Segunda Parte: KRASSY

Krassy volvía a mudarse de apartamento, y como reminiscencia de otro día semejante, también recaló en un salón de belleza. Sentada en el taxi, se trasladó desde Oak Park a una peluquería del Loop.

«Un nuevo apellido requiere una vida nueva… y una mujer distinta», murmuró para sí.

El taxi salió de entre el tráfico del paseo Michigan, continuando suavemente hasta el instituto de belleza. Krassy abonó el trayecto. El taxista la saludó golpeando la visera de la gorra con un dedo y observó cómo cruzaba la acera atestada de gente; antes de reanudar la marcha, esperó a que la joven desapareciese dentro del establecimiento.

Krassy se presentó en una salita de recepción.

—Soy Candice Austin. León me aguarda.

—Sí, señorita Austin —asintió la empleada—. Pase por aquí, por favor.

Krassy siguió a la chica por un largo corredor, con pequeños compartimentos a cada lado, cada uno ocupado por una cliente. Mujeres sentadas debajo de los secadores, otras con rizadores en la cabeza, otras aún sosteniendo la cabeza al lado de palanganas llenas de champú, o haciéndose cortar el pelo, o pidiendo que les hiciesen un peinado muy alto… La empleada se detuvo delante de un departamento desocupado.

—Siéntese, por favor; León vendrá al instante.

Krassy penetró en el cubículo y se quitó el sombrero y el abrigo. Después, se instaló en el sillón. A los pocos minutos apareció León, alto y de buen tipo, con una bata blanca abrochada hasta el cuello.

—Quiero que me arregle el pelo —le dijo Krassy.

—¿De qué se trata?

—Quisiera teñírmelo de negro.

—¿De negro? —repitió León, estupefacto. Enrolló algunas hebras entre sus afilados dedos—. Hay mujeres que pagarían una fortuna por una cabellera como la suya —murmuró melosamente.

—Pero puede usted teñirlos, ¿verdad? —insistió Krassy.

—Oh, sí, sin ningún inconveniente. Si es realmente lo que desea.

—Sí, es lo que quiero. Teñírmelos de un negro intenso.

León se encogió de hombros y puso manos a la obra.

Cuatro horas más tarde, Candice Austin se inscribía en el Lake Towers. El empleado de la recepción esperó en silencio, mientras a la mujer de cabellos negros, ojos serenos y rostro gentil le asignaban el apartamento 1.901. El empleado estaba profundamente impresionado.

A Krassy le gustó Lake Towers. Aquel edificio blanco, con grandes pretensiones de hotel, era de su gusto, con sus puertas correderas de cristal, la decoración rococó, los espejos y los candelabros colgados. Le gustaba el portero de uniforme, los botones y los ascensoristas… y el obsequioso personal. Por primera vez en su vida, se veía libre de los temores que siempre había padecido, incluso bajo la tutela temporal de Collins.

El apartamento era pequeño. Consistía en un saloncito, dormitorio y baño, con una cocina transformable en comedor. Los muebles de Oak Park los cambió de sitio muchas veces. Cuando por fin quedó satisfecha, contempló su nuevo hogar con aprobación. Resultaba tranquilo, relajante y poseía cierta dignidad.

En Evanston, el mes de octubre es de gran belleza. A Krassy le encantaba pasear por las calles que desembocaban en el lago, con árboles gigantes formando arcos, de unas tonalidades que abarcaban del verde al ámbar y del rojo al púrpura. Daba a menudo una vuelta por el recinto de la Universidad, lleno de jóvenes ataviadas con despreocupación, llevando suéteres y faldas chillonas, y muchachos uniformados, sin ninguna insignia; estudiantes con desesperadas ansiedades, en tanto aguardaban la orden de incorporarse a filas.

Pero el lugar que más atraía a Krassy era el lago. Le gustaba contemplar aquellos amontonamientos de bloques de piedra medio enterrados a lo largo de la playa, aquietando la cólera del agua. Y las rocas que, como una red protectora, preservaban las delicadas tierras circundantes de los embates de las olas. Bajo el cielo de octubre, el agua se extendía hasta más allá del horizonte.

A veces, el día era neblinoso y el cielo se entenebrecía con un humo espectral; entonces, el lago ululaba y blandía sus poderosos puños con terrible furor. Las olas escalonadas y con la cresta blanca de espuma eran fácilmente proyectadas, rompiéndose en la playa, pulverizándose en millones de arcos iris en miniatura. Krassy solía sentarse con las manos en torno a sus rodillas, dominada por una inquietud que se armonizaba con el ritmo intranquilo del lago. Entonces, se levantaba y regresaba a su apartamento… vagamente descontenta…

Krassy se enroló en noviembre en la Cantina Militar. Tres noches por semana sema bocadillos, café y pastas… y en algunas ocasiones era pareja de baile. Escuchaba la conversación de jóvenes de Colorado, de Iowa o de Arizona; jóvenes de Maine, de Nueva York y Florida; muchachos llenos de añoranza y de sofisticación. En realidad, la tragicomedia del soldado raso no la afectaba en absoluto, dejándola indiferente. De ocho a doce de la noche, todos los lunes, miércoles y viernes, los veía ir y venir, como cuerpos sin rostro, desde las ciudades, las granjas y las localidades que sólo significaban un nombre para ella. Krassy escuchaba sus historias y sus charlas sin prestar atención. La cantina era un sedante, una droga… en un período de transición. Esperaba algo… algo imprevisto. Krassy estaba segura de que sucedería algún acontecimiento. Naturalmente, ignoraba cuál seria. Tenía tiempo… días, semanas y meses. Sólo debía esperar.

No obstante, evitaba cuidadosamente todas las tiendas, restaurantes y diversiones del centro de Chicago. Collins y la existencia con él se borraban rápidamente de su memoria, como algo pasado. Cada semana se sentía más alejada de todo aquello, aunque ponía buen cuidado en evitar los lugares en que podía aparecer Collins. O donde podía ser reconocida.

La noche del 17 de diciembre de 1943, conoció a Dana Waterbury. No en la Cantina, sino en el Club de Oficiales, donde ella y otras enroladas de la Cantina eran invitadas como huéspedes de honor.

Inquieta como de costumbre, escuchaba con un solo oído al joven oficial con quien bailaba. Cuando cesó la música, intuyó que el joven acababa de formularle una pregunta.

—Lo siento —balbució—, pero con el estrépito de la música no he entendido lo que ha dicho.

—Le he preguntado cómo se llama.

—Candice Austin, ¿por qué?

—Porque pienso casarme contigo —replicó él.

—No olvide, capitán —dijo Krassy, riendo—, que en la Cantina me han hecho la misma proposición numerosas veces.

—Tal vez, pero ahora es distinto. ¡Ahora… va en serio!

—¿Y usted cómo se llama? Por lo menos, he de saber el nombre del hombre que se casará conmigo.

—Oiga… no estará ya casada, ¿verdad? —inquirió el capitán con inquietud.

—No, y sigo sin saber su nombre.

—Me llamo Waterbury. Dana Waterbury y soy de Filadelfia.

Volvió a sonar la música y las parejas invadieron la pista. Waterbury continuó contemplando el sereno rostro de la joven.

—Ven a mi mesa —la instó—, tomaremos un trago… y proseguiremos esta charla.

La condujo a una mesita donde había otros oficiales. Hizo las oportunas presentaciones, cogió una silla y la invitó a sentarse.

—Os ruego que me disculpéis —añadió—, pero Candice y yo tenemos varios asuntos de qué tratar.

Sus compañeros se echaron a reír y uno de ellos exclamó:

—Te disculparemos, Dana, si nos pagas algo en la barra.

—No has sido muy cortés con tus amigos —observó Krassy, después de que se hubieron alejado los oficiales.

—Estoy demasiado ocupado para andarme con contemplaciones —replicó Dana—. Bien, creo que habrán comprendido que… —hizo una señal llamando al camarero y continuó—: ¿Dónde vives?

Krassy dio su dirección y luego preguntó:

—¿Estarás mucho tiempo en Chicago?

—Una temporada. Estoy de paso. Mis otros compañeros —y señaló hacia el mostrador—, y yo hemos regresado de Europa… especialmente para el gran acontecimiento. Tal vez —rió—, los capitostes creyeron que tendríamos alguna oportunidad antes de asignarnos otra misión. Esos dos —añadió—, casi han duplicado las suyas.

—¿Y tú?

—También.

—¿Qué hacías antes de la guerra? —inquirió la joven, removiendo la bebida.

—Muy poco —repuso Waterbury—. Vivía en Filadelfia. Asistí a la Universidad de Princeton, y me diplomé, pero estudié muy poco. En verano, mi familia se marchaba a Cabo Code, y la mayor parte del tiempo lo pasaba navegando a vela. ¿Has estado algún verano en Cabo Code?

—Sí, a menudo.

—¿Te gusta?

—Me encanta.

—¿Te gusta navegar en un velero?

—Me entusiasma.

—¿Dónde aprendiste a navegar? ¿Aquí, en el lago?

—¿Has estado alguna vez en Berkeley? —preguntó ella a su vez, cautelosamente.

—No. Estuve en San Francisco a menudo, pero jamás crucé la bahía. ¿Por qué?

—Porque Berkeley es el sitio donde vivía… de pequeña —explicó ella—. Mi padre solía llevarme en su velero. ¿Vive aún tu padre? —quiso saber.

—Sí —replicó Waterbury—. Ahora está en Washington. Se dedica a la navegación comercial.

—¿Le imitarás después de la guerra?

—Probablemente —asintió el joven—. Toda la familia ha tenido la misma profesión desde que William Penn alquiló un esquife a uno de nuestros antepasados.

El joven rió y Krassy acompañó su sonrisa.

—Y el resto de la familia… ¿Y tu madre? ¿Tienes algún hermano o hermana?

—Sí, mamá vive, y tengo una hermana, dos años menor que yo. Diantre, tú eres la única que interroga.

—¿No te gusta?

—No mucho. Tengo que hacerte muchas preguntas. ¿Por qué eres tan bonita… y aún sigues soltera? ¿Están ciegos los hombres de Chicago?

—No, no están ciegos.

Krassy calló para aceptar un cigarrillo; aguardó a que él se lo encendiera.

—Lo cierto es que hace muy pocos meses que vivo en Chicago —continuó.

—¿Dónde vivías antes?

—De niña, siempre en Berkeley. Pero mis padres fallecieron en un accidente siendo yo aún muy pequeña. Desde entonces, he pasado casi todo el tiempo en la escuela… y ahora recorro el país.

—¿No tienes más parientes?

—No. Algunos muy lejanos, pero ninguno próximo.

—Lo siento —se compadeció Dana Waterbury.

—No lo sientas tanto —contestó vivamente Krassy—. Afortunadamente, mis padres me dejaron algún dinero… Es decir, no tengo preocupaciones monetarias… aunque resulte a veces algo triste vivir sola. Oh, se hace tarde —concluyó, después de consultar su relojito—: debo irme.

—Te acompañaré a casa —sugirió Dana—. Tenemos un coche a nuestra disposición.

—Te lo agradezco de veras.

Dana subió al apartamento de ella. Krassy le sirvió un vaso y le invitó a sentarse en el sillón favorito de Collins. Luego, batió huevos y preparó café. Comieron en la mesita del saloncito. Dana estiró sus largas piernas, encendió un cigarrillo y hundió las manos en los bolsillos.

—Estoy bien aquí —declaró.

—Lo cual me halaga —sonrió Krassy.

—No quisiera marcharme nunca.

Lo dijo inexpresivamente, contemplando el techo.

—También a mí me gustaría. Pero tienes que irte, lo sabes de sobra.

—Dispongo de tan poco tiempo… que me gustaría pasarlo contigo.

Krassy sacudió la cabeza. Dana se levantó del sillón y atravesó la salita yendo hacia el diván. Se sentó al lado de la joven y la rodeó con los brazos. La besó y Krassy contestó a sus caricias con fingido apasionamiento.

—No me eches… ¡al menos, esta noche! —murmuró él.

Krassy se deshizo lentamente de su abrazo. Sosteniéndole el rostro con ambas manos, lo miró fijamente.

—Deseas acostarte conmigo, ¿verdad?

—Sí —asintió Dana, con voz átona.

—No. Quiero esperar hasta estar completamente segura —denegó ella suavemente.

—Yo ya lo estoy… ¿y tú?

—No lo sé. De veras; no lo sé. Y aguardaré hasta que esté segura.

Las frases persuasivas y melosas de Dana no la conmovieron. El joven regresó de mala gana al Club aquella noche.

Una semana después, el 24 de diciembre, Krassy se casó con Dana Waterbury.

El capitán, contando con las influencias de que gozaba en el Cuerpo de Aviación, obtuvo con prioridad dos reservas de asiento, y la pareja voló a Filadelfia para pasar las fiestas de Navidad con la familia del joven.

Los Waterbury habitaban en una mansión vieja, cuadrada, señorial, de ladrillos rojizos, con un porche de columnas blancas, ovalado; la casa estaba situada en un suburbio tranquilo, de casas residenciales, alejado de los demás distritos de la ciudad. Unas persianas verdes preservaban las ventanas, y el pesado tejado de pizarra estaba pulcramente barnizado. La casa se hallaba asentada lejos de la calle, y había que pasar para llegar a la puerta por una avenida estrecha y enlosada, que resultaba un poco tortuosa. El caminito estaba flanqueado a ambos lados por setos recortados con precisión militar. De vez en cuando, se veían unos árboles corpulentos que se hallaban a la sazón cubiertos de nieve, como si vigilasen silenciosamente la casa y la calle.

Dana Waterbury llegó al porche y dejó el equipaje para llamar ruidosamente con el pesado aldabón. La puerta la abrió una sirvienta de edad, correctamente vestida con un uniforme negro y un delantal blanco.

—¡Feliz Navidad, Ruby! —exclamó Dana, alegremente.

—¡Oh, feliz Navidad, Dana! Digo, señor Waterbury —gritó la sirvienta con alegría.

Después, al divisar a Krassy, sonrió y se apartó a un lado.

—Querida Candice —dijo Dana, rodeando a su esposa con un brazo y empujándola suavemente hacia el interior de la casa—, hemos llegado. Esta es Ruby. Ruby, te presento a mi mujer, la señora Waterbury.

—Le deseo una feliz Navidad, señora Waterbury… y mucha felicidad en su matrimonio —turbada, añadió—: Bueno, felicidades a ambos.

—¿Dónde está la familia? ¡He de mostrarles un verdadero regalo de Navidad! —rió Dana.

Una joven alta y esbelta salió de una habitación contigua y se precipitó hacia Dana. Este la vio llegar y correspondió a su abrazo.

—¡Dana! ¡Dana! —gritó ella, poniendo sus brazos en torno al cuello del capitán, besándolo con entusiasmo.

—Un momento, por favor —rogó el joven—. Interrumpe tus efusiones. He de mostrarte una cosa… Mejor dicho, a mi esposa, a mi flamante esposa.

Krassy veía a una joven que llevaba el cabello hasta los hombros.

—¿Esposa? ¿Tu esposa?

La joven dio media vuelta y contempló a Krassy maravillada. Luego, sonrió.

—¡Caramba, Dana, eres un hombre con suerte! —comentó—. ¿De dónde has sacado una belleza tan extraordinaria?

Alargó una mano hacia Krassy, añadiendo:

—A veces, Dana parece drogado. Siempre temí que se casara con una chica extravagante, o algo peor… —miró a su hermano con afecto—. Bien, me llamo Chris. Bien venida, felicidades y buenas Navidades.

Krassy le devolvió la sonrisa y le tocó afectuosamente el brazo.

—Gracias, pero creo que la que ha tenido suerte he sido yo.

Dana cogió a ambas jóvenes con sus brazos y las oprimió con fuerza.

—Todo va bien… si las dos creéis que esto es maravilloso —sonrió.

Los señores Waterbury, padres del joven aviador, descendieron por la amplia escalinata.

—¡Se han casado! —gritó Chris, al verlos—. ¿No es estupendo?

—¡Dana! —exclamó la madre, deteniéndose en seco.

—Bien, muy bien… —murmuró amablemente el señor Waterbury.

Al llegar abajo se dirigieron apresuradamente hacia la nueva pareja.

—Felicidades —manifestó cordialmente el señor Waterbury—. Y creo que ha llegado el momento de besar a la novia.

Aquellas Navidades, los Waterbury tenían un invitado a cenar. Un caballero de elevada estatura y pelo blanco, de rostro fatigado y facciones pronunciadas, amigo de la familia desde muchos años atrás, y asociado en el negocio del viejo Waterbury. Un viudo que siempre pasaba las Navidades en Filadelfia, y se llamaba Howard Monroe Powers.

Sentada a la enorme mesa, con su mantel blanco, en el amplio y severo comedor, Krassy aceptó un poco de pavo con trufas, puré de patatas y boniatos con salsa. Estaba casi rodeada por entremeses, ensaladas y otras suculentas viandas.

«¿Dónde estará María? —se preguntó mentalmente—. ¡Dios mío! ¿Por qué habré pensado ahora en ella?».

De pronto, observó que tenía las manos heladas y trémulas. Las colocó sobre las rodillas y las mantuvo inmóviles.

«No —se dijo—, no quiero pensar en ella… ni en nadie. Ahora gozo de una buena situación. Pertenezco a esta sociedad».

Cogió el pesado tenedor de plata de ley y se dispuso a comer.

«¡Feliz Navidad —murmuró—, de parte de Krassy!».

—¿Cuánto tiempo estarás con nosotros, hijo mío? —quiso saber la madre de Dana.

—Sólo tengo cuarenta y ocho horas de permiso.

—¿Volveréis a Chicago? —preguntó su padre.

—Sí —asintió Dana.

—¿Y adónde iréis? —se interesó la señora Waterbury.

—Lo ignoro. Cuando haya terminado mi misión, seguramente me enviarán de nuevo a Europa.

—¿Dónde vivirás, Candice? —inquirió Chris.

—Pienso quedarme en Chicago por algún tiempo… —replicó Krassy—. Allí poseo un apartamento muy cómodo y coquetón, y cuento con bastantes relaciones.

—¿Por qué no vienes a vivir con nosotros? —la invitó el viejo Waterbury.

—Me gustaría… Bien, quizá más adelante —dijo Krassy, evasivamente.

—No te preocupes, Charles —intervino pomposamente Howard Powers, dirigiéndose al padre de Dana—; no la perderé de vista mientras viva en Chicago.

Después de una pausa, el banquero se volvió hacia Krassy.

—Tenga presente, señora, que si en alguna ocasión necesita algo, lo que sea, mientras Dana esté en el frente, no ha de tener ninguna inhibición. Recurra siempre a mí.

—Lo tendré presente —afirmó ella, bajando la mirada.

—Tío Howard lo dice de corazón —comentó Chris—. Tiene tanto dinero que hasta resulta vergonzoso.

Powers se echó a reír muy divertido.

—De pequeñita no pensabas igual. Recuerdo aquella ocasión en que tu padre no quiso regalarte el caballito…

—Oh, sí —exclamó Chris muy alegre—, y tú me lo compraste, lo cual enfureció a papá.

—Opinaba que eras todavía demasiado pequeña para tener un caballo… Ese fue el único motivo de mi enfado —puntualizó Charles Waterbury.

—La moraleja de este asunto —le susurró Dana a Krassy—, es que cuando yo esté en la guerra, si quieres un caballo… debes ir a visitar a tío Howard.

—No es cierto —protestó la madre de Dana, seriamente—. Tu padre puede comprarle todos los caballos que necesite.

Krassy coreó la carcajada general.

Al día siguiente, Krassy y Dana tomaron el avión de vuelta a Chicago. El día de la boda, Dana había trasladado todo lo suyo al apartamento de Krassy, de forma que se instalaron cómodamente en Lake Towers. De cuando en cuando, Dana se ausentaba dos o tres días, obligado por su misión de vender bonos de guerra, visitando Detroit, Cleveland, Indianápolis, San Luis, Kansas City, Minneapolis y Milwaukee. Cuando regresaba a Chicago, después de cada viaje, llegaba cansado, agotado.

—Esta guerra se hace con dinero y armamento —le contó a Krassy en una ocasión, mientras tomaba un trago y escuchaba el tintineo de la cucharilla de mango largo dentro del vaso—. A veces, me da la impresión de que soy un pobre diablo en plan de exhibición en una feria. ¡Aquí tenemos al capitán Waterbury! —se burló—. ¡El capitán Waterbury ha derribado veinte aviones nazis! ¡El capitán Waterbury, ese héroe nacional, está aquí para rogarles que adquieran más bonos de guerra! ¡Más bonos de guerra! —se retrepó en el sillón, sosteniéndose la cabeza entre las manos, y luego se enderezó—. La verdad es que al capitán Waterbury le importa un pimiento que la gente compre bonos de guerra. Lo que le preocupa al capitán Waterbury actualmente es saber cuándo llegará la orden de incorporarse otra vez a Europa… para dejar allí el pellejo.

Pasaron enero y febrero, y en marzo llegó la orden tan temida y esperada por Waterbury.

—Creo que se ha terminado la venta de bonos —le dijo a Krassy.

La noche anterior a la partida de Dana, los dos cenaron en el Yar.

Aquel restaurante que antaño fuera un local sosegado y digno, se había convertido en un establecimiento estruendoso, bullanguero, alborotado, con cantos y ruidos a porrillo. En un rincón, en torno a un velador, Dana encargó una buena cena y una botella de champaña de dos litros.

—No saldremos de aquí —le confió a Krassy—, hasta haber consumido la botella… y su pariente más allegado. Cuando salga de este local lo haré completamente borracho, y con una gran felicidad interior. Y tú también, amor mío.

La orquesta de cíngaros empezó a tocar y Waterbury llenó una y otra vez su copa, apurándola lúgubremente. Cuando, por fin, les sirvieron la cena, se limitó a picar en los platos. Krassy callaba y sólo contestaba a las preguntas directas que él le dirigía.

Krassy lamentaba la inminente partida. Se sentía apenada. Su dolor no era personal… ni por él ni por sí misma. Lo echaría en falta, no por estar enamorada de él, Dana, sino por quedarse sola igual que antes. De él había obtenido la protección de su nombre, que la rodeaba de una respetabilidad sólida y nueva para ella. No quería afrontar el futuro, una vez acabada la guerra, cuando debieran reanudar la vida en común.

Krassy se sentía segura al lado de Dana Waterbury. Su confianza en ella y el buen humor que siempre demostraba resultaban un muy divertido espectáculo. El amor del joven era sincero y la muchacha se hallaba satisfecha de su estabilidad. Partir él, significaba la pérdida de una compañía a la que ya se había acostumbrado.

Salieron del Yar y regresaron al apartamento de Lake Towers. Dana estaba completamente borracho… y no se sentía feliz.

—Hay muchos temas que no hemos tocado —murmuró Dana, repentinamente sobrio—. Podría pasar toda la noche asegurando y repitiendo que te quiero mucho, pero… he de decirte otras cosas…

—Tal vez sea mejor que no las digas —le atajó Krassy.

—No —objetó Dana—, lo que debo comunicarte guarda relación con los asuntos cotidianos, como por ejemplo, el dinero. Ayer visité a tío Howard y a su abogado. Te contaré cómo está el asunto monetario… por si me ocurriese una desgracia.

Krassy se quedó inmóvil.

—Lo he solucionado de forma que todos los meses pueda enviarte trescientos dólares —continuó él— de mi sueldo de ultramar. He modificado el seguro del Gobierno, para que recaiga a tu nombre… y el capital que me dejó mi abuela.

—No necesito nada —protestó Krassy—. Con lo que tengo puedo mantenerme.

—En conjunto no es mucho —prosiguió Dana, sin escucharla—. Cuando falleció mi abuela, nos dejó, a Chris y a mí, veinte mil dólares para cada uno. Esta es la cantidad que tengo a mi nombre —calló un instante—. Si acaso… si acaso me ocurriese alguna cosa… y te hallaras apurada o necesitaras más dinero, mi padre se hará cargo de ti. Creo… creo que tiene una gran fortuna.

Krassy no respondió. Continuó acariciando la cara de Dana hasta que el joven se durmió.

Al día siguiente por la mañana, Dana Waterbury se marchó a Europa. Su ausencia no influyó absolutamente en la vida de Krassy, aunque como consecuencia de haberse casado con Dana se produjeron varios hechos. Ante todo, en abril recibió un cheque de trescientos dólares. En mayo otro, y en el mismo mes la noticia de que el capitán Dana Waterbury había sucumbido en acto de servicio sobre Alemania.

Como resultado de tan luctuoso suceso, Krassy recibió diez mil dólares del seguro estatal, veinte mil de la herencia de la abuela de Dana y una prima. Esta consistía en el efectivo de una póliza de seguro personal en caso de defunción del titular, que importaba siete mil quinientos dólares y que Dana olvidó mencionar.

Howard Monroe Powers fue una gran ayuda para Krassy, ya que gracias a él pudo entrar en posesión de todo el dinero sin dificultades. El propio abogado de Powers realizó las gestiones necesarias, con un mínimo de esfuerzo, molestias y pasos por parte de Krassy.

Como presidente del Lake Michigan National Bank and Trust Company, el despacho de Powers era un sitio majestuoso que inspiraba un temor reverencial. Krassy gozaba con el respeto y la callada consideración con la que era recibida y acompañada siempre a presencia de Powers. Habitualmente, el banquero se hallaba instalado detrás de su inmenso escritorio con aplicaciones de cuero y pisapapeles de cristal cilíndricos. Detrás suyo, había un alto ventanal en arco, de un solo vidrio, engarzado en un marco lo mismo que una joya. El marco era de ámbar brillante, con un barrote carmesí que dividía el vidrio por la mitad. En la parte inferior había una bellota de color marrón; encima de la barra un roble verde. Una cinta rodeaba el marco con un lema: «La confianza logra que de las bellotas nazcan los robles». A Krassy le impresionó, aunque tuvo que leerlo dos veces para entender correctamente su significado.

Powers se levantaba, rodeaba su mesa y cogía las manos de Krassy con suma galantería. A medida que menudeaban las visitas, el personaje aumentó, proporcionalmente, el tiempo del apretón de manos. Hasta que una tarde…

—Mi apreciada Candice, ya habrás observado que pienso en ti.

—¿De veras?

—Sí. Durante varios meses has vivido sin la menor diversión, lo cual no es justo. Todavía eres joven, y tienes una vida entera por delante.

—Opino que estando de luto no es correcto que lleve una vida divertida. Por lo menos, durante cierto tiempo.

Lo dijo abriendo el bolso para sacar un primoroso pañuelito, con el que suavemente se tocó las esquinas de ambos ojos.

—Sí, tienes razón… según cómo se mire —replicó rápidamente Powers, acariciándole la mano afectuosamente—. Pero todo tiene sus límites. Ciertamente, no sería correcto ir… a beber y a frecuentar salas de fiesta y distracciones similares… Pero, ¿quién podría objetar de una sesión de ópera?

Krassy levantó la vista interrogativamente.

—Sí —continuó él—, contra eso nada puede objetarse. Yo estoy abonado a un palco para toda la temporada, como quizá sepas; esta noche representan la Boheme. Ya sabes, Puccini… Te llevaría con sumo gusto —sonrió forzadamente—. Al fin y al cabo, con mi edad podría ser tu padre…

«Hasta mi abuelo, carcamal», pensó Krassy.

—¿Cree usted que sería correcto? —preguntó en voz alta. Tras una pequeña pausa, agregó—: ¿No sería una falta de respeto a la memoria de Dana?

—¡En absoluto, no temas! —protestó el anciano, decidido a vencer los escrúpulos de la joven—. Incluso podríamos hacer algo más esta noche. ¿Qué dirías de cenar juntos en mi club?

—Me gustaría, pero… —contestó Krassy con leve vacilación.

—Entonces, decidido. Enviaré mi coche a recogerte.

Powers sonrió y volvió a cogerle afectuosamente las manos.

Krassy tenía un calendario en su apartamento, dentro de un estuche de piel. Las ilustraciones se debían a un artista famoso por los tipos de mujeres hermosas y piernas exageradamente largas, cinturas de avispa, bustos voluminosos y ojos sensuales. Todos los meses arrancaba cuidadosamente la última ilustración y la guardaba en un cajón del escritorio.

El calendario era de Waterbury y cuando partió se lo dejó olvidado. Del mes de diciembre sólo quedaba la última hoja, y Krassy recordó que Dana había fallecido seis meses antes. En un impulso momentáneo, abrió el cajón de la mesa y sacó las hojas de los meses anteriores. Cogió el estuche de piel, y junto con las láminas, lo llevó todo a la cocina, donde lo echó al cubo de la basura. Esto no le produjo el menor malestar, ni la entristeció. Sintió, en cambio, una sensación inopinada de intensa alegría. Había terminado un capítulo de su existencia, de igual forma como habían concluido las hojas del calendario.

Al principio, Krassy recibió algunas cartas de Chris y otras de la madre de Dana. La joven respondió a todas con breves notas de cortesía. Luego, la correspondencia quedó interrumpida, y finalmente las únicas noticias que tuvo fueron por mediación de Howard Monroe Powers.

El viejo empezó a acompañarla asiduamente, al teatro, a los conciertos y a la ópera. Al medio año de la muerte de Dana, la actitud paternal de Powers empezó a modificarse gradualmente.

Krassy le ayudó deliberadamente. Powers procuraba no excederse ni demostrar abiertamente su interés, más allá de cierto límite, lo cual habría significado perder su dignidad y su propia estima, caso de pisar terreno en falso. Seguía acariciándole las manos suavemente, y había progresado hasta el extremo de cogerle las manos en el teatro. En algunas raras ocasiones como al azar, se permitía descansar el brazo en el respaldo del asiento de la joven en el coche, rozándole ligeramente los hombros. Krassy no hizo nada por impedir tales manifestaciones de aquel creciente deseo de posesión. Al contrario, aprovechó todas las oportunidades para pedirle al viejo su opinión respecto al vestido que debía ponerse, y de regreso lo felicitaba por su buen aspecto, por las prendas que estrenaba y por los teatros y conciertos que escogía para ella.

También le permitió que invirtiese pequeñas sumas de dinero de ella en acciones y obligaciones. Invariablemente, tales inversiones le proporcionaban a la joven una sustanciosa ganancia. En una ocasión, compró un encendedor de oro para regalárselo a Powers, y en el momento de ofrecérselo, le espetó:

—Es usted el hombre más agradable que he conocido.

Acto seguido, le besó… en broma. Powers fingió devolverle el beso de igual manera, pero Krassy fácilmente comprendió la emoción que le embargaba.

—Eres la mujer más exquisita que conozco —replicó el viejo banquero con galantería—. Bien, tendré que hacer algo muy delicado para corresponder a tu regalo.

El año 1944 cedió suavemente su sitio al 1945, y aquel verano Powers estaba ya apasionadamente enamorado de Krassy. Había llegado la oportunidad con la que ella soñaba hacía tanto tiempo y a la que contribuyó con su diligencia. Hasta dónde llegaría y cuál sería la meta final eran cosas que Krassy aún no había decidido.

Powers estaba bien conservado para sus sesenta años. Su esposa había fallecido veinte años atrás y no tenía hijos. Aun cuando fuese un hombre riquísimo, llevaba una existencia solitaria, con muy pocas relaciones, contando sólo con algunos amigos personales. Al morir su mujer, vendió una mansión que tenía en la ciudad y más adelante las granjas de Lake Forest. Como llevaba una vida modesta, alternando entre el club del centro de la ciudad y su apartamento de la Calzada de Lake Shore, gastaba muy poco dinero en sus necesidades personales.

La única excepción era la Lorelei, una goleta de diecisiete metros, impulsada por un motor Diesel. Durante la guerra la tuvo en una caseta costera, pero con gran alegría por parte de Krassy, Powers la reparó hasta dejarla como nueva, ya que proyectaba un crucero de un mes de duración a la isla de Mackinac, y a través de los grandes lagos, hacia Búfalo.

Krassy se entusiasmaba contemplando la silueta larga y graciosa de la embarcación, pasando horas enteras tendida en la popa, observando la estela en el agua azul del lago. Cuando se colocaba boca arriba, se cubría los ojos con el brazo y se extasiaba contemplando los palos que sobresalían de la cubierta de caoba, viendo cómo las velas de lona cubrían parte del cielo. A veces, Powers o el capitán de la embarcación le permitían manejar el timón, y entonces apuntalaba sus piernas, y asía la rueda forrada de metal, pareciéndole que la Lorelei era un ser vivo al que dominaba con sus manos.

Al llegar la noche, se tendía inquieta en el pequeño camarote y reflexionaba.

«Esto puede ser mío… y eso… y aquello…».

En su imaginación enumeraba la fortuna y la influencia de Howard Monroe Powers. El banquero podía proporcionarle la seguridad financiera que siempre deseara; una protección eficaz para no tener que volver nunca más a la miserable casa de los mataderos. Una barrera de oro entre ella y los vestidos imitación de seda y baratos comprados en tiendas de saldos, y la ropa interior adquirida en mostradores repletos de gente, en los bazares de cinco y diez centavos la pieza.

Alguna noche, el rechinar de los hierros de cubierta le recordaba los crujidos del lecho de su padre, y casi esperaba oír el sordo rumor de los pies de María, descalza, sobre el suelo.

Sabía que se casaría con Powers, y creía que era todo cuanto deseaba. Sin embargo, instintivamente, vacilaba en tomar esta determinación. No había otro hombre en su vida, ya que había tenido buen cuidado de apartar cualquier ocasión de relacionarse con varones tras la muerte de Dana. El apellido de su marido le proporcionó una respetabilidad aceptada sin vacilación por Powers y sus amigos. Krassy andaba con suma cautela, evitando perder aquella valiosísima posesión, y la conservaba inmaculada y resplandeciente. Representaba la llave mágica que le permitiría apoderarse de los millones de Powers… si conseguía obligarle a casarse con ella.

Quedaba otra alternativa, y Krassy solía considerarla a menudo.

«Puedo mantener unas relaciones extemporáneas con él —se decía—, pero es un tipo tan aburrido y respetable, que esto no le gustaría. Cualquier día, al levantarse, su conciencia empezaría a angustiarle y sería el final de mi oportunidad».

Y era cierto. Krassy se exponía a perder su más poderosa arma: el respeto que Powers le profesaba. Consideró asimismo que podía presionarlo como hizo con Collins; podía ser la amante del banquero, y después colocarlo ante un embarazo. Pero aunque en el caso de Collins tuvo éxito, y logró un beneficio, Krassy estaba convencida de que el mismo truco no daría resultado con Powers. Las situaciones familiares de ambos hombres eran totalmente distintas. Collins estaba casado y se hallaba económicamente a merced de su esposa. Powers era libre. Y era probable que, si a su edad tuviera un hijo, querría tener derecho a no perder el contacto con ella, llegando tal vez a adoptar al chiquillo.

Krassy meditaba el asunto constantemente en todas sus facetas, perdiendo muchas horas de hondas reflexiones. Su experiencia y su instinto le advertían de que debía estar en guardia contra el carácter de Powers. Y llegó a la desagradable conclusión de que sólo había una solución: casarse con él. La idea de mantener un contacto físico con aquel viejo le producía una enorme repugnancia.

«Pero tiene ya sesenta años —se tranquilizaba—; probablemente no vivirá mucho tiempo. Quizás uno o dos años. Además, un hombre a esta edad no puede ser muy difícil de manejar. Es posible que no pueda hacer el amor muy a menudo».

Era de día y algunos rayos solares incidían sobre la cubierta. Krassy observaba a Powers desnudo hasta la cintura, ataviado con unos pantalones de pana y zapatos blancos de lona con suela de goma. Calculó la debilidad de sus brazos y su pecho liso y hundido. Aunque tuviese la piel bronceada, su aspecto era el de un auténtico anciano. Los músculos fláccidos bajo el mentón y a los lados de la boca indicaban su verdadera edad. Sí, llevaba los años con distinción, manteniendo erguido su delgado y desmadejado cuerpo. Con los cabellos de plata y su apostura digna y sosegada, merecía cierto respeto.

«Pero no amor —murmuró Krassy—, y deseo aún menos».

El contacto de las palmas secas y cálidas cuando el banquero le acariciaba las manos y los brazos la inquietaba. Los besos fugitivos de sus labios exangües le resultaban harto desagradables.

«Pero es sólo un anciano —repetíase Krassy una y otra vez—. Podré resistirlo unos años, que no serán muchos y después… Después seré la señora viuda de Howard Monroe Powers, con más dinero del que pueda gastar en toda mi vida. ¡Todo lo que anhelo sería mío!».

Siguiendo la ruta de regreso, la Lorelei dejó a Krassy a veinticuatro horas de Chicago. La última noche, Krassy cenó con Powers en su camarote de propietario. Mientras el camarero quitaba el servicio de la mesa, Krassy y Powers sorbían sendas copitas de anís. De pronto, Krassy vertió el resto de su anís en la taza de café y exclamó, sonriendo:

—Esta noche me siento inspirada; bebería el licor a litros. Y, no obstante, estoy triste.

—¿Por qué, querida amiga? —inquirió Powers.

—Oh, este viaje tan fascinante… en esta hermosa y magnífica Lorelei… —hizo una breve pausa—. Me gustaría que este crucero durase toda la vida.

—No hay viaje que no concluya un día u otro —sentenció el banquero.

—No fue ése el caso del Holandés Errante.

—Pero a ti no te gustaría ir en el Buque Fantasma…

—No, claro que no. Pero, sinceramente… he pasado unos días maravillosos, Howard… —bajó la mirada como avergonzada—. Ahora, sin verle… sé que le echaré de menos.

—Bien, nos veremos como de costumbre —protestó el banquero.

—Oh, sí… pero no todos los días —suspiró Krassy—, y no como aquí. ¿Piensa acaso, Howard, que lo que digo es incorrecto?

—Oh, al contrario… Me halaga sobremanera.

—Por otra parte, he terminado dependiendo completamente de usted… —añadió la muchacha suavemente—. Todas las cosas más agradables y halagüeñas de mi existencia se hallan relacionadas con su persona… Cenas, diversiones… gente distinguida…

—Esperaba que algún día lo reconocerías —sonrió el viejo.

—¡Es… es la pura verdad! Siempre pienso en el momento de estar con usted, Howard. Y me considero la mujer más feliz del mundo cuando estoy a su lado.

—A veces temía robarte demasiadas horas, querida —musitó Powers lentamente—. Tal vez te gustaría… —tragó saliva antes de proseguir— salir con gente más joven.

—¿Con hombres jóvenes? —se horrorizó Krassy, burlona—. Estoy harta de la juventud… Son todos egoístas, pedantes y crueles, Howard. No son como usted… tan amable, tan gentil, tan simpático.

—Sin embargo —objetó Powers, en el fondo muy halagado—, me estoy haciendo viejo.

—¿Viejo? Permita que me ría de su vejez —replicó Krassy con candor—. Creo que usted es el hombre más interesante que he conocido. Su aspecto es estupendo. Oh, sí, Howard, he observado que otras mujeres le miraban con gran interés.

Powers se miró de reojo en el espejo colgado en el tabique del camarote.

—Además, resulta usted tan… tan distinguido —añadió Krassy.

—¿Eso es cierto, Candice? —se interesó Powers.

—Jamás había hablado con el alma como ahora… ¡jamás!

—Candice… tú también me has dado la felicidad. Para mí ha sido una auténtica distracción darte gusto en todo. Pero a causa de Dana… y de su padre… En fin, no puedo añadir nada más.

—Olvídese de Dana —le urgió ella—. Y de los Waterbury. Dana murió… Y nunca más intervendrá en mi vida. Apenas me acuerdo de él, Howard. ¡Usted hizo que lo olvidara!

—Entonces… —el banquero respiró profundamente—, me gustaría continuar haciéndote olvidar a Dana.

—¿De veras? ¡Es la declaración más agradable que he oído en mi vida! —exclamó Krassy riendo, mientras Powers callaba repentinamente, mirándola sorprendido.

—Sí —repuso después con firmeza—, confieso que puede serlo.

Krassy empujó su silla hacia atrás, se apartó de la mesa y se dejó caer sobre las rodillas de Powers. Luego, le pasó los brazos en torno al cuello.

—¡Querido mío! —suspiró junto a su oído—. ¡Mi querido y amado Howard…!

Powers la besó en los labios.

—¿Cuándo nos casamos? —preguntó luego.

—Aún no —le cortó Krassy, muy práctica—. Ante todo, tenemos que mantener un pequeño noviazgo. Esto será maravilloso para mí. Gozaremos una temporada espléndida. Después, nos casaremos. Como si reservásemos el postre para el final.

Él se echó a reír, mientras ella acariciaba efusivamente al anciano.

Al día siguiente por la mañana, la Lorelei estaba ya en Chicago. Aquel mismo día, Powers adquirió un anillo de compromiso con un diamante de ocho quilates para Krassy. Pero el noviazgo no se anunció oficialmente.

Powers insistió en comunicar la fausta nueva a los Waterbury. Krassy quiso quitarle esa idea de la cabeza, mas terminó cediendo; entonces, envió una carta a Chris, obligada por la insistencia del viejo. Powers, por su parte, escribió una larga misiva a Charles Waterbury, explicándole las peripecias de su compromiso. Chris no le contestó a Krassy; no obstante, el banquero recibió una breve nota, de sólo cuatro líneas, felicitándole de forma convencional. Después, Krassy y Powers jamás volvieron a mencionar a los Waterbury.

Krassy siguió citándose todas las noches con Powers, cenando con él y acompañándolo a la ópera durante aquel otoño e invierno. De vez en cuando, ella le invitaba a cenar a su apartamento. El viejo se mostraba contento dejando que Krassy continuase con sus actividades habituales; jamás se inmiscuyó en su vida privada.

El noviazgo no aportó ninguna novedad en la conducta de sus relaciones mutuas. El deseo de posesión de Powers no aumentó ni disminuyó. Debido al asco que experimentaba Krassy ante el contacto físico con el anciano, a veces fingía estar medio dormida, y él no insistía jamás. Powers deseaba que la boda se celebrara antes de la fiesta de Acción de Gracias, o sea el cuarto jueves de noviembre. Pero ella lo aplazó hasta Navidad, y luego hasta después de Año Nuevo.

Finalmente, Krassy se casó con Howard Monroe Powers el 17 de enero de 1946. Visolotti, el juez de paz del distrito los casó en la misma oficina de Powers. Fue una boda sosegada, en la que sólo intervinieron Krassy, el banquero, el juez de paz y dos testigos profesionales. Inmediatamente, y antes de que la Prensa divulgase la noticia, la pareja salió hacia la capital de México.

La luna de miel no transcurrió tan plácidamente como ella suponía. El deseo de posesión de Powers quedó bien patente en tal ocasión. Desde la primera noche, Krassy tuvo que luchar desesperadamente para disimular su repugnancia. Todas las noches, con Powers durmiendo a su lado, trataba de calmar el temblor que se apoderaba de su cuerpo y dominar los chillidos de histerismo que le subían a los labios. Manteniendo los párpados entornados, obligaba a su imaginación a pensar en un telón de terciopelo negro.

«El telón es negro —murmuraba entre dientes—, y yo me estoy durmiendo».

Esta frase la repetía innumerables veces. En algunas ocasiones, era ya de día cuando el negro telón se diluía ante sus ojos cerrados, y entonces conciliaba el sueño.

Hacia 1949, Krassy no tuvo ya necesidad de pensar en el telón negro para dormirse. Había reconocido la excelencia de unas pastillas de barbitúrico.