Acto V

Escena iii

 

EducatorsLenses 

 

 

La siguiente introducción al capítulo está extraída del libro superventas de Alcatraz Smedry Cómo parecer muy listo en tres cómodos pasos.

PASO 1: Encuentra un libro antiguo del que todos hayan oído hablar pero que nadie haya leído.

Los escritores inteligentes saben que las referencias literarias son útiles por múltiples razones; aparte de ofrecerte algo sobre lo que escribir cuando te quedas sin ideas, también sirven para hacerte parecer mucho más importante. ¿Qué mejor método para fingir inteligencia que incluir una frase desconocida en tu historia? Te grita: «¡Mira lo listo que soy! He leído muchos libros viejos.»

PASO 2: Hojea esa obra de teatro o documento antiguo hasta que encuentres un apartado que no tenga ningún sentido.

Shakespeare viene muy bien para esto por una sencilla razón: nada de lo que escribió tiene sentido. Utilizar frases antiguas y confusas es importante, ya que te aporta un aire de misterio. Además, si nadie sabe lo que quería decir el autor original, no pueden quejarse de que hayas utilizado mal la frase.

Cabe señalar que otros autores pagaban a Shakespeare para que les escribiera galimatías. Así, cuando querían citar algo que no tuviera sentido, solo tenían que mirar en una de sus obras.

PASO 3: Incluye una cita de esa obra o documento antiguo en un lugar obvio, donde la gente se crea lista por haberlo encontrado.

Añado que se ganan puntos adicionales si cambias algunas de las palabras para darle un giro trillado a la frase, puesto que así se grabará en la mente de los lectores. Por ejemplo, consúltese la última frase del capítulo anterior.

Además, cabe señalar que, si no estás familiarizado con Shakespeare, siempre puedes usar a los filósofos griegos. Nadie sabe de qué narices estaban hablando, así que utilizarlos en tus libros es una forma estupenda de fingir ser listo.

¡Todo el mundo gana!

—¡Ay, horrible, ay, horrible; más que horrible! —exclamó Kaz al sonar la alarma.

—¿Y por qué no? —repuso Aydee—. ¿Qué tengo que temer?

—Más sustancia —contestó Bastille, que señaló la cúpula de la ciudad antes de desenvainar la espada—, y con menos arte.

—¡Pedid a los actores que se den prisa! —grité mientras me alejaba a toda velocidad del fusil caído.

Después corrimos hacia Tuki Tuki.

A nuestro alrededor, el campamento se ponía en alerta. Por suerte, no sabían de qué se trataba ni quién había provocado el escándalo. Muchos de los Bibliotecarios parecían dar por sentado que el disparo procedía de la ciudad sitiada y empezaron a formar líneas de defensa mirando a la cúpula. Otros corrían hacia el lugar por el que el disparo había entrado en la jungla.

—Si alguna cosa puede hacerse... —dijo Bastille, preocupada, mirando a su alrededor.

Los soldados que corrían de un lado a otro me dieron una idea. Más adelante vi un soporte con armas en el que había un puñado de fusiles a la espera de que los Bibliotecarios los recogieran para la batalla. Hice un gesto a los otros y corrí hacia allí. Lo pasé de largo, pero no sin antes rozar las armas con los dedos y activar mi Talento. Todas se dispararon, lanzando rayos relucientes al aire, sobre el campamento, lo que contribuyó al caos.

—¡Qué espléndida obra es un hombre! —gritó Kaz mientras me daba el visto bueno alzando un pulgar.

Los soldados de los Bibliotecarios corrían como pollos sin cabeza, desconcertados. Entre ellos había hombres y mujeres vestidos por completo de negro: severos uniformes negros para los hombres, con camisas y corbatas negras, y faldas negras con blusas negras para las mujeres. Algunos se fijaron en que mi grupo corría por el campamento, y empezaron a gritar y a apuntarnos con los dedos.

Aydee chilló de repente y señaló algo más adelante.

—¡Algo podrido hay en el reino de Dinamarca!

Efectivamente, un grupo de soldados se había percatado de nuestra presencia, alertado por los Bibliotecarios de negro, y corría hacia nosotros.

No había tiempo para pensar. Bastille cargó contra ellos la primera, claro; pero no iba a poder con todos, eran demasiados.

Kaz alzó el tirachinas y lanzó una piedra a un Bibliotecario. El hombre cayó como Polonio en la Escena IV del Acto III, pero todavía quedaban otros diez o así. Kaz siguió lanzando piedras mientras Bastille se metía entre los soldados con la espada alzada ante ella. Aydee se escondió detrás de unos barriles, siguiendo instrucciones de Kaz.

Y yo. ¿Qué podía hacer yo? Me quedé en medio de la caótica noche, intentando decidirme. Era el jefe de la expedición, ¡tenía que ayudar de algún modo!

Un soldado Bibliotecario apareció corriendo ante mí y gritó:

—¡Pueda yo ser cruel, mas no antinatural!

Llevaba una espada; resultaba evidente que estos hombres estaban listos para tratar con los Smedry, por si acaso. Contra mi Talento, un arma de fuego habría sido inútil.

Di un paso atrás, nervioso. ¿Qué podía hacer? ¿Romper el suelo bajo sus pies? Podría caerme yo al agujero, además de tirar a los demás. Si me hacía daño en el proceso no...

Entonces se me ocurrió una cosa.

Sin pararme a pensar en si era o no buena idea, me concentré en el hombre y activé las lentes. Después, me golpeé en la cabeza.

 

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Ahora bien, en circunstancias normales no aprobaría semejante acción. De hecho, darse puñetazos en la cabeza es algo que, sin duda, puede calificarse de estopidirrible (definido como «el grado de estupidez necesario para tirarse en trineo por el Gran Cañón»). Sin embargo, en este caso era un poquito menos estopidirrible.

Las lentes de otorgador transfirieron el puñetazo al Bibliotecario. De repente, el hombre cayó de lado con cara de estar más sorprendido que dolorido.

 

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Se puso en pie, tambaleante.

—¡Ah, qué bribón y vil granuja soy!

—No hay nada bueno o malo —comenté, sonriendo—, sino que el pensamiento lo hace tal.

Me di un puñetazo en el estómago con todas mis fuerzas.

El Bibliotecario gruñó y volvió a tambalearse. Seguí golpeando una y otra vez hasta que lo dejé gimiendo y sin energía para volver a levantarse. Miré a mi alrededor y examiné el caótico campo de batalla. Había gente corriendo por todas partes. Kaz estaba de pie encima de los barriles detrás de los que se escondía Aydee, y ella había sacado unos cuantos de los osos explosivos. Tuve el tiempo justo para tirarme a un lado cuando le quitó el pasador a uno de los azules y se lo lanzó a unos Bibliotecarios que andaban cerca; acabaron volando al revés y estrellándose los unos contra los otros.

Escogí a otro de los Bibliotecarios que corrían y le di una paliza dándomela a mí. Sin embargo, tampoco es que evitara sufrir todo el daño; de hecho, cuando dejé de concentrarme en los Bibliotecarios que había golpeado, el dolor empezó a regresar a mí. Necesitaba otro método.

—¡Tú, bobo entrometido, mísero, atolondrado, adiós! —gritó un Bibliotecario que corría hacia mí.

Me volví, me concentré en él e hice lo primero que se me ocurrió: fingí estar loco. «¡Estoy loco, estoy loco, estoy loco!», pensé.

El hombre vaciló y bajó la espada. Después ladeó la cabeza y se alejó sin rumbo aparente.

—¿Veis esa nube? Tiene casi la forma de un camello —dijo mientras miraba al cielo.

Bastille estaba en el centro de una furiosa lucha. Intentaba no hacerle demasiado daño a la gente, pero aquí no había modo de evitarlo. Había tenido que atravesar a varios Bibliotecarios, que yacían en el suelo agarrándose una pierna o un brazo. Lo más chocante era uno al que había acertado en la boca y sostenía algo en la mano; cuando pasé corriendo por su lado, lo oí mascullar:

—Pero que se me rompa el corazón, pues debo retener mi lengua...

—¡Pobre de mí —exclamé mientras cerraba los ojos—; ay, haber visto lo que vi y ver ahora lo que veo!

Sin embargo, no podía permanecer demasiado tiempo con los ojos cerrados. Los abrí e intenté acercarme a Bastille para ayudar, aunque parecía que se las apañaba bien. Un Bibliotecario se le acercó por detrás e intentó atacarla por el lado; se abalanzó sobre ella, y se le unió un grupo de amigos que le sujetaron un brazo y le quitaron la enorme espada de cristal de la mano.

—¡Ay, qué espíritu este tan noble destruido! —chillé mientras señalaba.

Kaz miró hacia nosotros y asintió mientras le quitaba a Aydee un oso rosa y nos lo tiraba. El oso cayó al suelo, rodando, y nos lanzó a todos hacia atrás, pero, como antes, en realidad la granada no nos hizo daño a ninguno.

La explosión bastó para que Bastille se zafara de sus atacantes, aunque la espada había caído lejos. Corrí a cogerla mientras ella se sacaba la daga del cinturón y se enfrentaba a un Bibliotecario.

—¿Es un puñal aquello que ante mí estoy viendo? —preguntó el Bibliotecario, que blandía una espada mucho más grande e imponente. Atacó.

Bastille se limitó a sonreír y bloqueó su espada con la daga para después avanzar por sorpresa y darle una patada en la entrepierna con la bota.

—Métete en un convento —dijo la chica mientras el hombre gritaba y caía al suelo.

Bastille odia que la gente cite el libro que no es.

Recogí la espada de Bastille, corrí hacia ella y se la lancé a las manos al pasar.

—Nunca pidas prestado ni prestes tú, que un préstamo casi siempre te lleva a perder el dinero y el amigo.

—Pordiosero como soy, tengo mucha penuria de agradecimientos —respondió ella con un gesto de cabeza para darme las gracias.

Miré a mi alrededor en busca de más enemigos. Curiosamente, casi todos los Bibliotecarios de aquel grupo ya estaban fuera de combate.

—¿Queréis ayudar a apresurarlos? —chilló Kaz, que pasó corriendo junto a nosotros con Aydee a su lado—. ¡Los ricos dones menguan y se vuelven pobres cuando quienes los dan se muestran poco amables!

Asentí para darle la razón y salí disparado hacia la otra punta del campamento. Por algún motivo, mientras corríamos pasamos junto a montones de lo que parecían ser cristales: copas, espejos, ventanas... Todo estaba roto, algunos de los objetos lo estaban tanto que ni siquiera eran reconocibles. Sin embargo, no me quedaba la suficiente energía para meditar sobre aquella rareza. Me había quedado molido después de usar tanto las lentes de otorgador; el estómago me dolía por los puñetazos y las lentes me habían chupado casi toda la fuerza.

Por suerte, los Bibliotecarios estaban lo bastante desconcertados por el ataque nocturno como para que nos permitieran recorrer la distancia que nos faltaba sin volver a detenernos. Salimos del campamento y corrimos colina arriba hacia la ciudad cubierta por la cúpula de cristal. Detrás de nosotros, los Bibliotecarios gritaban, y algunos nos señalaban. Unos fusileros dispuestos en fila intentaron derribarnos a tiros, pero cometieron el error de apuntar no a un Smedry, sino a tres. Tres de ellos se perdieron mientras intentaban alzar sus armas; cinco contaron mal y no metieron ninguna bala en sus fusiles, y el resto de las armas se rompieron cuando sus propietarios intentaron usarlas.

A veces está bien tener un Talento.

Por desgracia, no me había planteado cómo íbamos a entrar en la ciudad una vez que llegáramos hasta ella. La cúpula de cristal bajaba hasta el suelo y, aunque parecía haber un punto en el que unas bisagras formaban una puerta, estaba vigilada por un grupo de soldados mokianos. Los hombres, robustos y musculosos, llevaban el pecho al descubierto, y espirales y dibujos negros en el rostro, como la pintura de guerra maorí. Portaban lanzas de madera negra, y algunas de las puntas ardían.

A pesar de aquel espectáculo tan imponente, en realidad los soldados tenían aspecto de haberlo pasado mal en el campo de batalla. La mayoría lucía vendas o cabestrillos, y nos miraban con suspicacia a mi grupo y a mí.

—¡Nuestro propósito puede quedar cumplido! —dijo uno de los hombres a través de una pequeña rendija en el cristal—. ¿Quién se acerca?

No nos abrieron la puerta, así que di un paso adelante.

—Señor amigo mío. Me encomiendo a vosotros.

Bastille también dio un paso adelante y les enseñó su espada crístina, el símbolo de un caballero de Cristalia.

—Juradlo por mi espada —proclamó.

Una crístina fue prueba suficiente para que los mokianos creyeran que éramos los buenos. Abrieron la puertecita de cristal y nos hicieron gestos para que entráramos. Dejamos que Kaz y Aydee lo hicieran primero, mientras yo me volvía para observar el campamento. ¡Lo habíamos conseguido! Jadeaba de cansancio, pero esbocé una sonrisa triunfal.

A mi lado, Bastille no estaba tan entusiasmada.

—¿... cómo es que estáis aún bajo esos nubarrones? —le pregunté.

Ella se encogió de hombros mientras contemplaba las caóticas filas bibliotecarias, sobre todo el lugar en el que nos habíamos visto obligados a luchar.

—Siento llena mi alma de azoro y desaliento.

—La señora protesta demasiado, me parece.

Bastille me miró. Por su expresión supe que me culpaba por liarlo todo, lo que probablemente era justo, ya que no solo había sido yo el que había sugerido el plan, sino el que además lo había fastidiado al recoger el arma bibliotecaria.

—¡Qué exacto es este bribón! —exclamó Bastille mientras me daba toquecitos en el pecho.

—Y sobre todo esto —respondí, encogiéndome de hombros a la vez que esbozaba una sonrisa irónica—: sé sincero contigo mismo.

Tras lo cual, entramos en Tuki Tuki.