Cuando Simol fue informado de la llegada de los Danzantes del Filo, una oculta sensación de consternación y terror, como es común en estos casos, se abatió sobre él. Aunque no era la más exigente de las órdenes, sus movimientos ágiles y gráciles ocultaban una letalidad que para entonces había alcanzado ya cierta reputación. Además, eran los más elocuentes y refinados de los Radiantes.

De Palabras radiantes, capítulo 20, página 12

Kaladin llegó al final de la fila de hombres del puente que permanecían firmes, con las lanzas al hombro y la mirada al frente. La transformación era maravillosa. Asintió bajo el cielo oscuro.

—Impresionante —le dijo a Pitt, el sargento del Puente Diecisiete—. Rara vez he visto un pelotón de lanceros mejor.

Era el tipo de mentira que los comandantes aprendían a decir. Kaladin no mencionó cómo algunos de los hombres del puente arrastraban los pies, o cómo sus maniobras en formación eran torpes. Lo estaban intentando. Podía sentirlo en sus serias expresiones, y en la forma en que habían empezado a sentirse orgullosos de sus uniformes. Estaban preparados para patrullar, al menos cerca de los campamentos de guerra. Kaladin anotó mentalmente que tenía que ordenar a Teft que empezara a sacarlos por turnos con las otras dos cuadrillas que estaban ya listas.

Estaba orgulloso de ellos, y se lo hizo saber mientras la tarde declinaba y caía la noche. Entonces dio la orden de romper filas para que pudieran ir a tomar su cena, que olía bastante diferente al guiso comecuernos de Roca. El Puente Diecisiete consideraba que sus alubias con curry de cada noche eran parte de su identidad. Individualismo a través de la opción de la cena: a Kaladin le resultó divertido mientras se perdía en la noche, la lanza al hombro. Tenía otras tres cuadrillas que inspeccionar.

La siguiente, el Puente Dieciocho, era una de las que tenían problemas. Su sargento, aunque dedicado, no tenía la presencia necesaria para ser un buen oficial. Aunque en realidad ninguno de los hombres de los puentes la tenía. Simplemente, era débil: tendía a suplicar más que a ordenar, y resultaba torpe en las situaciones sociales.

Sin embargo, no todo era achacable a las carencias de Vet. También le había caído en suerte un grupo de hombres especialmente discordante. Kaladin encontró a los soldados del Dieciocho sentados en grupos aislados, tomando su cena. No había risas ni ambiente de camaradería. No eran tan solitarios como lo fueron los hombres de los puentes, pero se habían dividido en pequeños grupos que no se mezclaban.

El sargento Vet les llamó la atención y se levantaron con desgana, sin molestarse en ponerse en fila recta ni saludar. Kaladin vio la verdad en sus ojos. ¿Qué podía hacerles? Sin duda nada tan malo como habían sido sus vidas en los puentes. Así que, ¿por qué esforzarse?

Kaladin les habló de motivación y unidad durante un rato. «Tendré que hacer otra sesión de entrenamiento en los abismos con este grupo», pensó. Y si eso tampoco servía de nada… bueno, probablemente tendría que disolverlos y colocarlos en pelotones que tuvieran un buen rendimiento.

Acabó por dejar el Dieciocho, sacudiendo la cabeza. Parecía que no querían ser soldados. ¿Por qué habían aceptado la oferta de Dalinar, entonces, en vez de marcharse?

«Porque ya no quieren tomar decisiones —pensó—. Decidir puede ser difícil».

Kaladin sabía lo que era aquello. Tormentas, claro que lo sabía. Recordaba haber estado sentado mirando una pared vacía, demasiado pasivo para levantarse siquiera y suicidarse.

Se estremeció. No era una época que quisiera recordar.

Mientras se dirigía al Puente Diecinueve, Syl pasó flotando en una corriente de aire en forma de una pequeña nube de bruma. Se convirtió en un lazo de luz y revoloteó a su alrededor antes de posarse en su hombro.

—Todos los demás están cenando —dijo.

—Bien —respondió Kaladin.

—No era un informe de situación, Kaladin —adujo ella—. Era un punto de contención.

—¿Contención? —Él se detuvo en la oscuridad cerca del barracón del Puente Diecinueve, cuyos hombres lo estaban haciendo bien y comían en grupo alrededor de su hoguera.

—Estás trabajando —dijo Syl—. Todavía.

—Necesito tener preparados a esos hombres. —Kaladin volvió la cabeza para mirarla—. Sabes que va a suceder algo. Esas cuentas atrás en las paredes… ¿Has visto más spren rojos?

—Sí —admitió ella—. Eso creo, al menos. Con el rabillo del ojo, observándome. Muy de vez en cuando, pero allí están.

—Va a suceder algo —dijo Kaladin—. Esa cuenta atrás señala el día del Llanto. Pase lo que pase entonces, haré que los hombres de los puentes estén listos para soportarlo.

—¡Bueno, si no te caes muerto de cansancio antes! —Syl vaciló—. Las personas pueden hacer eso, ¿no? Oí a Teft decir que iba a hacerlo.

—A Teft le gusta exagerar. Es una característica de los buenos sargentos.

Syl frunció el ceño.

—Y esa última parte… ¿fue una broma?

—Sí.

—Ah. —Lo miró a los ojos—. Descansa de todas formas, Kaladin. Por favor.

Kaladin contempló el barracón del Puente Cuatro. Estaba lejos, al fondo de las filas, pero le pareció oír la risa de Roca resonando en la noche.

Finalmente suspiró, admitiendo su cansancio. Al día siguiente ya comprobaría el estado de los dos últimos pelotones. Lanza en mano, se dio media vuelta y regresó. La llegada de la oscuridad significaba que pasarían menos de dos horas antes de que los dos hombres empezaran a retirarse a dormir. Kaladin llegó al familiar olor del guiso de Roca, aunque Hobber, sentado en un alto tocón que los hombres le habían hecho, con una sábana sobre sus piernas grises e inútiles, estaba sirviendo. Roca estaba de pie allí cerca, los brazos cruzados, con aspecto orgulloso.

Renarin estaba allí, recogiendo y fregando los platos de los que habían terminado. Lo hacía todas las noches, arrodillado en silencio junto a la pileta con su uniforme de hombre del puente. Desde luego, el muchacho era formal. No mostraba el temperamento desconsiderado de su hermano. Aunque había insistido en unirse a ellos, a menudo se sentaba apartado del grupo, casi al fondo. Un joven extraño.

Kaladin pasó junto a Hobber y le dio un apretón en el hombro. Asintió, mirándolo a los ojos, alzando un puño. «Sigue luchando». Kaladin extendió la mano para pedir guiso y de pronto se detuvo.

Sentados en un tronco cercano había no uno, sino tres corpulentos herdazianos de fuertes brazos. Todos llevaban uniformes del Puente Cuatro, aunque Kaladin solo reconoció a Punio.

Encontró a Lopen allí cerca, mirándose la mano, que por algún motivo había cerrado. Kaladin hacía tiempo que había dejado de intentar comprender a Lopen.

—¿Tres? —le preguntó.

—¡Primos! —respondió Lopen, alzando la mirada.

—Tienes demasiados.

—¡Eso es imposible! ¡Rod, Huio, saludad!

—Puente Cuatro —dijeron los dos hombres, alzando sus cuencos.

Kaladin sacudió la cabeza, aceptó su guiso y se dirigió a la zona más oscura junto al barracón. Echó un vistazo a la sala de almacenamiento y encontró a Shen apilando sacos de arroz, iluminado solamente por un chip de diamante.

—¿Shen?

El parshmenio continuó apilando sacos.

—¡Firmes! —ordenó Kaladin.

Shen se quedó inmóvil, luego se irguió, con la espalda recta, y se puso firme.

—Descansa, soldado —indicó Kaladin suavemente, dando un paso hacia él—. Hablé antes con Dalinar Kholin y le pregunté si podía armarte. Él me preguntó si confiaba en ti y yo le dije la verdad. —Kaladin le tendió la lanza—. Confío.

Shen miró primero a la lanza y luego a Kaladin con aire vacilante.

—El Puente Cuatro no tiene esclavos —dijo Kaladin—. Lamento haber tenido miedo antes. —Instó al hombre a coger la lanza y Shen finalmente así lo hizo—. Leyten y Natam practican por las mañanas con unos cuantos hombres. Están dispuestos a ayudarte para que no tengas que entrenar con los novatos.

Shen sujetó la lanza con lo que pareció una reverencia. Kaladin dio media vuelta para marcharse.

—Señor —lo llamó el hombre.

Kaladin se detuvo.

—Eres —dijo Shen, hablando a su lenta manera— un buen hombre.

—Me he pasado la vida siendo juzgado por el color de mis ojos, Shen. No pienso hacerte a ti algo similar por el color de tu piel.

—Señor, yo… —El parshmenio parecía preocupado por algo.

—¡Kaladin! —llamó la voz de Moash desde el exterior.

—¿Ibas a decir algo más? —preguntó Kaladin a Shen.

—Más tarde —respondió el parshmenio—. Más tarde.

Kaladin asintió y luego salió a ver cuál era el problema. Encontró a Moash buscándolo cerca del caldero.

—¡Kaladin! —dijo Moash, localizándolo—. Venga. Vamos a salir, y tú nos acompañarás. Incluso Roca vendrá esta noche.

—¡Ja! El guiso está en buenas manos —dijo Roca—. Claro que iré. Será bueno librarse del olor de los pequeños hombres del puente.

—¡Eh! —protestó Drehy.

—Ah. Y del olor de los grandes también.

—Vamos —dijo Moash, agitando los brazos—. Lo prometiste.

No había hecho nada de eso. Solo quería sentarse junto al fuego, comer su guiso y contemplar los llamaspren. Sin embargo, todos lo estaban mirando. Incluso los que no iban a ir con Moash esta noche.

—Yo… —dijo Kaladin—. Bien. Vamos.

Los hombres vitorearon y aplaudieron. Necios de las tormentas. ¿Aplaudían por ver a su comandante ir a beber? Kaladin engulló unos bocados de guiso, luego le tendió el resto a Hobber. De mala gana, se dispuso a reunirse con Moash, como hicieron Lopen, Peet y Sigzil.

—¿Sabes? —le susurró Kaladin a Syl—. Si este hubiera sido uno de mis antiguos grupos de lanceros, habría pensado que querían sacarme del campamento para así poder hacer algo mientras yo estaba fuera.

—Dudo de que sea así —dijo Syl, frunciendo el ceño.

—No —dijo Kaladin—. Estos hombres solo quieren verme como humano.

Y precisamente por eso debía ir. Ya se sentía demasiado apartado de los hombres. No quería que lo consideraran como a los ojos claros.

—¡Ja! —dijo Roca, corriendo para reunirse con ellos—. Estos tipos dicen que pueden beber más que un comecuernos. Llaneros atontados. No es posible.

—¿Una competición bebiendo? —dijo Kaladin, arrepintiéndose de su decisión. ¿Dónde se había metido?

—Ninguno de nosotros está de servicio hasta bien tarde por la mañana —explicó Sigzil, encogiéndose de hombros. Teft vigilaba a los Kholin esa noche, junto con el equipo de Leyten.

—Esta noche yo seré el vencedor —dijo Lopen, levantando un dedo—. ¡Se dice que nunca hay que apostar contra un herdaziano manco en una competición de bebidas!

—¿Eso se dice? —preguntó Moash.

—Se dirá —continuó Lopen—. ¡Nunca deberías apostar contra el herdaziano manco en una competición de bebidas!

—Pesas tanto como un sabueso-hacha famélico, Lopen —dijo Moash, escéptico.

—Ah, pero yo controlo.

Continuaron bajando por el camino que conducía al mercado. El campamento de guerra estaba organizado con conjuntos de barracones que formaban un gran círculo en torno a los edificios de los ojos claros situados más cerca del centro. Camino del mercado, que se alzaba en el anillo exterior del campamento, más allá de donde se alojaban los militares, pasaron ante varios barracones ocupados por soldados rasos, dedicados a tareas que Kaladin rara vez había visto en el ejército de Sadeas: afilaban lanzas, pulían petos, antes de que los llamaran a cenar.

Sin embargo, los hombres de Kaladin no eran los únicos que salían esa noche. Otros grupos de soldados habían comido ya, y se dirigían al mercado, riendo. Se recuperaban, lentamente, de la masacre que había mermado al ejército de Dalinar.

El mercado brillaba de vida, con antorchas y lámparas de aceite encendidas en la mayoría de los edificios. Kaladin no se sorprendió. Un ejército normal tendría seguidores en abundancia, y eso que eran ejércitos en marcha. Allí, los mercaderes exhibían sus artículos. Los voceadores vendían noticias que aseguraban haber recibido a través de vinculacañas, informando sobre lo que sucedía en el mundo. ¿Qué era eso de una guerra en Jah Keved? ¿Y un nuevo emperador en Azir? Kaladin solo tenía una vaga idea de dónde estaba eso.

Sigzil se adelantó para enterarse de las noticias, por las que pagó al voceador una esfera, mientras Lopen y Roca discutían qué taberna iban a visitar esta noche. Kaladin contempló el fluir de la vida. Soldados camino de su guardia nocturna. Un grupo de mujeres ojos oscuros que charlaban mientras pasaban de un puesto de especias a otro. Una mensajera ojos claros que colgaba las fechas y horas de la alta tormenta prevista en un tablón, acompañada por un esposo que bostezaba y parecía aburrido, como si se hubiera visto obligado a ir con ella. El Llanto tendría lugar pronto, la época de lluvia constante sin altas tormentas, cuya única pausa era el Día Claro, justo en el centro. Era año impar en el ciclo de dos años de mil días, lo que significaba que esa vez el Llanto sería tranquilo.

—Se acabaron las discusiones —dijo Moash a Roca, Lopen y Peet—. Vamos a ir al Chull Gruñón.

—¡Agh! —exclamó Roca—. ¡Pero si allí no tienen cerveza comecuernos!

—Eso es porque la cerveza comecuernos te funde los dientes —dijo Moash—. De todas formas, esta noche me toca a mí elegir.

Peet asintió ansiosamente. Esa taberna había sido también su elección.

Sigzil volvió después de escuchar las noticias, y al parecer se había detenido también en otra parte, ya que traía algo humeante envuelto en papel.

—¿Tú también? ¡No! —gimió Kaladin.

—Está bueno —adujo Sigzil a la defensiva, y le dio un bocado al chouta.

—Ni siquiera sabes qué es.

—Pues claro que lo sé. —Sigzil vaciló—. Eh, Lopen. ¿Qué lleva esto?

—Flangria —respondió Lopen, satisfecho, mientras Roca corría hacia el vendedor callejero para procurarse también algo de chouta.

—¿Qué es? —preguntó Kaladin.

—Carne.

—¿Qué clase de carne?

—De la carnosa.

—Moldeada —intervino Kaladin, mirando a Sigzil.

—En el puente tomabas comida moldeada cada noche —dijo Sigzil, encogiéndose de hombros y dando un bocado.

—Porque no me quedaba más remedio. Mirad. Está friendo ese pan.

—También se fríe el flangria —dijo Lopen—. Se hacen bolitas y se mezclan con lavis de tierra. Se baten y se fríen, y luego se meten en el pan frito y se les echa salsa. —Hizo un sonido satisfecho, lamiéndose los labios.

—Es más barato que el agua —advirtió Peet mientras Roca volvía corriendo.

—Probablemente porque incluso el trigo es moldeado —señaló Kaladin—. Todo sabrá a moho. Roca, me decepcionas.

El comecuernos pareció avergonzado, pero tomó un bocado. Su chouta crujió.

—¿Conchas? —preguntó Kaladin.

—Zarpas de cremlino —respondió Roca, sonriendo—. Empanadas.

Kaladin suspiró, pero finalmente volvieron a mezclarse con la multitud, hasta que llegaron a un edificio de madera construido al socaire de una gran estructura de piedra. Naturalmente, todo estaba dispuesto para que tantas puertas como fuera posible surgieran del Origen y el trazado de las calles iba de este a oeste a fin de proporcionar un camino para que soplaran los vientos.

De las tabernas brotaba una cálida luz anaranjada. Luz de fuego. Ninguna taberna usaba esferas para iluminarse. Incluso con cerrojos en las lámparas, el rico brillo de las esferas podría resultar demasiado tentador para los clientes borrachos. Tras abrirse paso hasta el interior, los hombres del puente se encontraron con un grave rumor de charlas, gritos y canciones.

—Será imposible encontrar una mesa libre —dijo Kaladin, intentando imponerse a la algarabía. Incluso con la reducida población del campamento de Dalinar, este lugar estaba repleto.

—Pues claro que encontraremos dónde sentarnos —respondió Roca, sonriendo—. Tenemos un arma secreta. —Señaló a Peet, que se abría paso a través de la sala hacia la barra principal. Una bonita ojos oscuros fregaba un vaso allí, y sonrió animosamente al verlo.

—Bueno —le dijo Sigzil a Kaladin—, ¿has pensado dónde vas a alojar a los casados del Puente Cuatro?

¿Casados? Al ver la expresión de Peet mientras se apoyaba en la barra y se ponía a charlar con la mujer, pareció que eso no estaba muy lejos. Kaladin no había pensado en ello, y tendría que haberlo hecho. Sabía que Roca estaba casado: el comecuernos ya había enviado cartas a su familia, aunque los Picos estaban tan lejos que aún no había recibido respuesta. Teft estuvo casado, pero su esposa estaba muerta, igual que gran parte de su familia.

Algunos de los demás podían tener familia. Siendo hombres de los puentes, no hablaban mucho de su pasado, pero Kaladin había captado insinuaciones aquí y allá. Lentamente, recuperarían sus vidas normales, y las familias serían parte de ello, sobre todo allí, en un campamento estable.

—¡Tormentas! —exclamó Kaladin, llevándose una mano a la cabeza—. Tendré que pedir más espacio.

—Hay muchos barracones divididos para albergar familias —advirtió Sigzil—. Y algunos de los soldados casados alquilan casas en el mercado. Los hombres podrían aprovechar una de esas opciones.

—¡Eso rompería el Puente Cuatro! —dijo Roca—. No se puede permitir.

En realidad los hombres casados solían ser mejores soldados. Kaladin tendría que encontrar un modo de hacerlo viable. Habían quedado cantidad de barracones vacíos alrededor del campamento de Dalinar. Tal vez debería pedir unos cuantos más.

Kaladin indicó con la cabeza la mujer de la barra.

—Supongo que no es la dueña del garito.

—No, Ka es solo camarera —explicó Roca—. Peet está bastante entusiasmado con ella.

—Tendremos que ver si sabe leer —dijo Kaladin, haciéndose a un lado mientras un cliente medio borracho salía a la noche—. Tormentas, sería bueno tener a alguien que supiera hacerlo.

En un ejército normal, Kaladin sería ojos claros, y su esposa o su hermana actuarían como escriba y administradora del batallón.

Peet les hizo señas para que se acercaran y Ka los condujo a una mesa apartada. Kaladin se sentó con la espalda apoyada en la pared, lo bastante cerca de una ventana para poder asomarse si quería, pero donde no se viera su silueta. Sintió pena por la silla de Roca cuando el comecuernos se sentó. Roca era el único del grupo que superaba a Kaladin en altura, y era prácticamente el doble de ancho.

—¿Cerveza comecuernos? —preguntó Roca, esperanzado, mirando a Ka.

—No, que nos derrite las copas —respondió ella—. ¿De malta?

—De malta —accedió Roca con un suspiro—. Esa cosa debería ser bebida para mujeres, no para grandes hombres comecuernos. Al menos no es vino.

Kaladin le dijo que trajera lo que fuese, sin apenas prestar atención. El lugar no era acogedor: le parecía ruidoso, molesto, apestoso y lleno de humo. Pero también estaba vivo. Risas. Gritos y voces, jarras entrechocando. Eso… eso era para lo que vivían algunos. Un día de honrado trabajo, seguido por una noche en la taberna con los amigos.

No era una vida tan mala.

—Hay ruido esta noche —advirtió Sigzil.

—Siempre hay ruido —replicó Roca—. Pero esta noche tal vez más.

—El ejército ganó una meseta junto con las escuadras de Bethab —informó Peet.

Bien por ellos. Dalinar no había acudido, pero Adolin sí, junto con tres hombres del Puente Cuatro. Sin embargo, no les habían pedido que entraran en batalla, y cualquier carga en las mesetas que no pusiera en peligro a los hombres de Kaladin era buena.

—Tanta gente está bien —dijo Roca—. Hace que la taberna sea más cálida. Fuera hace demasiado frío.

—¿Demasiado frío? —exclamó Moash—. ¡Eres de los Picos Comecuernos!

—¿Y qué? —replicó Roca, frunciendo el ceño.

—¡Pues que son montañas! Tiene que hacer mucho más frío allá arriba que aquí abajo.

Roca farfulló en una divertida mezcla de indignación e incredulidad, tiñendo de color rojo su clara piel comecuernos.

—¡Demasiado aire! Es difícil pensar. ¿Frío? ¡Los Picos Comecuernos son cálidos! Maravillosamente cálidos.

—¿De verdad? —preguntó Kaladin, escéptico, recelando que fuera una de las bromas de Roca. A veces esas bromas solo las entendía él mismo.

—Es verdad —dijo Sigzil—. Los picos tienen manantiales calientes.

—Ah, pero no son manantiales —dijo Roca, agitando un dedo ante Sigzil—. Esa es una palabra llanera. Los océanos comecuernos son aguas de vida.

—¿Océanos? —preguntó Peet, frunciendo el ceño.

—Océanos muy pequeños —admitió Roca—. Uno por cada pico.

—La cima de cada montaña forma una especie de cráter —explicó Sigzil—, que está lleno de un gran lago de agua caliente. El calor es suficiente para crear una zona cerrada donde se puede vivir, a pesar de la altura. Sin embargo, si te alejas demasiado de las ciudades comecuernos, solo encuentras temperaturas gélidas y campos de hielo causados por las altas tormentas.

—Estás contando mal la historia —dijo Roca.

—Son hechos, no una historia.

—Todo son historias —dijo Roca—. Escucha. Hace mucho tiempo, los unkalaki (mi pueblo, al que vosotros llamáis comecuernos) no vivían en los picos. Vivían abajo, donde el aire era denso y pensar era difícil. Pero nos odiaban.

—¿Quién podía odiar a los comecuernos? —dijo Peet.

—Todo el mundo —respondió Roca mientras Ka llevaba las bebidas. Más atenciones especiales. Casi todos los demás clientes tenían que ir a la barra a recoger sus bebidas. Roca le sonrió a la mujer y agarró su gran jarra—. Esta es la primera bebida. Lopen, ¿intentas derrotarme?

—Estoy en ello, mancha —dijo Lopen, alzando su propia jarra, que no era tan grande.

El enorme comecuernos dio un sorbo a su bebida y se manchó el labio de espuma.

—Todo el mundo quería matar comecuernos —dijo, dando un puñetazo contra la mesa—. Nos tenían miedo. Las historias dicen que éramos demasiado buenos luchadores. Así que nos cazaron y casi nos destruyeron.

—Si erais tan buenos luchadores —señaló Moash—, ¿cómo es que fuisteis casi destruidos?

—Somos pocos —dijo Roca, indicándose orgulloso el pecho con la mano—. Y vosotros muchos. Estáis por todas las tierras bajas. No se puede andar sin encontrar pies de alezi bajo la bota. Y por eso los unkalaki estuvimos a punto de ser destruidos. Pero nuestro tana’kai (es como un rey, pero más) fue a los dioses a suplicar ayuda.

—Dioses —dijo Kaladin—. Te refieres a los spren. —Buscó a Syl, que se había encaramado en una viga y contemplaba a un par de pequeños insectos subir por un poste.

—Esos son dioses —dijo Roca, siguiendo la mirada de Kaladin—. Sí. Pero algunos dioses son más poderosos que otros. Fue primero a los dioses de los árboles. «¿Podéis escondernos?»., preguntó. Pero los dioses de los árboles no pudieron. «Los hombres nos cazan también», dijeron. «Si os ocultáis aquí, os encontrarán, y os usarán como leña como hacen con nosotros».

—Usar comecuernos como leña —dijo Sigzil débilmente.

—Calla —replicó Roca—. A continuación tana’kai visitó a los dioses de las aguas. «¿Podemos vivir en vuestras profundidades?»., suplicó. «Dadnos poder para respirar como peces, y os serviremos bajo los océanos». Ay, las aguas no pudieron ayudar. «Los hombres excavan en nuestros corazones con garfios, y se llevan a aquellos que protegemos. Si vivierais aquí, os convertiríais en su comida». Así que no pudimos vivir allí.

»Por fin tana’kai, desesperado, visitó a los dioses más poderosos, los de las montañas. “Mi pueblo se está muriendo”, suplicó. “Por favor. Dejadnos vivir en vuestras faldas y adoraros, y que vuestras nieves y hielos proporcionen nuestra protección”.

»Los dioses de las montañas pensaron largamente. “No podéis vivir en nuestras faldas”, dijeron, “pues no hay vida allí. Este es un lugar de espíritus, no de hombres. Pero si podéis encontrar un lugar que sea para hombres y espíritus, os protegeremos”. Y así, tana’kai regresó a los dioses de las aguas y dijo: “Dadnos vuestra agua, para que podamos beber y vivir en las montañas”. Y estos se lo prometieron. Luego tana’kai fue a los dioses de los árboles y dijo: “Dadnos vuestro fruto en abundancia, para que podamos vivir en las montañas”. Y se lo prometieron. Luego, tana’kai regresó a las montañas y dijo: “Dadnos vuestro calor, eso que está en vuestro corazón, para que podamos vivir en vuestros picos”.

»Y esto complació a los dioses de las montañas, que vieron que los unkalaki trabajaban duro. No era una carga para ellos, pues los hombres resolvían los problemas por su cuenta. Y así, los dioses de las montañas replegaron sus picos y dejaron espacio para las aguas de la vida. Los océanos fueron creados por los dioses de las aguas. La hierba y la fruta para dar vida fueron dadas por la promesa de los dioses de los árboles. Y el calor del corazón de las montañas nos dio un lugar para que pudiéramos vivir.

Se echó hacia atrás en su silla, tomando un buen sorbo de su jarra, y luego la dejó con fuerza sobre la mesa, sonriente.

—Así que a los dioses les gustó que resolvierais los problemas por vuestra cuenta —dijo Moash, acariciando su bebida—… ¿acudiendo a otros dioses y suplicándoles a ellos ayuda?

—Calla —replicó Roca—. Es una buena historia. Y es verdad.

—Pero has llamado agua a los lagos que hay allí arriba —dijo Sigzil—. Así que son manantiales calientes. Como yo decía.

—Es diferente —replicó Roca, levantando la mano para llamar a Ka, mientras sonreía de oreja a oreja y agitaba la jarra de manera suplicante.

—¿Cómo?

—No es solo agua —añadió Roca—. Es agua de vida. La conexión con los dioses. Si los unkalaki nadan en ella, a veces ven el lugar de los dioses.

Kaladin se inclinó hacia delante al escuchar esas palabras. Se había distraído pensando cómo ayudar al Puente Dieciocho con sus problemas de disciplina y esas palabras le llamaron la atención.

—¿El lugar de los dioses?

—Sí —contestó Roca—. Ahí es donde vivimos. Las aguas de la vida te dejan ver el lugar. En ellas comulgas con los dioses, si tienes suerte.

—¿Por eso puedes ver spren? —preguntó Kaladin—. ¿Porque nadaste en esas aguas y te hicieron algo?

—No es parte de la historia —contestó Roca mientras llegaba una segunda jarra de cerveza. Sonrió a Ka—. Eres una mujer maravillosa. Si vienes a los Picos, te haré de mi familia.

—Tú paga la cuenta, Roca —replicó Ka, poniendo los ojos en blanco. Mientras se disponía a recoger las jarras vacías, Peet se levantó de un salto para ayudarla, sorprendiéndola al reunir algunas de otra mesa.

—Puedes ver los spren —insistió Kaladin—, por lo que te sucedió en esas aguas.

—No es parte de la historia —insistió Roca, mirándolo—. Está… relacionado. No diré más sobre este tema.

—Me gustaría ir de visita —dijo Lopen—. Ir a darme un chapuzón.

—¡Ja! Es la muerte para los que no son de nuestro pueblo —aseguró Roca—. No podría permitirte que nadaras. Aunque me derrotaras bebiendo esta noche. —Alzó una ceja, indicando la bebida de Lopen.

—Nadar en las lagunas esmeralda es la muerte para los forasteros —señaló Sigzil—, porque ejecutáis a los forasteros que las tocan.

—No, eso no es cierto. Escucha la historia. No seas tan aburrido.

—Solo son manantiales cálidos —gruñó Sigzil, pero volvió a su bebida.

Roca hizo un gesto de impaciencia.

—Arriba, hay agua. Debajo, no. Es otra cosa. Agua de vida. El lugar de los dioses. Es la verdad. Yo mismo he visto a un dios.

—¿Un dios como Syl? —preguntó Kaladin—. ¿O tal vez un ríospren? —Esos eran raros, pero supuestamente en ocasiones hablaban de forma sencilla, como los vientospren.

—No —dijo Roca. Se inclinó hacia delante, como para decir un secreto—. Vi a Lunu’anaki.

—Oh, magnífico —bufó Moash—. Maravilloso.

—Lunu’anaki —declaró Roca— es el dios del viaje y el engaño. Muy poderoso. Vino de las profundidades del océano de los picos, del reino de los dioses.

—¿Qué aspecto tenía? —preguntó Lopen, abriendo mucho los ojos.

—Como una persona —respondió Roca—. Alezi tal vez, aunque su piel era más clara. Rostro muy anguloso. Apuesto, creo. Con el pelo blanco.

Sigzil alzó bruscamente la cabeza.

—¿El pelo blanco?

—Sí —dijo Roca—. No gris, como los viejos, sino blanco… aunque es un hombre joven. Me habló en la orilla. ¡Ja! Se burló de mi barba. Me preguntó qué año era, según el calendario comecuernos. Y mi nombre le pareció gracioso. Era un dios muy poderoso.

—¿Tuviste miedo? —preguntó Lopen.

—No, claro que no. Lunu’anaki no puede herir a los hombres. Está prohibido por otros dioses. Lo sabe todo el mundo. —Roca apuró el resto de su segunda jarra que alzó al aire, sonriendo, y la agitó de nuevo ante Ka cuando pasó.

Lopen bebió apresuradamente el resto de su primera jarra. Sigzil parecía preocupado, y solo había tomado la mitad de su bebida. Se la quedó mirando, aunque cuando Moash le preguntó qué le pasaba, Sigzil puso la excusa de que estaba cansado.

Kaladin finalmente tomó un sorbo de su propia bebida. Cerveza de lavis, espumosa, dulzona. Le recordaba a su hogar, aunque solo había empezado a beber una vez estuvo en el ejército.

Los otros continuaron conversando sobre las incursiones de las mesetas. Al parecer, Sadeas había estado desobedeciendo las órdenes de hacerlas en equipo. Había hecho una por su cuenta, apoderándose de la gema corazón antes de que nadie llegara allí, para luego descartarla como si no tuviera importancia. Sin embargo, apenas unos días después, Sadeas y el alto príncipe Ruthar habían hecho una carga juntos… una carga en la que se suponía que no debían de participar. Dijeron que no habían podido conseguir la gema, pero todo el mundo sabía que la habían obtenido y luego habían ocultado la ganancia.

Estos claros desafíos a Dalinar eran la comidilla de los campamentos, y mucho más teniendo en cuenta que Sadeas parecía enfurecido porque no le permitían enviar investigadores al campamento de Dalinar para indagar «hechos importantes» que consideraba relacionados con la seguridad del rey. Para él todo era un juego.

«Alguien tiene que acabar con Sadeas —pensó Kaladin, sorbiendo su bebida, saboreando el frío líquido en la boca—. Es tan malo como Amaram; trató de acabar conmigo y con los míos repetidas veces. ¿No tengo motivos, incluso el derecho, de devolverle el favor?».

Kaladin estaba aprendiendo a hacer lo que hacía el asesino: correr por las paredes, tal vez llegar a ventanas que se consideraban inaccesibles. Podría visitar el campamento de Sadeas de noche. Brillante, violento…

Kaladin, el justiciero.

Pero algo en su interior le decía que había más de un error en ese proceso lógico, aunque no conseguía expresarlo razonadamente. Bebió un poco más y miró en derredor, advirtiendo de nuevo lo relajado que parecía todo el mundo. Esta era su vida. Trabajo, luego diversión. Para ellos era suficiente.

Para él no. Necesitaba algo más. Sacó una esfera brillante, solo un chip de diamante, y empezó a hacerla rodar perezosamente por la mesa.

Después de una hora de conversación, en la que Kaladin solo participó de vez en cuando, Moash le dio un codazo en el costado.

—¿Estás listo? —susurró.

—¿Listo? —Kaladin frunció el ceño.

—Sí. La reunión es en la habitación del fondo. Los vi entrar hace un momento. Estarán esperando.

—¿Quiénes…? —Kaladin guardó silencio, advirtiendo lo que pretendía Moash. Le había dicho que se reuniría con sus amigos, los hombres que habían intentado matar al rey. Kaladin sintió frío en la piel, pues el aire de pronto pareció helado—. ¿Por eso querías que viniera esta noche?

—Sí —dijo Moash—. Creí que ya lo sabías. Vamos.

Kaladin miró su jarra de líquido ocre. Finalmente, apuró el resto y se levantó. Tenía que saber quiénes eran estos hombres. Su deber lo exigía.

Moash se excusó, diciendo que había visto a un viejo amigo que quería presentarle a Kaladin. Roca, que no parecía borracho en lo más mínimo, se echó a reír y los despidió alegremente. Iba por su… ¿sexta bebida? ¿Por la séptima? Lopen ya estaba achispado después de la tercera. Sigzil apenas había terminado la segunda, y no parecía tener muchas ganas de continuar.

«Se acabó la competición», pensó Kaladin, dejando que Moash se lo llevara. El lugar seguía atestado, aunque no tanto como antes. Al fondo había un pasillo con comedores privados, de los que usan los comerciantes ricos que no quieren someterse a la rudeza de la sala común. Un hombre moreno esperaba ante uno de ellos. Podría haber sido parte azishiano, o tal vez solo era un alezi de piel muy oscura. Llevaba cuchillos muy largos al cinto, pero no dijo nada cuando Moash abrió la puerta.

—Kaladin… —La voz de Syl. ¿Dónde estaba? Desaparecida, al parecer, incluso para sus ojos. ¿Lo había hecho antes?—. Ten cuidado.

Entró en la habitación con Moash. Tres hombres y una mujer bebían vino en una mesa. Había otro guardia al fondo, envuelto en una capa, con una espada al cinto y la cabeza gacha, como si apenas estuviera prestando atención.

La mujer y uno de los hombres eran ojos claros. Kaladin tendría que haberlo esperado, considerando el hecho de que había implicada una hoja esquirlada, pero siguió sorprendiéndolo.

El hombre se levantó de inmediato. Era quizás un poco mayor que Adolin, y tenía el pelo alezi completamente negro, bien peinado. Llevaba una chaqueta abierta con una camisa negra con aspecto de ser cara debajo, bordada con enredaderas blancas entre los botones, y un pañuelo al cuello.

—¡Así que este es el famoso Kaladin! —exclamó el hombre, dando un paso adelante y extendiendo una mano para estrechar la del aludido—. Tormentas, es un placer conocerte. ¿Poner en evidencia a Sadeas mientras salvabas la mismísima Espina Negra? Bien hecho, amigo mío. Bien hecho.

—¿Y tú eres…? —preguntó Kaladin.

—Un patriota —respondió el hombre—. Llámame Graves.

—¿Eres el portador de esquirlada?

—Directo al grano, ¿eh? —dijo Graves, indicándole que se sentara a la mesa.

Moash tomó asiento inmediatamente, saludando con la cabeza al otro hombre, un ojos oscuros de pelo corto y ojos hundidos. «Mercenario», dedujo Kaladin, advirtiendo los gruesos atuendos de cuero que llevaba y el hacha junto a su asiento. Graves continuó señalando, pero Kaladin se retrasó, inspeccionando a la joven que permanecía sentada con ademán comedido y bebía la copa de vino que sostenía con las dos manos, una de ellas cubierta en su manga abotonada. Bonita, con los labios rojos fruncidos, llevaba el pelo recogido salpicado de diversos adornos de metal.

—Te conozco —dijo Kaladin—. Eres una de las escribas de Dalinar.

Ella lo miró, atenta, aunque intentó parecer relajada.

—Danlan pertenece al séquito del alto príncipe —explicó Graves—. Por favor, Kaladin. Siéntate. Toma un poco de vino.

Kaladin se sentó, pero no se sirvió una copa.

—Queréis matar al rey.

—Es directo, ¿no? —comentó Graves a Moash.

—Y efectivo también —respondió este—. Por eso nos gusta.

Graves se volvió hacia Kaladin.

—Somos patriotas, como he dicho antes. Patriotas de Alezkar. El Alezkar que podría ser. —«¿Patriotas que desean asesinar al gobernante del reino?».

Graves se inclinó hacia delante y cruzó las manos sobre la mesa. Una parte de su talante chistoso lo abandonó, lo cual estaba bien. Lo estaba intentando con demasiada intensidad de todas formas.

—Muy bien, continuemos. Elhokar es un rey rematadamente malo. Sin duda, te habrás dado cuenta.

—No es cosa mía juzgar a un rey.

—Oh, por favor —dijo Graves—. ¿Me estás diciendo que no te has fijado en cómo actúa? Caprichoso, petulante, paranoide. Disputa en vez de consultar, plantea exigencias infantiles en vez de dirigir. Está destruyendo el reino.

—¿Tienes idea del tipo de política que llevó a cabo antes de que Dalinar lo pusiera bajo su control? —preguntó Danlan—. Me pasé los tres últimos años en Kholinar ayudando a las burócratas a desentrañar el lío que había organizado con los códigos reales. Hubo una época en que prácticamente lo convertía todo en ley si se le convencía de la manera adecuada.

—Es un incompetente —dijo el mercenario ojos oscuros, cuyo nombre Kaladin ignoraba—. Hace matar a hombres buenos. Permite que ese hijo de puta de Sadeas cometa alta traición y se salga con la suya.

—¿Y por eso intentáis asesinarlo? —preguntó Kaladin.

Graves lo miró a los ojos.

—Sí.

—Si un rey destruye su país —dijo el mercenario—, ¿no es el derecho y el deber del pueblo eliminarlo del cargo?

—Si fuera eliminado —dijo Moash—, ¿qué sucedería? Hazte esa pregunta, Kaladin.

—Probablemente Dalinar ocuparía el trono —dijo Kaladin. Elhokar tenía un hijo en Kholinar, de pocos años de edad. Aunque Dalinar solo se proclamara regente en nombre del heredero legítimo, gobernaría.

—El reino mejoraría mucho con él a la cabeza —dijo Graves.

—Prácticamente gobierna ya de todas formas —objetó Kaladin.

—No —replicó Danlan—. Dalinar se contiene. Sabe que debería hacerse con el trono, pero vacila por lealtad a su hermano muerto. Los otros altos príncipes lo interpretan como debilidad.

—Necesitamos al Espina Negra —intervino Graves, dando un puñetazo en la mesa—. De lo contrario, este reino caerá. La muerte de Elhokar lanzaría a Dalinar a la acción. Recuperaríamos al hombre que tuvimos hace veinte años, el hombre que unificó a los altos príncipes en primer lugar.

—Aunque ese hombre no regresara del todo —añadió el mercenario—, no podríamos estar peor de lo que estamos ahora.

—Así que, sí, somos asesinos —le dijo Graves—. O lo somos en potencia. No queremos un golpe de Estado, y no queremos matar a guardias inocentes. Solo queremos eliminar al rey. En silencio. Preferiblemente en un accidente.

Danlan hizo una mueca y luego tomó un sorbo de vino.

—Por desgracia, hasta ahora no hemos sido demasiado efectivos.

—Y por eso queríamos reunirnos contigo —dijo Graves.

—¿Esperáis que os ayude? —preguntó Kaladin.

Graves se encogió de hombros.

—Piensa en lo que hemos dicho. Es todo lo que pido. Piensa en las acciones del rey, obsérvalo. Pregúntate a ti mismo: «¿Cuánto durará el reino con este hombre a la cabeza?».

—El Espina Negra debe ocupar el trono —dijo Danlan en voz baja—. Sucederá tarde o temprano. Queremos ayudarlo, por su bien. Ahorrarle la difícil decisión.

—Podría denunciaros —dijo Kaladin, mirando a Graves a los ojos. A un lado, el hombre de la capa, que había estado apoyado contra la pared escuchando, se movió, irguiéndose—. Invitarme a venir era un riesgo.

—Moash dice que eras cirujano —dijo Graves, que no parecía preocupado en lo más mínimo.

—Sí.

—¿Y qué haces si la mano se infecta, amenazando a todo el cuerpo? ¿Esperas a ver si mejora, o actúas?

Kaladin no respondió.

—Ahora controlas la Guardia del Rey, Kaladin —añadió Graves—. Necesitaremos una oportunidad, un momento en que ningún guardia vaya a resultar herido, para golpear. No queríamos mancharnos las manos con la sangre del rey, queríamos que pareciera un accidente, pero he comprendido que es una cobardía. Yo mismo lo haré. Todo lo que quiero es una oportunidad, y el sufrimiento de Alezkar habrá terminado.

—Será mejor para el rey de esta forma —dijo Danlan—. Se está muriendo lentamente en ese trono, como un hombre que se ahoga lejos de tierra. Es mejor acabar rápido.

Kaladin se levantó. Moash hizo lo propio, vacilante.

Graves miró a Kaladin.

—Me lo pensaré —dijo este.

—Bien, bien —respondió Graves—. Puedes volver a contactar con nosotros a través de Moash. Sé el cirujano que necesita el reino.

—Vamos —le dijo Kaladin a Moash—. Los demás se estarán preguntando dónde nos hemos metido.

Salió de la habitación y Moash lo siguió después de despedirse apresuradamente. Kaladin, sinceramente, esperaba que alguno de ellos intentara detenerlo. ¿No les preocupaba que los denunciara, como había amenazado?

Lo dejaron marchar. De vuelta a la ruidosa sala común.

«Tormentas —pensó—, ojalá sus argumentos no hubieran sido tan sólidos».

—¿Cómo los conociste? —le preguntó a Moash cuando este corrió a alcanzarlo.

—Rill, el tipo que estaba sentado a la mesa, era mercenario en alguna de las caravanas en las que trabajé antes de acabar en las cuadrillas de los puentes. Vino a verme cuando nos libramos de la esclavitud. —Moash cogió a Kaladin por el brazo, haciendo que se detuviera antes de llegar a la mesa—. Tienen razón. Sabes que la tienen, Kal. Lo noto.

—Son traidores —dijo Kaladin—. No quiero tener nada que ver con ellos.

—¡Has dicho que te lo pensarías!

—Lo he dicho para que me dejaran marchar —declaró Kaladin en voz baja—. Tenemos un deber que cumplir, Moash.

—¿Y es más grande que el deber hacia el país mismo?

—A ti el país te trae sin cuidado —replicó Kaladin—. Lo que en realidad quieres es llevar a cabo tu venganza.

—Muy bien, de acuerdo. Pero, Kaladin, ¿no te has dado cuenta? Graves trata a todos los hombres por igual, sin tener en cuenta el color de los ojos. No le importa que seamos ojos oscuros. Está casado con una mujer ojos oscuros.

—¿De veras? —Kaladin había oído hablar de ricos ojos oscuros que se casaban con ojos claros de baja cuna, pero nunca nadie que tuviera un dahn tan alto como un portador de esquirlada.

—Sí —dijo Moash—. Uno de sus hijos incluso es un único-ojo. A Graves no le importa una tormenta lo que piense la gente de él. Hace lo que es correcto. Y en este caso —Moash miró alrededor al comprobar que estaban rodeados de gente—, es lo que ha dicho. Alguien tiene que hacerlo.

—No vuelvas a hablarme de esto —dijo Kaladin, zafando su brazo y caminando hacia la mesa—. Y no vuelvas a reunirte con ellos.

Se sentó. Moash ocupó su sitio, molesto. Kaladin trató de volver a participar en la conversación con Roca y Lopen, pero no pudo.

A su alrededor, la gente reía o gritaba.

«Sé el cirujano que necesita el reino».

Tormentas, menudo problema.

Palabras radiantes
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
part001.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
part002.xhtml
part003.xhtml
part004.xhtml
part005.xhtml
part006.xhtml
part007.xhtml
part008.xhtml
part009.xhtml
part010.xhtml
part011.xhtml
part012.xhtml
part013.xhtml
part014.xhtml
part015.xhtml
part016.xhtml
part017.xhtml
part018.xhtml
part019.xhtml
part020.xhtml
part021.xhtml
part022.xhtml
part023.xhtml
part024.xhtml
part025.xhtml
part026.xhtml
Section0003.xhtml
part027.xhtml
part028.xhtml
part029.xhtml
part030.xhtml
part031.xhtml
part032.xhtml
part033.xhtml
part034.xhtml
part035.xhtml
Section0004.xhtml
part036.xhtml
part037.xhtml
part038.xhtml
part039.xhtml
part040.xhtml
part041.xhtml
part042.xhtml
part043.xhtml
part044.xhtml
part045.xhtml
part046.xhtml
part047.xhtml
part048.xhtml
part049.xhtml
part050.xhtml
part051.xhtml
part052.xhtml
part053.xhtml
part054.xhtml
part055.xhtml
part056.xhtml
part057.xhtml
part058.xhtml
part059.xhtml
part060.xhtml
part061.xhtml
part062.xhtml
part063.xhtml
part064.xhtml
part065.xhtml
part066.xhtml
part067.xhtml
part068.xhtml
part069.xhtml
part070.xhtml
part071.xhtml
part072.xhtml
part073.xhtml
part074.xhtml
part075.xhtml
part076.xhtml
part077.xhtml
part078.xhtml
part079.xhtml
part080.xhtml
part081.xhtml
part082.xhtml
part083.xhtml
part084.xhtml
part085.xhtml
part086.xhtml
part087.xhtml
part088.xhtml
part089.xhtml
part090.xhtml
part091.xhtml
part092.xhtml
part093.xhtml
part094.xhtml
part095.xhtml
part096.xhtml
part097.xhtml
part098.xhtml
part099.xhtml
part100.xhtml
part101.xhtml
part102.xhtml
part103.xhtml
part104.xhtml
part105.xhtml
part106.xhtml
part107.xhtml
part108.xhtml
part109.xhtml
part110.xhtml
part111.xhtml
part112.xhtml
part113.xhtml
part114.xhtml
part115.xhtml
part116.xhtml
part117.xhtml
part118.xhtml
part119.xhtml
part120.xhtml
part121.xhtml
part122.xhtml
part123.xhtml
part124.xhtml
part125.xhtml
part126.xhtml
part127.xhtml
part128.xhtml
part129.xhtml
part130.xhtml
part131.xhtml
part132.xhtml
part133.xhtml
part134.xhtml