Quiero pensar que si no hubiera estado abrumada por la pena, habría visto antes los peligros que se avecinaban. Sin embargo, con toda sinceridad, no estoy segura de que pudiera haberse hecho nada.

Del diario de Navani Kholin, Jesesach 1174

Kaladin dirigió la bajada al abismo, como era su derecho.

Usaron una escala de cuerda, igual que habían hecho en el ejército de Sadeas. Aquellas escalas eran un desastre, gastadas y manchadas de musgo, las tablas de madera maltratadas por demasiadas tormentas. Kaladin nunca había perdido un hombre a causa de aquellas escalas, pero cuando las usaba no las tenía todas consigo.

Esta escala, en cambio, era completamente nueva. Lo sabía con toda seguridad, ya que Rind, el intendente, se había rascado la cabeza ante la petición, y luego había construido una siguiendo las indicaciones de Kaladin. Era recia y bien hecha, como el ejército del propio Dalinar.

Kaladin llegó al fondo del abismo con un último salto. Syl bajó revoloteando y se posó en su hombro mientras él alzaba una esfera para escrutar el terreno. El broam de zafiro valía más que todo su salario como hombre del puente.

En el ejército de Sadeas, los abismos eran un destino frecuente para los hombres de los puentes. Kaladin seguía sin saber si el propósito era esquilmar todos los recursos posibles de las Llanuras Quebradas, o si realmente se trataba de encontrar algo trivial y humillante para que los hombres estuvieran entretenidos entre incursiones.

Sin embargo, el fondo de este abismo estaba intacto. No había senderos abiertos por las inundaciones causadas por las tormentas, no había mensajes a base de arañazos ni instrucciones en el liquen de las paredes. Como los otros abismos, este se abría como una vasija, más ancho en el fondo que en la agrietada parte superior, resultado del fluir de las aguas durante las altas tormentas. El suelo era relativamente llano, alisado por el sedimento endurecido de crem.

Mientras avanzaba, Kaladin tenía que abrirse paso sobre todo tipo de escombros: ramas rotas y troncos de árboles arrastrados por toda las Llanuras; caparazones rotos de rocabrotes; incontables marañas de enredaderas resecas, retorcidas unas contra otras como ovillos olvidados.

Y cadáveres, naturalmente.

Un montón de cadáveres acababan en los abismos. Cada vez que los hombres perdían la batalla para apoderarse de una meseta, tenían que retirarse y dejar atrás a los caídos. ¡Tormentas! Sadeas a menudo dejaba atrás los muertos incluso cuando vencía, y a los hombres de los puentes los dejaba heridos, abandonados, aunque se les hubiera podido salvar.

Después de una alta tormenta, los muertos acababan allí, en los abismos. Y como las tormentas soplaban hacia el oeste, hacia los campamentos, los cadáveres eran arrastrados en esa dirección. A Kaladin le costaba trabajo moverse sin pisar los huesos enredados en la maleza acumulada en la base del abismo.

Se abrió paso con todo el respeto posible mientras Roca llegaba al fondo, murmurando en su lengua nativa. Kaladin no pudo decir si se trataba de una maldición o una plegaria. Syl saltó al aire y, trazando un arco, se abalanzó hacia el suelo. Allí tomó lo que él consideraba que era su verdadera forma, la de una mujer joven con un sencillo vestido que se convertía en bruma justo por debajo de las rodillas. Se posó en una rama y contempló un fémur que sobresalía entre el musgo.

No le gustaba la violencia. Kaladin no estaba seguro, ni siquiera entonces, de que comprendiera la muerte. Hablaba como una niña que intentara entender algo más allá de su alcance.

—Qué caos —dijo Teft cuando llegó abajo—. ¡Bah! Este lugar no ha recibido ningún cuidado.

—Es una tumba —comentó Roca—. Estamos pisando una tumba.

—Todos los abismos son tumbas —dijo Teft, y su voz resonó en los fríos y húmedos confines—. Esto es solo una tumba desagradable.

—Es difícil encontrar una muerte que no lo sea, Teft —señaló Kaladin.

Teft gruñó y acto seguido empezó a saludar a los nuevos reclutas que iban llegando al fondo. Moash y Cikatriz vigilaban a Dalinar y sus hijos, que atendían un banquete de ojos claros. Kaladin se alegraba de poder evitarlo y precisamente por eso se había reunido con Teft allí abajo.

Se les unieron cuarenta hombres de los puentes, dos por cada cuadrilla reorganizada, que Teft estaba entrenando con la esperanza de que llegaran a ser buenos sargentos.

—Echad un vistazo, muchachos —les dijo Teft—. De aquí venimos. Por eso algunos nos llaman la orden del hueso. ¡Dad las gracias por no tener que pasar por todo lo que nosotros pasamos! Una alta tormenta nos podría haber barrido en cualquier momento. Ahora, con los guardianes de las tormentas de Dalinar Kholin para guiarnos, no correremos tanto riesgo… y nos quedaremos cerca de la salida por si acaso…

Kaladin se cruzó de brazos y contempló a Teft mientras este daba sus instrucciones al tiempo que Roca repartía lanzas de prácticas. Teft no llevaba ninguna, y aunque era más bajo que los demás hombres de los puentes que lo rodeaban, vestidos con sencillos uniformes de soldado, estos parecían profundamente intimidados por él.

«¿Qué otra cosa esperabas? —pensó Kaladin—. Son hombres de los puentes. Una brisa fuerte podría aplastarlos».

Con todo, Teft parecía completamente al mando. Se sentía cómodo. Esto era bueno. De algún modo… sí, era bueno.

Una serie de pequeños globos brillantes se materializó en torno a la cabeza de Kaladin, spren con la forma de esferas doradas que correteaban de acá para allá. Se quedó sorprendido, mirándolas. Glorispren. Tormentas. Parecía que no los veía desde hacía años.

Syl saltó al aire y se unió a ellos, riendo y revoloteando alrededor de la cabeza de Kaladin.

—¿Te sientes orgulloso de ti mismo?

—De Teft —dijo Kaladin—. Es un líder.

—Pues claro. Tú le diste el cargo, ¿no?

—No —dijo Kaladin—. No se lo di. Él lo pidió. Vamos. Demos un paseo.

Ella asintió, flotó en el aire y se posó, con las piernas cruzadas como si estuviera recatadamente sentada en una silla invisible. Siguió flotando allí, moviéndose exactamente al paso de Kaladin.

—Ya veo que has renunciado de nuevo a toda pretensión de estar sometida a las leyes naturales.

—¿Leyes naturales? —dijo Syl, divertida por el concepto—. Las leyes son cosa de los hombres, Kaladin. ¡La naturaleza no las tiene!

—Si lanzo algo hacia arriba, cae.

—Excepto cuando no lo hace.

—Es una ley.

—No —dijo Syl, mirando hacia arriba—. Es más bien… como un acuerdo entre amigos.

Él la miró, alzando una ceja.

—Tenemos que ser coherentes —dijo ella, inclinándose hacia delante como si conspirara—. O se nos echará a perder el cerebro.

Él bufó y sorteó un montón de huesos y ramas perforados por una lanza. Cubierto todo de óxido, parecía un monumento.

—Oh, vamos —dijo Syl, sacudiéndose el pelo—. Eso ha merecido al menos una risa.

Kaladin siguió caminando.

—Un bufido no es una risa —dijo Syl—. Lo sé porque soy inteligente y razono. Ahora deberías hacer algo para halagarme.

—Dalinar Kholin quiere volver a fundar los Caballeros Radiantes.

—Sí —dijo Syl tranquilamente, flotando en la esquina de su visión—. Una idea genial. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. —Sonrió con aire triunfal, pero luego frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó él, volviéndose a mirarla.

—¿Nunca te ha parecido injusto que los spren no puedan atraer a los spren? Debería tener algunos glorispren propios.

—Tengo que proteger a Dalinar —dijo Kaladin, haciendo caso omiso de su protesta—. No solo a él, sino a su familia, tal vez al propio rey. Aunque no conseguí impedir que alguien se colara en las habitaciones de Dalinar. —Seguía sin poder comprender cómo habían conseguido entrar. A menos que no hubiera sido una persona—. ¿Podría haber hecho un spren esos glifos en la pared? —Syl había transportado una hoja en una ocasión. Tenía forma física, aunque no mucha.

—No lo sé —dijo ella, mirando hacia un lado—. He visto…

—¿Qué?

—Spren como relámpagos rojos —dijo Syl en voz baja—. Spren peligrosos. Spren que no he visto antes. Los veo a lo lejos, a veces. ¿Tormentaspren? Algo peligroso se avecina. En ese sentido, los glifos tienen razón.

Él reflexionó durante un rato, hasta que por fin se detuvo a mirarla.

—Syl, ¿hay otros como yo?

El rostro de ella se volvió solemne.

—Oh.

—¿Oh?

—Oh, esa pregunta.

—¿La estabas esperando, entonces?

—Sí. Más o menos.

—Entonces has tenido tiempo de sobra para pensar una buena respuesta —dijo Kaladin, cruzando los brazos y apoyándose contra una zona de la pared más o menos seca—. Eso me lleva a preguntarme si has encontrado una explicación sólida o una mentira sólida.

—¿Mentir? —dijo Syl, escandalizada—. ¡Kaladin! ¿Qué te crees que soy? ¿Un críptico?

—¿Qué es eso?

Syl, todavía sentada en su asiento inexistente, se irguió y ladeó la cabeza.

—La verdad… la verdad es que no tengo ni idea. Hum.

—Syl…

—¡Hablo en serio, Kaladin! No lo sé. No lo recuerdo. —Se agarró el cabello, un manojo de pelo blanco translúcido en cada mano, y tiró.

Él frunció el ceño. Señaló.

—Eso…

—Vi a una mujer hacerlo en el mercado —dijo Syl, tirando de nuevo—. Significa que estoy frustrada. Así que… ¡ay! De todas formas, no es que no quiera decirte lo que sé. ¡Sí que quiero! Es que… no sé lo que sé.

—Eso no tiene sentido.

—¡Pues imagina lo frustrante que es!

Kaladin suspiró y continuó avanzando por el abismo, dejando atrás charcos de agua estancada cubierta de restos. Un puñado de rocabrotes crecía a lo largo de una de las paredes. No debían recibir mucha luz allí abajo.

Inspiró profundamente los olores de la vida sobrecargada. Moho y musgo. La mayoría de los cuerpos que había allí eran solo hueso, aunque se apartó de una zona rebosante de las manchas rojas de los putrispren. Justo al lado, un grupo de florvolantes agitaba sus delicadas frondas parecidas a abanicos, y estas bailaban con motas verdes de vidaspren. Allí, en los abismos, la vida y la muerte se estrechaban la mano.

Exploró varios de los caminos que se abrían ante él. Le parecía extraño no conocer esta zona: se había aprendido los abismos cercanos al campamento de Sadeas mejor que el campamento mismo. Mientras caminaba, el abismo se volvió más profundo y la zona se hizo más amplia. Hizo unas cuantas marcas en la pared.

En una bifurcación encontró una zona despejada con pocos restos. Tomó nota, retrocedió, y marcó de nuevo la pared antes de seguir otra bifurcación. Al cabo de un rato, entraron en otro lugar donde el abismo daba paso a un espacio amplio y abierto.

—Venir aquí fue peligroso —dijo Syl.

—¿A los abismos? —preguntó Kaladin—. No habrá abismoides tan cerca de los campamentos.

—No. Me refiero a mí, a venir a este reino antes de encontrarte. Fue peligroso.

—¿Dónde estuviste antes?

—En otro lugar. Con montones de spren. No lo recuerdo bien… había luces en el aire. Luces vivas.

—Como vidaspren.

—Sí. Y no. Venir aquí implicaba un riesgo de muerte. Sin ti, sin una mente nacida en este reino, no podía pensar. Sola, fui otro vientospren más.

—Pero no eres un vientospren —dijo Kaladin, arrodillándose junto a un gran charco de agua—. Eres un honorspren.

—Sí —contestó Syl.

Kaladin cerró la mano en torno a su esfera, oscureciendo casi por completo el cavernoso lugar. Aunque era de día, aquella rendija de cielo quedaba muy lejos, inalcanzable.

Montículos de residuos arrastrados por las riadas se hundían en sombras que casi parecían volver a encarnarlos. Los montones de huesos adoptaban un aspecto de brazos flácidos, de cadáveres apilados uno sobre otro. En un instante, Kaladin lo recordó. Había cargado entre alaridos contra los arqueros parshendi. Sus amigos morían en las mesetas yermas, debatiéndose en su propia sangre.

El fragor de los cascos sobre la piedra. El incongruente cántico de lenguas extranjeras. Los gritos de los hombres, ojos claros y ojos oscuros por igual. Un mundo que no concedía ninguna importancia a los hombres de los puentes. Eran residuos. Desperdicios que arrojar a los abismos para que las riadas se los llevasen.

Este era su auténtico hogar, estos surcos en la tierra, estos lugares más bajos que ningún otro sitio. Mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra, los recuerdos de muerte remitieron, aunque nunca podría librarse del todo de ellos. Llevaría para siempre esas cicatrices en la memoria igual que las otras muchas que llevaba en la piel. Como las que tenía en la frente.

El charco que había delante brillaba con un intenso color violeta. Lo había advertido antes, pero con la luz de la esfera resultaba más difícil verlo. En ese momento, en la penumbra, el charco revelaba su extraño resplandor.

Syl aterrizó a un lado del charco, como una mujer que espera en la orilla del océano. Kaladin frunció el ceño, se agachó para inspeccionarla con más atención. Parecía… diferente. ¿Su cara había cambiado de forma?

—Hay otros como tú —susurró Syl—. No los conozco, pero sé que otros spren intentan, a su modo, recuperar lo que se perdió.

Lo miró, y su cara había adoptado su forma familiar. El fugaz cambio había sido tan sutil que Kaladin no supo si lo había imaginado.

—Soy el único honorspren que ha venido —dijo Syl—. Yo… —Parecía estar esforzándose por recordar—. Estaba prohibido. Pero vine de todas formas. A buscarte.

—¿Me conocías?

—No. Aunque sabía que te encontraría. —Sonrió—. Estuve un tiempo con mis primos, buscando.

—Los vientospren.

—Sin el vínculo, soy básicamente uno de ellos —dijo—. Aunque ellos no tienen la capacidad de hacer lo que nosotros hacemos. Y lo que nosotros hacemos es importante. Tan importante que lo dejé todo, desafiando al Padre Tormenta, para venir. Tú lo viste. En la tormenta.

A Kaladin se le erizó el vello de los brazos. En efecto, había visto a un ser en la tormenta. Un rostro tan enorme como el cielo mismo. Fuera lo que fuese (spren, Heraldo, o Dios) no había aplacado sus tormentas para Kaladin durante aquel día que había pasado hecho un manojo de nervios.

—Somos necesarios, Kaladin —dijo Syl en voz baja. Le hizo un gesto para que se acercara, y él extendió la mano hacia la orilla del diminuto océano violeta que brillaba suavemente en el abismo. Ella subió a la mano, y él se levantó, alzándola.

Syl subió por sus dedos y Kaladin notó un leve peso, algo poco habitual. Volvió la mano mientras ella ascendía hasta que se encaramó en un dedo, con las manos a la espalda, y lo miró a los ojos mientras él se acercaba el dedo a la cara.

—Tú —dijo Syl—. Vas a tener que convertirte en lo que Dalinar Kholin está buscando. No dejes que busque en vano.

—Me lo quitarán, Syl —susurró Kaladin—. Encontrarán un modo de apartarte de mí.

—Eso es una tontería. Lo sabes.

—Lo sé, pero no lo siento así. Me hicieron pedazos, Syl. No soy lo que crees que soy. No soy un Radiante.

—No es eso lo que vi en el campo de batalla, tras la traición de Sadeas, cuando los hombres estaban atrapados, abandonados —repuso ella—. Ese día vi a un héroe.

Él la miró a los ojos. Tenía pupilas, aunque las creaban solamente los diferentes tonos de blanco y azul, como el resto de su ser. Brillaba más suavemente que la más débil de las esferas, pero esa luz bastaba para iluminar su dedo. Ella sonrió, como si confiara plenamente en él.

Al menos uno de los dos lo hacía.

—Lo intentaré —susurró Kaladin. Una promesa.

—¿Kaladin? —Era la voz de Roca, con su claro acento comecuernos. Acentuaba la última sílaba, no la primera.

Syl saltó del dedo de Kaladin, convirtiéndose en un trazo de luz y revoloteó hacia Roca. Él le mostró sus respetos al estilo comecuernos, tocándose los hombros por turno con una mano, y luego llevándose la mano a la frente. Ella soltó una risita: su profunda solemnidad se había convertido en alegría infantil en unos instantes. Syl podía ser solamente prima de los vientospren, pero obviamente compartía su naturaleza traviesa.

—Hola —saludó Kaladin, y rebuscó en el charco. Sacó uno de los broams de amatista y lo alzó. En algún lugar allá arriba, en las Llanuras, un ojos claros había muerto con ese objeto en el bolsillo—. Riquezas, si aún fuéramos hombres de los puentes.

—Seguimos siendo hombres de los puentes —replicó Roca, acercándose. Le quitó la esfera de las manos—. Y esto siguen siendo riquezas. ¡Ja! ¡Las especias que quieren que requisemos son tuma’alki! He prometido no preparar bazofia para los hombres, pero es difícil, porque los soldados están acostumbrados a eso. —Alzó la esfera—. La utilizaré para comprar cosas mejores, ¿de acuerdo?

—Claro —dijo Kaladin. Syl se posó en el hombro de Roca y se convirtió en una mujer joven, luego se sentó.

Roca la miró y trató de hacer una reverencia a su propio hombro.

—Deja de atormentarlo, Syl —dijo Kaladin.

—¡Es tan divertido!

—Te alabamos por ayudarnos, mafah’liki —le dijo Roca—. Pídeme lo que quieras y lo haré. Y ahora que soy libre, puedo crear un altar adecuado para ti.

—¿Un altar? —dijo Syl, abriendo mucho los ojos—. Ooooh.

—¡Syl! —dijo Kaladin—. Basta. Roca, he visto un buen lugar para que los hombres practiquen. Queda a un par de bifurcaciones más atrás. Marqué las paredes.

—Sí, lo hemos visto —respondió Roca—. Teft ha llevado allí a los hombres. Es extraño. El lugar es aterrador, todo el mundo lo evita, y, sin embargo, los nuevos reclutas…

—Se están adaptando —dedujo Kaladin.

—Sí. ¿Cómo sabías que iba a suceder esto?

—Estaban aquí, en el campamento de Sadeas, cuando nos asignaron trabajo exclusivo en los abismos. Vieron lo que hicimos, y han oído historias de nuestro entrenamiento aquí. Al traerlos, los estamos invitando a unirse a nosotros, como una iniciación.

A Teft le había costado que los antiguos hombres de los puentes mostraran interés en su instrucción. El viejo soldado siempre expresaba su malestar. Pero habían insistido en quedarse con Kaladin en vez de marcharse libremente, ¿así que por qué no iban a aprender?

Había que invitarlos. Y no solo con palabras.

—Sí, bueno —dijo Roca—. Sigzil me envía. Desea saber si estás preparado para poner en práctica tus habilidades.

Kaladin inspiró profundamente, miró a Syl, y asintió.

—Sí. Tráelo. Podemos hacerlo aquí.

—¡Ja! Por fin. Voy a por él.

Palabras radiantes
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