15

Zia se reunió conmigo en el «Arrecife de Coral». Me saludó con una sonrisa particularmente cálida y me besó ligeramente. Su frialdad de la última vez había desaparecido por completo, y parecía contenta de verme. Nos sentamos a la misma mesa y pedimos dos combinados de champaña. De mi bolsillo saqué una copia de la anualidad y se la entregué. Encendió un cigarrillo, tomó un sorbo de champaña y empezó a leer los formularios y los papeles a máquina. La póliza era muy sencilla. A cambio de doscientos cincuenta mil dólares, la compañía aseguradora le garantizaba un dividendo anual de unos nueve mil dólares de por vida, por el tiempo que fuese. En caso de muerte, al cabo de dos semanas o de cincuenta años, no le darían ni un centavo a sus herederos. Básicamente, se trataba de la anualidad adquirida a nombre de Constance Niles, claro.

Cuando hubo terminado la lectura, asintió con el gesto y me devolvió los documentos.

—Es estupendo. Exactamente lo que deseaba.

—¿Cuándo quieres firmar? —le pregunté—. ¿Prefieres consultar antes con tu banquero? De este modo, podrás entregarme un cheque certificado.

Tomó otro sorbo de champaña.

—No sería muy divertido —me miró maliciosamente—. ¡Tiene que ser un acontecimiento! Después de todo, has trabajado en mi favor. ¿Lo celebraremos?

—¡Espléndidamente! —exclamé.

Me cogió una mano.

—Un momento, querido. Déjame pensar. Aguardaremos a mañana. Emily aún no ha vuelto, y yo he de ir a Palm Springs para buscar una sustituía. Iré por la tarde. ¿Y si tú te reúnes conmigo allí después? Hacia las ocho. Tiempo de sobra para tomar unas copas y cenar. Será una noche fantástica.

No pedía más. Me obsequió con una cariñosa sonrisa. De pronto, tuve otra idea.

—¿No te molestará llevar encima el cheque todo el día? La cantidad es muy grande y...

—Cariño, no me molestará en absoluto, porque no llevaré ningún cheque. Lo tendré todo en dinero... en billetes de quinientos dólares.

—¡Estás loca, claro!

—En absoluto —parecía muy complacida consigo misma—. En este caso no quiero firmar ningún cheque. No olvides que deseo que nadie se inmiscuya en mis asuntos privados.

—¡Pero, por Dios, Zia! Supón que lo pierdes... que te atracan... Se trata de un cuarto de millón...

—Quedará bien guardado dentro de un estuche de cosméticos que poseo. Lo meteré en el portaequipajes del coche y allí estará hasta que llegues. Entonces, de acuerdo. Pero será mejor que me llames por la mañana, por si cambio de planes en el último minuto.

A la mañana siguiente la llamé por teléfono. Tenía que reunirme con ella por la tarde. Transcurrió el resto del día. Beth salió hasta mediodía y no quise volver a charlar con Stella, por lo que me dirigí al Hollywood Bulevar, mirando los escaparates y al final me metí en un cine. Mi conciencia no me permitía pedirle a Beth el coche para ir a Palm Springs a reunirme con Zia, por lo que alquilé un coche. Como estaba ya mediada la tarde me fui al pabellón 9 a ducharme y a cambiarme de ropa. Eran las seis cuando volví a salir, fui en busca del auto, subí y di el contacto. No arrancó. La batería estaba bien, pero el coche se negó a moverse.

Enojado, fui al pabellón de Beth y ella me abrió la puerta. Llamé por teléfono a la compañía del coche alquilado y me quejé amargamente. La compañía accedió a enviarme inmediatamente otro coche. Mientras aguardaba, estuve sentado, hablando con Beth y Stella. Cuando Beth se enteró de que yo había alquilado un automóvil para ir a Palm Springs, murmuró:

—Podías haberte llevado al mío y ahorrar ese dinero.

—Cuando haya entregado esa póliza, no tendré que preocuparme por los gastos —le aseguré.

No pareció dolida por mi marcha, más bien resignada. Observé nuevamente que su rostro estaba más delgado. No parecía enferma, aunque podía estarlo y no querer admitirlo.

Eran más de las seis y media cuando me entregaron el otro coche. Firmé el recibo y me largué. Casi todo el día había estado pensando en los doscientos cincuenta mil dólares que iba a recoger, y esta idea me desasosegaba. De modo que en el último instante fui por el bulevar Sunset y recogí la pistola de Yaffie Kush que había escondido en el seto... y la metí en la guantera de mi coche. Sinceramente, ignoraba qué haría con la pistola si me atracaban, pero aquella arma me daba una sensación de seguridad. Me dirigí a Palm Springs.

Entre la demora en la entrega del coche y haber ido en busca de la pistola de Kush, llegué con retraso. Eran las nueve cuando desemboqué en el sendero bordeado de palmeras. Naturalmente, había anochecido, y cuando llegué casi delante de la casa vi las luces encendidas. Esto me animó. Pensaba que Zia podía estar disgustada o inquieta por mi retraso, o haberse marchado de nuevo a Brentwood. Supongo que podía haber parado un momento por el camino para telefonearla, mas sospeché que tenía un número privado que no figuraría en el listín. Además, una parada me habría demorado más aún.

Por esto cuando vi las luces me animé, y llevé el coche hacia la parte trasera de la casa, dejándolo en el garaje al lado del «Buick» de Zia. Acaricié el portaequipajes de su coche y me dirigí a la puerta que daba paso a la cocina. Estaba cerrada y tabaleé en ella. Al no obtener respuesta, decidí que Zia estaba en el salón, por lo que fui hacia la fachada principal de la mansión.

La puerta permanecía abierta a la suave brisa del desierto, y antes de entrar toqué el timbre. El salón estaba vacío. Llamé a Zia, y el nombre resonó en toda la casa, por lo que pensé con inquietud que se habría cansado de esperar. De pronto recordé el «Buick» del garaje y decidí que si se había marchado, era a dar un paseo andando por lo que no podía estar muy lejos.

Dudé entre salir a buscarla o simplemente aguardar su regreso. Opté por lo último, aunque estaba un poco inquieto. Me dirigí hacia la puerta que daba a la piscina y vi que las luces del patio estaban apagadas. Salí y fui hacia el banco donde Zia y yo habíamos estado sentados unas noches antes. Cuando iba a sentarme, algo de la piscina atrajo mi atención. El objeto estaba casi oculto a mi vista por el lado de la piscina, de modo que sólo capté un detalle. Me acerqué a mirar más de cerca.

La cara de Zia me contemplaba desde las oscuras aguas. Tenía los ojos y la boca abiertos, y el cabello parecía un manojo de pelusa sobre su rostro. Exceptuando las facciones de su cara y los curvados dedos de una mano, el cuerpo estaba suspendido a unos centímetros bajo la superficie del agua.

Pero no tuve ocasión de ver nada más.

Sin previo aviso, me cogieron las manos por detrás y un brazo me oprimió la garganta. Forcejeé, incapaz de gritar, y sentí el aliento de mi atacante sobre mi nuca. Dejé de luchar, porque sentí un tremendo golpe sobre la sien y toda mi fuerza se fundió con la oscuridad. Antes de recibir el segundo golpe, oí una voz que decía:

—El muy canalla ha venido, Yaffie.

Durante unos instantes floté en una nube azul. Abrí los ojos y vi que estaba contemplando la pared de la piscina desde muy cerca. Me hallaba en el agua, en el punto de menos profundidad, con la cara presionada contra el último peldaño... a menos de dos centímetros encima del agua. Mis rodillas descansaban en el fondo de la piscina, y los brazos reposaban en los peldaños. Una parte de mi cerebro, al volver a la realidad, me avisó que tenía que salir al momento del agua... ¡lo antes posible! Pero tardé varios segundos en reunir las fuerzas suficientes para subir la escalerilla. Me arrastré luego a gatas hasta llegar al banco, y al fin logré incorporarme.

Al tambalearme descubrí que me habían destrozado la camisa. Me acordé de Zia y miré hacia la piscina. Su cuerpo había derivado un poco. Ahora flotaba boca abajo. Comprendí que de no haber encallado en la escalerilla, estaría donde estaba Zia en aquel instante.

Este pensamiento puso cierto pánico en mi ánimo. ¿Y los tipos que me habían atacado? ¿Dónde estaban? Retuve la respiración, escuchando. No oí nada. Con gran dificultad, miré a mi alrededor. Atisbé por la vidriera. No había nadie en el salón, aunque alguien había estado allí... ¡recientemente! Había una lámpara volcada, una mesita caída, un cenicero roto, y cenizas y colillas sobre la alfombra. Por lo visto, allí había habido una lucha. Trastabillé hacia la casa y llegué al pasillo; en un cuarto de baño vomité hasta que casi perdí el aliento.

El tiempo volaba y temía que los asesinos regresasen en cualquier momento. Cayendo casi en mi afán de escapar, fui a la cocina y desde allí al garaje. El «Buick» seguía allí, según observé al meterme en el coche alquilado y sacarlo del garaje. Las heridas de la cabeza dificultaban mi visión, por lo que aferré el volante fuertemente, tratando de penetrar la niebla que me rodeaba. Al pasar por delante de la casa, frené. Busqué en la guantera, y mis dedos tocaron la bolsa de papel que envolvía la pistola de Kush. La arrojé lo más lejos posible hacia la fachada. Luego, yendo de un lado a otro, conduje por el caminito hacia la carretera.

Me dolía terriblemente la cabeza. No podía pensar, y apenas si veía más allá del radiador del coche. Tenía el cerebro entumecido por el shock, y el estómago parecía dar vueltas y más vueltas. A cada instante deseaba parar el coche y echarme a dormir. Sin embargo, continué en la carretera. Las luces que pasaban raudamente por mi lado me cegaban completamente. Después la oscuridad volvía a envolverlo todo.

Al fin llegué a «El Cairo». Corté el contacto del motor, bajé del coche y logré llegar al pabellón 9. Una vez dentro, caí de bruces.

No supe más hasta que desperté tendido en el sofá de Beth, con ésta contemplándome. Cuando vio que abría los ojos, suspiró aliviada. Alargó una mano, fría y confortadora, y la posó en mi frente. Intentó una sonrisa sin éxito.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las tres.

Traté de incorporarme, pero el dolor de la cabeza se agudizó y tuve que apoyarse sobre un codo.

—He de devolver el coche.

—Por la mañana lo harás —intentó calmarme.

—¡No, ahora! —mi tono de voz la sobresaltó.

—Si es tan importante... ¿Ha ocurrido algo, Dean? ¿Tuviste un accidente?

—Si te refieres a si atropellé a alguien y huí, no. Ya te lo contaré más tarde. Pero, por favor, ¡devuelve ese maldito auto a la compañía!

Beth se levantó. Le temblaban las manos.

—No quiero dejarte ahora —reflexionó un instante y preguntó—: ¿No podría devolver Stella el auto?

—Sí. Antes, de que venga.

Cuando Stella vino con Beth, me miró fijamente.

—¡Caramba, vaya aspecto que tienes! ¿Tuviste una pelea, Dean?

—Sí. ¿Estuvo Yaffie Kush esta noche en el club?

—No. ¿Fue él quien te golpeó?

—Ojalá lo supiese... Bueno, devuelve el coche. Y paga. Mañana te daré el importe.

Me zumbaba la cabeza y cerré los ojos, ansiando dormir.

Cuando me desperté por la mañana, me quedé quieto. De repente, recordé todo lo sucedido la noche antes, y el pleno impacto del asesinato de Zia me hirió súbitamente.

Tuve el presentimiento de que la Policía podía colgarme a mí el crimen. Y si hubieran hallado nuestros dos cadáveres flotando en la piscina, ¿qué conclusión habrían sacado? Que nos habíamos peleado y que yo la había matado, resbalando luego, cayendo en la piscina a mi vez y ahogándome.

Me incorporé rápidamente; el cuarto daba vueltas ante mis ojos en un círculo indolente, hasta que por fin todo volvió a su sitio. Apenas me dolía la cabeza. Me dirigí al cuarto de baño, y Beth salió entonces de la cocina para preguntar si quería desayunar. Ya en el baño, me miré al espejo. Tenía un aspecto horroroso, con dos cardenales en la frente. Me desnudé y me tomé una ducha. Después de secarme, pasé al dormitorio, me puse unos pantalones limpios y regresé a la salita. Beth me esperaba ya y me senté a beber un jugo de naranja.

—¿Cómo te encuentras? —se interesó.

—No muy mal... —repuse.

Tomó asiento, pareciendo bastante complacida, pero no dijo nada más. Decidí que sería justo contárselo todo. Mas hallé mi lengua trabajada. ¿Cómo podía hablarle de Zia?

Respiré profundamente y decidí tomar un camino intermedio. No le hablaría de Zia. En cierto sentido. En cambio le contaría a Beth que había estado en Palm Springs. Y lo que allí había sucedido.

—¡Pobrecita! —gimió cuando terminé.

—Sí, fue un modo terrible de morir... ¡y me gustaría que los asesinos lo pagasen muy caro!

Empecé a sofocarme y desvié la mirada. Beth me contempló fijamente sin entenderme.

—Yo estoy vivo —balbucí—, pero Zia no tuvo tanta suerte como yo.

—¿Quieres decir que también podías haber muerto?

—Cuando esos canallas me echaron al agua creyeron que estaba muerto o inconsciente y que me ahogaría. Incluso cualquier médico podía haber pensado que había resbalado al agua, hiriéndome la cabeza al caer, y que debido al atontamiento me había ahogado... naturalmente, después de pelearme con Zia y matarla. Indudablemente, ahora soy también el sospechoso número uno de la Policía.

Beth puso una mano sobre mi brazo.

—Zia no volverá. De nada sirve gritar. Tú estás en peligro, Dean. ¿Qué piensas hacer para salvarte?

Me incorporé. Estaba débil, a pesar de que iba recuperándome.

—Iré a la Policía, a contarles lo que sé. Mas antes quiero hablar con Walden. ¿Quieres acompañarme en tu coche a la oficina?

Beth esperó en el coche mientras yo entraba en la oficina. Cuando entré, Walden se levantó todo sonrisas.

—¿Qué tal el asunto? Sin duda, tienes el cheque.

Extendió la mano... para recibir el cheque.

—No tengo el cheque.

Tardó un momento en comprender que no bromeaba.

—¿No hay trato?

—Zia Monte fue asesinada anoche. Estaba muerta cuando llegué a su casa de Palm Springs.

Se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz como para saber si dormía o no.

—¿Qué dice la Policía?

—No lo sé. Cuando la encontraron yo no estaba allí. Bueno, supongo que la habrán encontrado ya. No me quedé al descubrir el cadáver.

Walden volvió a calarse las gafas y pareció relajarse.

—Menos mal. Así no nos relacionarán con esa muerte.

El hecho de que hubieran asesinado a una joven no parecía angustiarlo. Lo único que le preocupaba era la investigación policíaca.

—No se engañe, Walden. ¡usted está metido en eso!

Iba a abrir la boca pero procedí a relatarle todo lo ocurrido. Cuando terminé, me retrepé en mi silla.

—Bien —murmuré—, diga algo.

—¡Oh, no, no estoy metido en nada! No conocía a esa Zia Monte. ¡No sé nada de ella.

—Usted concertó para ella una póliza de un cuarto de millón. Mis huellas dactilares están en toda aquella casa de Palm Springs. Tal vez no sea en seguida, pero la Policía las identificará. El FBI tiene mis huellas por los archivos del Ejército. Y yo actuaba como su agente legal.

—¡No!

Walden se puso de pie, haciendo crujir sus espinillas. Cojeó un poco y abrió un cajón, de donde sacó las copias de los dos contratos firmados: el primero, cuando empecé a ocuparme de la herencia de Edgar Rhine, y el segundo cuando inicié la investigación sobre Florenzia Monte. Fue cojeando hacia la papelera de metal, prendió una cerilla a ambos contratos y los arrojó dentro del recipiente. Después de ver cómo ardían los papeles, volvióse hacia mí.

—Me he lavado las manos. He terminado con usted para siempre, Quinn.

—No puede quemar los archivos de las oficinas de Nueva York, donde constan los papeles para la póliza de Constance Niles. Ni puede lograr que sus secretarias olviden las cartas escritas o las llamadas telefónicas llevadas a cabo.

Walden se sentó de nuevo y sus hombros se hundieron.

—Bien, ¿qué va a hacer ahora?

—No tengo dónde escoger. Iré a la Policía antes de que empiecen a buscarme. Fue un error marcharme anoche de allí sin notificar el crimen a la Policía. Pero por entonces no estaba en condiciones de pensar con claridad. Sentí pánico.

Walden continuó sentado, tabaleando con los dedos, sobre la mesa.

—Está bien, sí, tiene que ir a la Policía. Pero... ¿no puede dejarme un poco al margen? Oh, yo he de ir con cuidado... Necesito estar bien con los tribunales —me miró suplicante—, ¿no podría decir que se puso en contacto con la Monte sólo para venderle una póliza? Esto sería mucho más fácil para mí.

—No le prometo nada. Se trata de proteger mi gaznate. Si usted confirma mi declaración... si admite que he trabajado para usted legalmente... a cambio trataré de no complicarle demasiado.

—De acuerdo, trato hecho.

Beth me aguardaba en el viejo «Plymouth», delante de la oficina. Estaba tensa. Indiqué el pequeño bar.

—Vamos allí a tomar una copa.

Pedí dos franceses del 75, sin decirle a Beth el motivo. Bebimos las copas y Beth comentó:

—Es estupendo, querido Dean, pero, ¿no podría tomar ahora un martini con vodka?

Me incliné sobre el mostrador.

—Que sean dos, camarero —pedí.