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Cuando llegué tenía tres dólares y sesenta y siete centavos en el bolsillo. Era muy temprano, por la mañana, pues todavía no eran las ocho y media... Lo bastante pronto para que el aire fuese fresco, en tanto una manta de niebla amarillenta empezaba a extenderse por las colinas de Pasadena.
—Oye, Quinn —me dijo el camionero—. Quédate aquí. Iré a buscar el desayuno.
Bajé de la cabina del camión. El conductor me había recogido cerca de Winslow, en Arizona, la noche anterior, y me trajo a la ciudad de Los Angeles, que era donde ahora estaba yo con mi maleta.
—Gracias —contesté—, pero aquí tengo unos amigos que me esperan.
Mentira. No tenía a nadie.
A unas manzanas de distancia calle abajo encontré un quiosco, donde me tomé dos buñuelos y una taza de café. Era el primer alimento que entraba en mi estómago en veinticuatro horas.
Cogí un autobús hasta Hollywood. En Vine Street, en su cruce con el bulevar Hollywood, dejé mi maleta en el cuarto trastero de un hotel, y busqué una dirección en el listín telefónico. El Departamento Estatal de Empleos se hallaba situado en el bulevar Santa Mónica. No sabía dónde quedaba, pero lo descubrí antes de llegar...
Había varias colas de hombres y mujeres delante de las ventanillas, aguardando cobrar su paga de desempleo. Naturalmente, yo venía de otro Estado, y no podía reclamar paga alguna en California... aunque lo necesitara mucho, cosa que era verdad. Pero yo había ido allí en busca de trabajo. Un trabajo miserable, mal pagado, que a nadie pudiera interesarle. Sabía que hallaría alguno de esta clase.
Divisé una nota en el tablón de anuncios. La leí.
Se necesitan hombres y mujeres. Reparto de folletos.
4 dólares el millar. Presentarse a la señorita Collins.
La señorita Collins estaba sentada en un despacho de otra sección del edificio. La superficie de la mesa se hallaba llena de sobres. Me preguntó, entre dos llamadas telefónicas:
—¿Cómo se llama?
—Dean Quinn.
Lo escribió en un pequeño bloc.
—¿Dirección?
Le di el nombre de la calle del hotel donde había dejado la maleta. Lo añadió a mi nombre, arrancó la hoja y me la entregó.
—Lleve esto a la Compañía Printing —me dijo—. Pregunte por el señor Mollop.
El teléfono sonó por vigésima vez, y yo me largué.
La Compañía Superb Printing se hallaba situada en un edificio de ladrillos. Resultó que el señor Mollop en realidad se llamaba Mal Lapp y era un impresor gordo y sudoroso, que llevaba unas gafas con montura de concha. El interior de la imprenta olía a vapores de tinta, y a metal caliente. Una pequeña máquina estaba imprimiendo unos prospectos. Mal Lapp me entregó uno. Era el anuncio de un supermercado local. El prospecto servía para rebajar diez centavos en cada compra por valor de un dólar.
Lapp se secó la frente con la mano.
—¿Ha distribuido alguna vez folletos?
Su tono indicaba que meter unos folletos dentro de los buzones era un trabajo de técnica muy difícil. Le aseguré que lo había hecho innumerables veces. Esto pareció complacerle, por lo que añadí:
—Lo hago muy bien, señor Lapp —y le miré directamente a los ojos.
Estas diplomáticas palabras eran las más apropiadas. Lapp asintió tristemente.
—Hay muchos tipos que tiran los anuncios a las cloacas sin molestarse en repartirlos —gimió.
Lapp sacudió la cabeza, entristecido por la perfidia de los malos repartidores de anuncios.
—Pero no pago nada hasta haber comprobado la ruta de los repartidores, ¿entendido?
—Perfectamente.
Esto le gustó. Indicó las pilas de anuncios.
—Doscientos cincuenta en cada paquete. Coja cuatro paquetes. ¿Tiene una bolsa?
—No.
—Entonces, ¿cómo espera llevarlos?
—En una caja. Tengo una fuera.
No era cierto, pero ya la encontraría.
—Debe comprender que resultará muy molesto.
—Lo sé, pero perdí mi cartera.
Lapp buscó una bolsa de lona y me la arrojó.
—Un dólar de depósito —me dijo—. Depósito a devolver terminado el trabajo.
Le entregué el dólar y metí cuatro paquetes de anuncios en la bolsa.
—¿Qué barrio he de cubrir?
Me lo indicó. Entre Gower y Western, desde el bulevar Hollywood hasta Santa Mónica. Era la zona que abarcaba el supermercado. Y empecé.
Me detuve en un drugstore, donde adquirí un plano de la ciudad, me tomé una taza de chile, y luego me encaminé hacia la zona donde debía depositar mis anuncios. Resultó ser una zona de casitas de un solo piso, estilo California puro, con algunos edificios modernos de apartamentos.
Escogí la calle que tenía mayor promedio de edificios y empecé a distribuir los anuncios. No tenía intención de estafar a Mal Lapp sus cuatro dólares, de forma que dejaba cuidadosamente un anuncio en cada buzón.
Hacia las cinco terminé los cuatro paquetes. Fue entonces cuando llegué a un lugar con varios pabellones llamado «El Cairo». Los pabellones pintados de blanco estaban construidos en tres lados de un patio cuadrado. Un caminito de asfalto corría por el centro del patio, y diversos senderos salían del mismo en dirección hacia cada uno de los pabellones.
Recorrí el patio y metí un anuncio en el buzón de cada pabellón. En la puerta del último había un letrero que pregonaba: «DIRECCIÓN». Al depositar el anuncio en el buzón se abrió la puerta y una mujer me contempló fijamente.
—Una gran venta en Rosy... —murmuré. Y me dirigí hacia la salida del patio.
—Un momento —me llamó ella.
Me volví al tiempo que ella abría completamente su puerta y pude contemplarla. Era una mujer muy alta. Metro ochenta sobre sus pies embutidos en calcetines. Sin zapatos. Debía de pesar ochenta kilos, aunque no era gorda, tenía un busto enorme. Llevaba un quimono de mangas anchas.
—¿Le interesa ganar unos dólares?
—¿Unos dólares? Supongo que eso es dinero, ¿eh? Hace tanto tiempo que no los veo...
Sonrió. Sus labios estaban bien formados. Lo mismo que sus facciones, a pesar de ser enormes. No salía de mi asombro. Era una mujer que no se merecía un hombre, sino el monte Rushmore.
—No debe ganar mucho repartiendo eso.
—Tiene razón, señora. Es un trabajo lento pero honrado. Mejor que vender violetas o hacer carbón.
Me miró extrañada, y se encogió de hombros.
—Pase.
Retrocedió, dejando la puerta abierta. Dos peldaños bajos conducían a un porche en miniatura, sostenido por un par de columnas.
Penetré luego en un saloncito rectangular que contenía una chimenea con prendedor de gas. Estaba amueblado con unos muebles de saldo, de color claro, en parte de madera, en parte de plástico. También tenía un televisor de color.
Sentándome en el sofá imitación piel, aguardé.
Cuando ella avanzó, tuve la impresión de que debajo del quimono sólo llevaba las bragas y los calcetines.
—Soy la señorita Temple —se presentó.
—Bien, yo soy el señor Quinn.
Juzgué que ambos teníamos la misma edad, mas por lo visto a ella le gustaban los formulismos.
—¿Desea beber algo?
—Sí, gracias, señorita Temple.
Desapareció y volvió poco después con dos martinis con vodka dentro de dos elaborados vasos Manhattan.
—Salud —murmuramos.
La señorita Temple tomó asiento, cubriéndose decentemente las rodillas con el quimono y me sonrió. Tenía el cabello de color cobrizo, suelto en torno al cuello.
—Soy la dueña de los apartamentos «El Cairo» —anunció.
—Es muy bonito.
—Sí —prosiguió—. Me lo dejó mi padre. Hace casi tres años. Si no le molesta, encienda la lámpara, por favor.
Encendí una. A pesar de que afuera todavía era de día, el saloncito, con sus estrechas ventanas, permanecía bastante a oscuras. Ya con luz, vi que la señorita Temple, muy seria, me miraba fijamente. Por algún motivo ilógico, experimenté gran simpatía hacia ella.
—Tiene suerte... de vivir en un lugar tan bonito.
Se encogió de hombros.
—No está mal, aunque es pesado para una mujer sola. No puedo con todo. Las cañerías, los remiendos, escuchar las quejas de los inquilinos...
Tendí la vista hacia la repisa de la chimenea donde había un reloj metálico. Eran casi las cinco y media.
—¿Dijo que tenía un trabajo para mí?
—Oh, sí, en el pabellón número nueve. Lleva dos años cerrado y está lleno de basura que hay que sacar. Y yo no dispongo de un servicio que disponga de la basura.
—Y yo no tengo coche.
—¿No podría alquilar uno?
—Lo dudo.
—¿Tiene permiso de conducir?
Asentí. Era de Nueva York. No se lo expliqué y ella prosiguió:
—Podría usar mi coche —hizo una pausa y añadió—: La verdad es que no podría pagarle mucho.
—¿Cuánto?
—Diez dólares.
Desvió la mirada como apesadumbrada.
Medité unos instantes. No quería discutir. Tal vez necesitaba el dinero tanto como yo. Un hombre con una camioneta le habría costado por lo menos veinticinco dólares por hacerle aquel servicio.
—Ya tengo ese trabajo de repartir anuncios —repuse—. Y durará unos días —se entristeció y entonces añadí unas palabras que unos segundos antes no tenía intenciones de pronunciar—. Si puedo limpiar el pabellón en mis ratos libres... cuando haya terminado el reparto de prospectos... lo haré.
—¡Estupendo! —aprobó, sonriendo. Era una sonrisa encantadora. Cálida. Alegre. —Si encuentra algo que pueda vender, es suyo. Y guárdese el dinero.
—Gracias. Bien. Tendré que quedarme en el 9 hasta que lo haya limpiado. Esto está demasiado lejos hasta mi hotel y la imprenta.
Pensé que esto la impresionaría. Lo que trataba era de conseguir dormir unas noches gratis.
—El pabellón está hecho una leonera...
Comprendí que estaba aturdida.
—Si no le conviene... —no concluí la frase.
—De acuerdo —me aseguró rápidamente—. Sólo quería prevenirle. No es el «Ambassador».
—¿Quiere llevarme en su coche a la imprenta... y a recoger mis cosas del hotel?
—Sí, claro.
Se levantó y entró en su dormitorio. Cuando salió, yo había apurado ya mi martini. La señorita Temple llevaba un vestido verde pálido, que armonizaba con su cabellera, y zapatos con tacones de quince centímetros que realzaban sus bien torneadas piernas. De esa manera medía un metro noventa o más. No soy bajo, pero al lado de la señorita Temple, tenía la sensación de que, de haberlo querido, ella hubiese podido cargarme al hombro.
Llevaba un coche «Plymouth», de seis años, y camino de la Superb Printing, me pidió que la llamara Beth, aunque su nombre era Elsbeth.
Mal Lapp me pagó los cuatro dólares sin discutir. También me devolvió el dólar del depósito y me hizo prometerle que volvería al día siguiente. Se lo prometí.
Beth me acompañó al hotel de la calle Vine, donde recogí mi maleta mientras ella aguardaba en el coche.
Y regresamos al patio «El Cairo».