Segunda Parte: KRASSY
Krassy Almauniski abrió los ojos y se desperezó en la cama. Luego, permaneció unos instantes muy quieta y tiesa antes de volver a estirar los brazos.
«Vamos por los diecisiete… día de san Patricio —murmuró para sí, con cierta satisfacción—. ¡El día de mi cumpleaños!».
Saltó de la cama y, descalza, dirigióse, por las frías losetas de la habitación, hacia un espejito colgado de un alambre atado a un gancho de la pared. Se desabrochó la camisa masculina de seda desteñida, que le llegaba casi hasta las rodillas, y se la quitó.
«A partir de hoy —continuó monologando—, todo será distinto».
A los diecisiete años tenía ya el aspecto de una mujer perfecta. Sus formas se habían desarrollado plenamente a partir de los catorce años. Tiró la camisa al suelo, se puso un abrigo y sin hacer ruido salió al pasillo. Rápidamente se metió en el pequeño y sucio lavabo. Abrió el grifo y salió un pequeño chorro de agua, que no hizo ruido; se lavó entonces la cara y las manos, con la esperanza de no ser oída por su padre, que dormía con María en la habitación contigua.
Se arrebujó de nuevo en el abrigo y, con el mismo silencio de antes, volvió a su habitación.
Empezó a vestirse apresuradamente. Mientras trataba de ceñirse el sostén de tela rosa ordinaria, observó una magulladura larga y colorada sobre el pecho.
—¡Maldito sea Mike Manola! —exclamó enojada.
Pero aun cuando lo maldecía, comprendía que debía proceder con toda cautela para evitar que Mike se enfadara y dejase de prestarle su ayuda pecuniaria. Le necesitaba, aunque esto significara estar de pie en los portales oscuros mientras él la besaba y abrazaba.
—No me quieres —se había quejado más de una vez Mike.
—Sí te quiero, chico —contestaba ella.
—Entonces, ¿por qué no cedes?
—Me encanta besarte y que me beses…
—Besarse es cosa de chiquillos —replicaba Mike, acercándosele en la oscuridad.
La muchacha notaba que él le acariciaba un muslo y después la cintura. En las tinieblas del portal, Krassy adivinaba el cuerpo de Mike más cerca a cada instante. De pronto él, perdiendo la cabeza, le mordió un labio.
—¡No, Mike, oh, no, por favor! —exclamó ella, apartando la boca y pretendiendo retroceder.
Mike también se separó.
—¿Por qué no, Krassy? ¿Por qué motivo? —susurró Mike Manola, falto de aliento a causa de la emoción experimentada.
—No lo soporto —repuso la joven—, no me gusta… Tus manos me causan cierto malestar…
Mike, con un furor insensato, le oprimió los dedos con gran fuerza y ella exhaló un chillido de dolor. Mike, asustado, retiró la mano y ambos abandonaron el portal. Durante el resto del camino hasta llegar a su casa, el pecho le dolió por culpa de los apretones de Mike.
Vestida ya, Krassy volvió a ponerse el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia la escalera. El crujido de una tabla rompió el silencio y la voz de su padre tuvo la virtud de detenerla en seco.
—¿Eres tú, Krassy?
—Sí, papá.
—¿Adónde vas tan temprano?
—He de llegar pronto al colegio. Además, es el día de mi cumpleaños y Mike Manola me invitará en una cafetería.
—Hoy te quedarás a almorzar en casa.
—Mike me paga el almuerzo, papá… ¡Es mi cumpleaños!
Sin esperar respuesta, descendió corriendo y salió a la calle.
En la cafetería de Miller la aguardaba Mike sentado ante el mostrador, con el rostro hosco, recordando aún su fracaso de la noche anterior. Krassy se instaló a su lado en un taburete.
—Eres muy amable invitándome a almorzar en el día de mi cumpleaños —inició ella la conversación.
—Sí —asintió él—, debo de estar loco. Con la de chicas que hay chifladas por mí, y en cambio tú… ¡Dios mío, qué imbécil soy!
—Mike, ayúdame a ganar el premio del concurso de belleza y te aseguro que no te pesará —murmuró Krassy, con tono lleno de promesas.
Mike lo dudaba, mas pese a ello preguntó con insolencia:
—¿Es una promesa formal?
—Seguro, Mike.
—Seguro… seguro… Con tal que no se trate de otro subterfugio… Cuando intento demostrarte mi cariño hallas siempre una gran cantidad de obstáculos. «No lo soporto… no me gusta…» —Mike fingió la voz, imitando el tono de Krassy la noche anterior.
—Te aseguro que cuando haya ganado el premio no será así, Mike, y también que serás el primer hombre que… que habrá vencido mi resistencia.
—¡Diantre! —se animó Mike—. Bien, por ahora pensemos en algo más práctico y prosaico: el almuerzo. ¿Qué deseas comer?
Krassy, contemplando el bronceado rostro de Mike y su arrogante nariz, con su vacua sonrisa, pensó:
«No está mal este chico… De todos modos, es mejor que el que tenía antes…».
—Decídete, Krassy —la espoleó él.
La joven escogió el almuerzo número uno, consistente en jugo de tomate, dos huevos, dos lonjas de jamón, pan tostado, mermelada y café. En conjunto, cuarenta centavos. Mike pidió lo mismo.
Después de almorzar cogieron el tranvía y se dirigieron a la Escuela Superior. Por el camino, Mike le expuso a Krassy su estrategia.
—El motivo de este concurso de belleza es un proyecto que acaricia mi padre desde hace tiempo. Desea facilitar una nueva promoción de anunciantes, que le ayuden a sufragar los gastos de la revista. Para esto, ha recorrido tiendas y almacenes solicitando premios para la vencedora del concurso. Hace dos semanas que prepara todo este andamiaje. Y entrega papeletas junto con los ejemplares de la revista para que cada comprador pueda enviar su voto, a partir de cada diez centavos de objetos o artículos que adquiera en dichas tiendas. De este modo, el comprador puede poner en la papeleta el nombre de la candidata que más le guste. Y cuando haya sido proclamada la ganadora, las tiendas insertarán nuevos anuncios felicitando a la bella vencedora.
—Todo esto me importa un rábano —replicó Krassy—. Lo que a mí me interesa es ganar.
—No temas —asintió Mike—, no puedes perder. Mi padre me ordenará contar las candidaturas, ya que él tiene demasiado trabajo. Yo tengo ya en la oficina todas las papeletas falsas que sean necesarias, en el caso de que no ganes en la votación oficial. ¿Entendido? —Mike levantó la cabeza y se echó a reír—. ¡Es muy fácil! —añadió, con expresión más grave—. ¡De todos modos, es preciso que papá no se entere, de lo contrario me mataría!
—¡Oh, Mike, eres maravilloso! —exclamó Krassy.
Le palmeó el brazo y se le acercó ligeramente. Observó que el joven se movía inquieto en la silla. La joven sonrió de manera imperceptible.
—Ah, Mike… pronto, muy pronto… —murmuró.
Salieron de la Escuela, y Krassy volvió de prisa a su casa. Dane Tingle se le puso al lado, acompañándola.
—¿Quieres que vayamos al cine el sábado por la noche? —le propuso el muchacho.
—No puedo, Dane. He de salir con Mike.
—¿Estás prometida con él?
—Aproximadamente, Dane.
—Con ese individuo terminarás muy mal, chavala.
—Lo cual no te importa en absoluto —replicó Krassy, plantándolo en seco.
«No terminaré mal con Mike… ni con ningún otro hombre —pensaba sonriente, en tanto se dirigía a su casa—. Son muy fáciles de manejar, si una sabe hacerlo. Por ejemplo, María y mi padre. Desde que vive en casa esa mujer tan gruesa y desgarbada, papá se limita a sentarse en la maloliente cocina, bebiendo vasos de vino sin cesar. Luego, ambos se van a la cama para amarse la noche entera. El sexo debe de ser una cosa muy importante para los hombres, porque al parecer sólo piensan en eso…
»Si Mike me ayuda —continuó reflexionando—, ganaré el concurso. Y entonces, huiré de aquí, donde nadie me conozca, y aún conozcan menos a papá. Viviré como una señorita y vestiré con elegancia. Algún día podré prescindir de toda ayuda interesada».
Sus pensamientos se concentraron de pronto en el problema más inmediato.
«Si gano el concurso adquiriré un vestido y ropa interior, y me haré la permanente. Ya acicalada, me esfumaré de este ambiente miserable. Pero… me hará falta dinero —consideró la cuestión largamente—. Mike tendrá que darme pasta, aunque ya sé que dispone de poco dinero. Tal vez será mejor buscar otro sistema para obtenerlo…».
Subió los peldaños, franqueó el portal y penetró en el pasillo descascarillado. Oyó a María moviéndose por la cocina.
—Hola, papá, ¿no trabajas hoy?
Un hombrón enorme se hallaba tumbado en un sofá-cama tapizado y medio desvencijado por el peso que debía sostener. Levantó la cabeza y la contempló hoscamente.
—¿Por qué diablos no te quedas alguna vez en casa? —se enfureció—. Ve a ayudar a María.
—Sí, papá —accedió la muchacha con mansedumbre.
—¡Sí! ¡Sí! —se sulfuró su padre—. ¡Eso es lo que les contestas a todos los mocosos que te persiguen! Sí, Richard; sí, Victor; sí, Fulano de Tal…
—Estás equivocado, papá.
—Tal vez, pero sí sé que te pasas el día entero rondando por la calle… y lo que es peor, las noches. ¡Vaya, vete de mi vista y ayuda a María antes de que estalle!
Krassy puso el abrigo sobre el respaldo de una silla y entró en la cocina, donde estaba encendido un fogón de hierro, renegrido y atestado de carbón. María lucía un quimono de tela ligera y unas zapatillas de fieltro, llenas de grasa, esperando pacientemente delante de la fregadera de esmalte gris, agrietada y abollada. El agua caía lentamente del grifo, llenando una cazuela que ella sostenía.
—¿Qué hay de cena? —inquirió Krassy.
—Macarrones.
—¿Sólo sabes guisar macarrones, María?
—Es una comida sana y alimenticia.
—¡Te aseguro que no te irás de rositas a la cama —barbotó el padre desde su sofá-cama—, si te muestras tan endiabladamente refinada y te niegas a comer macarrones!
—Sí, papá —asintió Krassy, añadiendo para sí: «Pronto dejaré de comerlos».
Una semana más tarde, Krassy penetró en la redacción de la Stockyard Weekly News, para ver a Mike. El joven se hallaba ausente, pero no así su padre, César Manola. Era un individuo de cuarenta años, de expresión inquieta e inquietante. Su esposa estaba inválida, muriendo lentamente de tuberculosis, y él luchaba valerosamente para hacer frente a los gastos de la revista con los menguados ingresos que le proporcionaba. La peste de un matadero que se esparcía por todo el distrito de la concentración ganadera, era un signo de miseria para César Manola y la mayoría de habitantes de la zona.
En uno de los distritos peores del mundo entero, César se ganaba el sustento escribiendo artículos patéticos que trataban de las vulgaridades del vecindario, cobrando anuncios de los comerciantes, abocados constantemente a la quiebra, componiendo y compaginando los textos que él mismo imprimía en su imprenta… Cuando los sábados repartía su revista para su distribución a varios chiquillos de todas las razas, blancos, negros, amarillos y café con leche, aquéllos la repartían de casa en casa, cobrando diez centavos por hora de labor.
César Manola no había gozado de horas muy felices en su vida, de ningún placer, y por ello carecía de esperanzas. En aquel momento se hallaba sentado mecanografiando las facturas de los anunciantes. Krassy Almauniski avanzó hacia el mostrador y preguntó por Mike.
—No está aquí —repuso César.
—¿Tardará mucho en volver?
—Dentro de diez o quince minutos. ¿Quiere esperarlo?
Krassy obsequió a César con su luminosa sonrisa.
—No es preciso. Sólo deseaba saber qué tal iba la votación.
—¿Es usted una de las candidatas?
—Sí, señor, soy Krassy Almauniski.
—Sí, recuerdo el nombre —asintió César, expresando su aprobación—. Hizo usted bien en venir. Entre y tome asiento. Cuando llegue Mike, se encargará de contar los votos, como suele hacer cada semana.
Krassy se dirigió hacia la puerta de vaivén, acercándose al escritorio. La enorme mesa de oficina se hallaba atestada con las pruebas de la última revista, libros y otros artículos de la profesión, todo en un gran desorden. Krassy se instaló en una esquina de la mesa de César, sonriendo.
—He oído hablar mucho de usted —balbució.
—¿A quién? ¿A Mike? —indagó César, devolviéndole la sonrisa.
—¡Oh, no! A Mike apenas le conozco. Sólo le he visto un par de veces. Soy mucho mayor que Mike… —calló y tras una breve pausa continuó—: Sí, ya sé que aparento menos edad, pero en realidad ya he cumplido los veintiuno.
Balanceó graciosamente el peso de su cuerpo de un lado a otro. César se fijó en la pierna de la joven, que colgaba sobre el borde de la mesa. Intentó alejarla de sus pensamientos.
—Resulta difícil calcular la edad de las mujeres. Las maduras tratan de aparentar menos años, y las jóvenes desean parecer más viejas… Y esto resulta muy divertido. Sin embargo, no recuerdo haberla visto nunca, señorita.
—Hace cuatro años me diplomé en la Escuela Superior —explicó ella—, y hasta hace dos semanas trabajé en la ciudad de Michigan. Hace muy poco tiempo, por tanto, que estoy en Chicago.
—Ah… —exclamó César, mirando a la joven por el rabillo del ojo, y admirando la suave curva de su fina y bien torneada pierna.
—De todos modos, me sorprende… —prosiguió Krassy.
—¿El qué, jovencita? —preguntó César, apartando la mirada de la pierna con dificultad.
—Sí, me sorprende que la revista no ofrezca ningún premio.
—El periódico sólo apadrina el concurso —aclaró César—. Y son los comerciantes quienes otorgan graciosamente los premios.
—Lo sé —afirmó Krassy—, pero opino que la revista debería conceder un premio en metálico. De este modo, el concurso cobraría mucha más importancia.
—No es posible —denegó César, moviendo con pesar la cabeza.
Krassy pensó que aquel individuo parecía haber envejecido unos años en sólo unos momentos.
—Bien, he de irme…
—Le diré a Mike que ha venido usted…
—No hace falta. Seguramente no recuerda mi nombre…
César dudó unos instantes y al final preguntó:
—¿Volverá usted esta tarde?
—Tal vez. ¿Por qué?
—Si viene a las nueve, la invitaré a un trago.
—Creo que no sería correcto —objetó Krassy—, tomando parte en el concurso, frecuentar tanto esta oficina.
—Podríamos citarnos en otro sitio… —apuntó César tímidamente.
—¿Dónde?
—Por ejemplo, en el Dixie.
Krassy conocía el establecimiento de Dixie de oídas. Era un local del distrito que gozaba de cierta fama, aunque jamás había entrado allí. Consideró rápidamente que la sugerencia de César implicaba que no deseaba ser visto públicamente con ella, por estar casado. Respecto a su conveniencia, no le disgustaba la cita en el Dixie, puesto que nunca temía entrar en relaciones con un hombre.
—De acuerdo —asintió—. A las nueve en el Dixie.
Saltó de la mesa y fue hacia la puerta, sabiendo que la seguían un par de ojos.
—Hasta luego —se despidió, saliendo a la calle.
Por la noche, después de cenar, fue precipitadamente a su dormitorio para cambiarse de ropa, y acicalarse convenientemente. Debajo del abrigo ocultó un collar de poco precio, colorete y lápiz de labios. También escondió un par de zapatos de tacón alto. Luego, andando lenta y deliberadamente, apareció en la salita.
—¿Dónde vas a estas horas? —rezongó su padre.
—Al cine con unos amigos —fue la respuesta.
Antón Almauniski la miró con suspicacia, pero no vio nada fuera de lo normal. La chica no llevaba maquillaje y calzaba zapatos de tacón bajo.
—¡Siempre rondas por la calle…! ¡Sólo rondas… rondas… rondas…! Algún día te arrepentirás.
—Sale con un individuo —intervino María, súbitamente.
—¡Métete donde te llamen! —gritó Krassy, furiosa—. ¡Además, conoces muy poco inglés para saber de qué hablamos!
Antón Almauniski se levantó y alargó el brazo con el puño apretado. Krassy esquivó la amenaza y abrió la puerta.
—Voy al cine con unos amigos —repitió—; ¡y me importa un comino que lo creáis o no!
Cerró de un portazo y descendió corriendo a la calle. Continuó corriendo por la acera hasta una manzana de casas más allá; entonces aflojó la marcha a medida que se distanciaba de su casa.
Poco después se detuvo en una estación de gasolina, donde entró en el tocador de señoras. Se lavó meticulosamente la cara y las manos con agua caliente y se secó con una toalla de papel. Extrajo del bolsillo del abrigo el colorete y el lápiz de labios y procedió a maquillarse diestramente ante el espejo clavado con tornillos al lavabo. Se quitó los zapatos de tacón bajo y se calzó los de tacón alto. Por fin, se puso el collar de bisutería en torno a su garganta.
«Nadie, no conociéndome, adivinaría que no tengo veintiún años», murmuró satisfecha.
Cogió los zapatos bajos, salió y se dirigió a la entrada de la gasolinera.
—¿Podría dejar estos zapatos aquí toda la noche? —preguntó al encargado—. Vendré a recogerlos mañana por la mañana.
—De acuerdo —asintió el hombre con una sonrisa amable—. Puede aparcarlos aquí cuando guste.
—Gracias, muy amable —sonrió ella a su vez.
Se encaminó a la esquina, donde subió a un tranvía. Diez manzanas más allá descendió del vehículo delante del Dixie. Sólo eran las ocho y media, por lo que se dedicó a vagar tranquilamente, estudiando los artículos expuestos en los escaparates de las tiendas de la calle.
«Algún día —meditaba Krassy—, iré a los Grandes Almacenes Saks y adquiriré todo lo que me plazca, sin que nadie haya tenido que darme el dinero por adelantado. Tendré toda la pasta que necesite».
Se detuvo delante de una tienda de confección para señoras y estudió detenidamente los vestidos colocados en el escaparate.
«Sabré perfectamente lo que desee comprar… y cómo comprarlo», concluyó reflexivamente.
A las nueve llegó César Manola al volante de un Pontiac 1932. Era un antiguo sedán, cubierto, de un solo compartimento, que llevaba ya una larga campaña; pero en la actualidad tenía la parte trasera cortada y estrecha, convirtiendo el vehículo en una camioneta. César se servía del coche para cargar resmas de papel y otros materiales del negocio. Vio a Krassy esperando debajo del anuncio luminoso, donde se alternaban las palabras «Dixie» y «Cerveza».
—¿Lleva mucho tiempo esperando? —preguntó, tras bajar del coche.
—No —mintió ella—. Acabo justamente de llegar.
Entraron en el local y se dirigieron a un salón mal iluminado donde se respiraba un fuerte olor a cerveza. Un largo mostrador corría de un extremo a otro, lleno de hombres y mujeres encaramados en taburetes altos. Detrás del mostrador se veía un espejo muy estrecho y deslucido, con varias estanterías delante, atestadas de botellas y frascos alineados casi militarmente. Una bombilla de color naranja prestaba la suficiente claridad para que los encargados del mostrador pudiesen servir a los clientes, pero impedía que éstos leyesen con facilidad las etiquetas de las botellas.
César, seguido de Krassy, atravesó el centro de la sala, por entre varias mesitas que, muy apretujadas, ocupaban parte del establecimiento y, abriéndose paso, empezó a examinar uno a uno una especie de palcos pegados a la pared. Cuando halló uno vacío entró, cediendo el paso a Krassy, y se acomodó a su lado. Una camarera de aspecto fatigado pasó un paño húmedo por encima del velador y aguardó pacientemente el pedido.
—¿Qué desea tomar, Krassy? —preguntó César.
—Coca-Cola con whisky.
En otras ocasiones similares, la muchacha había tomado siempre una Coca-Cola con un poco de whisky. No le gustaba, pero era la única bebida elegante que conocía.
—Dirá un Cuba Libre, señorita —la corrigió la camarera.
Krassy, que ignoraba aquella denominación, asintió con el gesto.
César Manola pidió un doble de anís, y agua corriente. Cuando Krassy tuvo el vaso delante probó la bebida y comentó:
—Al fin y al cabo, se trata solamente de Coca-Cola con whisky y una rajita de limón.
—¿No se lo bebe? —preguntó César, sorprendido.
—Oh, sí, naturalmente —accedió ella, sin entrar en más explicaciones.
A las once, César se hallaba visiblemente embriagado. Krassy había tomado ya dos Cubas libres, y había volcado otros dos sobre la mesa; a pesar de ello, empezaba a notar el efecto del licor.
«Estoy serena —pensó—, pero me resulta difícil articular con claridad».
Observó que César había puesto una mano sobre sus rodillas. No la movía ni la presionaba; sencillamente, la tenía allí… como al acecho. Krassy, por un breve instante, pegó su pierna a la de él, y la apartó de nuevo. Por debajo de la mesa, la mano de César entró en acción y subió desde la pierna hasta la cintura de la muchacha.
—Eres muy bonita, Krassy —exclamó, tuteándola de pronto.
—También tú me gustas, César —repuso ella, imitándole—, pero… —le falló la voz.
—¿Pero…?
—Te enfadarás si te lo digo.
—No, no me enfadaré —prometió él con seriedad.
—Pues… sigo sin comprender por qué no concede la revista un premio en metálico a la ganadora del concurso —le desafió Krassy.
—Si tú ganaras quizá concedería un premio.
—¡Oh, César! ¿De veras?
—Es posible. Depende de tu comportamiento conmigo.
—Por favor, César, no hables así —balbució ella, conteniendo la respiración—. Es como… como si intentaras comprarme.
—Quizá… y no bromeo —replicó César con gravedad—. Krassy, creo que es la única forma de… obtener algo de ti. Estoy casi arruinado, a punto de quebrar.
Calló y apuró el contenido de su vaso de un sorbo antes de proseguir:
—Si… si quisieras ser buena conmigo… mejor aún, mi amiga… haría cualquier cosa por complacerte.
Le apretó el brazo izquierdo, con el que rodeaba la cintura de la joven, con más fuerza.
—¿A cuánto crees que deberla ascender el importe del premio —jadeó César—, si tú ganases?
Krassy no se había movido, y su acompañante se animó hasta acariciarle el cuerpo con los dedos.
—¡Cien dólares! —respondió ella rápidamente.
César retiró la mano como si le hubiera picado una avispa, y ensimismado pidió otra bebida.
Al salir del local, César condujo a Krassy directamente a su domicilio, deteniéndose en la esquina de la manzana. Cuando la joven se apeó del vehículo, César la miró, refunfuñando:
—Haré cuanto esté en mi mano respecto al premio.
Krassy estaba bellísima, iluminada por la suave luz del farol. Volvió el rostro hacia su acompañante y respondió con gran serenidad:
—Eres muy amable, César, y estoy segura que no tendrás que arrepentirte.
Al día siguiente, César llevó el viejo Pontiac al solar de «Coches Usados del Honrado Luke». Luke era un tipo astuto y entrometido, con la dentadura protuberante. Salió de un barracón de madera que le servía de oficina. Gran cantidad de vehículos abollados, algunos identificables como Oaklands 1928, Fords modelo A y un bello surtido de Chevrolets hasta el modelo de 1935, se hallaban en el solar como si estuviesen avergonzados, cansados y aburridos. El orgullo del negocio lo constituía un Buick 1940, expuesto cerca de la calle, resplandeciendo orgullosamente encima de una plataforma de madera. Luke intentaba venderlo de día, y por la noche lo usaba para sus actividades personales. Luke fue al encuentro de César Manola como continuando una conversación iniciada tiempo atrás.
—¡Diablos, Manola, lo he reflexionado profundamente y no puedo ofrecerle más!
—De acuerdo, Luke, aceptaré los setenta y cinco dólares.
—En la actualidad —continuó Luke, como si no hubiese oído al otro—, no hay demanda de coches usados. En el mercado sólo son una preocupación. Y 1938 fue muy malo. En fin, no logro vender ni uno solo de los coches que tengo aquí.
César experimentó un vuelco en el estómago, temiendo que Luke se negara a entregarle lo estipulado.
—La semana anterior me ofreció usted setenta y cinco dólares…
—Ciertamente, ya sé que, debido al estado de su esposa, necesita ese dinero.
—Oh, sí —afirmó César, más animado.
—Por lo tanto, a pesar de todos los inconvenientes, me lo quedaré… a fin de ayudarle —Luke examinó compungidamente sus uñas poco limpias—. ¿Cómo sigue su mujer?
—Lo mismo.
—Todos los médicos son exclusivamente unos vividores —comentó Luke—, que se hacen pasar por unas almas buenas con bata blanca. Pero no se mueven si antes no se les unta con muy buenos dólares… ¡Es la pura verdad!
—Algunos no son tan malos…
—Le aseguraron que la operación del pulmón daría un resultado magnífico, ¿verdad?
—Eso me dijeron —confirmó César sin comprometerse.
—Bien, acompáñeme a la oficina y le daré el dinero —manifestó Luke yendo hacia el barracón de madera. No obstante, antes de entrar, añadió—: No se olvide de traerme el contrato de transferencia y la documentación del coche.
César Manola salió fuera del Pontiac y, sin responder, siguió a Luke hasta la oficina.
Poco después, regresó a pie a la redacción de la revista.
El 29 de marzo, dos días antes de anunciarse por la prensa el nombre de la ganadora del concurso, Mike se confabuló con Krassy para que ésta acudiera a la redacción de la Stockyard Weekly News para notificarle oficialmente que había ganado en la competición. Cuando la joven llegó a la oficina, Mike la recibió en la puerta. César estaba sentado ante su escritorio.
—¿Es usted Mike Manola? —preguntó Krassy.
—Sí, señorita. Creo recordar su cara… —le guiñó un ojo, indicando con el gesto a su padre al fondo.
—Me llamo Krassy Almauniski —repuso ella—, y he recibido una tarjeta en la que se me manifiesta que ustedes desean hablar conmigo.
—Oh, sí… —asintió Mike—. Deseo ser el primero en felicitarla. Usted ha ganado el primer premio del Concurso de Belleza de la Weekly News.
El joven se volvió hacia su padre y con grave expresión, dijo:
—Ha llegado la señorita Krassy Almauniski; ganadora de nuestro concurso.
—Encantado, señorita Almauniski —saludó ceremoniosamente César—. La felicito de corazón. Además, debo añadir una agradable noticia para usted… La revista ofrece un premio de cien dólares en efectivo.
Mike abrió la boca, estupefacto. Luego, miró a su padre hondamente sorprendido.
—¿Cien dólares? —repitió, sin dar crédito a sus oídos.
—Sí —afirmó el padre—, se trata de un buen acto de propaganda —el pobre César no se atrevió a mirar a su hijo.
—Muchas gracias, señor Manola —tartamudeó Krassy, muy excitada y con el corazón acelerado—. No sé cómo expresarle…
Mike, ya repuesto de la sorpresa, se volvió hacia Krassy, dispuesto a ir directamente al grano.
—Señorita Almauniski, mañana le haremos una fotografía y esta tarde, si pasa usted por las tiendas que han apadrinado este concurso, recibirá sus premios. Necesitamos su foto para mañana, a fin de poder publicarla en nuestra próxima edición.
Krassy salió triunfalmente de la oficina de la revista.
«Cien dólares —pensaba—, cien dólares… Vestidos nuevos. Pronto me iré de aquí… ¡No volveré a ver jamás esos apestosos mataderos!».
Apretó el paso en dirección a los Almacenes de Confecciones Solomon, donde examinó con minuciosidad diversos vestidos de 2,98 a 14,98 dólares cada uno, y atuendos completos de señora desde 12,50 a 27,50 dólares. David Solomon la miró con enojo cuando explicó el motivo de su visita.
—Seguramente la señorita deseará una bata de casa elegante…
—No, deseo un vestido de calle, con todos los accesorios.
—¿Se imagina que voy a regalarle, por las buenas, mi mejor vestido a medida de 27,50 dólares, que sería ya una verdadera ganga aunque pidiese el doble?
—Sí, señor —asintió Krassy categóricamente.
Solomon no se dejó convencer por aquella respuesta. Ya estaba acostumbrado a sus parroquianas. Pero una hora y media más tarde, Krassy salió de la tienda con un vestido completo, negro, nuevo. La única concesión ante la resistencia de Solomon consistió en que ella abonaría de su bolsillo las necesarias reformas.
En la tienda de Edna Mae escogió un sombrerito con medio velo. El precio señalaba 2,65 dólares, pero lo eligió creyendo que ponía en su semblante unos años más. Edna Mae, vendedora amable y amistosa, influyó con sus palabras y buenos consejos, alabando su vulgar mercancía. Krassy se quedó finalmente con un abrigo de 17,50 dólares —el más caro entre los expuestos—, de color beige, ribeteado de negro en torno a los bolsillos.
Sin demorarse, Krassy escogió una maleta imitación cuero, que contenía un peine y cepillo imitación marfil, tres frasquitos de perfume y una cajita redonda de celuloide para los polvos, escogido todo en Objetos de Cuero, Browser y Compañía. Ataviada con el abrigo y el sombrero nuevos, y con el vestido completo sin estrenar dentro de la maleta, se presentó en las oficinas de la Red-Top Taxi Company donde le entregaron los cupones del abono. Usando el teléfono de la compañía, ordenó que le llevaran a su casa el lote de botellas de la Deep Well Brewing Company.
Entonces, se dirigió al Salón de Belleza Glamour para que le hicieran la permanente y la manicura. Eran ya más de las seis cuando estuvo lista, con los cabellos ondulados, y se fue corriendo a su casa.
Subió los peldaños lentamente y abrió la puerta. Antón la riñó furiosamente desde el otro extremo de la salita.
—¿No podías llegar antes, mocosa?
Él y María se hallaban sentados, con un cajón de botellas de cerveza en medio. El cajón se hallaba casi vacío y las botellas consumidas se hallaban esparcidas por doquier. Antón estaba sin camisa, reluciendo su enorme pecho y sus brazos a la luz de una bombilla colgada de un cordón en el centro del techo. Se había aflojado el cinturón y tenía desabrochado el pantalón.
María estaba sentada en el sofá, con ojos inexpresivos tras sus entornados párpados. Iba ligeramente vestida con una delgada bata de algodón, que tapaba en parte su voluminosa corpulencia.
—He ganado el premio —anunció Krassy—, y he ido a recoger los objetos del lote ofrecido.
—No has ganado ningún premio —gruñó Antón—. ¡Estás mintiendo!
—Se ha acostado con un tipo —barbotó María.
—¡Calla, indecente! —gritó Krassy—. ¿Y tú, qué? ¡Ni siquiera estás casada con papá!
María lanzó un alarido y de un salto se puso de pie con los brazos extendidos. Krassy asió una botella de cerveza vacía que tenía al lado y aguardó la acometida de la otra. Mientras tanto, Antón cogió inesperadamente a María, le pegó fuertemente en un costado y la envió contra la pared. La mujer resbaló lentamente hasta el suelo, donde quedó tendida. Antón, arrastrando los pies, se dirigió hacia su hija.
—¡Si has estado con un hombre te mataré!
Krassy huyó hacia su dormitorio. Antón, zigzagueando debido a su borrachera, se sentó al lado de la mesa de roble de la salita, descansando la cabeza entre las manos y murmurando con voz ahogada:
—¡Que se vaya todo al infierno!
Al día siguiente por la tarde, Krassy no asistió a la Escuela Superior. Aprovechando la oportunidad de que Antón y María habían salido, volvió a casa al mediodía, se vistió con sus prendas nuevas y empaquetó sus escasas pertenencias, y metió todo dentro de la maleta. Con los zapatos de tacón alto, se encaminó a la tienda más cercana, y, por teléfono, llamó a un taxi de la Red-Top. Camino de la redacción de la revista pasó por el salón de belleza y pidió permiso para dejar allí la maleta. Luego, fue hacia las oficinas de la Weekly News.
César se hallaba sentado ante el escritorio, completamente solo.
—Diantres, Krassy, estás encantadora —exclamó al verla.
Krassy, sin moverse, dio lentamente media vuelta en redondo, para que él pudiera contemplarla a su gusto.
—¿Qué tal?
—Tienes un aspecto muy seductor.
—¿Dónde está Mike? Dijo que deseaba hacerme una foto para la revista.
César se echó a reír.
—Le he enviado al Loop con un pretexto. Le he dicho también que ya me encargaré yo de sacarte la foto —añadió, sofocando la risa—: Le he enviado a un sitio del que no regresará en todo el día.
—¿No?
—No, hoy es el día que destino a la entrega de los cien dólares.
Se levantó y cogió una máquina fotográfica.
—Salgamos fuera. Voy a retratarte.
Krassy siguió a César y ambos salieron a la acera. Con los ojos deslumbrados por el sol de frente, César colocó a la joven delante de la puerta, y disparó varias veces la cámara. Luego, cogiéndola del brazo la llevó otra vez adentro. Dejó la máquina sobre la mesa y cogió un sobre.
—Aquí están los cien dólares —dijo.
Krassy cogió el sobre, esquivando la mirada del hombre y se lo metió en el bolso.
—Gracias, César… muchísimas gracias.
—Y ahora… subamos.
—¿Subir?
—Sí, arriba hay una habitación —explicó César—. A veces, trabajo la mayor parte de la noche y entonces me echo un rato arriba. Sube, Krassy…
La cogió de la mano y la obligó gentilmente a seguirle al fondo de la sala. Krassy obedeció sin resistirse. Lo siguió por detrás del tabique de madera donde se hallaba la prensa. Una portezuela llevaba a un tramo de escalera empinada, con peldaños de madera, que desembocaba en un corredor bastante mal alumbrado del piso superior.
Mientras subían, la joven reflexionaba:
«No, no es posible… No es posible… No creí que llegara a darme los cien dólares… ¡No quiero en modo alguno llegar a ser suya!».
Se detuvo en el corredor oscuro, mientras César abría la puerta de una habitación.
«No seas tonta… —susurró una voz al oído de la joven—. Lo estabas esperando… Lo habías meditado bien… Sabías que el asunto terminaría de esta manera… Has aceptado el dinero y tienes que cumplir tu parte del compromiso. ¡Después serás libre, Krassy! ¡Estarás libre de María y de tu padre, de César y de Mike, del matadero… de Hempstead… y…!».
—Aquí es —indicó César, haciéndose a un lado para cederle el paso.
Krassy se encontró dentro de una habitación muy reducida, donde había un catre de campaña tapado con una manta color caqui. Cerca del camastro se encontraba una silla vetusta… que en tiempos estuvo pintada de rojo. Un espejo, que distorsionaba las imágenes reflejadas, con un marco de madera maciza, colgaba del muro. César cruzó las baldosas desnudas, dirigiéndose hacia las cortinas color marrón, bastante deshilachadas, de la ventana, y las corrió.
Luego, se volvió hacia Krassy y la abrazó.
—Siéntate en la cama… a mi lado —murmuró, y la joven obedeció mecánicamente.
Quedamente, se quitó el sombrero nuevo. César la besuqueó en los labios, y con el peso de todo su cuerpo la obligó a tenderse suavemente en el catre. Tumbado al lado de la muchacha, aplicó sus labios debajo de la oreja de ella.
—Oye, Krassy —balbució—, óyeme un instante. Quédate conmigo. Sí, a mi lado, siempre. No me abandones. Te quiero, Krassy… Haré cuanto sea preciso para hacerte feliz. Todavía soy joven. Por primera vez desde hace años… tengo esperanzas y ambiciones. Abandonaremos este barrio… Huiremos de aquí… a alguna parte, los dos juntos. Puedo obtener una colocación. Tú… —preguntó, tras una breve pausa—, tú me quieres un poco, ¿verdad?
Krassy volvió la cabeza sobre la almohada indicando que sí.
«Madre mía —rezó en voz baja—, haz que se calle… que no se mueva. Que acabe pronto con…».
—Dame un beso, Krassy —exigió César.
A Krassy le parecía que los muros de la habitación giraban lentamente, mientras el techo ascendía también, como huyendo de ella… hasta quedar la joven del tamaño de una figura vista por unos prismáticos al revés. Después, el mismo techo lo ocultó todo, incluso los hombros y la cabeza de César.
Entonces, el cerebro de Krassy empezó a funcionar de modo vacuo, como nublado por una bruma espesa, sin ver ni oír nada. Se hallaba en un espacio vacío, torturada hasta lo infinito.
De repente, observó que el cuerpo de César se apartaba de golpe, y esto la devolvió a la realidad. Escuchó un chillido agudo. Aterrada, se incorporó del camastro y vio a Mike de pie, propinándole fuertes puntapiés a su padre, que se hallaba ya tendido en el suelo.
—¡Canalla! ¡Sinvergüenza! —gritaba Mike con voz aguda, en tanto las lágrimas resbalaban ardientes por sus mejillas—. ¡Hacer esto con esta muchacha… que era mi novia…!
No pudo continuar porque los sollozos ahogaron su voz.
César cogió un pie de su hijo, y retorciéndolo con rapidez, lo lanzó contra el camastro, donde quedó tumbado casi encima de Krassy. César se puso de pie, mientras Mike le propinaba salvajemente una serie de puñetazos a cuál más potente. Hasta que su padre le pegó un derechazo formidable que lo envió al otro lado de la habitación. Le había alcanzado justamente en la nariz.
Krassy oyó el crujido de los huesos, un ruido semejante a cuando se pisotea una caja de cerillas.
Mike cayó al suelo, sangrándole la nariz y la boca a borbotones. De pronto, dejó de gritar. César se arrodilló junto a su hijo y trató de cortarle la hemorragia. Krassy, calladamente, abandonó el cuarto sin ser observada.
Ya en el cuartito de la prensa, insensible, como una sonámbula, cogió el bolso y se encaminó al Salón de Belleza Glamour. Recogió la maleta, subió a un taxi Red-Top y abandonó el distrito. Krassy no volvió nunca más a la zona de los corrales y los mataderos.
Un mes más tarde falleció la esposa de César Manola. Dos horas después de la defunción, César se suicidó. Por prohibirlo la iglesia, no pudo ser enterrado junto a su mujer.
Una semana después de estos sucesos, Mike Manola regresó a Chicago para hacerse cargo de la revista Stockyard Weekly News.