Capítulo
6
Fiu! Qué capítulos más aburridos, ¿no? Sé que en realidad no queríais leer, con todo lujo de detalles, cómo funciona el sistema de alcantarillado de Nalhalla. Tampoco os interesaba una explicación académica sobre el alfabeto nalhalliano original y cómo las letras se basan en representaciones logográficas del cabafloo antiguo. Y, por supuesto, seguro que os han entrado arcadas con esa vívida descripción, tan específica como insoportable, de cómo es que te hagan un lavado de estómago.
No os preocupéis, que estas escenas son de extrema importancia para el capítulo treinta y siete de la novela. Sin los capítulos tres, cuatro y cinco, os encontraríais completamente perdidos al avanzar en el libro. Los he incluido por vuestro propio bien. Ya me daréis las gracias después.
—Espera —dije, señalando a través de la pared de cristal transparente de la sala de pruebas de granadas—. Reconozco ese pájaro.
No el azul, sino el pájaro de cristal gigante que despegaba de la ciudad, a poca distancia de nosotros. Se llamaba Viento de Halcón y me había transportado en mi primer viaje a Nalhalla. Era del tamaño aproximado de un pequeño avión y estaba fabricado por completo de precioso cristal translúcido.
Ahora bien, algunos de vosotros, los de las Tierras Silenciadas, os preguntaréis cómo era capaz de reconocer aquel vehículo en concreto entre todos los que sobrevolaban Nalhalla. Eso es porque, en las Tierras Silenciadas, los Bibliotecarios se aseguran de que todos los vehículos tengan el mismo aspecto. Todos los aviones de un tamaño concreto son idénticos. Casi todos los coches se parecen: un camión es como cualquier otro camión, un turismo es como cualquier otro turismo. Te permiten elegir el color, ¡yupi!
Los Bibliotecarios afirman que tiene que ser así, ofreciendo como excusa un galimatías sobre los costes de fabricación o las líneas de montaje. Por supuesto, es todo mentira. El verdadero motivo de que todo tenga el mismo aspecto se debe a un único concepto muy simple: calzoncillos.
Os lo explicaré después.
En los Reinos Libres no piensan del mismo modo que en las Tierras Silenciadas, así que cuando fabrican algo les gusta que sea único y original. Incluso un idiota como yo podría diferenciar de lejos dos vehículos distintos.
—Viento de Halcón —dijo Bastille, que señalaba el pájaro de cristal con la cabeza mientras este aleteaba por el cielo rumbo al oeste—. ¿No es la aeronave que tu padre estaba preparando para su misión secreta?
—Sí.
—¿Crees...?
—¿Que acaba de marcharse sin despedirse? —Me quedé mirando a Viento de Halcón, que se alejaba como un rayo—. Sí.
—«A mi padre y a mi hijo —leía el abuelo Smedry tras haberse recolocado las lentes de oculantista para examinar la nota—. Se me da mal decir adiós. Adiós.» —Bajó el papel y se encogió de hombros.
—¿Y ya está? —exclamó Bastille—. ¿Es lo único que ha dejado?
—Pues... sí —respondió el abuelo Smedry, que sostenía en alto dos trozos de papel naranja—. Eso y lo que parecen ser dos cupones para media bola de helado de sabor koala.
—¡Qué horror! —dijo Bastille.
—La verdad es que es mi sabor favorito —respondió el abuelo mientras se guardaba los cupones—. Es muy amable por su parte.
—Me refería a la nota —repuso ella, que estaba de pie con los brazos cruzados.
Habíamos regresado al Torreón Smedry, un enorme castillo de piedra negra enclavado en el extremo meridional de la ciudad de Nalhalla. El cristal de fuego crepitaba en una chimenea a un lado de la habitación. Sí, en los Reinos Libres hay un tipo de cristal que puede arder. A mí no me miréis.
—Ah, sí —dijo el abuelo al volver a leer la nota—. Sí, sí, sí. Sin embargo, hay que reconocer que se le da muy mal decir adiós. Esta nota es un claro ejemplo de ello. Quiero decir, ni siquiera la ha firmado. ¡No se le puede dar peor!
Yo estaba sentado junto a la chimenea, en un sillón rojo con demasiado relleno. Era el sillón en el que habíamos encontrado la nota. Al parecer, mi padre no le había dicho a nadie que se marchaba, salvo a su círculo más íntimo. Había reunido a su grupo de soldados, ayudantes y exploradores, y se había largado.
Éramos las tres únicas personas en aquella habitación de paredes negras. Bastille me miró.
—Lo siento, Alcatraz. Tiene que ser lo peor que podría haberte hecho tu padre.
—No sé —intervino el abuelo—. Podría haber dejado cupones para Chunky Monkey. —Hizo una mueca de asco—. Qué asco, ¿a quién se le ocurre meter un mono en el helado? En serio.
Bastille lo miró sin alterarse.
—No estás ayudando.
—Ni siquiera lo intentaba —respondió el abuelo, rascándose la cabeza.
Estaba calvo, salvo por un mechón de pelo blanco que le recorría la parte de atrás de la cabeza y le asomaba por detrás de las orejas —como si alguien le hubiera grapado una nube al cuero cabelludo—, y tenía un enorme bigote blanco.
—Pero supongo que debería hacerlo —añadió—. ¡Por el raído Resnick, chaval! No pongas esa cara tan mustia. De todos modos, es un padre horrible, ¿no? ¡Al menos se ha ido!
—Esto se te da fatal —comentó Bastille.
—Ah, pero yo domino el género epistolar, no como otros.
Esbocé una sonrisita. Vi que a mi abuelo se le iluminaban un poco los ojos. Solo intentaba animarme. Se acercó y se sentó en el sillón que tenía al lado.
—Tu padre no sabe qué hacer contigo, chaval. No tuvo la oportunidad de acostumbrarse a ser padre, así que creo que te tiene miedo.
Bastille resopló, desdeñosa.
—Así que se supone que Alcatraz debería quedarse aquí sentado, en Nalhalla, esperando a que su padre vuelva, ¿no? La última vez que desapareció Attica Smedry, tardó trece años en volver a aparecer. ¡Ni siquiera sabemos qué planea!
—Va a buscar a mi madre —repuse en voz baja.
Bastille se volvió hacia mí con el ceño fruncido.
—Ella tiene el libro que mi padre necesita —añadí—. El que contiene los secretos de cómo otorgar a todo el mundo los Talentos de los Smedry.
—Tu padre lleva persiguiendo a ese fantasma durante muchos años, Alcatraz —dijo el abuelo—. ¿Otorgar Talentos de los Smedry a todo el mundo? Dudo que sea posible.
—La gente decía eso mismo sobre encontrar las lentes de traductor —comentó Kaz—. Pero Attica lo logró.
—Cierto, cierto —concedió el abuelo—. Pero esto es distinto.
—Supongo —dije—, pero...
Me quedé paralizado y me giré: mi tío, Kazan Smedry, estaba sentado en el tercer sillón junto al fuego. Medía metro veinte, más o menos, y, como la mayoría de las personas pequeñas, odiaba que lo llamaran enano. Llevaba gafas de sol, una chupa de cuero marrón y una túnica debajo que se remetía en unos resistentes pantalones. Estaba cubierto de polvo negro de hollín.
—¡Kaz! —exclamé—. ¡Has vuelto!
—¡Al fin! —respondió entre toses.
—¿Qué...? —pregunté, señalando el hollín.
—Me perdí en la chimenea —respondió Kaz, encogiéndose de hombros—. Llevo como dos semanas metido en ese puñetero tiro.
Todos los Smedry tienen un Talento. El Talento puede ser poderoso, impredecible y desastroso, pero siempre resulta interesante. Se podía obtener si eras un Smedry, ya fuera por nacimiento o por casarte con uno. Mi padre quería que todo el mundo poseyera un Talento.
Y yo empezaba a sospechar que eso es lo que mi madre pretendía desde el principio. Las Arenas de Rashid, los años de búsqueda, el robo de los Archivos Reales (que no son una biblioteca) de Nalhalla... Todo apuntaba a encontrar el modo de otorgar Talentos de los Smedry a personas que no solían tenerlos. Sospechaba que mi padre lo hacía porque quería compartir nuestros poderes con todo el mundo. No obstante, intuía que mi madre quería crear un ejército invencible de Bibliotecarios con Talentos.
Aunque no soy demasiado listo, suponía que aquello no podía ser bueno. Es decir, ¿qué pasaría si los Bibliotecarios contaran con mi Talento para romper cosas? Aquí incluyo una útil lista de lo que probablemente romperían si pudieran:
La comida del recreo. Todos los días, al abrir la bolsa con la comida para el recreo, llevarais lo que llevarais, descubriríais que os lo habían cambiado por un sándwich de babosa naranja con pepinillos. ¡Y no llevaría sal!
El baile. No os gustaría nada ver a los Bibliotecarios rompiendo esquemas en la pista de baile. En serio. Confiad en mí.
El recreo. Exacto. Romperían el recreo y lo convertirían en una clase de álgebra avanzada. Nota: Lo mismo sucede cuando pasáis a secundaria. Lo siento.
Caras. No requiere explicación.
Como podéis ver, sería un desastre.
—¡Kazan! —exclamó el abuelo, que sonrió a su hijo.
—Hola, papi.
—Todavía metiéndote en un lío tras otro, supongo.
—Siempre.
—Buen chico. ¡Te entrené bien!
—Kaz —le dije—, ¡hace meses que no te vemos! ¿Por qué has tardado tanto?
Kaz hizo una mueca.
—El Talento.
Por si lo habéis olvidado, el Talento de mi abuelo consistía en llegar tarde, mientras que el de Kaz era perderse de formas asombrosas. No sé por qué repito todo esto, ya que lo expliqué con claridad en el capítulo uno. En fin.
—¿No es mucho tiempo para andar perdido, incluso en ti? —preguntó Bastille con el ceño fruncido.
—Sí, hacía años que no estaba tan perdido.
—Ah, sí —dijo el abuelo Smedry—. Vaya, si recuerdo una vez que tu madre y yo nos pasamos más de dos meses buscándote como locos cuando tenías dos años, ¡hasta que, de repente, apareciste una noche en tu cuna!
Kaz puso cara de sentir nostalgia.
—Fue... interesante verme crecer.
—Pasa con todos los Smedry —añadió el abuelo.
—¿Cómo? —preguntó Bastille, que por fin se sentó en el cuarto y último sillón que había junto al fuego—. ¿Quieres decir que hay algún Smedry adulto? ¿Me podríais asignar a uno de esos? Estaría bien, para cambiar.
Me reí entre dientes, pero Kaz sacudió la cabeza, distraído por algo.
—Vuelvo a tener controlado mi Talento —dijo—, por fin. Pero he tardado demasiado. Es como... si el Talento se hubiera vuelto loco durante un tiempo. Hace años que no me costaba tanto manejarlo. —Se rascó la barbilla—. Tendré que escribir un ensayo al respecto.
Debo señalar que la mayor parte de los miembros de mi familia son profesores o investigadores. Quizás os resulte extraño que un puñado de entregados bribones como nosotros también sea un puñado de eruditos. Si eso es lo que pensáis, es que no habéis conocido a los suficientes profesores. ¿Qué mejor forma de evitar crecer que pasarte toda la vida en el colegio?
—¡Pelícanos! —exclamó de repente Kaz mientras se levantaba—. ¡Ahora no tengo tiempo para ensayos! Casi se me olvida. Papá, mientras estaba perdido por ahí, pasé por Mokia. ¡Han sitiado Tuki Tuki!
—Lo sabemos —respondió Bastille, que tenía los brazos cruzados.
—¿Ah, sí? —preguntó Kaz, rascándose la cabeza.
—Hemos enviado tropas para ayudar a Mokia —respondió ella—. Pero los Bibliotecarios han empezado a asaltar nuestras costas más cercanas. No podemos ofrecer más apoyo a Mokia sin dejar Nalhalla desprotegida.
—Me temo que hay más —añadió el abuelo Smedry—. Algunos... elementos del Consejo de los Reyes están dándole largas al tema.
—¿Qué? —exclamó Kaz.
—Te perdiste todo lo del tratado, hijo —dijo el abuelo—. Me temo que algunos de los monarcas se han aliado con los Bibliotecarios. Estuvieron a punto de lograr que el Consejo aprobara una moción para abandonar Mokia. No lo consiguieron, pero solo por un voto. Los que estaban a favor de la moción siguen intentando negarle apoyo a Mokia. Tienen mucha influencia en el Consejo.
—¡Pero los Bibliotecarios querían matarlos! —exclamé—. ¿Y el intento de magnicidio?
De paso os cuento que odio los magnicidios. Suenan demasiado a clase de química. O a tíos muertos con coronas.
El abuelo se limitó a encogerse de hombros.
—¡Burócratas, chaval! Pueden ser más espesos que la sopa de judías de tu tío Kaz.
—¡Eh! —exclamó Kaz—. ¡Me gusta esa sopa!
—Y a mí —respondió el abuelo—. Es un pegamento excelente.
—Tenemos que hacer algo.
—Eso intento —dijo el abuelo—. ¡Si vieras qué discursos estoy dando!
—Hablar —repuso Kaz—. ¡Tuki Tuki está a punto de caer, papá! Si la capital cae, el reino caerá con ella.
—¿Qué pasa con los caballeros? —pregunté—. Bastille, ¿no dijiste que la mayoría de los caballeros de Cristalia siguen aquí, en la ciudad? ¿Por qué no están en el campo de batalla?
—Los crístines no se pueden usar para esas cosas, chaval —respondió el abuelo, que meneaba la cabeza—. Tienen prohibido tomar partido en conflictos políticos.
—¡Pero esto no es un conflicto político! Esto es contra los Bibliotecarios. ¡Se infiltraron en los crístines y corrompieron la Piedra Mental! Si ganan, ¡seguro que desmantelan la orden de todos modos!
Bastille hizo una mueca.
—¿Ves por qué estoy de los nervios? Sabemos todo esto, pero nuestros juramentos nos prohíben tomar partido, salvo para defender a un Smedry o a uno de los monarcas.
—Bueno, pues uno de los monarcas está en peligro —repuse—. ¡Kaz acaba de decirlo!
—El rey Talakimallo no está en el palacio de Tuki Tuki —explicó el abuelo, negando con la cabeza—. Los caballeros lo llevaron a un lugar seguro poco después de que empezara el asedio del palacio. La reina lidera la defensa.
—La reina de Mokia... —dije—. Bastille, ¿esa no es...?
—Mi hermana, Angola Dartmoor.
—¿Y los caballeros no la van a proteger?
—No es heredera de ninguna familia noble —respondió Bastille, negando con la cabeza—. Quizás hayan dejado un guardia para protegerla, pero puede que no. Es probable que todos los caballeros de la zona se fueran con el rey o con su heredera, la princesa Kamali.
—Tuki Tuki tiene una importancia estratégica enorme —dijo Kaz—. ¡No podemos perderla!
—Los caballeros quieren ayudar, pero no pueden —se quejó Bastille—. Está prohibido. Además, casi todos nosotros tenemos que quedarnos en la ciudad de Nalhalla para defender al Consejo de los Reyes y a los Smedry.
—Aunque el Consejo ya no confíe en los crístines igual que antes —añadió el abuelo—. Y prohíben la entrada de los caballeros a las reuniones más importantes.
—Así que acabamos sentados sin hacer nada —repuso Bastille, frustrada, mientras se daba cabezazos contra el respaldo del sillón—. Nos entretenemos con interminables sesiones de entrenamiento y lanzando alguna que otra granada a alguien que se lo merezca —añadió, mirándome.
—¡Por el bronceado Brown! —exclamó el abuelo—. A lo mejor necesitamos unos aperitivos. Funciono mucho mejor mientras me como un buen polo de yogur de brócoli.
—En primer lugar —dije—, puaj. Abuelo, eso es casi cacapusqueroso. En segundo lugar... —Vacilé un instante, ya que se me acababa de ocurrir una idea—. Estáis diciendo que los caballeros tienen que proteger a la gente importante.
Bastille me echó una de sus miradas patentadas de «evidentemente, Alcatraz, idiota»®. No le hice caso.
—Y el palacio mokiano está sitiado, a punto de caer, ¿verdad? —seguí diciendo.
—Tiene toda la pinta —respondió Kaz.
—Entonces, ¿y si enviamos a alguien muy importante a Mokia? Los caballeros tendrían que seguirlo, ¿no? Y si esa persona establece su residencia en el palacio mokiano, los caballeros tendrían que defender el lugar, ¿verdad?
En aquel momento sucedió algo increíble. Algo asombroso, algo alucinante, algo pasmoso.
Bastille sonrió.
Fue una sonrisa amplia y cómplice. Una sonrisa entusiasta. Casi una sonrisa malvada. Como la sonrisa de una calabaza de Halloween trinchada por un gatito psicópata. Ah, esperad, que todos los gatitos son psicópatas. Si se os había olvidado, leed de nuevo el primer libro. De hecho, leedlo de nuevo de todas formas, que alguien me dijo una vez que era muy divertido. ¿Qué? ¿Que me creísteis en el prólogo cuando os dije que no lo leyerais? ¿Acaso pensáis que se puede confiar en mí?
La sonrisa de Bastille me desconcertó, me agradó y me puso nervioso, todo a la vez.
—Creo que es la idea más genial que has tenido en tu vida, Alcatraz —dijo.
Cierto es que tampoco es que tuviera mucha competencia por el título.
—Es audaz, sí —añadió el abuelo—. ¡Muy Smedry, sin duda!
—¿A quién enviamos? —preguntó Kaz, impaciente—. ¿Podrías ir tú, papá? Seguro que enviarían caballeros para defenderte.
El abuelo vaciló y después negó con la cabeza.
—Si lo hiciera, dejaría a Brig sin un aliado en el Consejo de los Reyes. Necesita mi voto.
—Pero nos hace falta un heredero directo —repuso Kaz—. Iría yo... Iré, de hecho, pero nunca he sido lo bastante importante para que me concedieran más que un solo caballero. No soy heredero directo. Podríamos enviar a Attica.
—Se ha ido —dijo Bastille—. Ha huido de la ciudad. Es de lo que estábamos hablando cuando has llegado.
—Se trata de poner en peligro a alguien que sea tan valioso que los caballeros no tengan más remedio que reaccionar —añadió el abuelo—. Pero esta persona también debe ser estópida en grado sumo. ¡Es una idiotez de escala superior meterse en un palacio que está a punto de ser destruido, rodeado de Bibliotecarios, en un reino condenado! Vaya, que habría que ser estópido hasta decir basta. ¡Algo a un nivel nunca visto antes en toda la historia de la humanidad!
Y, de repente, por algún motivo, todas las miradas de la habitación se volvieron hacia mí.