Primera Parte: DANNY
Después de hablar con Manola, regresé al Loop, decidido a no pensar más en Krassy Almauniski. Al fin y al cabo, hacía ya diez años que todo el mundo había perdido su pista. Probablemente habría abandonado la ciudad, se habría casado y quizás hubiese fallecido.
Por otro lado, ¿qué diablos me importaba aquel asunto? Eso me imaginaba, por lo menos. Pasé el día entero en la oficina redactando cartas, visité a varios clientes habituales que no pagaban e intenté cobrar una serie de facturas, yendo de un lado a otro. El tiempo sobrante lo empleé visitando posibles nuevos clientes para convencerlos de que utilizasen los servicios de la Agencia de Cobros Clarence Moon para hacer efectivas sus facturas de difícil cobro. De este modo conseguí nuevas operaciones, por lo que el negocio empezó a ofrecerme unas perspectivas más agradables. Aquel día no descansé ni un momento.
Pero por la noche todo fue distinto. Tras un par de horas de estar en cama, me desperté sin poder reanudar el sueño. Traté de ahuyentar todos los pensamientos de mi cerebro, usando una especie de goma de borrar mental. Mas no lo logré. Poco a poco volví a pensar en Krassy. Primero, veía su rostro, de modo impreciso y borroso; luego, empezó a perfilarse más concretamente, cada vez más hermosa, hasta que imaginariamente la contemplé sentada en mi dormitorio.
Recuerdo las ingeniosidades que acerté a pensar en aquellos instantes, manteniendo una conversación como un locutor de radio. La joven, por su parte, reía mis agudezas. Yo me consideré un gran personaje digno de atención.
Pero todo esto no sirvió de gran cosa. En lo más íntimo de mi ser seguía preguntándome: «¿Dónde estará?». Debía hallarse en cualquier lugar del mundo, del continente, del país, de la región o la comarca, o de la ciudad. ¿Y si todavía habitase en Chicago? Bien, en aquel perímetro vivían más de cinco millones de personas, y en algún lugar de este hacinamiento humano se hallaría Krassy. Al cabo de diez años, la muchacha debía de tener casi veintisiete. Y no sabía nada más.
Ciertamente yo había efectuado muchas indagaciones sobre la vida privada de diversos seres humanos en el curso de mi profesión. Las suficientes para convencerme de que la mayor parte de la gente sigue unas normas determinadas en el transcurso de su existencia. Invariablemente siguen tales normas, aunque al final sean su perdición. Por tanto, coloqué bien la almohada a fin de poder apoyar la espalda, encendí un cigarrillo y me quedé en la oscuridad, tratando de imaginar qué podía haber hecho Krassy después de abandonar el distrito de los mataderos. Entonces contaría diecisiete años, tema una maleta nueva, un vestido recién estrenado, un abrigo nuevo, sombrero… y cien dólares. Con eso, habría podido pasar cierto tiempo dándose la gran vida… en alguna parte. Pero, ¿dónde?
Con los cien dólares, Krassy debió creerse rica, ya que seguramente jamás habría poseído una cantidad semejante. Pero acostumbrada a vivir siempre sin dinero, sólo podía haber obrado de dos maneras: o gastarlo todo en muy poco tiempo, o lograr que durase… viviendo mezquinamente. En su retrato había algunos rasgos que podían hacerme pensar que había adoptado la segunda posibilidad. Por lo tanto, no se habría largado a Nueva York o Los Angeles, o a cualquier otro sitio semejante. Probablemente, se habría quedado en Chicago… al menos, por algún tiempo.
Pero cien dólares no iban a durarle mucho. Por tanto, debió buscar un empleo. ¿En qué? ¿Dónde? Yo sabía que no tenía oficio ni profesión determinados. Irremisiblemente, por tanto, tuvo que buscar una colocación como dependienta o camarera de mesas en algún bar. Recordé entonces que era muy hermosa, y que debía de saberlo. Al menos, de un modo u otro. De esta forma, ¿por qué no habría intentado ganarse el sustento con su belleza? ¿Trabajaría en algún salón de espectáculos? Sin duda era ésta la respuesta.
De repente, me sentí entusiasmado con mis deducciones, que me habían ya conducido tan lejos. No obstante, a medida que iba meditando, menos deseos sentía de abandonar el asunto, sin investigar más. Chicago no era, ni con mucho, la ciudad más indicada para tal clase de espectáculos. En Chicago se iniciaban muy pocas revistas. La mayoría procedían de Nueva York. Krassy debía de haber efectuado su aprendizaje en alguno de los night clubs o los grandes hoteles; mas para esto era preciso saber cantar y bailar. Ignoraba si Krassy se hallaba en situación de ejecutar alguna de tales habilidades; además, me acordaba de aquel hormiguero donde ella había vivido toda su vida y…
Dudaba que tuviera dinero bastante para seguir un cursillo de danza o canto. Antes de abandonar definitivamente esta idea, decidí ir a ver a mi amigo Abe Johnston. En el negocio de los cobros, aunque no se gane demasiado, se traban muy buenas relaciones. Abe era un antiguo revendedor de entradas teatrales, con veinticinco años en el oficio, a quien una vez intenté cobrarle una factura. Esto resultó imposible. Sin embargo, nos hicimos amigos. Supuse que Abe conocería a Krassy al ver su retrato.
Abe tenía su oficina en el edificio Woods, y allí fui a visitarle. Era un tipo cuadrado, regordete, que siempre vestía de gris. Aquel día lucía un traje gris perla, corbata gris pintada a mano y zapatos de gamuza gris. De rostro rojizo y radiante, tenía una mata de cabellos grises, muy lisos, y fumaba unos cigarros muy gruesos, muy largos y muy negros.
—Encantado de verte, Danny —me saludó—. Coge una silla y relaja tus músculos.
—Bien, Abe, ¿qué tal el negocio?
—Siempre que intervengo yo —se encogió de hombros—, el negocio es bueno y se venden las entradas. Cuando no hay juego, no se vende nada. Y como los casinos están muy vigilados, nadie obtiene beneficios; incluso con mis entradas, que me dejan un diez por ciento… los beneficios ascienden a cero.
—Lo cual será muy desagradable.
—No te preocupes, chico —replicó Abe—, hace años que el negocio es el mismo.
—Bien, desearía pedirte un favor. ¿Has visto alguna vez a esta chica?
Saqué el retrato de Krassy y se lo entregué.
Abe lo examinó detenidamente y lanzó un silbido admirativo.
—¡Vaya bocado!
—De acuerdo —asentí.
—¿Cómo se llama?
—Krassy Almauniski, pero puede haber cambiado de nombre.
—Dios mío, con un nombre tan raro tendría motivos más que suficientes para cambiárselo —comentó Abe, añadiendo—: ¿Actúa en algún teatro?
—Lo ignoro. Sin embargo, tengo el presentimiento de que es así.
—No conozco a ninguna muchacha con este nombre —me aseguró Abe devolviéndome la foto—, ni recuerdo haberla visto en mi vida.
Lo cual no significaba que la joven se hubiese ido de la ciudad, aunque si Abe no la recordaba… era seguro que no había actuado en ningún teatro ni otra clase de espectáculos. Metí el retrato en el bolsillo de la chaqueta.
—Abe —le pregunté—, si tú fueras una muñeca con un rostro tan perfecto, sin oficio ni beneficio… y tuvieses que ganarte el sustento… ¿qué harías?
—Saldría al escenario en alguna revista —repuso Abe inmediatamente.
Escupió la colilla del cigarro dentro de una escupidera de latón pulimentado colocada al lado del escritorio.
—Tal vez sería modelo —continuó—. Hay una infinidad de damitas sin talento, pero con un bello físico, que ganan mucho dinero dejándose retratar. Tal vez me dedicase a ese oficio.
No había pensado que Krassy pudiera ser una modelo, pero a pesar de querer rechazar esta idea, a cada instante la encontraba más plausible. Le di las gracias a Abe y salí de su oficina.
Ante todo debía realizar varias gestiones. Fui a consultar la guía telefónica, revisando todos los listines del viejo Chicago y sus suburbios. Krassy no figuraba en ninguno. Luego, estuve en las compañías de gas y electricidad. Un empleado me aseguró en ambas que la joven no había estado nunca abonada en ellas. La dirección de la antigua ficha de Clarence Moon era la de la casa donde ella vivía, mas era evidente que el viejo Moon había mantenido algún contacto con ella en otro sitio. ¿Dónde? Lo ignoraba.
En la ficha no se especificaba dónde había adquirido ella los objetos. Maldije a Moon por su indolencia.
Finalmente, fui a la oficina de Créditos al Detalle, y como se trataba asimismo de una empresa de cobros, me ayudaron en todo cuanto les fue posible, que en realidad fue nada. No tenían ninguna ficha ni anotación a nombre de Krassy Almauniski.
De repente, lo intuí todo. Debía ser verdad lo del cambio de nombre. Krassy había dado otro. Pero, ¿cuál?
Desconocía su nuevo nombre, aunque me habría jugado todos mis ahorros a que sus iniciales seguían siendo las mismas: «K. A.». Por algún motivo desconocido, la mayor parte de la gente conserva las mismas iniciales al cambiar de nombre. Tal vez de ese modo les resulte más fácil acordarse del nuevo nombre, o les ocurra lo mismo que al chiquillo a quien regalaron un bumerang por Navidad. Le costó mucho desprenderse del viejo arrojándolo lejos de sí, ya que siempre volvía a sus manos.
Buscar una joven con las iniciales «K. A.» no era empresa fácil, pero yo podía partir de una base. Al menos, estaba seguro de que con su verdadero nombre no daría con ella.
Y actué de esta forma: en el año 1940, Krassy tenía diecisiete años; era rubia y bonita, sus iniciales eran K. A. y yo poseía su foto. Con estos indicios y la ficha de Moon, di principio a mis indagaciones, buscando en todas las casas de modas de Chicago. Comparando las listas modernas con las de diez años atrás, las visitas se redujeron a unas veinticinco.
Las primeras diecisiete fueron desalentadoras. Anduve por muchas calles, subí escaleras y utilicé ascensores. Casi todas las empleadas de las oficinas llevaban sólo uno o dos años colocadas en la empresa. Examinar las fichas de sus modelos, de diez años, sólo con las iniciales «K. A.», no prometía mucho.
Pero de ahí no era posible sacar la conclusión de que Krassy no había trabajado jamás como modelo fotográfica en Chicago o en otra ciudad de alguna importancia. Nadie la identificó, lo cual no habría sucedido de haber salido en las portadas de las revistas o diarios de la época.
No obstante, en la visita decimoctava tuve más suerte. Se trataba de la Escuela y Oficina de Modelos de una tal Mónica Morton. Era una dama de mediana edad, con aspecto distinguido; una figura adecuada a su profesión y con una cabellera plateada. Me dijo que años atrás había sido modelo de la empresa Cono ver. Entré en el despacho situado al lado del vestíbulo, escogí un par de manzanas de buen aspecto y se las regalé. Al final me llamó Danny y fue a consultar sus ficheros.
Volvió con dos fotos y una ficha.
—¿No la perjudicaré facilitándole esta información? —quiso asegurarse.
—No, señorita Morton —repliqué—, le hará usted un favor.
Repetí la misma historia con respecto al reembolso de su póliza de seguros.
Me enseñó las fotos y la ficha. Sí, era Krassy. Pero en la ficha constaba como nombre el de «Katherine Andrews». Edad, veinte años; 1,70 de estatura, 88 centímetros de busto, 70 de cintura, 83 de caderas; cabello rubio y ojos grises; las señas eran: Hannibal, Missouri; y la dirección de Chicago era la calle East Banks. Krassy, por tanto, se había escondido en la ciudad.
Contemplé la foto y me quedé boquiabierto. Su atractivo rostro y sus ojos serenos me estaban mirando nuevamente. Había cambiado su peinado de abundantes trenzas por otro largo, de un dorado brillante, que le llegaba a los hombros. Sus labios sonreían orgullosa y quedamente, con aquella sonrisa que conocía ya tan bien.
—Pagaré lo que sea por estas fotos —le ofrecí a la señorita Morton.
—Puede quedarse una, Danny, tengo otra copia. Siempre tomamos fotos de nuestras discípulas y las guardamos en el fichero.
—¿Cuándo vio usted a Kras… a Katherine por última vez?
—Hace algunos años… —repuso Mónica Morton—. Creo que no ha vuelto desde que finalizó el cursillo.
—Usted le dio lecciones, ¿verdad?
—Oh, sí —asintió ella, echando una ojeada a unos pequeños símbolos grabados a un lado de la foto—. Siguió el cursillo más caro de modelo. Entonces costaba doscientos cincuenta dólares; actualmente, cuesta casi el doble.
—¿En qué consiste el curso? —indagué—. ¿Enseña a andar?
Mónica Morton me sonrió amablemente.
—Para ser modelo de éxito hay que saber algo más que andar.
Y acto seguido, me endilgó una retahíla bien aprendida.
La escuché, y cuando concluyó estaba enterado de que Krassy había estudiado maquillaje profesional, estilización del cabello, modulación de la voz, dicción y modo de vestirse con gracia, etiqueta social y profesional, inglés puro; movimiento de manos y pies, modo de andar y sentarse y, según intuí, gesticulación teatral.
—¿Era lista? —pregunté.
—Según mis recuerdos, fue una discípula excelente. Era una muchacha preciosa, maravillosa en las fotos. No cabe otro superlativo. Era muy seria y aplicada. A todas nos sorprendió que, después de acabar el cursillo con muy buenas calificaciones, no siguiera en la profesión.
—¿Quiere decir que no trabajó nunca de modelo?
—Exactamente —afirmó la señorita Morton—. Después de diplomarse la perdimos de vista. Siguió el curso de seis meses durante diez horas semanales. Una vez terminado, desapareció sin dejar rastro. Escribimos varias veces a su dirección de la calle East Banks, por si alguna vez necesitábamos una modelo, pero nos devolvieron las cartas. Supongo que se marcharía de Chicago.
Cuando me separé de Mónica Morton, con la nueva foto de Krassy en el bolsillo, cogí un autobús en el paseo Michigan hasta la calle East Banks. Era una callejuela corta y estrecha, situada en la parte de Near North. Sólo poseía algunas manzanas de casas que daban al lago. La mayor parte de tales manzanas se componían de edificios espaciosos y mansiones antiguas transformadas en inmuebles de apartamentos.
La casa donde había vivido Krassy estaba situada en una esquina. Era un edificio viejo, de piedra parda, de cuatro pisos, con una torrecita que sobresalía de la fachada y formaba un ático en el tejado. En lo alto de la torre campeaba un conjunto de troneras, dándole el aspecto de un castillo medieval. El edificio debió costar mucha pasta en su época. He visto muchos edificios de Correos mucho menos imponentes que aquél.
Tras subir la escalera, agité una campanilla situada al lado de una puerta doble. Las puertas sobrepasaban dos veces mi altura, con un tragaluz de vidrio en la parte superior. El dibujo seguía el contorno del marco con unas gavillas de trigo y palomas en vuelo, entre otras cosas. Pero no permitían divisar nada al otro lado del cristal.
Una mujer de elevada estatura, con cara de caballo y pelo rubio teñido, que evidentemente necesitaba más tinte, abrió la puerta. Llevaba un vestido marrón y unas gafas con montura de concha y piedras rojas brillantes engastadas. Pregunté por la dueña y me contestó que la tenía delante.
Después de presentarme, le enseñé el retrato de Krassy, diciendo que buscaba a una tal señorita Katherine Andrews que el año 1940 vivía allí. La dueña del piso se llamaba Dukes y me rogó que pasara.
Me encontré en un vestíbulo inmenso, que parecía vacío. En él había un perchero, un paragüero y una vieja mesa labrada a mano, con un teléfono. El suelo era de madera de diversos colores, formando un dibujo de zigzag. En el centro de la estancia había una alfombrilla. La señorita Dukes me guió a la salita, que era otra pieza cómoda, casi tan amplia como el atrio de Notre-Dame, con muchos ventanales que llegaban desde el suelo al techo. La casa estaba amueblada con sofás de muelles, mesitas doradas, butacas tapizadas, al estilo de los años veinte, y una chimenea muy alegre, decorada con un mosaico de losetas rosadas… como un pastel de cumpleaños. Encima de la repisa de la chimenea había una foto ampliada de la señorita Dukes. Era un retrato magnífico. La señorita Dukes aparentaba unos quince años menos, diferencia de edad que le daba un aspecto muy cambiado.
Volví a repetir el inefable cuento de la póliza de seguros, y la mujer afirmó haber conocido a Katherine Andrews, la cual había vivido en el piso unos seis o siete meses en 1940.
—¿Dejó las nuevas señas? —pregunté.
—No, en absoluto.
—¿Sabe por qué se fue?
—Creo que sí —asintió ella. De repente, cambió de postura y continuó con tono enfurecido—: Probablemente se enteró de que iban a arrestar a su novio. Y le faltó valor para seguir su suerte.
Durante un minuto no pude hablar. De modo que Krassy estuvo prometida. Pero si Krassy se había enamorado de alguien, y le dio palabra de matrimonio, era imposible creer que lo hubiese abandonado. Máxime cuando el joven se hallaba en apuros.
—¿Con quién estaba prometida?
—Con un joven que también vivía aquí —repuso la señorita Dukes—. Un chico muy simpático llamado Larry Buckham. Era fotógrafo de prensa y trabajaba en el Daily Register. Fue él quien hizo mi fotografía… la de la chimenea.
Me indicó la ampliación.
—¿Dónde trabajaba la señorita Andrews cuando vivió aquí?
—No trabajaba —replicó secamente mi interlocutora—. Tenía familia en Minneapolis y le enviaban dinero.
De nuevo, topaba con un muro. Krassy iba borrando todas las huellas. ¿Por qué?
—¿Qué le pasó a Buckham?
—Estuvo detenido un par de días; luego, la Policía lo soltó. Debido a eso, el pobre chico perdió su empleo en el periódico.
—¿No volvió a recoger su equipaje?
—¿Qué equipaje? La policía se lo llevó todo.
—¿Por qué lo arrestaron?
—Lo ignoro —declaró la señorita Dukes.
Comprendí por la forma como apretó los labios, que no añadiría nada más a lo dicho. Tal vez no quería decir nada más, o ignoraba lo ocurrido. Me puse de pie y le di las gracias. No me acompañó hasta la puerta. Continuó sentada en el viejo sofá contemplando el retrato de la chimenea. Abandoné el piso.
Al día siguiente, fui a la redacción del Daily Register. El tiempo era abominable. Llovía, y siempre que un coche pasaba por las húmedas calles del Loop, me salpicaba con agua sucia mezclada con gasolina. Estaba sumamente deprimido y casi a punto de abandonar la búsqueda de Krassy. Quedaban muy pocas probabilidades de encontrarla. Pero un impulso desconocido me empujaba a indagar quién era Larry Buckham y qué le había sucedido.
«Después de informarme respecto a ese Larry —me dije— olvidaré todo el asunto. Krassy no significa nada para mí. Ni siquiera tiene noción de mi existencia».
El editor gráfico del Register era un individuo llamado Bob Berry. Tenía el pelo ralo, y los cabellos que le quedaban se los peinaba con raya en medio, de modo que le tapasen el cráneo. Aquel día había visitado al dentista, y hablaba con cierta dificultad porque le habían empastado los dientes en un puente. El dentista no había terminado el empaste, lo cual me hizo pensar en aquella canción: «Sólo me faltan para pasar feliz la Navidad los dos dientes de delante…». De modo que Berry silbaba al pronunciar la s, y casi me escupía al pronunciar la p. Resultaba que Berry había trabajado con Buckham en el Register, y ocupó su puesto cuando despidieron al joven, aun cuando no ascendió hasta mucho después a editor gráfico.
—Caramba, de eso hace ya tiempo —exclamó—. Me acuerdo bien de Buckham, aunque no de todos los detalles. Lo detuvieron por robo o estafa, pero solucionó el asunto con los perjudicados. Lo soltaron, mas la dirección del diario lo plantó en la calle. Por lo que recuerdo, la prensa no dijo nada.
—¿Por qué?
—Ante todo, creo que no le exigieron cuentas, y además, la suma carecía de importancia. Diablos, todos los días la gente roba cien dólares en cualquier parte de esta ciudad. Buckham no era ningún personaje importante, por lo que la prensa no husmeó en el asunto. Aparte de que los periodistas no gustan de pregonar las malas acciones de los colegas.
—¿Qué hizo entonces Buckham?
—Lo ignoro. Supongo que se iría de la ciudad. Sé que le era imposible colocarse en otro periódico de Chicago.
—Por casualidad… ¿no conoció usted a su novia? Una tal Katherine Andrews…
—No —calló, buceando en sus recuerdos—. Probablemente, tendría una chica, sí. Recuerdo que Larry tenía un buen tipo. Ah, sí —exclamó de repente—, recuerdo que… Sí, tenía una novia que trabajaba como taquígrafa o secretaria… algo parecido.
—¿Cómo? —no logré articular nada más.
—Sí —continuó Berry, tratando de recordar—. Ahora me acuerdo claramente. La cosa fue así. Cuando la poli soltó a Larry, el muchacho se largó al instante. Bien, todos los fotógrafos de este diario tienen un escritorio —indicó dos filas de mesas—. Buckham ocupaba la que se halla junto al ventanal, en tanto que la mía era la última del fondo. Al entrar en el periódico, él ya formaba parte de la dirección. Naturalmente, no nos pasábamos todo el día en la mesa, pero decidí instalarme en su sitio. Hice limpieza general del escritorio y tiré muchas cosas. Pero había una agenda, rayada por la mitad verticalmente, como las que emplean las secretarias para anotar las cartas dictadas. Estaba llena de caracteres taquigráficos, y al final había unos esquemas cuadrados… y otras tonterías. Yo siempre iba a la caza de informaciones sensacionales y pensé que podía tratarse de algo importante. Con tal idea, hice que una de las taquígrafas del periódico descifrara aquellas anotaciones.
—¿Y bien…?
—No tenían importancia. Todo eran citas, como «Una hora valiosa consiste en sesenta minutos de oro…» y cosas por el estilo. La taquígrafa dijo que parecían ejercicios de principiante.
—¿Escritos por Buckham?
—No, era una escritura femenina.
—¿Qué significaban los esquemas?
—Tampoco valían nada. Eran unas líneas que formaban unos cuadrados, con diversas filigranas.
—¿Llevaba el nombre de la chica la agenda?
—Diantre, no me acuerdo —contestó Berry, impaciente.
Sonó el teléfono. Berry cogió el receptor y empezó a hablar muy de prisa. Aguardé hasta que colgó el aparato y me despedí de él.
—Gracias. Le invito a un trago.
—No, sólo bebo cuando estoy de vacaciones y los días festivos —denegó.
—Una última pregunta —añadí, antes de atravesar el portalón de vaivén de la oficina—. En la agenda no había más que ejercicios de taquigrafía, ¿no es cierto?
—Exactamente. Salvo unos trazos a pluma en la parte posterior… esquemas… tal vez unos pasos de baile o algo por el estilo.
Salí del Register y seguí por la calle Randolph, bajo la lluvia. Era casi de noche y lloviznaba, aunque seguramente no tardaría en caer un chaparrón. El cielo gris parecía muy cerca, como si estuviera al alcance de la mano y con el dedo pudiera agujerearse. La calle Randolph resplandecía en medio de una neblina fluctuante de neón. Entré en un bar, tomé algo y traté de ordenar mis ideas.
A medianoche estaba en mi dormitorio, tendido en la cama y fumando un cigarrillo, tratando todavía de ordenar mis ideas. Krassy había seguido brillantemente un cursillo de modelo. Se había prometido a Buckham. No obstante, Buckham tenía relaciones con una secretaria. No podía imaginarme a un tipo prometido a Krassy y flirteando al mismo tiempo con otra muchacha. ¿Sería antes de conocer a Krassy? ¿Habría conseguido de esta forma la libreta llena de notas taquigráficas?
Pero, ¿por qué y con qué objeto guardaba una vieja agenda de taquigrafía en su escritorio durante seis o siete meses, que era el mismo tiempo aproximadamente que llevaba con Krassy antes de su detención?
Por otro lado, suponiendo que la agenda fuese de Krassy… En tal caso, era bastante importante para que Buckham la guardara en su escritorio. Posiblemente, por razones sentimentales.
Esto requería otra pregunta: ¿dónde aprendió Krassy taquigrafía? ¿En un curso de escuela de comercio o en una escuela de secretarias? No lo encontraba lógico… Al menos, no lo de la escuela de secretarias. Porque esto significaría que había asistido a dos cursos al mismo tiempo.
Interiormente estaba excitado. El pensamiento de hallar otra vez su pista me entusiasmaba. La idea de la tarea que me aguardaba al tratar de encontrar a qué escuela había asistido me horrorizaba. Perdería mucho tiempo. Un tiempo precioso… e infinito.
Además, podía equivocarme. En realidad, no estaba seguro de que las notas taquigráficas fuesen suyas. Aunque sí sabía que no viviría tranquilo hasta averiguarlo.
De este modo volví otra vez a ejecutar las diligencias rutinarias del caso. Revisé listines telefónicos, referencias crediticias, empresas de servicios públicos e incluso informes policíacos, buscando el nombre de Katherine Andrews. La tarea resultó mucho más dificultosa. Seguía la pista de varias Katherine Andrews, eliminándolas al convencerme de que ninguna de ellas era Krassy. Finalmente, me decidí por las escuelas de secretarias. Las había a centenares. No obstante, después de repasar los listines de la época, dejé sólo un cincuenta por ciento.
Todavía representaba una labor agotadora, por lo que me dediqué a extraer deducciones. Si Krassy habitaba en la calle East Banks y se trasladó a la pensión de Mónica Morton, situada en el Loop, era mucho más fácil que hubiera ingresado en una escuela localizada en la Near North, o en el centro de la urbe, en el perímetro del Loop. No era seguro, claro, pero era lo más probable.
Comprobando las direcciones, eliminé la mitad de aquel cincuenta por ciento de escuelas. Todavía quedaban demasiadas, ya que habría necesitado varios meses para visitarlas todas. Lo cual significaba más eliminaciones antes de poner manos a la obra; no era arriesgado, porque si no la encontraba siempre podía empezar con las demás academias.
Pero si acertaba, me ahorraría mucho trabajo. Sabía que Krassy había huido de su casa con cien dólares, que le había pagado a Mónica Morton doscientos cincuenta por el curso de modelo, lo cual daba a entender que seguramente habría seguido el curso más económico para secretarias. No tenía la menor idea de dónde habría sacado el dinero para pagar los dos cursillos, pero podía arriesgar una teoría: la de que, de haber carecido Krassy de dinero, habría elegido otro sitio más barato.
Utilizando el teléfono y fingiendo que deseaba información para inscribirme en un curso, llamé a todas las academias que enseñaban mecanografía y taquigrafía, a precios módicos. Si en la actualidad eran las más económicas, también debían de serlo en el año 1940.
Naturalmente, es imposible precisar datos y detalles por teléfono, particularmente de diez años atrás. Empecé por concertar entrevistas con los directores de las diferentes academias, calculando el tiempo de que disponía. No era mucho, porque no podía abandonar la Agencia de Cobros Clarence Moon, y necesitaba buscar más clientes.
Pero como, por otro lado, no pensaba a todas horas más que en encontrar a Krassy, dediqué todos los minutos disponibles a seguir la pista.
Cinco o seis semanas después iba andando por la calle East Ohio, cuando consulté la lista de academias de secretarias que llevaba en el bolsillo. Efectuaba las visitas usuales de mi oficio, y si daba la casualidad de que, durante mi recorrido, había alguna academia cerca, entraba en la misma para realizar mis indagaciones. De este modo, iba borrando nombres de mi lista casi sin darme cuenta. Aquel día vi que muy cerca de allí había una escuela que ostentaba el nombre de Instituto de Negocios Goodbody, situada en la misma calle. Me dirigí a ella.
Había que subir dos tramos de peldaños para entrar en el Goodbody, situado en un edificio estrecho y flanqueado de un lado por una tienda de artículos de escritorio, y en el otro, por una floristería. En la planta baja había una ferretería; en el primer piso era evidente que vivían unos inquilinos porque, al pasar por delante de la puerta, llegó hasta mí el olorcillo de una sopa bastante apetecible. El Instituto Goodbody se hallaba en el segundo rellano, en la parte delantera del edificio, al final de la escalera. Consistía en una sala amplia, espaciosa, llena de polvo, y una docena de mesitas, todas ellas con una desvencijada máquina de escribir. Había tres o cuatro chicas escribiendo a máquina, en tanto un anticuado fonógrafo dejaba oír una marcha militar. Las muchachas tecleaban siguiendo el ritmo musical. Detrás de la puerta, muy cerca de ella, me vi detenido por una barandilla de madera que dejaba un pequeño espacio separado del resto de la sala. Al otro lado de la barandilla había una señora de mediana edad, de cabellos grises y lustrosos, y un maquillaje excesivo que hacía destacar las arrugas de su rostro, mientras se limaba las uñas. Le pregunté si podía ver al señor Goodbody y me contestó que ella era la señorita Goodbody. Añadió que nunca había habido, ni había, ni habría jamás un señor Goodbody.
Dejando la lima de las uñas, me obsequió con una amable sonrisa.
—Es una buena noticia —empecé—, ya que hoy tal vez tenga suerte.
—Lo siento —suspiró—, llega usted con treinta años de retraso. De todos modos, pase.
Entré y me acomodé, por indicación suya, cerca de una de las mesitas próximas. Le conté la historia de la póliza de seguros, le pregunté si conocía a una tal Katherine Andrews; todo ello de una manera rutinaria, puesto que hacía tantas visitas semejantes que las palabras surgían de mi boca casi sin darme cuenta.
—No —contestó—, no recuerdo a ninguna Katherine Andrews. No obstante, aguarde un momento.
Sacó una libreta negra y voluminosa, que indicaba 1940, donde constaban las alumnas de aquel año, y la consultó.
—No —dijo finalmente—, no hemos tenido ninguna alumna llamada Katherine Andrews. Hubo una que se llamaba Karen Allison, pero no es el nombre que usted busca.
—Bien, gracias —dije, levantándome y yendo hacia la puerta.
En aquella fracción de segundo, estudié el nombre que la mujer acababa de pronunciar. Katherine Andrews… Karen Allison. ¡La vieja costumbre de cambiar de nombre conservando las iniciales! Giré en redondo, me encaré de nuevo con la Goodbody y saqué del bolsillo el retrato de Krassy. Lo cogió y, de un solo vistazo, exclamó:
—Exacto, ésta es Karen Allison.
Volví a sentarme y observé que me temblaban las manos; para disimular, callé por espacio de un minuto. Encendí un cigarrillo y le ofrecí otro a la Goodbody, quien lo aceptó.
—¿Qué hizo al salir de aquí?
—Sé que se colocó no sé dónde, y nada más.
Chupó el cigarrillo y miró hacia el techo.
—Déjeme pensar —añadió—. Ya sabe que era una muchacha estupenda. Y muy buena chica. Naturalmente, no llegué a conocerla a fondo. Pagaba puntualmente, trabajaba mucho y no se metía en nada. ¡Y hay que ver qué hermosa era! Había individuos que la seguían hasta casi un kilómetro de distancia —pareció complacida por un motivo ignorado—. Pero nunca vi que se dejase acompañar.
—¿En qué empresa entró a trabajar?
—Estaba tratando de acordarme. Por favor, calma… En… Vaya, no me acuerdo, pero supongo que era en alguna agencia publicitaria del paseo Michigan.
—Dígame todo lo que recuerde —la apremié—, tal vez logre localizarla en alguna parte…
—Era una chica muy aplicada. Y prometía llegar a ser una secretaria perfecta. Ni lenta ni excesivamente rápida. Por lo que recuerdo, hacía cien palabras por minuto. Quería trabajar en una agencia de publicidad. Me sorprendería que no haya sido así.
La señorita Goodbody continuó fumando lentamente.
—Un día se presentó aquí con un papel grande, impreso en relieve, con un membrete en la cabecera de la hoja, con un nombre imaginario y una dirección falsa de la Costa de Oro —prosiguió la mujer espaciando las palabras—. Pero allí había mi número de teléfono. La muchacha deseaba que escribiese en aquel papel una referencia personal, según la cual había sido mi secretaria particular durante cinco años.
—¿Accedió usted a su petición?
—Ciertamente. Luego, me telefoneó un caballero preguntando por la «señora Gotrocs» y contesté que era yo. Me pidió informes de Karen, y le contesté que había estado cinco años a mi lado, que era de confianza y una muchacha excelente. Quiso saber por qué motivo dejó la colocación a mi servicio, y le expliqué que, debido a celebrar la luna de miel con mi tercer marido, no deseaba tener junto a mí a una joven de tanta hermosura. Mi invisible interlocutor se echó a reír, añadiendo que lo comprendía perfectamente. Supongo que era un buen empleo y duradero, porque no me llamó nadie más.
—¿No puede recordar el nombre de la agencia? —la insté.
Sabía que, de lo contrario, tendría que recorrer unas cuatrocientas agencias de publicidad, todas las de Chicago.
—No —replicó ella—, pero sí recuerdo que era un nombre muy largo.
—¿Largo?
—Mucho. Como si… Parecía… algo así como Pard, Lard, Sarp y Burp… —mientras lo decía agitaba mucho la mano.
—¿Bromea usted?
—Sí, pero era un nombre muy largo, con diversas palabras. En conjunto, constaba de cuatro o cinco nombres diferentes.
—¿Quiere ayudarme, si consulto el listín telefónico, y nombro algunas agencias?
—Encantada.
La señorita Goodbody se puso de pie y me trajo un listín de profesiones clasificadas. Busqué la sección correspondiente a las agencias de publicidad.
—¿Está segura de que sólo se trataba de tres o cuatro nombres?
—Por lo menos; eso si no eran cinco.
En la lista había muy pocas agencias con nombres distintos. La señorita Goodbody no tardó en identificar el nombre de la empresa. Era la de Jackson, Johnston, Fuller y Greene.