanda. Según me ha contado don Juan, mientras se les auxiliaba con dos cables y un ancla, se levantó un viento furioso del oeste que arrastró hacia una de las bocas de aquel paraje a otra nao en apuros que disparaba sin cesar piezas de socorro. Resultó ser la Santa María de la Rosa, de la escuadra guipuzcoana, traía las velas hechas pedazos y una sola ancla; con la marea que entraba y el dasaforado vendaval se golpeó, creen los del San Juan, contra algún arrecife y en un instante vieron cómo se iba a pique y se hundía con toda la gente, sin que persona alguna pudiera escapar.

Estas desgracias ocurridas ante sus ojos atormentan al Almirante, pero lo que más le consume es no haber logrado del rey que Oquendo estuviese con el duque en el galeón Real y no los personajes nombrados desde el Escorial. «Es lástima, Telmo, que se nos haya ido de las manos una victoria tan gloriosa», me decía angustiado desde su lecho. El día que le visitamos había dictado su testamento y, dolido por haber empeñado todos sus bienes en la empresa de Inglaterra, ha escrito a don Felipe para que tenga a bien remediar el desvalimiento de familiares y deudos, pues desde los años mozos ha consumido su vida y sus afanes en el servicio de Su Majestad.

Esperemos que Dios Nuestro Señor escuche nuestras plegarias y le dé salud, por lo mucho que importa su vida para bien de todas las gentes y la gloria de los reinos.

Después de esta larga carta que me ha llevado gustosamente la vigilia, espero de usted otra, semejante en pormenores de la travesía, pero con mejores noticias de los suyos y de don Miguel de Oquendo, al que tanto recuerdo y admiro.

Con el mayor afecto, me despido de usted.

Telmo de Abaroa
La Coruña 21 de octubre de 1588

Segunda carta recibida de la misma procedencia y para el mismo destinatario.

Muy estimado Miguel: Le escribo a usted con el corazón acongojado y la mente agobiada de tristes recuerdos. Empiezo por contarle lo que más me duele: el 23 de este mes de octubre entregó su alma a Dios don Juan Martínez de Recalde, desgracia que hemos recibido como un mazazo todos lo que gozamos de su amistad y de su afecto. Sea Dios bendito y nos ayude. También me ha llegado la triste nueva del fallecimiento, en ésa, de don Miguel de Oquendo, otro caballero y hombre de bien, cuya vida la misericordia de Dios debía haber conservado para bien de nuestros reinos. Imagino el dolor y el vacío que don Miguel habrá dejado entre ustedes, lo mismo ocurre aquí, a mí me ha dejado el ánimo tan lastimado el ver morir a don Juan, de puro honrado, que no puedo quitar su mortecina mirada de mi mente.

Y así todos los días suena la campana de la muerte que a todos nos iguala y van cayendo los mejores. De don Alonso de Leiva también hay malos presentimientos, unos le hacen preso en Irlanda, otros levantado con sus compañías en alguna parte de ella y los observadores más cuerdos creen que pereció ahogado entre los berrocales. Las últimas referencias son que embarrancada su Rata Santa María en la costa del condado de Mayo, para salvar a los suyos, los hizo desembarcar y traspasar a la galeaza Girona que, abarrotada de gente, enfiló hacia el norte bordeando Donegal, hacia Escocia, y en esta travesía les habrá cogido el temporal y las mareas vivas de octubre. Como ve, en un lúgubre goteo vamos conociendo, además de la trágica desaparición de cientos de nuestros hombres, las mayores proezas de todos ellos en el último momento. De don Juan Recalde se dice que en la navegación de Irlanda se ocupó incesantemente de reunir y auxiliar a las naves dispersas y de cuidar a los enfermos; diezmados éstos por la sed, entró con temporal en un puerto irlandés y, hallando oposición, verificó el desembarco de una compañía y con la fuerza de las armas consiguió y repuso el agua de las necesitadas naves que a él habían acudido. Postrado en la litera por la dolorosa ciática que le aguijoneaba, reapareció en cubierta apoyado en dos bastones para dirigir las operaciones del Canal y así permaneció al regreso, reconduciendo a las naves perdidas como fanal iluminado en las noches de tormenta. En la mar de Flandes e Inglaterra no había marino que le aventajara.

Del triste suceso ya fue avisado el rey por el General de esta plaza, marqués de Cerralbo, así como su señora esposa, doña Isabel de Idiáquez, de la que sabemos consumía la afligida espera entre Bilbao y Tolosa, su villa natal, en nuestra tierra. Y a la situación en la que la viuda queda deberá acudir Su Majestad, pues ya en el testamento queda escrito la naturaleza de sus deudas y su menguada economía.

Ahora aquí, en la ciudad de La Coruña, no se habla más que de la necesidad de dinero para proveer de alimentos, vestidos, calzado y medicinas a los desnudos, enfermos y lesionados, y también se requieren médicos y cirujanos para curar a los heridos y asistir a los contagiosos y a los del tabardillo. El Cabildo y el arzobispado de Santiago han destinado siete mil ducados para estos apremios y se ha escrito a los Provinciales de las Órdenes y al de la Compañía para que acudan a obra tan pía, enviando lo que pudieren. El rey lleva escritas varias cartas a los corregidores de las villas para que se atienda el socorro, y también ha ordenado a los obispos que cesen las rogativas a favor de la Armada y, de ahora en adelante, se dé gracias a Dios porque no fue peor el suceso. Mucho tiempo y muchos miles de ducados vamos a necesitar para que los ánimos de la gente y las naves de las flotas se enderecen.

Termino ya Miguel esta retahíla de desgracias. Le envío con estas letras su cuadernillo, que escribió en La Coruña y el de la travesía que me entregó Agustín Unza para usted; espero que ahora con calma los complete con todo lo que habrá visto y oído en esta, antes llamada felicísima, Armada.

Le añado también los dineros del difunto Bartolomé y los de su padre, al que saludo desde aquí muy afectuosamente. Todo lo lleva Johanes de Zubelzu, piloto de la urca Paloma Blanca, que sale para los Pasajes a invernar en su tierra y reparar la jarcia ahí en Lezo.

Espero sus noticias, quiera Dios que sean buenas. Su amigo.

Telmo de Abaroa
La Coruña 25 de octubre de 1588

Una gran emoción he sentido al recibir las cartas de don Telmo de Abaroa y el cuaderno de notas que escribí en La Coruña. Lo creía ya perdido, así que al recuperarlo se me ha avivado el ánimo y la voluntad y he pensado continuarlo, sabe Dios para qué, pues las penalidades y desdichas han sido tantas y tan amargas que a nadie puede interesar conocerlas. No obstante algo contaré y así me ejercito en lo que pienso será de ahora en adelante mi oficio, escribir, pues ya los trabajos de la mar y de la guerra nunca jamás los probaré, lo juro ahora mismo por Dios y por los míos y delante de los Evangelios, si es menester.

Hoy es 2 de diciembre y hace diez días que regresé de Irlanda en un patache carguero, desde Escocia hasta Dunquerque primero, donde el mercader que nos traía cobró el importe de la travesía al contador de Parma, luego salimos para La Rochela, donde desembarcó los cueros y la sal que transportaba y finalmente el día 22 de noviembre, de madrugada, entre brumas y lluvia, enfilamos la bocana de Pasajes.

Los muelles estaban llenos, así que fondeamos en medio de la bahía. Para cerciorarme de que todo lo que veía era verdad y no un sueño, asistí desde cubierta a la tarea de largar el ancla, atada como estaba al castillo de proa, la dejaron caer del costado del barco, con cuidado de que el cable no se enredara, luego escuché el ruido de la cadena y la salpicadura del hierro en el agua y miré a mi alrededor. De la hilera de casas pegadas al monte de Pasajes salía humo de las chimeneas, había un gran silencio en el puerto, sólo en el astillero, hacia la ría, se apreciaba movimiento y ruido. Al fondo, la niebla ocultaba las casas de Lezo y la vista de la iglesia que se alza sobre los tejados. Enseguida estaría en casa.

Me despedí de mis compañeros de travesía y de suerte; tantos cientos quedaban todavía en Irlanda, unos enfermos, otros sanos, a la espera de pagar el rescate y algún día ser devueltos, que ninguno de los que llegamos dejaba de considerarse afortunado. A uno de los capitanes le di el nombre de mi casa, en Lezo, por si algo necesitara antes de emprender viaje por tierra hasta su Andalucía. Luego un bote nos acercó al muelle. Me calé el gorro de lana que llevaba hasta los ojos y me envolví en la capa, no quería ver a nadie, ni que me reconocieran.

La entrada en casa me hizo temblar, mi madre se movía en la cocina preparando la comida que mi padre solía llevarse al astillero, llamé desde abajo y nadie me oyó. Luego todo fueron abrazos y también sollozos. Mi madre se acercó a mi padre, que tomaba junto al fuego un cuenco de leche, y me mostró su brazo izquierdo: lo movía con dificultad y le faltaba la mano. A mí, a pesar de todos los desastres que había presenciado, el ver aquel muñón recosido me pareció una monstruosidad y abracé desconsolado a mi padre.

—No te aflijas ni sufras por esto —me dijo en nuestra lengua—. Puedo trabajar y la curación ha sido buena. Un tablón, estando ya en el Santa Ana, me la aplastó y tuvieron que cortar. Peor les ha ido a otros. Don Miguel murió a los diez días de llegar y el Santa Ana explotó aquí mismo, en el puerto, el día 24 de octubre.

—Era lunes, bien lo recuerdo —añadió mi madre—. Dos barriles de pólvora tomaron fuego, no se sabe cómo ni por qué; al prenderse, con el ímpetu voló todo por los aires. La gente que en ella estaba, ultimando tareas o esperando las pagas, pereció toda, unos quemados y otros ahogados en las aguas; algunas pocas personas, que saltaron despedidos hasta el monte, aparecieron con vida entre las rocas. Todo el pueblo salió a la calle, los hombres recogían en los bateles los cuerpos ensangrentados del agua y las mujeres llevamos sábanas y mantas para envolverlos. Despedazados y desconocidos, a más de ciento veinte se les fue dando tierra en el cementerio de San Juan. Oi zorigaitza! Ez da inoiz hone lakorik ikusi.*

Mi padre completaba con detalles aquella aciaga jornada y también contó cómo se había salvado milagrosamente nuestro primo Esteban, que con él había hecho la travesía en el Santa Ana.

—Quedaban a bordo cuatro enfermos moribundos, los demás, nada más llegar, habían sido llevados al hospital de tierra y Esteban salió de casa camino de la parroquia para recoger los Santos Óleos y darles la Extremaunción; en la sacristía se entretuvo con la madre de Marcos, nuestro vecino, que iba en la Santa María de la Rosa, la pobre ya todos los días a ver a Esteban para enterarse del paradero de la nao y hablando con ella retrasó el viático. Al par de la ría le cogió a Esteban la explosión. Fue todo terrible —decía conmovido mi padre.

Luego pasaron los dos a relatarme los padecimientos y muerte de don Miguel de Oquendo, desgracia que sentían como si hubiera sido de la familia.

—A la vuelta de la Irlanda pasó tres días en cama y lo sangraron —decía mi padre con voz emocionada—. Luego pareció enderezarse, se preocupó de mandar a los enfermos a los hospitales, de acopiar víveres porque todos llegamos hambrientos y sin ropa y también anduvo recibiendo a la gente de la provincia que tenía a sus parientes en la lista de desaparecidos. Según dijo Esteban, tu primo, escribió al rey, además con bastantes exigencias y se movió mucho con el corregidor y las Juntas de la Provincia, haciendo siempre reclamaciones para solucionar el estado de miseria en que nos encontrábamos a la llegada.

Observé que mi padre, de pronto, se había vuelto locuaz y expansivo, lo que siempre había sido mi madre; en cuanto podía le arrebataba la palabra a ella y puntualizaba e incluso reforzaba lo que decía con gestos, ahora precisamente qué no tenía mano. Ya el primer día me percaté con agrado de que ahora representaba en la familia un papel que nunca tuvo, antes era sólo el padre que trabajaba en el astillero para traer la comida a casa, ahora todos contábamos con su opinión. El viaje de la Armada lo había cambiado.

Gran alegría me dieron mis dos hermanos, que sentados alrededor de mí en la cocina, me miraban embelesados y orgullosos, por haber estado tan joven embarcado en la Armada del rey.

Pregunté por Esteban y en un aparte y Con sigilo me dijo mi madre que, desde la voladura del Santa Ana, donde atendió a quemados y agonizantes, se le empezó a trastornar la cabeza, con dolores y desvarios y tanto el párroco de Lezo, como los frailes de San Telmo, le aconsejaron abandonara por un tiempo el pueblo y la parroquia y le buscaron estancia en un monasterio, el de los monjes de Leire en Navarra.

Me hubiera gustado hablar con Esteban y conocer su opinión y su juicio sobre tantas cosas que de pronto en este viaje han asaltado mi mente y dé continuo me abruman y me agobian porque no las encuentro razonables. Desearía verlo pronto.

Así fue mi llegada a casa. Luego vinieron mis parientes a verme y todos querían que les contara la travesía, pero estaba tan cansado que no ansiaba más que dormir: Antes, mi madre me preparó un balde de agua caliente y después de enjabonarme, cogí la cama y no desperté hasta la tarde del día siguiente.

No se por dónde empezar a contar el desdichado suceso de Irlanda. El cambio que hice, pasando del galeón Real al San Esteban, de la escuadra guipuzcoana, con el empleo de escribano, me pareció al principio una suerte, pero enseguida me convencí de que no estaba en la verdad. La nao iba ya muy tocada de los combates del Canal y el entendimiento de pilotos y marinería con la gente de las compañías no era el adecuado para capear el sinfín de reveses y calamidades que sufrimos desde que se perdió la formación de la Armada.

A la altura de los 56° dejamos de obedecer las órdenes de Medina Sidonia y cada nao se las arregló como pudo. El último mandato del duque que cumplimos fue deshacernos de los caballos y mulas que había en la nave pues el agua empezaba a escasear seriamente. Fue un día triste aquél, se les cortaron las cinchas y se les volcó al mar por la borda; había que empujarlos en las ancas pues la mar estaba encrespada y el ruido del oleaje les espantaba y coceaban de miedo con el befo colgando. Ya en el agua braceaban despavoridos acercándose al barco y algunos, en una tenaz lucha por la vida, nos persiguieron durante bastante tiempo. Luego cuando llegaron los fatídicos días del hambre los recordamos, pues su carne nos hubiera remediado bastante.

Mi trabajo en el San Esteban no me inquietó demasiado; la tarea de escribir era hacer listas de los heridos y muertos y de todas nuestras carencias, que eran muchas y siempre las mismas: no había agua más que para doce días, el arroz estaba mojado, la harina y el bizcocho empezaba a agusanarse con la humedad y la poca cecina que quedaba, apestaba. De toda la munición cargada en Lisboa, sólo quedaban cuatro o cinco cajas de balas, pelotas de hierro y pólvora, con lo cual, los cañones, culebrinas y arcabuces permanecían silenciosos y ya no se limpiaban. De los heridos, algunos, con las raciones especiales de agua y vino, perduraban de milagro pues ya no había medicinas, vendaje ni ungüentos para el dolor; hasta el día del desastre perecieron diecinueve de los doscientos sesenta y siete hombres embarcados. Un negro y un mulato, que iban en la expedición como criados de un caballero entretenido, se nos murieron de frío pues el tiempo a los 58° de latitud empezó a empeorar.

El 16 de agosto, día de san Roque, tuvimos una enorme borrasca con grandísima cerrazón, aguaceros interminables y un frío de Navidad, la gente buscaba los lugares abrigados de la nave, aunque todo el maderamen goteaba y los vientos barrían las cubiertas con terrible braveza. A la mañana del día 18 que era jueves, de toda la Armada quedamos sólo tres bajeles y navegamos juntos hasta los últimos días del mes. La urca que con nosotros iba, pidió socorro por la mucha agua que hacía, se le habían cegado las bombas con el lastre, así que se sacó a la gente y se repartió entre las otras dos naos, en total serían ciento ochenta soldados, pero los bastimentos no se pudieron sacar por el temporal. Sólo quedó parte de la marinería en la nave intentando aderezarla y nada más se supo de ella.

Ese día hubo reunión de mandos en el San Esteban y se pensó enfilar hacia el reino de Noruega, pero volvió el viento del nordeste y nos empujó con fuerza hacia las islas de Escocia. El viento era tan recio y la mar embraveció tanto que parecía tocar con el cielo. La travesía entre las islas, con el aire soplando a veces de tierra, nos resultó tan aciaga, que, en algunas ocasiones, creímos que era el fin. Las tenebrosas noches, no se veía nao ni fanal alguno, las pasábamos en vela y en más de una ocasión capitanes y alféreces de las compañías acudieron airados al castillo de popa para obligar a los pilotos a que cambiaran de rumbo. Estos les respondían que se salvaba la vida mejor en alta mar que acercándonos a aquella costa llena de peñascales y traidores arrecifes. A veces era tal el oleaje y el zarandeo que sufría la nao con los golpes de mar que la gente resbalaba y caía por las cubiertas como las hojas de los árboles en otoño.

El día del desastre, al amanecer, la sonda dio ciento veintiocho brazas y banco de piedras, sin arena ni cascajo; se descubrió tierra y la gente empezó a exigir que nos acercáramos a la costa para encontrar un abrigo en cuanto las borrascas y el viento amainaran. Todos mirábamos la línea de tierra con el corazón encogido y muchos rezaban en voz alta, pidiendo ayuda a Dios y a su Santísima Madre. Así pasamos casi toda la jornada, impacientes, excitados, cargando cada uno con los objetos o cosas de su propiedad que consideraba salvar en el caso de que tuviéramos que alcanzar a nado la marina. Muchos se llenaban de monedas los cintos de cuero y se los abrochaban, otros se ataban las bolsas de los dineros al costillar y en ellas metían cruces de oro y joyas, algunos dudaban sobre cómo vestirse para estar más desembarazados y la mayoría de los soldados no se soltaba de sus arquetas de equipaje que podrían salvarles del apuro.

Al atardecer el viento menguó y ya nos íbamos aproximando a la costa, cuando algo, seguramente alguna roca traicionera, golpeó en la quilla, la nao comenzó a dar un grandísimo balanceo y la artillería, que iba en la cubierta de arriba, se corrió a la banda de babor; a la vez, dos grandes olas cargaron toda su espuma sobre el combés. La gente chillaba y, a gritos, se encomendaban a Nuestro Señor y a la Virgen Santísima. Las escasas amarras ya no sostenían a la nave ni tampoco servía el velamen así que fuimos arrastrados a los acantilados abriéndose el casco en dos. Enseguida el agua lo invadió todo. Los que estaban dentro de la nao se ahogaron, algunos se echaban al agua, pero como no sabían nadar se iban al fondo, otros se agarraban a los barriles y muebles, a modo de balsas y daban voces llamando a Dios. De repente, las aguas se llenaron de maderos, cuerdas, trozos de lona de las velas que venían hacia nosotros y nos golpeaban.

Yo aguanté todo lo que pude agarrado a un extremo de la proa que quedó en alto y al ver a mis pies una especie de cajón vacío que flotaba, que era como una artesa de las de hacer el pan, me tiré a las aguas para alcanzarlo en el momento en que un soldado con la cara ensangrentada intentaba meterse dentro. Él me suplicó que lo dejara, pues no sabía nadar y eso hice, aunque para sostenerme tocaba los bordes de la artesa y así nos mantuvimos un rato, hasta que un golpe de mar nos la volteó y él se fue al fondo; sólo su hermosa gorra adornada de plumas se quedó flotando junto a mí. Luego creo que fue un tronco o una viga de la nao la que me amorató todo el cuello por debajo de la oreja y me dio en la cabeza; sin poderla mover me encontré tirado en una pequeña playa con los huesos doloridos y las tripas llenas de agua salada. Estaba anocheciendo, el ruido de la mar había cesado, pero del otro lado del acantilado donde yo estaba llegaban voces de gente. Como pude escalé unas piedras e intenté observar lo que ocurría. Espantoso fue lo que vieron mis ojos: cuadrillas de hombres con vestiduras harapientas se tiraban sobré los ahogados que el oleaje depositaba en los arenales y les despojaban de sus trajes y calzado, disputándoselo encarnizadamente.

A los que todavía daban señales de vida con quejidos o movimientos les golpeaban la cabeza con unas estacas o garrotes y luego los desvalijaban. Jubones, camisas, capotes y botas eran arrancados sin miramientos y depositados en el fondo de unos sacos que se colgaban al hombro, para escapar corriendo. Todos aquellos salvajes tenían el mismo feroz aspecto y todos tenían prisa. Enseguida comprendí el porqué. Gente armada, a caballo y con fanales, a las órdenes de un jefe empezó a recorrer la marina, que sería como de una milla de larga; otros a pie, unos con arcabuz y los más con pica, se internaban por entre las matas y los pedregales del acantilado; parecían ingleses, pues iban vestidos a la usanza del reino y obedecían órdenes. En cuanto éstos aparecieron, los salvajes irlandeses se perdieron por las sendas que conducían a las montañas vecinas. Los soldados ingleses trajeron dos botes y con ellos se acercaron al San Esteban que estaba de través en unos berrocales, sacando con gran pericia todo lo que podían y así estuvieron hasta media noche, alumbrándose con faroles.

Yo, atemorizado por todo lo que estaba viendo y me aguardaba, me puse a buscar un escondite donde reposar mi dolorido cuerpo, pues me caía ya, agotado de cansancio y de miedo. Como estaba empapado, primero me desnudé y fui retorciendo la ropa, luego la dejé tendida en un matorral y me metí entre unos helechos a dormir un poco. Un ruido de pasos me despertó al amanecer, era un hombre del San Esteban que tampoco había reparado en mi persona, iba desnudo y tenía el pelo apelmazado de sangre, le di una voz y empezó a correr despavorido, luego retrocedió. Yo no lo conocía, pero él a mí sí, era artillero y se había salvado nadando y dejándose llevar por el oleaje.

—Y pensar que aprendí a flotar hace dos días, reparando una avería con el buzo de la nao…

Me dijo que por la noche se había acercado a la playa acosado por el hambre, pues la mar echaba fuera bizcocho, garbanzos y habas y de ello se había alimentado. Sobre lo que vio, los dos temblábamos horrorizados. Los ingleses, en cuanto sentían que alguien se movía entre las matas o en el pedregal de la costa, le soltaban un arcabuzazo o lo ensartaban con la pica y a los naturales de la tierra los despachaban a golpes para que no tocaran lo mayor o lo más valioso del naufragio que ellos se disponían a recoger: ropas bordadas, hebillas de oro y plata, cruces, cadenas, botas de cuero repujado, armas, objetos de cristal o de loza, monedas… Los salvajes irlandeses, según dijo el artillero, escondidos entre la maleza estuvieron acechando toda la noche hasta que se fueron los ingleses; luego regresaron de nuevo en busca de más despojos. Algunos sacaban hachas de hierro ocultas bajo el sayo y también cuchillos para degollar a los naufragos que intentaban huir. Llevaban el pelo muy largo y atado con cuerdas, iban descalzos y su aspecto, fiero y montaraz, difería de los ingleses.

Por la mañana se contaban por decenas los ahogados que el mar arrojaba a las arenas y allí, amontonados, enseguida empezaron a llegar las aves de rapiña y a revolotear encima de los pobres desdichados. También animales de tierra, no se si perros o lobos, atraídos por el olor de la muerte se acercaban y hundían sus hocicos en los cuerpos dándoles la vuelta y lamiendo la sangre y las heridas.

Cuando se puso el sol decidimos salir de nuestro escondrijo, pues allí, entre las rocas, tarde o temprano iban a dar con nosotros. Después de encomendarnos varias veces a Dios, a la Virgen y a todos los Santos, tomamos una senda que nos condujo a una choza con la puerta llena de cagadas de vaca y un montón de estiércol. Dentro, un anciano con el cuerpo completamente doblado, ordeñaba una vaca. Nos miró asustado y mientras se santiguaba decía: ¡spaniard, spaniard! Nosotros le sonreímos y también nos hacíamos la señal de la cruz de la manera más devota para mostrarle que éramos personas pacíficas y de su religión. Le pedimos de comer y el pobre viejo interrumpió su tarea y nos dejó beber la leche del balde. Luego sacó unas nueces de un morral y nos las dio. A duras penas le hicimos saber que queríamos escapar a lugar seguro y él nos mostró un monte cercano detras del cual entendimos había una iglesia, ermita o lugar, donde podríamos encontrar refugio. Cansados como estábamos, nos acostamos entre la hierba seca y a medianoche el pobre hombre vino a despertarnos para mostrarnos el camino. Mi compañero, el artillero, dormía tan profundamente que no hubo manera de espabilarlo y allí se quedó.

Yo le di las gracias al irlandés y tomé la vereda que me indicó. Anduve como dos horas, cuando percibía algún ruido de pasos o voces, me salía del camino y me escondía entre las matas y los helechos y así llegué hasta un altozano donde se levantaba un monasterio construido en piedra junto a un lago de aguas turbias y cenagosas. Enseguida comprobé que aquello estaba abandonado, pues el viento entraba por corredores y estancias golpeando postigos y puertas. Entré en el pórtico y luego en la iglesia que estaba vacía y desnuda de altares y santos; en medio de la nave central se veían restos de una gran hoguera, bancos quemados, trozos de imágenes y de retablo chamuscadas, todo olía a humo y cenizas. Me senté junto a un arco de piedra a pensar qué podía hacer en aquel lugar tan desolado y sentí pasos detrás de mí, un monje, a juzgar por los cordones que sujetaban sus harapos, atravesó la iglesia presuroso. Al ver que yo no lo requería apareció de nuevo y se detuvo frente a mí. Su figura desgreñada, con el pelo y la barba sucios, los ojos desviados y la túnica hecha un andrajo, impresionaba. Yo me santigüé y le sonreí para que viera que era hombre de paz, entonces me soltó unas palabras en irlandés y me rogó que le siguiera. Entramos en la sacristía y aquello sí que amendrataba al más valiente capitán: un arcón vacío estaba volcado sobre las losas, los ornamentos sagrados se amontonaban con la basura y de la viga mayor del techo colgaba un cadáver que el viento de la ventana hacía balancear, debía ser del abad por el hábito que llevaba y la cogulla que le cubría la cabeza.

El espeluznante fraile se recogió en devota actitud, bisbiseo una oración y luego me continuó mostrando el convento. Por las palabras en latín que de vez en cuando soltaba pude entender que habían sido los ingleses luteranos los que habían quemado el monasterio, ahorcando también a su prior, mientras los demás monjes habían huido a las montañas. Yo le dije que quería un lugar seguro con los irlandeses católicos y también comer y beber. Para saciar el hambre me llevó a las cuadras y me mostró un pequeño cerdo, de apariencia salvaje, que guardaba en un enrejado. Luego me sacó un cuchillo y con gran algarabía le dimos muerte entre los dos y preparamos el fuego en el huerto para asarlo. Nunca he guisado un animal pero lo puse apoyado en unas piedras sobre las brasas y aquello fue un festín. A falta de vino bebimos agua fresca del chorro de la fuente. Luego nos sentamos uno frente al otro y nos quedamos adormilados. Cuando se despabilaba se metía las manos en el hábito y se frotaba con vehemencia sus bajos mirándome fijamente.

En el monasterio pasé la noche; al día siguiente empleamos la jornada en dar tierra al pobre abad que ya apestaba y en comer un buen trozo de nuestro manjar y al atardecer tomé la senda que, él dijo, me conduciría al castillo del señor de la comarca, el señor O'Halloran, muy poderoso, según su opinión, por tener muchos soldados armados para hacer la guerra a la reina Isabel. Como despedida el fraile me regaló la cabeza del cerdo envuelta en hojas de berza y así hice el camino hasta que encontré un lugar donde guarecerme para dormir. Antes de amanecer un ruido de hacha me despertó. Era uno de aquellos montaraces irlandeses que cortaban las ramas jóvenes de los árboles y con ellas hacía gavillas. Hice ademán de saludarle, le ofrecí mi trozo de cerdo en son de paz y le pregunté por el señor de las montañas. Él me sonrió y me invitó a que le ayudara a llevar las gavillas a una choza cercana en medio del bosque, donde las iba amontonando. Cuando hubimos llevado toda la carga me hizo pasar al interior y allí tuve la sorpresa de encontrarme con otro compañero de aventuras, que sentado sobre una banqueta, trenzaba un cesto. Yo lo saludé y le pregunté cómo había llegado hasta allí.

—Pues como tú, compadre, huyendo de estos hijos de perra ingleses y de sus primos los irlandeses. Y doy gracias a Dios, porque no me han degollado todavía, pero todo se andará.

Nada más llegar, el irlandés me dio un cuchillo y me mostró cómo se pelaban las ramas jóvenes, creo que eran de fresno, para luego tejer el cesto.

—Esto se aprende enseguida, compadre; no hace falta ir a Salamanca ni a Alcalá. Nunca vi este oficio en mi pueblo y mira que florituras hago —decía satisfecho contemplando su obra.

El irlandés salía de la choza y volvía a entrar para comprobar mis adelantos. Era un hombre corpulento de piel clara y el pelo hasta los ojos, vestía con un sayo y una especie de chaleco de lana burda. En los pies llevaba un calzado como nuestras abarcas, atado a las piernas con tiras de cuero. Su aspecto era menos harapiento que los que asaltaban la playa cuando el desastre. Como parecía no gustarle que habláramos, mi compañero se calló y se aplicó a su trabajo. A media mañana nos dejó en un cuenco unos trozos de pan oscuro, ellos comen pan de avena, unas avellanas y un jarro de agua y se marchó llevándose mi cerdo. Pero enseguida regresó con una cuerda fuerte de cáñamo que me ató a un tobillo y luego enganchó a una viga. Y así con ese amable y caritativo gesto se despidió.

En cuanto vimos que no volvía nos pusimos a comer y a contarnos nuestras hazañas. Según Manuel que era de Rota en Andalucía e iba como grumete en la Anunciada, de la escuadra de Levante, desde el suceso de los veleros de fuego que nos echó la Armada inglesa en el canal, la Anunciada ya venía herida de muerte y se anegaba sin remedio. Su capitán, Esteban de Oliste, pidió socorro al galeón Real y se le enviaron cinco pataches que la trajeron hasta la costa oeste de Irlanda, camino de España. Pero el recio temporal y la mar gruesa les obligaron a buscar abrigo en la boca del río Shanon, donde viendo que la nao se iba a pique, sacaron los bastimentos y las municiones y la repartieron en los pataches así como la gente de mar y guerra que en ella venía, y la nao fue barrenada y quemada. Uno de los días que estaban en el estuario del Shanon, confiados por lo que se decía de los naturales irlandeses, buenos católicos, enfrentados a la reina inglesa y por lo tanto amigos de España, salieron a tierra a buscar algo de comida y bebida y ya no volvieron. Los ocho que habían saltado del bote se los repartieron aquellos salvajes y a Manuel se lo cedieron al cestero.

—Éstos son peores que los ingleses, porque aquéllos, de todos es conocido que son herejes luteranos, pero éstos van alardeando de ser cristianos del Papa. A ver cómo salgo yo del cepo de este católico —decía Manuel, mostrándome la cadena enganchada a uno de los pies.

Yo le decía que me habían hablado de un señor en las montañas que acogía a los enemigos de la reina y que me pensaba escapar.

—Pues hazlo pronto, antes de que encuentre otra cadena y te amarre.

Quedamos en que si yo me salvaba y encontraba protección volvería a liberarlo.

—Anda, que si se enteran los ingleses de lo que ha hecho este perro cristiano, le rebanan el pescuezo, hoy antes que mañana —decía Manuel entusiasmado con la idea.

Por la tarde, el salvaje vino a comprobar todo lo que habíamos trabajado y se trajo a las mujeres de su casa, una vieja y tres jóvenes que no dejaban de mirarnos y de reírse, armando un gran alboroto.

Manuel, el de Rota, inclinado sobre las varas de su cesto, me decía en voz baja:

—Mira cómo se ríe esa puta desdentada, debe ser su parienta. Ni regaladas les echaría un tiento a las mozas, no tienen más que greñas y bigote las desgraciadas, huelen peor que una oveja pariendo.

La verdad es que eran poco agraciadas, además de sucias y mal compuestas. Se cubrían con una camisa larga, otra tela de lana encima y un lienzo doblado en la cabeza.

Luego se fueron y el amo, después de llenarnos la jarra de agua, también. Yo le sonreí agradecido y ya no le volví a ver, pues a medianoche Manuel me ayudó a deshacer el nudo de la cuerda, nos despedimos con un abrazo y salí de la choza. Había luna llena, y en vez de coger la senda, me fui a campo través hacia las montañas.

Anduve varias horas, primero ascendí un cerro y en un bosquecillo de castaños me entretuve sacando las castañas dé los erizos del suelo, como si estuviera en el Jaizquibel, luego atravesé una vaguada y volví a subir una pequeña montaña, el cielo estaba claro y no había niebla.

Desde la cumbre divisé una pequeña aldea de unas cuatro o cinco casas con una iglesia de piedra tan grande como todo el pueblo. En su torre empezó a tocar la campana. Debía ser domingo pues desde lo alto pude ver a varias personas que entraban en la iglesia y luego salían en grupo hablando muy entretenidamente. Yo esperé a que se recogieran en sus casas y di varios rodeos antes de acercarme. Pensé que aquella aldea tendría que ser muy católica por tener un templo tan hermoso y sus habitantes no tan facinerosos como los irlandeses que hasta entonces me había encontrado. Así que me encomendé a la Virgen Santísima y al Santo Cristo de Lezo y en la primera casa golpeé la puerta con un palo que llevaba de cayado.

Me recibió una mujer de mediana edad, yo me santigüé y junté las manos como si algo suplicara. Ella soltó una parrafada a los que estaban dentro y enseguida acudieron al zaguán un anciano, tres chiquillos, la que parecía su hermana mayor y el padre. Todos me miraban con curiosidad, el padre me tocó la chaquetilla y las calzas por si traía armas, yo tiré el palo que llevaba y levanté las manos, mostrándome lo más inofensivo y desventurado que pude. El hombre viejo habló algo que los chiquillos celebraron, entonces el padre autorizó a la madre que me permitiera entrar en la casa. Me llevaron a una sala grande donde estaba la cocina con un gran fuego y bancos de madera adosados a la pared. Tomé asiento y la mujer me acercó un cuenco de leche preguntándome si la quería así o pasada por el fuego. Yo le indiqué que sentía frío, entonces la hija me trajo una piedra caliente, me la echó en la leche y me sonrió. Luego tomó asiento con sus hermanos frente a mí y no dejó de mirarme todo el rato. Llevaba el pelo atado en una larga trenza, tenía los ojos muy azules y la cara llena de pecas, por la nariz y por los pómulos. Así estuvimos un rato, mientras los mayores hablaban y hacían observaciones sobre mi persona. Después la madre me dijo que la siguiera y me llevó arriba de la casa, a un cuarto del desván, donde había dos colchones sobre unas patas de tronco. Sin duda querían que descansara y eso hice hasta que por la tarde vinieron a despertarme. Bajé a la sala de la cocina y allí me presentaron al que había llegado, un hombre alto, fuerte y con cara colorada, pero de aspecto menos montaraz que los demás, que se dirigió a mí en la lengua de la iglesia. Aunque vestía como ellos, era el cura párroco de todas aquellas aldeas, luego me enteré que así se hacía para no ser reconocidos por los ingleses que los perseguían a muerte. Me preguntó de qué nación era y cómo había llegado hasta allí sin caer en manos de los enemigos, pues había guarniciones por toda la costa. Yo le conté el naufragio de mi barco y los atropellos que había visto en la playa con gestos y ademanes de dolor y angustia y así me hice entender por toda la familia.

El clérigo me dijo que en la isla nadie quería a la reina hereje y que los ingleses nos perseguían y mataban por suponer que los barcos naufragados traían al ejército invasor desde España con el fin de unirse a los rebeldes irlandeses. Él mismo, en su santo ministerio, había prohibido a sus fieles acudir a la costa en busca de los despojos de los barcos españoles, pero muchos le habían engañado diciéndole que iban a por algas para abonar la tierra de cultivo. También me dio a entender, llevándose las manos a la garganta, que a ellos, a los curas y monjes de los monasterios irlandeses, los luteranos los degollaban y a los hombres de las aldeas que protegían a los náufragos del rey de España, a los que llamaban plaga de langosta, les robaban el ganado, daban fuego a sus casas y los ahorcaban en la plaza. Todo esto mandado por el General de la reina, el señor Fitzwilliam, temido y odiado por todos los irlandeses, por su crueldad.

Nunca hubiera creído la cantidad de palabras latinas que no había olvidado desde mis estudios primeros y que, haciendo un esfuerzo, acudían a mi cabeza. Como Dios me dio a entender hice saber al párroco que siempre había considerado a los irlandeses buenos cristianos, caritativos y bravos defensores de la fe católica y que ahora lo que realmente deseaba era buscar refugio en el señor de aquellas montañas, hasta que las aguas se remansaran y pudiera regresar a mi país. El clérigo me precisó que la Inglaterra nunca saldría de sus errores ni volvería a la religión antigua por muchos soldados que desembarcaran en la isla, pues los comerciantes, armadores de naos y la gente de las ciudades estaban con la reina hereje y ya aventajaban en número y poder a los nobles de los condados y que el señor del castillo al que deseaba dirigirme era el jefe de la familia O'Halloran grandes y distinguidos enemigos de la reina, a la que nunca habían querido obedecer ni tributar. Y que si tan obstinado estaba en partir buscaría a alguien de confianza para que me acompañara hasta el solar de su amigo O'Halloran. Luego me habló de las aldeas de su parroquia, donde todos los convecinos disfrutaban de gran desahogo y bienestar, pues había mucho ganado, suficiente turba para todos los hogares y buenos alimentos, no así en el resto de la isla donde los luteranos estaban imponiendo un gobierno sin justicia ni razón.

Mientras conversábamos, la mujer de la casa nos iba preparando la cena, pues en esta isla se hace la última comida antes de ponerse el sol. La hija extendió la mesa que había agarrada a la pared y a ella acercamos nuestros asientos el clérigo y yo. El padre fue a buscar la cerveza que él mismo producía, de color oscuro, con mucha espuma y luego se sentó con nosotros.

Hacía tiempo que no había comido con tanto apetito y en compañía de extraños tan amables. Sobre mi situación, el párroco quedó en volver al día siguiente con un hombre de confianza para que me guiara hasta el castillo de O'Halloran.

Después de la cena, ellos siguieron conversando y la madre me acompañó al cuarto de dormir, en el desván y me extendió en el suelo unas pieles de cordero junto a los colchones.

A medianoche y aunque estaba desnudo, me desperté acalorado y lleno de sudor; miré alrededor y en uno de los colchones dormían arrebujados los tres chiquillos de la casa y en el otro su rubia hermana mayor. Al despabilarme tuve la sensación de que les había atronado con mis ronquidos, pues ella muy despierta me miraba con el dedo en los labios como imponiendo silencio. Yo abrí todavía más los ojos, entonces ella retiró el cobertor y, con una sonrisa, me invitó a su cama. Con cuidado y sin hacer ruido me levanté y fui; ella me abrazó con fuerza y así estuvimos largo rato, luego se apartaba de mí para contemplarme y volvía a abrazarse. En el desván entraba ya la luz del amanecer y yo pude contemplar lo hermosa que era mientras se soltaba la trenza y su pelo rubio caía por la almohada y el cobertor. Con suavidad empezó a acariciarme con las manos el cuello, la cara y los hombros y a besar mi barba sin dejar de sonreír. De nuevo se abrazó a mi cuerpo y cerró los ojos, yo creí que me deshacía por dentro, tal era la dicha y el gozo que sentía y procuré no hacerle daño. Así nos llegó la claridad de la madrugada y los primeros ruidos de los animales de la casa.

Yo regresé a mi rincón del suelo, me caía de sueño, pero preferí contemplarla un rato cómo se removía en el lecho con la boca entreabierta y los ojos adormilados. Nunca tanto bienestar y tanta emoción se habían apoderado de mí, aquel amanecer me asomé a las puertas del paraíso, era como un arrebato de satisfacción y de contento que jamás había disfrutado.

El ruido de los pasos me sacaron del feliz letargo, me llamaban para el viaje a las montañas. Abajo, en la cocina, tenía preparado un cuenco de leche caliente y un trozo de pan de avena que devoré con apetito. Rebañaba las últimas migas del pan remojado, cuando ella apareció; se había trenzado el pelo, traía en los brazos un balde de turba y con los ojos bajos lo echó sobre el fuego. Al avivarse la fogata y saltar un montón de chispas, me aparté de la lumbre y me sacudí las ropas, ella lo celebró con risas. Estábamos solos y me atreví a preguntarle cómo se llamaba, ella me contestó que Doireann, luego me puso la mano en el hombro y me lo repitió en el oído: Do-i-re-ann.

Enseguida los hermanos y familiares entraron en la cocina y se formó un gran bullicio, pues también llegaba el clérigo con el guía que debía acompañarme. Todos me miraban y hablaban de mí, parecían estar contentos de haberme acogido y tanto el padre como la madre encarecían al guía que me cuidara de los asaltos ingleses. Después de despedirme de todos, uno por uno, con un beso en la mejilla, Doireann estaba triste. Recibí de la mujer de la casa una bolsa de lino con pan, queso, nueces y avellanas y una serie de advertencias cariñosas, como las que hacen las madres y que yo no entendía. Cuando salimos al campo y me volví varias veces para saludarlos con el brazo, el guía sonreía.

El viaje al castillo de O'Halloran se hizo sin sustos ni sobresaltos, el guía tomó la vereda y yo le seguí en paralelo por entre los matojos del bosque, no necesitaba senda ni camino para avanzar, pues mi cabeza y mi corazón estaban llenos de Doireann, así que al pincharme con espinos y zarzas ningún dolor sentía salvo el de su ausencia. Después de andar como una legua, encontramos a ingleses armados, unos quince o veinte que se dirigían a la costa y preguntaron al irlandés por algún lugar cercano para herrar a los caballos.

Cuando llegamos a O'Halloran era ya muy entrada la noche, los vigilantes que hacían la ronda tenían mucho sueño y pocas ganas de abrir la puerta principal, así que nos acomodaron en la vivienda de los guardas, hasta que amaneciera.

Por lo que vi a la luz del farol, aquello no parecía castillo ni tenía aspecto de fortaleza, era un caserón grande de piedra con una torre desmochada, y en un ángulo conservaba un reloj de sol; el edificio estaba bien defendido sobre un altozano junto a un lago de aguas oscuras y en medio de tierras cenagosas, lo que aquí llaman turberas o turbales. Sólo el acceso estaba empedrado hasta un pequeño patio de armas donde se levantaba una cruz también de piedra, con relieves e inscripciones.

En el castillo había un gran desbarajuste y para colmo el señor faltaba, así que el desconcierto entre sirvientes, gente de armas, refugiados y familiares era grande. El interior del edificio estaba bastante destartalado, en las estancias de la familia no había más que bancos de madera y algún arcón y en lo que llamaban sala de armas se amontonaban llenas de polvo unas cuantas alabardas, media docena de arcabuces, algunas espadas melladas sin vaina y unas cuantas ballestas. Más parecía la armería de un cazador de venados que la de un señor de una comarca rebelde a los ingleses. Tampoco las caballerizas eran muy presentables. Entre caballos y mulas no pasaban de veinte los jamelgos que allí se guardaban, había dos yeguas alazanas para criar y seis caballos tordos de buen pelaje y alzada, el resto lo mismo servían para ensillar que para tiro y todos con gran necesidad de herraje, cepillado y pienso en el pesebre.

Enseguida conocí al grupo de españoles que allí habían encontrado protección, en total éramos ocho y ocupábamos una sala grande que daba a las cuadras. Por la noche, cada uno desde el catre, contaba su vida, a veces todos hablábamos a la vez y nadie escuchaba.

El de más alta alcurnia era un caballero aventurero de la Anunciada, nao perdida en el río Shanon que pudo salvarse con una bolsa de monedas de oro colgando de la entrepierna. Don Cristóbal, que así se llamaba el gentilhombre, se mantenía siempre ponderado y distante con los demás, pero al contar su aventura particular perdía la compostura y se tocaba los genitales.

—Aquí, aquí tenía el colgajo de las monedas. Cuando el irlandés que me encontró me tentó el cuerpo para ver si venía armado, al llegar por los calzones a mi natura le dije escandalizado: «¡Por los clavos de Cristo! Que ésos sólo los toca mi santa esposa.» Y así salvé el tesorillo que llevaba. Luego me fui a descargar el vientre a unas matas, saqué dos monedas de oro, se las di y me trajo hasta aquí.

Había también otro, salvado de la Anunciada, que era soldado y no abría la boca, parecía alelado. Otros dos procedían del San Juan Bautista, de la escuadra de Castilla, uno era alguacil y el otro grumete, los dos abrigaban la idea de quedarse en Irlanda, si el señor O'Halloran les daba tierras y casaban con mujeres del país, pues no querían oír hablar del regreso ni menos de servir de nuevo al rey don Felipe. Eran los que más trato tenían con criadas y lavanderas del castillo, siempre andaban por pasillos y corredores. El alguacil, que además de tener buena voz para pregonar las ordenes en el barco, sabía leer y escribir, pretendía que el señor O'Halloran le nombrara alcalde o gobernador de algunas aldeas de su jurisdicción y en eso estaba. El grumete llamado Noé era de tierra de vinos, de Tomelloso, allí en la Mancha, empinaba mucho el codo y todo su empeño era abrir una taberna para solaz y recreo de los irlandeses, con los que compadreaba bastante.

Los otros tres eran un tonelero y dos soldados de la nao Gran Grin, de la escuadra vizcaína, que empujada por los temporales, embarrancó en la isla de Clare, frente a la bahía de Clew en el condado de Mayo. Más de doscientos hombres de los trescientos cinco que llevaba se ahogaron intentando ganar la marina y unos cien, entre los que había conocidos caballeros de linaje, se acogieron a la protección del señor de la isla esperando ser liberados. Como las condiciones económicas del rescate no terminaban de ajustarse, y los altos mandos de guerra debían pagar mucho más que los de la marinería, una noche la mayor parte de ellos se arriesgaron a preparar la escapada siendo descubiertos y conducidos a una colina y pasados por las armas antes del amanecer. Uno de los soldados se hizo el muerto y escapó al día siguiente, cuando ya los buitres revoloteaban sobre los cadáveres, y el otro soldado y el tonelero salvaron la vida gracias a la agilidad de sus piernas y a un milagro de los santos de su devoción.

En la planta de encima, en una sala semejante a la nuestra, se alojaban otro tipo de huidos, no náufragos como nosotros sino hombres del país, frailes y clérigos, como una docena, que habían tenido que escapar de sus monasterios y parroquias perseguidos por los crueles luteranos de la reina. Para entretenerlos se les había dado un apropiado trabajo, el cuidado de la vieja biblioteca y la renovación de la botica, que estaba bastante descuidada; en sus anaqueles no había más que tres tarros, uno con aceite de almendras amargas, otro con agua de azahar y el tercero, el más grande, con aguardiente. Los frailes de la farmacia al principio trabajaron con ardor y entrega y estaban muy satisfechos con los ungüentos y jarabes que habían logrado, pero luego con la excusa de reponer el herbolario, se iban al campo en busca de manzanilla, raíces de hinojo, romero y cantueso y se pasaban la jornada en las aldeas, regresando al atardecer. Los frailes de la biblioteca, sin embargo, permanecían en la casa y habían ya recompuesto las encuadernaciones de los pocos libros que el señor había heredado de sus mayores y que nadie leía, por estar casi todos en latín antiguo, entonces se dedicaban a recoser y a zurcir los ornamentos sagrados en un cuarto contiguo a la sacristía, donde costureras y jóvenes aficionadas a la aguja venidas de las aldeas les echaban una mano en su meritoria labor.

El mayordomo o caballerizo mayor, a falta del señor, era el único que se esforzaba en poner orden en aquel mare mágnum de gente tan variada y a menudo se quejaba de la poca ayuda que recibía de las mujeres de la familia en el gobierno de la casa. La verdad es que, sin ser casquivanas ni licenciosas, se pasaban el día hablando y contentando a los huéspedes y hasta las servilletas en el cuello nos ponían a la hora de comer.

Al día siguiente de mi llegada, el mayordomo nos encargó que hiciéramos una lista del armamento necesario para hacer frente a un posible asalto de las guarniciones inglesas y que fuéramos eligiendo entre nosotros al que podría ser asignado Capitán de la fortaleza por el señor O'Halloran. Nadie, salvo Rodrigo, el alguacil del San Juan Bautista, se veía con méritos para el cargo y como don Cristóbal, el gentilhombre de la Anunciada, aseguraba que. Rodrigo de Capitán sólo tenía el nombre, el asunto quedó sin decidirse. Don Cristóbal, cuando nos encontrábamos a solas, intentó varias veces sonsacar mis inquietudes y aspiraciones pues yo reunía, según él, todas las cualidades necesarias, era joven, laborioso y diligente en las tareas, leal y de fiar como buen vascongado y la causa por la que se luchaba no podía ser más justa: la defensa de la religión verdadera en un reino sojuzgado e invadido por los soldados de la herejía. Yo decliné a don Cristóbal su honrosa oferta y le dije con bastante contundencia que jamás había pensado en orientar mi futuro hacia la carrera de las armas, así que el discreto caballero no habló más de ello.

A partir de entonces en aquellas interminables jornadas, sólo se hablaba de escapar cuanto antes de la isla hacia el reino de Escocia, donde según se decía estaban los agentes de Parma que diligenciaban los rescates. Con el dinero de don Cristóbal y dos cartas que yo escribí en un mal latín a un clérigo de Ennis, amigo del señor O'Halloran, el asunto se fue arreglando y aunque también se tuvo que dejar contento al mayordomo, gracias a don Cristóbal, hombre generoso, empezamos a preparar la marcha hacia la costa. Se trataba primero de ir a Ennis y de allí a Moher, donde tomaríamos un pesquero que nos conduciría a Escocia y una vez acogidos a la benevolencia del monarca escocés era cuestión de esperar y confiar en Dios y en el duque de Parma, don Alejandro Farnesio, que después de tanto desastre intentaba enderezar el desaguisado de la Armada, ayudando a los que habíamos escapado con vida.

Una noche por fin, con el mayor sigilo, por expreso deseo del mayordomo, partimos de O'Halloran, don Cristóbal, el soldado silencioso de la Anunciada, el tonelero, los otros dos soldados del Gran Grin y yo. Durante el día nos resguardaba el guía en chozas de ganado y por la noche hacíamos el camino. En dos jornadas llegamos a una pequeña aldea cercana a la ciudad de Ennis y allí nos alojamos en la sacristía de la iglesia. La distancia entre la aldea y el pequeño fondeadero, donde nos esperaba la embarcación, la hicimos en un carromato de ovejas y enseguida después de despedir y pagar al guía, nos hicimos a la mar.

Antes de contar nuestra arribada al puerto de Ayr en Escocia voy a relatar el encuentro que tuvimos en la iglesia de la aldea de Ennis, por haber protagonizado el personaje el más triste episodio acaecido en los últimos días en que la Armada todavía navegaba unida. Fue al llegar a nuestro refugio de la iglesia, dos hombres dormían en un rincón al pie de los candelabros, uno era el contramaestre del Lavia y el otro el Capitán Francisco de Cuéllar, del galeón San Pedro. Como siempre ocurría en los encuentros, cada uno contaba su peripecia y los demás escuchaban. Aquella noche el Capitán Cuéllar tenía ganas de hablar.

—Yo venía en el San Pedro, de la escuadra de Castilla, haciendo aguas desde Calais pues la rociada de balas que allí recibimos fue cumplida. El día 10 de agosto reposaba un rato en mi catre, pues llevaba días que no dormía ni paraba por acudir a lo que era necesario, cuando un piloto, un mal hombre que yo tenía, sin decirme nada, dio velas y salió delante del galeón Real cosa de dos millas, como otros navíos lo habían hecho para irse enderezando. La orden del duque para que fuera al San Martín me levantó de la cama, fui allá y, antes de que llegase, me enteré de que yo y Otro caballero, Capitán de urca, llamado don Cristóbal de Ávila, que también se había adelantado, estábamos condenados a muerte. Yo reventé de coraje al oír este rigor de quitarnos la vida tan afrentosamente y pedí testigos para atajar tan gran sinrazón. De todo esto el duque no quería saber nada, pues se hallaba retirado en su cámara y era don Francisco de Bobadilla, Maestre de Campo General, el que hacía y deshacía en la Armada y por él y otros, que no quiero nombrar, se regía todo. Del galeón Real me enviaron al Auditor General de la Armada, don Martín de Aranda que iba en el Lavia, de la escuadra de Levante, el cual me oyó y, además, hizo información secreta de mi persona, diciéndole todos los testigos cuán valioso había sido mi servicio a Su Majestad, por lo que no se atrevió a ejecutar en mí la orden de horca. Sobre ello escribió al duque que se le enviaría por escrito la sentencia. Al que sí ahorcaron fue al pobre don Cristóbal de Ávila, siendo un intachable caballero, según el testimonio de muchos. Colgado de la antena de un patache y bamboleado por el viento pasearon por toda la Armada a tan noble y leal Capitán de las compañías de Su Majestad.

—Parece que Dios y la Virgen Santísima le salvaron a usted la vida, don Francisco.

—Sí, la salvé, pero a punto estuve de perderla cuando nuestra nao con un grueso temporal que sobrevino se abrió en dos. Era el día en que otras dos naos también levantiscas, de don Martín de Bertedona, la Juliana y la Santa María de Visón, se habían acercado a socorrernos, en ellas venía el Maestre de Campo, don Diego Enríquez. Las tres naves tuvimos grandes apuros para doblar el cabo de Clear, pues el viento desaforado nos iba arrastrando contra los acantilados y, así, en una hora los tres bajeles se hicieron pedazos. Sólo escaparon unos trescientos hombres y más de mil quedaron en el agua, entre ellos mucha gente principal. El mismo don Diego Enríquez murió allí lo más tristemente que el mundo ha visto, porque, con temor de la grandísima mar que había, tomó para salvarse el batel de su nao que tenía cubierta y él, con el hijo del conde de Villafranca y otros dos caballeros portugueses de gran fortuna, se metieron dentro del batel con más de dieciséis mil ducados en joyas y en monedas y mandaron cerrar el escotillón y calafatearlo; sobre él se echaron bastantes hombres más, queriéndolo encaminar a tierra, lo que no pudieron conseguir, pues el mar lo hundió y lo de arriba se vino abajo muriendo todos los que se habían metido debajo de la cubiertilla. Embarrancado en las arenas, los salvajes irlandeses que andaban por la marina lo abrieron para quitarle los clavos y hierros y encontrándose a los muertos los desvalijaron y con sus joyas y dineros escaparon, dejándolos desnudos y sin enterrar. Yo me salvé agarrándome a un pedazo de nao que se había quebrado e invocando a gritos a Nuestra Señora de Ontanar, patrona de Segovia, mi pueblo. Luego traté de ayudar con todas mis fuerzas a don Martín de Aranda, el Auditor General que me había salvado de la horca, pero la mar era tan recia y los maderos que andaban sueltos nos hacían tanto mal de muerte que acabó ahogándose el pobre don Martín. Yo me fui arrastrando hasta el interior de aquel bosquecillo, creyendo tener las piernas quebradas aunque sólo eran golpeadas…

Llegados a este punto del relato la velada se interrumpió, pues a la puerta de la sacristía llegó el guía que de antemano tenían convenido y se llevó a los dos hombres. De nosotros se despidieron con un abrazo y todos nos deseamos fortuna.

Era ya el mes de octubre cuando nuestro pesquero, después de un penoso viaje, arribó a Escocia, a la ciudad de Ayr, donde fuimos alojados en una granja abandonada de las afueras.

La estancia en Escocia a la espera de ser devueltos a nuestro reino se hizo larga y monótona, además, los primeros días estuve enfermo, así que no guardo buen recuerdo de Ayr. Creo que fue en la travesía, en aquel pesquero maltrecho y desvencijado, donde cogí un buen resfriado, un catarro tan fuerte que me oprimía el pecho y me impedía respirar; las costillas y la espalda me dolían tanto que no podía tomar postura en el jergón y pasé dos noches en un puro quejido. Además, en la granja, al principio hacía frío, luego colocaron un gran brasero en el centro de la sala dormitorio que se iba alimentando con maleza y piñas secas y ya todo fue más llevadero. La comida tampoco era mala, siempre había una buena sopa caliente con trozos de pescado y al tercer día se repartieron mantas y calzado.

De los escoceses ya nos habían advertido que no confiáramos demasiado, los había muy católicos, sobre todo entre los señores de los condados que odiaban a la reina inglesa por estar todavía muy fresca la sangre de doña María Estuardo; éstos aceptaban al rey Jacobo como un castigo de Dios. El joven monarca no daba un paso sin el permiso de la inglesa y el poder e influencia del clero católico no era como en Irlanda; la gente de las ciudades se estaba haciendo luterana y en los puertos de la costa este andaban muy asustados con el paso de la Armada del católico rey Felipe.

Hacia nosotros, los que íbamos llegando, enfermos, heridos y hambrientos sentían más lástima que temor y, aunque no se daban prisa, todos sabíamos que tarde o temprano por unos cuantos ducados, nos enviarían a Flandes o a España.

Todos los días había un amago de rescate que nos hacía concebir esperanzas: llegaba un escribano y pasaba la mañana confeccionando una lista de nombres con la edad, reino de origen y el oficio o cargo que se había tenido en la Armada. Pasaban tres o cuatro días sin noticia alguna y volvía a venir otro mandado a completar algún extremo, de índole económica, casi siempre. La mayoría no teníamos ni un penique, pero había caballeros aventureros o entretenidos o simplemente los capitanes, que declaraban poseer grandes rentas y esto se apuntaba junto a sus nombres, para acelerar los rescates. Por lo que fuimos observando, se hacían tres grupos o categorías: los gentilhombres, hidalgos o caballeros de linaje, formaban la primera clase, luego veníamos los de oficio reconocido como yo, escribano del San Esteban y en el tercer grado estaban los simples soldados, grumetes, pajes, criados y gente de color, que alguno había. Interesaba menos la clasificación según los reinos de procedencia, así estaba más cerca de ser rescatado un acaudalado caballero portugués o napolitano que un hidalgo pobre del reino de León o un paje de Carmona.

En el grupo intermedio fuimos quedando sólo tres: un cirujano, que el pobre estaba a punto de perder la razón y del que me gustaría saber su paradero, un pintor-artista-dora-dor como se hacía llamar, que había ido de carpintero mayor en el Trinidad Valencera, de la escuadra de Levante y luego yo; por puro azar ocupamos los tres catres del fondo y cuando yo, en medio de los dos, guardé cama los primeros días, tanto el uno como el otro se desvivieron conmigo. Ginés, que era el cirujano, decía que había servido en el Rata Santa María Encoronada de don Alfonso de Leiva, otras veces aseguraba que él siempre estuvo en la urca duquesa Santa Ana, de la escuadra andaluza y también en el Girona, una de las galeazas de don Hugo de Moncada con la que embarrancó. Por las noches Ginés no dormía, se levantaba varias veces, comía los restos de comida, que se guardaba en los calcetines, se preocupaba de cerrar puertas y ventanas, de mantener las ascuas del brasero y de taparnos con el cobertor cuando, durante el sueño, Leonardo y yo lo apartábamos.

Durante el día Ginés dormitaba y sobre todo tenía pesadillas y sueños terribles que le hacían gritar desaforadamente y golpear su cabeza contra la pared. Entre Leonardo y yo lo amarrábamos al catre o lo sacábamos a la fuerza a tomar el aire a un pequeño huerto tapiado que tenía la granja para que se despejara. Otros días los tenía más reposados y entonces hablaba sin cesar, atropellando las palabras y las ideas que quería expresar, que tampoco eran demasiado descabelladas.

—Dicen que el rey don Felipe hace mucha oración y mucho ayuno y penitencia, pero Dios Nuestro Señor ha hecho oídos sordos, Miguel. Esta tan poderosa Armada torna destrozada, además de afrentada por la cobardía del duque y por los malos consejeros que llevó, porque tenía que haber cogido tierra a tiempo, en Plymouth o en la isla de Wight, no peleando ni acometiendo, sin tomar tierra primero. Así volvemos, Miguel, sin honra ni reputación. Y el príncipe de Parma, sin tener aprestado el ejército después del sobrado tiempo que se le dio… El mundo esta lleno de traidores.

—No te lamentes tanto, Ginés. No seas quejumbroso —le contestaba yo

—Mis quejas son para el rey don Felipe, por habernos dado por cabeza de la Armada a quien nunca fue mareante, sino pescador de atunes en las almadrabas. ¿Tú sabes, Miguel, que siempre estuvo concertado el duque con los pilotos para que lo alejasen del peligro?

—Eso no es verdad, Ginés, porque yo, antes del San Esteban, hice todo el Canal en la Capitana y lo juro por los míos que el duque cumplió.

—Y te diré más, Miguel: el reino de Inglaterra jamás saldrá de sus errores pues las armas y los ejércitos nunca han doblegado las conciencias ni el raciocinio, tal vez para su bien y provecho.

—Duerme, Ginés, no le des más vueltas a tu cabeza.

Ginés se tumbaba en su jergón y de nuevo se incorporaba y golpeaba con los brazos el cobertor.

—Y, ¿dónde está el valeroso don Alonso, señor de la casa de Leiva? Dicen que quedó rezagado en el puerto de Irlanda y allí, dispuesto a pelear y a morir, se ha hecho fuerte con ayuda de los naturales. Otros cuentan que la marea echó el navío contra las peñas. ¡Qué desastre! En el Rata iba la flor y nata de los reinos, caballeros, mayorazgos, capitanes, soldados viejos de Flandes, todo gente muy lucida y que tanta falta hace para las guerras.

—Cuéntame, Ginés, qué vas a hacer cuando desembarquemos en nuestra tierra. Irás a Almendralejo y allí encontrarás a tus hermanos, descansarás de tanto ajetreo, viajarás a tu querida Salamanca…

—Mi hermano mayor está en Indias y el segundo es contador en Mérida. Allí sólo está mi madre y no quiero que me vea tan descuidado. Salamanca es lo mejor del mundo, en su hospital mayor hice el grado con médicos eminentes, allí encontré a mi mujer. Luego con ella me alisté en La Coruña, como cirujano de la Santiago, la urca de los casados, y todo fue al revés, a mí me mandaron al Rata, y ella, sabe Dios dónde estará, dicen que amarró en un puerto de Noruega, quiéralo la Virgen que así sea.

—Pronto estarás en Almendralejo, Ginés.

—¿Tú crees, Miguel, que me está saliendo hocico, aquí en el semblante? —decía el pobre tocándose el hueco de la boca—. Te lo digo porque, después de Gravelinas, en mi bajel no se comió más que altramuces, habichuelas y garbanzos molidos, de los que en mi tierra se dan a los puercos. Y también siento que los colmillos se me sobresalen.

—Nada de lo que dices es verdad, Ginés, y si no pregúntaselo a Leonardo, que nunca miente.

Leonardo era el mayor de los tres y había hecho la Jornada de Inglaterra en el Trinidad Valencera; era alto, de tez cetrina, tal vez un poco amanerado, se ataba la larga cabellera con un lazo y estaba flaco y consumido por sufrir continuos achaques en sus tripas, desde que su barco había embarrancado en Donegal, al norte de la isla, en la bahía de Kinnagoe. Antes de hundirse, la gente del Trinidad, en la que iba don Alonso de Luzón con una compañía del Tercio de Ñapoles, pudo saltar a tierra y defenderse de los salteadores irlandeses. Pero al final, buscando un camino de escape hacia la costa, ruta de regreso de las escuadras, fueron asaltados y brutalmente tratados, a pesar de haberse rendido al ejército de la reina inglesa. Muchos fueron asesinados allí mismo, en el bosque, al pie de los árboles y otros conducidos a la ciudad de Drogheda, en la costa cercana a Dublín.

Leonardo estaba entre los afortunados que desde Drogheda fueron enviados a Escocia. Si Ginés tenía el mal en la cabeza, Leonardo lo padecía en la trasera de su cuerpo, allá entre las nalgas, porque rara vez tomaba asiento, prefería estar de pie o tumbado en el jergón. Ya en Escocia, su dolencia se alivió, además, alguien le recomendó vahos de hierbas cocidas, que tomaba en cuclillas y con este remedio mejoró mucho. El trance más amargo para Leonardo era cuando tenía que ir a las letrinas a evacuar, entonces se retorcía de dolor y volvía con los ojos enrojecidos, agotado y exhausto.

El día que yo llegué a Ayr fue aciago para él y al preguntarle por su mal, en voz baja y sin preámbulos me lo confió:

—Yo soy pintor, más bien artista-dorador, de los que estofan la madera de los altares y retablos, así que siempre he trabajado con una sustancia rica y costosa como es el polvo dorado que preparan los batihojas, más conocido como panes de oro. A la sazón trabajaba yo en las obras del Real Sitio del Escorial, en el retablo de la capilla de San Juan, cuando por desdichado episodio tuve que huir sin cobrar el salario que se me debía. Entonces, de la vasija que lo contenía tomé un puñado de pan de oro y en una cajilla me lo llevé; en La Cortina me embarqué y creí que con aquel tesorillo me abriría camino en la Inglaterra conquistada, dorando los altares y santos de rica madera que los herejes luteranos habrían tirado por las ventanas de las iglesias. Esa ilusión me mantenía, hasta que sobrevino el desastre; dando bandazos nuestra nave antes de encallar, tuvimos tiempo de mucho hacer y mucho cavilar. La gente cogía sus alhajas y sus piezas de oro y plata y se las ataban a los sobacos y a la cintura. Yo ninguna joya tenía salvo los botones de mi camisa y la cajilla de pan de oro. Entonces una idea luminosa cruzó por mi mente y raudo bajé a la despensa de la nao, que en aquel trance nadie atendía, y de un clavo que allí había descolgué una morcilla seca, en el agua la vacié, y después de secarla cuidadosamente con un paño la rellené con los panes de oro, la cerré con dos nudos y me la metí en el culo. Y ésta ha sido la causa de todas mis desdichas y dolores, después cada vez que necesitaba vaciar el vientre me la tenía que sacar y todo se me irritaba y me dolía. Ahora desde que estoy en tierra, voy de vacío, pero el mal ya está hecho.

Leonardo, en realidad, se llamaba León, pero como su mundo era el de las Bellas Artes, se había cambiado el nombre en honor al gran pintor florentino. Leonardo presumía de ser una de las pocas personas del ambiente artístico que había nacido en el Escorial cuando este Real Sitio era sólo una aldea insignificante cuyas casas, como él decía, no tenían más huecos al exterior que la puerta por donde pasaba la gente, el ganado y el humo de la cocina. Él vino al mundo cuando nuestro rey Felipe se había fijado ya en aquel lugar de dehesas, majadas de pastores y humildes caseríos para construir el palacio-monasterio donde enterrar a los muertos de la familia real y le gustaba mucho contarnos a Ginés y a mí, cómo era el Escorial en su niñez, cuando ayudaba a su padre a cuidar las dos cabras que tenían.

—Tu pueblo, Miguel, ¿es igual ahora al de antaño?

Yo repasaba mi memoria y recordaba Lezo con las casas alrededor de la iglesia, al fondo del monte, luego la ría con lanchas en las orillas y más allá hacia Pasajes, el castillo y el mar. Durante el día en la ría y en el astillero había gente, pero por la noche todo estaba desierto y sólo se veían los montones de madera apilada y el armazón de los barcos que se construían en las riberas, como esqueletos de grandes animales varados. Así lo había visto de pequeño y así seguía cuando me fui. Leonardo, sin embargo, había asistido a la transformación de su aldea en el lugar más notable y encumbrado del mundo y le complacía relatar el proceso con detalle.

—Primero se acordeló el sitio y mi padre sostuvo las maromas de los que vinieron con el rey. Luego se talaron los árboles, se desbrozó el monte y se allanó el terreno. Don Felipe todo lo atalayaba desde su banco de piedra y lo mismo vigilaba al arquitecto que a capataces y peones. Enseguida empezaron a llegar los canteros gallegos y los vizcaínos y una nube de albañiles, carpinteros, herreros y horneros para la cal y los ladrillos. Mi padre dejó las cabras, y con cuerdas y cáñamo trenzaba serones y espuertas para las obras. Desde las canteras, largas reatas de carretas de bueyes arrastraban las enormes piedras para ser desbastadas y labradas. Y más de veinte poleas de a dos ruedas subían los sillares hasta los tablados y andamios y allí con mucha ciencia los asentaban. A menudo venía el rey y nadie lo sabía, por venir trajeado como un escribano y sin escolta; la gente se enteraba por la desazón y sobresalto que se observaba en arquitectos y capataces. Luego llegaron los frailes y se levantó la iglesia, una maravilla, que ni las de Roma la igualan.

—Y tú, Leonardo, ¿cuándo te hiciste pintor?

—Primero trabajé con los aserradores y carpinteros, en un cobertizo donde se almacenaban los troncos de las más variadas y ricas maderas del reino, pinos, alerces, nogales y también había tablones de cedro, boj y caoba que exhalaban humedad y los más placenteros aromas. Con estos ricos materiales los carpinteros fabricaban las armaduras y los entalladores se encargaban de los relieves y de las figuras que luego los pintores y escultores embellecían con vivos colores. Yo me maravillaba con las hermosas pinturas que se hacían en puertas, muros y techos. El rey don Felipe se enzarzaba fácilmente con los arquitectos y hacedores de planos y dibujos, pero con la gente del pincel mostraba una gran humanidad y se entristecía mucho cuando los artistas de las bóvedas caían enfermos de la continua humedad o se quebraban los miembros por lo violento de las posturas. Yo aprendí mucho con Peregrini, que era un gran maestro; cada día de mi vida lo recuerdo… —decía Leonardo recomponiendo su cabellera con añoranza—. Luego doré la biblioteca, después el retablo de San Lamberto, todo con admiración de Paolo Berberino y otros grandes que allí trabajaban, y mira para qué… Para terminar de carpintero mayor del Trinidad Valencera. ¡Qué vueltas da la vida, Miguel! Yo que me veía estofando altares en la capital de Londres o, por lo menos, repintando velas de galeones victoriosos…

—No te quejes, Leonardo, has salvado la existencia y tu vida artística no ha hecho más que empezar. Yo en tu lugar volvería de nuevo al Escorial, tal vez el rey te necesite otra vez. Piénsalo, Leonardo.

Tanto de Ginés como de Leonardo Roelas, guardo un buen recuerdo, los dos partieron antes que yo de Ayr, ellos el 8 de noviembre y yo el 11.

De los demás que allí compartimos la impaciente espera nada relevante puedo señalar; llegamos a estar en la granja hasta cuarenta personas, todos de la más variada condición y de distintos reinos; de algunos recuerdo los nombres, pues todos los días al anochecer antes de echar los cerrojos se pasaba lista. Había dos milaneses, un caballero, don Marco Antonio Pecci y un soldado artillero, Horacio Fontana, dos valones, Maximiliano Longevel y el caballero don Folquin de Dier, todavía con una golilla sebosa al cuello y aparatoso sombrero de plumas, y otros dos alemanes, soldados ambos, con el nombre de Hans; todos se avenían bien con el resto y su conducta era tranquila. De los extranjeros, el de peor talante era un caballero portugués, don Duarte de Moura que siempre estaba ofendido por alguien o por algo. Empezaba por aborrecer al rey Felipe, al que tachaba de usurpador del trono portugués, al haberse adueñado por la fuerza no sólo del reino sino de la poderosa Armada portuguesa, cuyos galeones habían llevado, según él, todo el peso del combate. También aseguraba don Duarte que el monarca se había aprovechado para la Jornada de Inglaterra de los mejores pilotos de Portugal, de sus mapas y cartas de marear, y de grandes cantidades de dinero del Tesoro portugués y hasta ahora como contrapartida sólo habían recibido peste y enfermedades en Lisboa, muchos heridos y muertos y su flota desbaratada en un negocio que para siempre les iba a enemistar con el reino de Inglaterra, al que nunca debieron enfrentarse. Alguien le replicó que pudo no haberse alistado, y a ello contestaba el caballero Moura, que media parte del galeón San Marcos era de su propiedad y por defenderlo y conservarlo, lo que por desgracia no había conseguido, se encontraba en la Armada. Su estancia en la granja fue corta, sin duda por sus buenas conexiones con los armadores escoceses y por el ejemplo de rebeldía que constantemente daba a los demás.

Compañeros de escuadra y convecinos había dos: Lope Butrón, era de Bermeo y Venía en la Concepción, uno de los días me contó un suceso que me causó una gran impresión.

—Nuestra nave estaba siendo golpeada contra las peñas —decía Lope?—. La gente se tiró al agua, un marinero y yo nos agarramos á un colchón de lana que iba de aquí para allá, mi compañero no sabía nadar, yo sí y procuré todo el tiempo mantenerlo a flote. En éstas estábamos cuando llegó un mal hombre, un atravesado de pelo blanco y voz de mujer, que iba de enfermero, pero que en realidad, según se decía en la nave, era fraile, se llamaba Emeterio y, sin más ni más, le arrebató el sitio del colchón a mi compañero para agarrarse él. Yo lo presencié y no podía creerlo. Entonces mi amigo, al ver que se hundía sin remedio, le arreó un golpe en la nuca y allí lo dejó, para el cielo del fondo del mar se fue a cantar el gorigori.

Así conocí el fin de fray Emeterio, el fraile jerónimo que habíamos dejado en La Coruña, intentando enrolarse en la Armada.

Otro paisano, éste de Usúrbil, una aldea cercana a San Sebastián, era, Bautista Goya, que venía todos los días a recabar noticias de su hermanó Martín, marinero en el Santa María de la Rosa. Hablábamos en nuestra lengua y yo le prometía enterarme a través del grupo de caballeros, a los que no se atrevía a presentarse.

Desgraciadamente el Santa María de la Rosa, Almiranta de la guipuzcoana, había tenido un final siniestro, según se sabía por Marcos de Aramburu del San Juan Bautista, que junto con Recalde lo había intentado sirgar en Blasket Sound, condado de Kerry, pero la Santa María de la Rosa venía tan maltratada, con las velas hechas trizas y una sola ancla, que la marea la espaldeó y, queriendo izar el trinquete, se hundió con toda la gente. Sin duda había topado en algún bajo rocoso y todos los esfuerzos por salvarla fueron vanos.

Con Goya hice la travesía, primero a Dunquerque, luego hasta La Rochela y finalmente, a la arribada en Pasajes, fue cuando se enteró de que el Santa María de la Rosa había sucumbido con los temporales de septiembre en la costa oeste de Irlanda.

Estas trágicas noticias están continuamente llegando a nuestro puerto de Pasajes, bien en pataches franceses o en pesqueros de Galicia o de Santander que traen a la gente de la Armada; todavía se abriga la esperanza de que haya naos rezagadas, pero el penoso estado de las últimas que entraron hace suponer lo peor. Hoy se decía en Pasajes que el corregidor empieza ya a hacer las listas de las posibles viudas y huérfanos. Y según he sabido a través del escribano Tapia, amigo de mi primo Esteban, también el rey ha ordenado hacer un informe, lo más preciso posible, sobre el número de los que han muerto peleando o de otra manera y de los que fallecieron ahogados en las naves de Irlanda, señalando siempre el oficio y condición de los muertos, si eran capitanes, maestres, pilotos, contramaestres, marineros, grumetes o pajes y, a poder ser, el lugar en que viven las viudas y los huérfanos. Aquí, en esta provincia de Guipúzcoa, la mayoría han caído entre la peste de Lisboa y las costas irlandesas y algunos, en el combate del Canal; a ellos hay que añadir los pobres quemados en el incendio del San Salvador, al comienzo de la contienda y los del Santa Ana que estalló aquí, en el mismo puerto, ambas naves de la escuadra de don Miguel de Oquendo.

Por lo que Tapia, el escribano, dice haber escuchado a nuestro corregidor Mandojana, pasan de quinientos los hombres de nuestra provincia que han caído en esta empresa, otros tantos en la vecina de Vizcaya y así en todas las tierras del reino. Las noticias son cada vez más sombrías y ya, hasta en los Consejos del rey, se habla de una Armada que iba como Invencible y vuelve destrozada y desbaratada. Nadie sabe ni entiende, tanto los que fuimos, como los que dieron las órdenes, cuál fue la causa o motivo del fracaso, ni a qué o a quién se debió el desconcierto que nos llevó a este siniestro final.

Del desastre de la Armada y de las miserias y penalidades de los afortunados sobrevivientes y de sus familias todo el mundo habla y se lamenta y aquí, a casa, llega a diario gente afligida e impaciente por saber algo de los suyos. Mi madre los recibe, mi padre les da ánimos y consuelo y los entretiene con los contratiempos de la navegación y yo intento retrasar su dolor con la mentira compasiva de que no es tarde todavía para el regreso.

Una visita diferente e inesperada nos alteró ayer la jornada. Los curas de la parroquia, a donde se había dirigido preguntando por Esteban, lo trajeron a casa. Era don Pedro de Sandoval, el Capitán de nuestra estancia en La Coruña, en La bella danesa y compañero luego de travesía en el San Martín. Nos dimos un gran abrazo.

Acababa de llegar en una zabra desde el puerto de Santander, con gente enferma de la provincia y de aquí zarpaba enseguida para Flandes, enviado por el contador Alvia, para asuntos de rescate. Estaba pálido y desnutrido y eso que llevaba amarrado desde el 22 de septiembre, día de la arribada del galeón Real a los muelles de Santander. Me extrañó, que después de experiencia tan amarga, regresara de nuevo a la mar y tranquilamente se lo pregunté.

—No se si en La Coruña le adelanté algo de los planes que abrigaba para Flandes. Después de la invasión, de cuyo triunfo nunca dudé, pensaba trasladarme a Dunquerque y de allí a Amberes, donde tomaría a las dos hijas que tuve con una mujer de Gante. Si era preciso con engaño o por la fuerza me las traería a España. La primera intentona, como ve, se ha malogrado, espero no fracasar de nuevo y traerlas conmigo para siempre. Llevo dinero y ganas de acometer todo lo que se me ponga por delante, y piense usted lo peor, Miguel.

Estábamos en casa, con mi padre, en la cocina, alrededor de una jarra de vino; después de las palabras del Capitán se hizo un silencio, yo le miré al semblante y tenía los ojos enrojecidos. Creí que lo mejor era distraerle la mente y le pregunté por el venturoso final de la travesía en el galeón Real.

—De venturoso nada, Miguel, más bien parecía que el diablo se había agazapado en la quilla de la nave y de vez en cuando se paseaba por todo el galeón. Todos los temporales de la mar Océana nos sacudieron y cientos de balas trepanaron el casco a placer, tanto que tuvimos que amarrarlo con tres maromas, y así arribamos. Y de la gente le diré que de quinientos hombres, sólo de enfermedad, hambre y sed se nos murieron ciento ochenta y volvimos con un piloto de los cuatro que llevábamos. Y lo mismo sucedía en las naves de don Diego Flores que se dirigieron a Laredo, algunas chocaron entre sí y contra las rocas, por no tener hombres ni para las velas, todos estaban exhaustos y enfermos. Los que viven se han sustentado milagrosamente con raciones de hambre, todos llegan medio en cueros, descontentos y quejosos de la persona del duque y de los consejeros que tuvo. La gente de guerra vino harapienta e impresentable, la de mar convalecerá mejor, porque vienen a sus casas. Los enfermos se sacaron a tierra y, gracias a Dios, los auxilios fueron llegando de las ciudades vecinas; Burgos y Valladolid fueron las primeras en enviar socorro de cirujanos, botica, ropa, mantas y su arzobispo ayudó con tres mil ducados. Yo mismo estuve en el hospital de tierra tres días, tratado con agua tibia, infusiones de hierbas y fruta cocida, pues mi estómago estaba tan endeble que nada podía recibir.

—¿Y qué fue del duque, don Pedro? Aquí llegaron noticias de su triste estado enlos últimos días.

—¿Usted recuerda Miguel, la barba y la cabellera de don Alonso? Pues su pelo castaño se volvió cano como la nieve, señal dicen del gran miedo que padeció. Y ahora, como siempre ocurre con los derrotados, todo el mundo se ceba en encontrarle culpas y miserias. Dicen que podía haber invadido la Inglaterra, pues los católicos eran muchos y de gran arrojo y los herejes luteranos quedaban muertos de miedo al ver a nuestra Armada acechando en sus mares. Asimismo se murmura que el duque ha perdido para siempre la honra y reputación de su persona y casa y que continuamente tenía pavor y miedo a morir, cosa muy ajena a la fama de su antepasado, el valeroso don Guzmán el Bueno.

—Esas afirmaciones son falsas y calumniosas, y tanto usted como yo lo sabemos, don Pedro, porque estuvimos en el San Martín —dije indignado. También mi padre se apresuró a darme la razón.

—Otros aseguran que si no conquistó el reino inglés no fue por miedo o cobardía, sino por andar atado al consejo de don Diego Flores, que el rey le impuso. El tal don Diego, que en mala hora don Felipe lo nombró asistente, está ahora preso en el castillo de Burgos, custodiado por dos alguaciles y seis arcabuceros.

—Nunca lo hubiéramos sospechado.

—Parece que don Diego, llevado de su ira por los enfren-tamientos habidos en alta mar con don Miguel de Oquendo, al regreso, lo denunció al rey, dicen por haberle don Miguel insultado; el monarca, al ver el pliego, sonrió y lo retiró de su escritorio.

—Nada sabíamos aquí de este percance —dijo mi padre.

—Según me confesó un grumete, fue en una conflictiva jornada de decisiones mal tomadas y acaloramiento general, cuando el mismo Oquendo, allegándose al San Martín, gritó: «¡Gallinas, a las almadrabas!¡A pescar atunes, no valéis para pelear!» Yo lo juro por mis bijas que nunca oí cosa semejante.

—Eso serán infundios, don Pedro; no imagino a don Miguel insultando de barco a barco y menos al galeón Real, con el duque a bordo.

—El duque, desde las costas de Irlanda, andaba bastante maltrecho para enterarse de cantinelas. Por cierto que a su venida traía el cuerpo muy aquejado, con dolores en el pecho y temblores en las piernas, la mente, sin embargo, aún le trabajaba, pues a los dos días de su llegada, dictó una carta al rey contándole el mal estado de los navíos arribados y de la gente y las más urgentes necesidades. Luego, de puño y letra, añadía que había llegado sin salud para poder servirle y sin poder entender de nada, aunque quisiese. Asimismo, por estar acabado, le pedía licencia para poder marcharse a su casa, lo que consiguió enseguida, como siempre ocurría con el rey. Yo estaba en el hospital cuando partió para la Andalucía, era el 5 de octubre; los que lo vieron aseguran que cabalgaba con la cara descubierta y tan ufana, como si hubiera entrado en la ciudad de Londres y que una larga recua de mulas cargadas de riquezas y dinero le seguían. Yo no estuve allí para abrir los serones y a la gente, en estos casos, se le desata la lengua con facilidad. Cuentan que atravesó las Castillas sin entrar en la Corte, aunque sí en las ciudades, donde al ir destapado y sin máscara fue por desgracia reconocido, sufriendo sus servidores gran baldón, pues los muchachos en Medina del Campo lo insultaron y en Salamanca apedrearon las ventanas de sus estancias.

—¡Pobre duque! ¡Qué jornadas tan tristes! —exclamó mi padre.

—No sufra, Domingo. Él está ahora al sol en su patio de naranjos de Sanlúcar —dijo don Pedro con la mirada puesta en el muñón de mi padre—.Medina Sidonia siempre tuvo vara alta con el monarca.

—El que está viejo y desfallecido es nuestro monarca, de repente se le han echado diez años encima pues dentro de su amargura no acierta a comprender el abandono de Dios a causa tan santa y necesaria como la encomendada a nuestra Armada. Creo que ya con noticia firme del desastre, comentó a los caballeros presentes: «He enviado a mis barcos contra los hombres, no contra la mar y los vientos.» Espero que Dios le ayude a levantar cabeza.

Don Pedro de Sandoval siguió hablando sin parar de todo lo acaecido en el galeón Real en los últimos días de la travesía y de cómo las penalidades sufridas acarreaban el enfrentamiento entre la gente de guerra y de mar.

—Ustedes saben por las travesías que han realizado que tanto el alcázar de popa como el castillete de proa se suelen reservar a la marinería, por estar allí más prestos al trabajo de los aparejos, pues bien, los capitanes de infantería sobre todo metían a sus soldados en ambos lugares y así se han producido bastantes desórdenes, no muchos en el galeón Real, pero algunos en el resto de las naos. Además, al regreso, cuando tan forzoso fue acortar la ración, la gente de guerra, con gran soberbia y osadía, asaltaba el pañol del pan, del vino y de los otros bastimentos y se apoderaba de todo, a su albedrío, sin orden ni medida.

—De lo que cuenta, don Pedro, hubo muchos casos en el San Esteban y el Capitán Oliste tuvo que colgar a un soldado de la verga. El hambre y la sed pueden hacer estragos y siempre traen tumultos.

—Y lo que es peor, en algunos bajeles los mandos de guerra forzaron en ocasiones a maestres, pilotos y marineros a que hicieran la navegación a su gusto, tomándoles el timón, gobernándolo y haciéndoles además malos y ásperos tratamientos, con amenazas y ademanes de quererlos matar por no entender lo que convenía y así se han malogrado algunas naves. Esto es lo que ahora se comenta en los puertos de arribada, lo mismo en La Coruña que en Santander.

—También en nuestro Santa Ana hubo algún comportamiento de esa naturaleza —dijo mi padre—. Pero por fortuna, llevábamos a bordo a un magnifico patrón y las órdenes de don Miguel nunca se cuestionaron. ¡Mal suceso hemos tenido con su muerte!

Yo le expliqué a don Pedro la estrecha relación que mi familia había tenido con la de don Miguel, principalmente para que entendiera la congoja y el dolor que en casa se sentía por su fallecimiento y enseguida mis padres se apresuraron a relatar el triste episodio.

—Pasada la costa de Irlanda, ya lo sangraron dos veces, por venir con fiebre y muy postrado. Yo empecé a pensar que no llegaría con vida, pero la buena navegación de los tres últimos días y los desvelos del cirujano lo hicieron resucitar. Las maniobras del atraque las presenció desde cubierta y sin duda el avistar de nuevo la tierra que le vio nacer lo reanimó —contaba mi padre.

—Yo había ido al muelle a por pescado —seguía mi madre—. Y unas lanchas que habían salido a la costera trajeron la noticia de que en alta mar se veían naos de la Armada con las velas amainadas. Aquella noche se encendieron fuegos en lo alto de las peñas y unas pinazas salieron para ayudar. Se nos pasó la vigilia de pie y al amanecer vimos a las naves enfilar por la bocana. Aún tardaron hasta la tarde en desembarcar. Yo estaba en el dique grande con los chiquillos y el abuelo, cuando empezaron a sacar a los enfermos y después a los que habían muerto los últimos días, eran cuatro parihuelas cubiertas que a todos nos arrancaron las lágrimas y nos pusimos a rezar. Luego, al ver la desgracia de mi marido, poco me pareció, para lo que fue saliendo de las otras naos. Despojos, más que personas, parecían. Ene Jainkóal*

—Nosotros entramos, la Santa Ana con la Santa Marta, también de don Miguel, y otras dos naos de la guipuzcoana. Las cuatro abiertas de balazos, sin aparejos y de continuo achicadas por las tripulaciones que aún venían peor que los bajeles, todos desnudos, hambrientos y enfermos. Sin embargo, mi herida ningún dolor me daba, debido sin duda al buen trabajo que hizo el cirujano. Gracias por ello debo dar a Dios, porque hubo casos en que las amputaciones se amorataban, se ponían cárdenas y a los dos días morían.

—El Santo Cristo de Lezo que no nos abandona —decía mi madre convencida.

—Al hacer el recuento de las desgracias, don Miguel no quiso desembarcar, pues empezó a flaquear y ni fuerzas tenía para estar en pie. Desde su camarote procuró dirigir los primeros auxilios; don Francisco Arriola, contador de las galeras del rey, vino a bordo a recibir instrucciones y se encargó de lograr pan, carne fresca, ropa, calzado y camas de hospital, y también de que se pagara a la gente todo lo que se debía desde Lisboa. A este fin, don Miguel entregó en mano al contador de la guipuzcoana, don Bernabé de Albia, los cincuenta mil escudos que traía la nao, encareciéndole que antes pidiera permiso a Su Majestad para poder emplearlo en los primeros socorros. Así era don Miguel de Oquendo, don Pedro. ¡En mal momento se lo llevó Dios!

—En el galeón Real se le consideraba hombre de mucho temple y coraje y sobre todo gran mareante —dijo don Pedro de Sandoval.

—En alguna ocasión oí decir a don Pedro Valdés —intervine yo— que Oquendo meneaba su navío como si fuera caballo ligero y que nunca se hacía llamar al sitio del fuego.

—Buen elogio, sin duda, para un marino —contestó Sandoval.

—Y siempre decía lo que pensaba, en eso era valiente —añadió mi padre—. En las cartas que a la llegada escribió al rey fue claro y sincero. «No me mande salir de mi casa, si salgo de ésta», le dijo. «No tengo fuerzas y me sobran años.» «Necesito mis atrasos para aderezar las naves, pues soy el más empeñado caballero de Su Majestad.» Y no crea que escribió al secretario Idiáquez, no, lo hizo al mismo rey. En la última, que ya no pudo firmar, a mí me lo dijo Esteban porque se leyó el pliego en voz alta en el camarote, le decía: «No tengo virtud ni fuerzas para resistir, si acabare, que será lo más cierto, acuérdese Vuestra Majestad de esta su pobre casa pues su dueño siempre se ha empleado en servirle y no menos en esta última».

Mi madre se frotó las lágrimas y continuó dirigiéndose a don Pedro.

—En los últimos momentos, él rehusó la presencia de doña María, no quería mortificarla, y así se nos fue, tristemente solo, al atardecer; era el segundo día de octubre, hacía viento y llovía, cuando Esteban le llevó los Óleos. La muerte, que en este suceso de la Armada se ha llevado a tantos marineros, no perdona tampoco a los grandes capitanes. No nos queda más que rezar por don Miguel y por todos los muertos, que tanto dolor y miseria han dejado a sus familias.

—No habían terminado todavía las misas por los difuntos, cuando explotó nuestra Capitana en el mismo muelle. Primero voló su parte cimera y luego el resto se hundió al instante. Lo que no se quemó se fue al fondo. Muchas piezas de artillería, dos cañones de bronce y seis de hierro colado, todo propiedad de don Miguel. Parece que el fuego prendió en dos barriles de pólvora que habían sacado los soldados. Más de ciento veinte personas murieron abrasadas por el fuego o ahogadas en el puerto; hubo que recogerlos uno a uno sacando fuerzas de flaqueza y por caridad cristiana. Malos días aquellos, don Pedro —seguía contando mi padre—. Y peores los que nos esperan, aquí, en todas las aldeas, no hay más que lloros y necesidad. De ahora en adelante nadie querrá servir a las Armadas ni se construirán galeones pues los grandes capitanes también han muerto. Gure Jainkoak utzi gaitu!*

Don Pedro escuchaba a mis padres entre compungido, por las desdichas que contaban, y asombrado por la lealtad y el amor que en casa se profesaba a don Miguel de Oquendo. Después de tan grata velada con el capitán, mi madre insistió para que cenara con nosotros, pero sus obligaciones le requerían en el barco y hasta el muelle lo acompañé cuando ya anochecía. Apurando los últimos momentos, le pregunté por las personas que yo había tratado en el San Martín, y así pude saber que los escribanos mayores, tan buenos y acogedores conmigo, habían llegado a puerto sin más desgracia que una gran debilidad; don Lucas casi no se tenía en pie, llegó a pesar sólo cincuenta kilos, menos mal que la tarea de escribir se había aminorado tanto que sólo se hacían listas de las muchas cosas que faltaban. Y don Jerónimo adolecía de una tos maligna, pero esperaba reponerse en su tierra.

—Del buen recuerdo que de usted guardaban hablábamos en la travesía —dijo don Pedro—. El que falleció de enfermedad, el 10 de agosto, día de su transbordo al San Esteban, fue el hermano de don Félix Lope de Vega, alférez a la sazón, suceso muy llorado por los caballeros aficionados al libro y a los romances; todos acompañamos a su apenado hermano en el sepelio, que se hizo en pleno mar del norte, era día de temporal y el oleaje se lo tragó enseguida. También pasó, no se si a mejor vida, don Gaspar.

—¿Hurtado de Mendoza? ¿El pariente de Medina Sidonia?—pregunté sorprendido.

—El mismo; fue por un percance tan simple que se lo voy a contar. Ocurrió al regreso, después de haber costeado la Irlanda; don Gaspar seguía mareado y sin probar bocado, hasta que un día como un antojo pidió aceitunas para comer; su paje abrió una tinaja y le sirvió un platillo que devoró con gusto. Terminaba ya la última oliva cuando le dio una arcada por haberse atragantado con un hueso, éste se le clavó en el gaznate, lo incorporaron, le dieron golpes en el esternón y allí se quedó. A los estertores acudió don William, que siempre lo acompañaba y no pudo más que cerrar sus ojos; como faltaban pocos días para arribar, el duque permitió que se mantuviera el cadáver para darle tierra y santo descanso a la llegada, y envuelto en una lona lo tuvimos atado a la borda, en la punta de proa hasta que entramos en puerto. Por lo que le cuento Miguel, comprobará que tampoco somos iguales en el momento postrero.

—Así es en verdad, don Pedro —contesté convencido.

Al llegar a su embarcación me despedí del Capitán Sandoval, deseándole lo mejor para su asunto de Flandes. Él me preguntó sobre lo que iba a hacer con mi vida ahora ya en tierra. Le contesté que me gustaría trabajar en el despacho de algún mercader de San Sebastián, de los que se relacionan con los países extranjeros, para asuntos de comercio; así tendría la oportunidad de trasladarme alguna vez a Flandes, Inglaterra o tal vez a Irlanda.

La idea de una nueva travesía empieza a acaparar mi mente y me distrae de cualquier trabajo o conversación; a menudo rehuyo la compañía de los míos y por la noche me retiro pronto para estar a solas con el recuerdo de todo lo acaecido en esta empresa gloriosa de la que todo el mundo habla y juzga sin piedad. Repaso lo acontecido y mi ánimo se conmueve; vienen a mí los olores de la embarcación y las voces de cubierta, siento el ruido de las arboladuras, y del oleaje que golpea el casco. Todo lo revivo con nostalgia y emoción. Nunca olvidaré el instante en que, desde la borda del San Martín, divisé entre jirones de niebla y ráfagas de lluvia aquellas costas de Inglaterra…

Así que cada día el deseo de regresar a la isla de Irlanda agita con fuerza mi cuerpo y mi corazón como un venturoso vendaval.

En Lezo, Guipúzcoa, diciembre de 1588.

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* ¡Qué desgracia! ¡Nunca se había visto nada igual!

* ¡Dios mío!

* ¡Dios nos ha abandonado!