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Los meses siguientes se disolvieron en un resplandor rosado. Todos los días veía a Krassy, excepto los sábados y domingos. Me explicaba que Powers se quedaba en casa los fines de semana, y que ella no podía escabullirse. Entonces, yo daba vueltas por la casa, de una habitación a otra, sintiendo unos celos terribles y detestando la idea de que Krassy estuviese con él. Siempre me preguntaba, además, cómo terminaría todo el embrollo. Deseaba que Krassy abandonase a Powers, que solicitara el divorcio, que me siguiera a cualquier parte… ¡A cualquier parte! Sin embargo, aún no le había confesado la verdad sobre mi situación, quién era: un modesto Danny April, propietario de una pequeña agencia de cobros. Me hallaba tan enredado en mis propios embustes, que temía confesarle la verdad. Por otra parte, ella aún desempeñaba ante mí el papel de Candice Waterbury Powers, lo cual me daba a entender que no sería prudente por mi parte contarle que sabía toda su historia, puesto que en tal caso nuestras relaciones podían evolucionar de forma negativa.

Yo seguía siendo Eddie Homer, jugador y corredor de apuestas de caballos. Al cabo de muy pocas semanas, el verdadero Eddie Homer regresaría a su casa; la idea de su vuelta y de que pudiera sorprendernos a Krassy y a mí me hacía perder el sueño. Por tanto, me hallaba en una situación en la que no podía enfrentarme con la realidad; con lo real y lo ficticio; con lo que era mentira y lo que era verdad. Estaba todo tan entremezclado, tanto en la vida de Krassy como en la mía, que dejé transcurrir los días sin tomar una decisión. No quería cometer ninguna acción que me impidiera ver a Krassy.

Una vez, la joven compareció con ojos relucientes y ojerosos, y hasta me pareció que tenía la cara hinchada.

—Eddie, querido, ¿qué haremos ahora? —exclamó gimiendo.

—Ya te lo dije. Abandona a Powers y vente conmigo.

—Ya hemos discutido eso antes. Howard me da miedo, Eddie… Tanto por ti como por mí.

La besé en los ojos, aproximándome a su adorable cuerpo. Noté que temblaba.

—No temas por mí —contesté—. Haré lo que tú decidas.

—Oh, haz algo, Eddie… Sé que te parecerá pueril, pero sería tan feliz…

—¿Qué es ello?

—Podrías telefonearme todos los días a la hora de cenar… sólo para decirme «hola». La hora de la cena es la más fastidiosa de todas, Eddie querido. Pienso en ti y en la tarde que hemos pasado ambos, y sin embargo, he de estar sentada delante de Howard…

—Pero, ¿por qué llamarte a la hora de 1 a cena? ¿No será motivo de enojo para él?

—Durante el día mantengo varias conversaciones telefónicas… con distintas personas. Él no sabrá nada. Si no puedo contestarte, colgaré sin hablar. De este modo comprenderás de qué se trata. Sólo deseo saber que piensas en mí…

Me sentí loco de alegría y la abracé con todas mis fuerzas.

—Seguro, Candice. Te llamaré todas las noches. Diré que soy John… Fulano de Tal. ¿Qué nombre te parece más adecuado?

—El tuyo, Eddie. Howard no sabe quién eres, y si se enterase… no ocurriría nada. Además, me gusta oír continuamente tu nombre. Jamás me cansaría de escucharlo.

—De acuerdo.

—Y recuerda, amor mío, que si no respondo… será porque Howard está muy cerca. Supongo que no te enfadarás…

—Contigo… jamás, amor mío.

Por tanto, todas las tardes telefoneaba a las seis. La llamaba a su piso y contestaba el mayordomo. Con regularidad me preguntaba el nombre y regresaba diciendo que la señora había salido. Luego, colgaba y yo sentía un mal sabor de boca, odiando al mayordomo y a Powers. A veces, contestaba Krassy, y susurrábamos una conversación breve, en la que aseguraba que me amaba. Entonces, el mundo se transformaba en el vergel más florido para Danny April.

Por las tardes, Krassy venía a casa, pero ya no apostaba tan a menudo como antes. Tomábamos unos martinis, escuchábamos música, y finalmente, nos hacíamos el amor. Llevaba el aparato tocadiscos al dormitorio, y nos tumbábamos en la cama, con las cortinas de las ventanas echadas. La habitación era cómoda, oscura y cálida. Yo me apoyaba de lado y en la oscuridad adivinaba las exuberantes formas de Krassy que destacaban sobre el fondo blanco de la sábana. Encima de la almohada, sus negros cabellos formaban una mancha oscura esparciéndose como un halo en torno a su cabeza. A veces, palpaba con los dedos su barbilla y seguía el contorno de su cuerpo, hasta las caderas. Ella no se movía, como si fuese una estatua de marfil. Contenía la respiración y sólo murmuraba, diciéndome frases agradables.

—Amor mío, ¿tienes mucho dinero? —me preguntó en una ocasión.

—No, no mucho. No tanto como Powers.

—No se trata de eso —replicó sonriente—. Quiero decir si tienes bastante para comprarme regalitos.

—De vez en cuando…

—Naturalmente, no a diario. ¿No puedes comprar un obsequio de veinticinco centavos para tu amante?

—No digas esto… ¡No me gusta esa palabra!

—Creo que estás muy cohibido, Eddie —sonrió—. ¿No soy acaso tu amante?

—Contigo me siento aturdido.

—Bien, cómprame obsequios. Cada día uno distinto. Pero que no cuesten más de veinticinco centavos.

—¿A qué viene eso?

—Sencillamente, me gusta recibir regalos —se justificó. Se me acercó y me besó. Después de esta pausa, continuó—: Siempre me han gustado los obsequios… y el momento de quitarles la envoltura. Ahora tú eres mío e insisto en tener todos los días un regalo… ¡pero barato! Que no cueste más de veinticinco centavos… ¡Acuérdate!

Aquello me divirtió. Era una idea muy graciosa.

—De acuerdo —accedí—. Te haré regalos de ese precio.

—Y envuélvelos bien —me recomendó—. Mételos en cajas y estuches bonitos.

La broma pronto se convirtió en una costumbre ritual. Todos los días le compraba alguna bagatela donde podía; un ramito de margaritas o una batidora de huevos. A veces, una libreta, una novela de edición de bolsillo o una sarta de cuentas de colores… esos objetos que venden en las bisuterías. Lo envolvía en un papel especial y lo metía en una cajita de cartón adecuada al objeto.

Con la sarta de cuentas de colores, añadí una tarjeta que decía:

Ponte estos zafiros en torno

a tu garganta… adorada.

Eddie.

En la novela escribí:

Esto te demostrará mis propósitos…

¡Imagínate lo que pasará

si no abandonas a Powers!

Eddie.

Así sucesivamente. Le hice unos veinticinco o treinta regalos más. Y todos eran puras bagatelas sin importancia, pero a Krassy le encantaban. Fingía contener la respiración, y cuando desenvolvía el paquetito, se quejaba si se resistía la cinta o cordel. Luego, se echaba a reír con el obsequio en las manos.

—¡Es espléndido, amor mío! —proclamaba muy contenta, echándose el cabello hacia atrás. A veces añadía—: Es lo que necesitaba.

Y me besaba al leer la dedicatoria, sin dejar de reír.

Mi existencia era magnífica. Todo cuanto hacía giraba en torno a Krassy. De noche, dormía aún en mi dormitorio porque temía que desde la calle alguien viese las luces en casa de Homer. Todas las mañanas iba a la oficina y trabajaba hasta las diez y media. A las once estaba ya en casa de Homer, aguardando a Krassy. Cuando llegaba, se quedaba conmigo hasta la una y media o las dos. Cuando se iba, yo volvía al centro de la ciudad, dedicándome a actuar para mis clientes todo el resto del día. A las seis telefoneaba a Krassy desde cualquier cabina pública, me iba a cenar y volvía a la oficina… o me marchaba a casa. Glasgow y Spindel se hallaban sumamente ajetreados, el negocio marchaba bien, y yo tenía a Krassy, por lo que me sentía tremendamente dichoso.

Fue entonces cuando hubo un fin de semana en que Powers debía salir de la ciudad.

—Fíjate, amor mío —exclamó Krassy excitada—, ¡tres días maravillosos para nosotros solos!

—¿Adónde va?

—A Washington —replicó sin darle importancia—. Por negocios… o política, no sé.

—¿Qué quieres hacer?

—Cosas maravillosas —estaba muy ilusionada ante la perspectiva que se nos ofrecía—. ¡Algo apasionantemente endiablado! —reflexionó un instante—. ¡Ya está! Vámonos a cualquier parte… fuera de Chicago. A un sitio donde no nos conozca nadie… donde podamos estar juntos… solos.

—Tu idea es espléndida —concedí, contagiado de su entusiasmo.

—Howard se marcha el viernes por la noche. De modo que ese día no podremos hacer nada. Daré fiesta a los criados el fin de semana, y podrás ir a buscarme el sábado al mediodía.

—Recuerda que no tengo coche.

—Lo mismo da. Nos serviremos del mío. Podríamos ir hacia Wisconsin. Tal vez hallemos un pequeño albergue, con una gran chimenea de piedra, muchos pinos alrededor y un estanque…

—Naturalmente, nena —asentí—, seguro.

—Prepara un maletín con tus cosas. Y vas a recogerme a mediodía. No llames porque estaré lejos de la puerta y no te oiría. Dejaré la puerta entornada y podrás entrar sin llamar. Si no me ves, estaré en el fondo del apartamento preparando la maleta.

—Tal como hablas, me hace el efecto de que tu piso es la Estación Central.

—Lo es. Peor aún. Es frío, tenebroso y aburrido. ¡No lo resisto, amor mío…! Pero piensa que ahora estaremos ausentes tres maravillosos días.

El día siguiente era viernes y Krassy vino como acostumbraba y terminamos de discutir nuestros planes. Yo había comprado unos planos de Wisconsin, que examinamos hasta hallar un pequeño albergue invernal. Aquella noche no pude conciliar el sueño. El sábado me levanté muy temprano y me afeité; luego, metí en un maletín dos camisas de hilo, unos pantalones de franela y unos calcetines gruesos.

A mediodía estaba ya delante del edificio donde vivía Krassy, con el maletín en la mano. Después de reflexionar, creí más prudente no entrar en la casa con el maletín. Habría parecido raro y no deseaba llamar la atención. Atravesé la calle y me dirigí a una parada de taxis, cogí el último estacionado, ya que no quena perder de vista el maletín. Le dije al taxista que tardaría unos diez minutos y le pagué un dólar por anticipado.

Cuando entré muy decidido en el edificio, el portero me detuvo.

—¿A quién desea ver?

—A la señora Powers.

—Lo siento. La señora Powers no está en casa.

—Sé que está y que me aguarda.

—La señora Powers no está —repitió el portero.

Por un momento me quedé aturdido. Luego, me acordé de que Howard y los criados se habían ido, por lo que el portero debía creer que Krassy también estaba ausente.

—Perfectamente —le manifesté—, no quiero discutir. Avísela por el teléfono interior de que he llegado yo.

—Lo siento, la señora Powers no está en casa.

Empezaba a irritarme. Sólo me quedaba una solución: salir a la calle, buscar una cabina y telefonearla al piso. Así, ella advertiría al portero. Pero a cada momento me hallaba más furioso, por lo que al fin le di un empujón al hombre. Me asió del brazo.

—¡Quíteme las manos de encima! —grité iracundo—. ¡De lo contrario, le aplasto los sesos!

Apartó rápidamente sus manos, mirando a su alrededor.

—Llame a la señora Powers y comuníquele que subo. Me llamo Homer.

Entré en el ascensor, desde donde me contemplaba el empleado con la boca abierta.

—Sin discusiones, amiguito —le dije—, o empiezo a repartir caricias.

Sin hablar, cerró las puertas y subí al piso vigésimo tercero. Volví a encontrarme en el saloncito de la otra vez. Se cerraron a mi espalda las puertas del ascensor y la cabina descendió a la planta baja. Di una vuelta en torno al surtidor poblado de peces de colores, y fui hacia la puerta para llamar al timbre. De pronto, recordé las instrucciones de Krassy, puse la mano en el picaporte y giró, abriendo la puerta. Entré… y me hallé cara a cara con el mayordomo.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó.

Me quedé estupefacto. Sin aliento. Estaba aún enfurecido con el portero y, de repente, me encontraba delante del mayordomo dentro del piso.

Sin meditar, le contesté que no era de su incumbencia, pero antes de poder continuar, oí la voz de Krassy.

—Deje, Robbins, yo solucionaré este asunto.

El llamado Robbins hizo una reverencia y desapareció por una puerta del pasillo.

Krassy, aplicando un dedo sobre los labios, me hizo una señal para que la siguiese. Se dirigió hacia una puerta alta rematada por un arco, que daba a un salón grandioso, muy elevado de techo. Había que descender tres peldaños para entrar en la estancia, que estaba en la penumbra. Los cortinajes de los ventanales se hallaban medio corridos. A un lado del salón había una chimenea monumental… lo suficientemente grande como para asar un buey.

Krassy iba vestida de calle, con un lindo sombrerito y guantes negros. En la mano llevaba un bolso grande.

—¿Qué pasa, querida? —preguntó una voz masculina.

Sobresaltado, observé de pronto que delante de la chimenea había un hombre sentado, hundido en un sillón, por lo que no lo había divisado en el primer instante. Estaba de espaldas a nosotros y sólo conseguí distinguir sus blancos cabellos, que sobresalían por encima del sillón.

—Nada, Howard —repuso Krassy, avanzando hacia él lentamente.

El individuo sentado allí era Howard Monroe Powers.

No volvió la cabeza y Krassy se le aproximó por detrás… en tanto hablaba para calmarlo. Yo estaba helado por el asombro, de pie, algo alejado ya de la puerta.

—¿Es otra vez ese Homer? —insistió el banquero.

—No te preocupes, Howard —murmuró suavemente Krassy—. Ya me encargaré yo de…

Se hallaba ya directamente a espaldas del anciano y le acariciaba la cabeza. Rápidamente, retiró la mano y abrió el bolso retrocediendo un paso.

Con un movimiento silencioso, sacó del bolso un revólver y lo apuntó hacia la cabeza del viejo. Luego, oprimió el gatillo.

¡Sonó una detonación!

Una parte del cráneo de Powers pareció volar por el aire.