5

Cuando mi avión llegó aquella noche a Los Angeles, yo estaba sentado con los ojos pegados a la ventanilla, contemplando Los Angeles que se extendían ante mí, como algo irreal, lleno de luces incandescentes de todos los colores. Se alargaba en todas direcciones, cubriendo llanuras, montes y valles.

Era una noche tropical, y ante mi sorpresa, Beth, que sabía la hora de llegada del vuelo, me aguardaba en el aeropuerto con su viejo «Plymouth».

—¿Qué tal? ¿Vendiste alguna póliza?

—Ni un centavo —respondí apesadumbrado.

Nos detuvimos ante un restaurante, de regreso del aeropuerto.

—Estoy contenta de que hayas vuelto.

Sólo había estado ausente aquel día. Y cualquiera habría pensado que regresaba del sudeste asiático. Le contesté que yo también estaba contento de estar de vuelta. En realidad, era agradable encontrarme sentado ante ella, comiendo un filete Salisbury, y siendo el objeto de la admiración de Beth. Luché contra una sensación de simpatía, sensación que iba adueñándose de mí, cada vez con más frecuencia, desde que iba conociendo mejor a Beth. A veces, su rostro era casi hermoso, y ciertamente era una chica gentil y simpática.

Mientras pensaba en todo esto, creo que mi expresión se tornó grave y Beth interpretó mal el motivo. Alargó la mano y me acarició la mía.

—Dean... no te preocupes por tu trabajo. Yo tengo el Patio asegurado, pues el Banco me obligó a ello. Pero podría hablarle y tal vez consiguiéramos trasladar el seguro a tu compañía.

Todavía tuve la decencia de experimentar un cálido agradecimiento por estas palabras.

Cuando llegamos a su pabellón, Beth abrió la puerta y entonces vi que en la salita había un ser peludo y pequeño que chillaba como un muñeco mecánico. Era un gatito. Levantó la cola, y corrió chillando hacia Beth.

—¿De dónde ha salido esto? —inquirí.

La joven cogió al gatito y lo acarició.

—Vino esta mañana... Le di un poco de leche.

—¿Cómo se llama?

—Oh, no lo he pensado.

—Bueno, podrías llamarlo Cátulo.

—¿Es un nombre español?

—No es eso exactamente. Cátulo fue un poeta romano de la antigüedad. Escribió bastantes obras líricas, si lo abrevias por Cat es fácil de recordar.

Beth juzgó que era una buena idea y fue en busca de leche. Conecté el televisor y me tumbé en el sofá. Estaban dando un telefilme. El gato se subió a mi pecho, babeando leche por entre sus bigotes, y se sentó. Entonces, volvió Beth luciendo una nueva bata casera, tomó asiento en una silla y se dedicó a contemplar también la tele. Estaba muerto de cansancio y decidí irme a la cama. Cosa que hice.

Antes de dormirme, Beth subió a la cama, y me di cuenta que se había quitado la bata sin ponerse luego el pijama. Su cuerpo era grande y cálido, muy suave junto al mío; después, el gato trepó hasta la almohada, empezó a ronronear... y me dormí... a partir de cuyo momento todo me pareció maravilloso.

Varios días más tarde, Walden recibió una respuesta alentadora como contestación a una de sus cartas. Por lo visto, durante cierto tiempo había existido una cadena de establecimientos en Chicago con el nombre de Sabin’s. Una inspección rápida a la biblioteca central de Los Angeles reveló que había una calle Turner mas ninguna funeraria con el nombre de Capilla Willow. Sin embargo, había conseguido asir un cabo de la cuerda.

Le dije a Beth que me iba a Chicago, ya que existían allí buenas perspectivas de colocación de pólizas. Hice la correspondiente reserva y ella me acompañó al aeropuerto.

Hacía cinco años que no había estado en Chicago, aunque me acordaba muy bien de la ciudad, desde los fines de semana pasados allí cuando estaba en la universidad de Wisconsin. El viento fustigaba tenazmente a los rostros desde el lago Michigan, y hacía frío suficiente como para helar los ojos de una foca, pero no nevaba. Yo llevaba una buena gabardina. Como no proyectaba pasar mucho tiempo en la calle, traté de que mis pulmones siguieran funcionando y me inscribí en un hotel de la zona más antigua.

Aquella noche aguardé hasta después de cenar para utilizar el teléfono, y empecé a llamar a todos los Charles K. Martin y Helen Martin del listín, pero no localicé a ninguno de los citados en la esquela mortuoria.

Por la mañana encontré un taxi delante del hotel y me dirigí al número 119 de la calle Turner. Estaba situada en el lado sudoeste de la ciudad, en un distrito semicomercial. El edificio, de ladrillos rojos, podía albergar a cuatro familias. Dos abajo y otras dos arriba. En el interior, la puerta daba a un pequeño vestíbulo cuya escalera conducía al piso alto. Leí los nombres en los cuatro buzones; Pasek, Leppe, Kazimiers y O’Brien. Llamé a la primera puerta de la derecha. Abrió un hombre corpulento, de unos setenta años, con una mata espesa de pelo gris, cejas grises y bigote gris. En una mejilla, desde el pómulo a la frente, lucía una cicatriz. Se sujetó los pantalones y me espetó:

—Lo que usted vende no me interesa.

—No vendo nada. Busco al administrador de esta casa.

—Es mía.

Le entregué una de mis tarjetas.

—Represento a esta compañía, donde tenemos unos fondos para entregar a la señora Etta Martin o a su hija Helen Martin.

—Aquí no vive nadie llamado Martin.

Hablaba con acento polaco. Señaló los buzones.

—Vivieron aquí... hace varios años.

El individuo dio varias vueltas a mi tarjeta y guardó silencio unos instantes.

—¿Hay algo de dinero? —preguntó al fin.

—Sí.

—¿No me meteré en ningún lío contra la ley?

Le aseguré que no había ningún riesgo en absoluto. Luego le pregunté:

—¿Cuál es su nombre?

—¿El mío? Ignacio Pasek.

El viejo se apartó de la puerta y con un gesto de la cabeza me indicó que entrase. Me guió a través de un salón. Nos detuvimos en un comedor, con una mesa redonda en torno a la cual había ocho sillas. Pasek apartó dos y se sentó en una. Le imité en la otra.

—¡Stella! —gritó de repente—. ¡Sirve cerveza!

Aún no eran las once de la mañana, y el tiempo no era propicio para la cerveza, pero no protesté. Nos contemplamos mutuamente, y una chica entró en el comedor con una jarra de cerveza y dos vasos altos. Stella era joven, rolliza, con ojos azules. Dejó la jarra y los vasos encima de la mesa sin hablar y regresó a la cocina balanceando las caderas. Pasek llenó los dos vasos, me entregó uno, y vació el suyo en tanto me miraba fijamente.

Tomé un trago de mi vaso. Era una cerveza estupenda. Cuando se lo dije a Psek, sonrió.

—Mi hermano la hizo —se secó el bigote y preguntó—: ¿Cuánto dinero hay para los Martin?

—No conozco la cantidad exacta —mentí.

—¿Quizá cinco mil pavos? —vio que me encogía de hombros y continuó—: ¿Tres, dos mil...?

—Oh, algo por el estilo —asentí casualmente—. Pero no les irán mal a los Martin.

—¡Ni a mí! Charles Martin me debe mucho dinero.

—Seguro que pagarán sus deudas ahora —le animé.

—¿Por qué no me paga usted a mí antes?

—No puedo. Ni siquiera puedo comentar tal cosa. La compañía les pagará a ellos, y luego usted cobrará lo que le deban.

No pareció creerme, empero al fin preguntó:

—¿Qué quiere saber?

—¿Dónde viven ahora Charles Martin y su hija?

—No lo sé.

—¿Cuándo se marcharon de aquí?

—Durante la guerra... en 1941 o 1942. No sé a dónde se fueron.

—Esto ocurrió después de haber muerto la señora Martin, ¿eh?

—Sí.

Se tomó la cerveza y se enjugó los labios.

No pensaba decirme nada más, aunque lo supiera, de modo que le pregunté si podía utilizar su teléfono para llamar a un taxi. Gruñó y asintió. Llamé a una compañía de taxis. Mientras aguardaba, me volví hacia Pasek.

—Usted ya tiene mis señas de la Ciudad Universal, en California. Si recuerda algo más referente a los Martin, le agradeceré que me lo escriba. Entonces yo le llamaría por teléfono y charlaríamos.

Volvió a gruñir y en aquel momento el taxi dejó oír su claxon. Me marché.

Después de almorzar me concentré, tratando de encontrar la funeraria Capilla Willow. En los listines antiguos la encontré por fin, pero evidentemente la habían cerrado en 1945. Bien, había llegado al final de la cuerda otra vez. De regreso al hotel, pedí una botella de whisky que me llevé a la habitación. Luego me senté a reflexionar.

No lo hice mal. Pensé que los diez mil dólares se estaban esfumando en el horizonte junto con mi diploma de abogado y mis ansias de casarme.

Empezaba a oscurecer. En aquel instante, mis pensamientos se vieron interrumpidos por una llamada a la puerta.

—¡Adelante!

Al ver que no sucedía nada y ni siquiera el picaporte giraba, me levanté y abrí la puerta, esperando ver a la camarera.

No, me quedé mirando el rostro de Stella Pasek. Su cara redonda estaba rojiza por el frío y sus ojos azulados parpadeaban bajo un ridículo peinado. Creo que la contemplé con la boca abierta, debido a la enorme sorpresa que sentía, cuando se deslizó hacia el interior de la habitación.

—¡Diantre, qué frío hace! —murmuró.

Arrojó su abrigo con el cuello de pieles sobre la cama y se sentó en una butaca.

Cerré la puerta y encendí las lámparas situadas en las mesillas de noche. Ya con la luz brillando en el cuarto, la joven sonrió y alisó las arrugas de su falda con las palmas de las manos.

—No tuve tiempo de vestirme mejor —explicó con sencillez—. Abuelito habría sospechado algo.

—¿Su abuelo? ¿Pasek?

—Le dije que bajaba a la tienda —se movió en la silla para mirar a su alrededor—. ¿Por qué no me invita a un trago?

La miré, y que me maten si pude calcular su edad. Por la mañana, cuando la vi, pensé que era una adolescente. Ahora, en cambio, me pareció mayor, casi de veinticinco. Bien, empecé a sentirme un poco inquieto; no me gustaba la idea de que Ignace Pasek husmease en mi habitación y me encontrase dándole whisky a su nieta... especialmente si todavía era una menor.

—¿Qué edad tiene, Stella?

Al preguntarlo me sentí un poco tonto.

—Oh, soy bastante mayor.

Le entregué un vaso de whisky con agua y hielo.

—Ha sido una sorpresa —murmuré—. Se debe a mi encanto personal, claro.

Tomó un sorbo de licor y pareció estremecerse. Tuve la intuición de que era su primera bebida fuerte.

—Es usted adorable y tal vez me guste. Creo que nos podemos ayudar mutuamente, ¿eh?

—¿De qué modo?

—Hoy escuché la conversación entre usted y mi abuelo respecto a la señora Martin y el dinero. Y él no le ha contado todo lo que sabe.

—Ya me pareció que se guardaba información. ¿Por qué?

—Antes le haré yo unas preguntas, y tal vez luego le diré todo lo que sé de los Martin.

Me miró, esperando mi asentimiento.

—Está bien, adelante.

Como yo estaba aún de pie, tomé asiento al borde de la cama y encendí un cigarrillo.

—Dijo usted que trabaja en California... en un sitio llamado Ciudad Universal. ¿Es cierto? —asentí y continuó—. ¿Está cerca de Hollywood?

Intenté explicarle que estaba en San Fernando Valley, a unos ocho kilómetros de Hollywood. Que originalmente se había llamado así debido a la empresa cinematográfica Universal Pictures, como propaganda.

—Pero desde entonces han edificado toda una ciudad alrededor de los estudios —agregué.

Tenía los ojos muy abiertos por el interés.

—¿Hay allí unos grandes estudios de cine?

—Sí, donde ruedan películas y telefilmes.

Stella suspiró.

—Le contaré todo lo que sé de Charles Martin si usted me lleva a California.

—¡Eh, un momento! —troné. Empezaba a sentirme angustiado. Respiré profundamente y bajé un poco la voz—. No sea tonta, Stella. Si piensa que llegará a Hollywood y empezará a trabajar en el cine, a convertirse en una estrella... olvídelo. Ha de saber que no tendrá la menor posibilidad de lograr tal cosa.

Se llevó el vaso a los labios y tomó un sorbo.

—No espero trabajar en el cine, aunque sería divertido... ¡Oh, no! Nada de eso.

—¿Entonces...?

—Buscaré un empleo. Lo que sea.

—Pero, ¿por qué, Stella?

—Para huir del abuelito. Además, allí hace buen tiempo, y hay muchas personas famosas que una puede ver por la calle.

—¿Por qué quiere huir? ¿Es malo su abuelo?

—Desde que murió abuelita, mi padre me obliga a cuidar a abuelito. Es muy viejo y malo, y a veces me riñe y me pega.

—¿Por qué no se queja a su padre?

—Ya lo he hecho. Dice que probablemente me merezco los golpes.

La contemplé y tuve el presentimiento de que Stella era posiblemente una chica algo revoltosa. Era indudable que el viejo Pasek lo sabía... y trataba de impedir que se descarriase.

—¿No le permite su abuelo salir con chicos?

Stella sonrió ampliamente.

—Pero salgo con ellos. Oh, él no lo sabe. Y si alguna vez se entera, me zurra.

Stella podía tener mi misma edad; a pesar de ello, decidí hablarle como su padre.

—Oiga, chiquita —empecé, con un tono extremadamente razonable—, yo no puedo llevármela a California. Habría demasiadas complicaciones y los dos acabaríamos en un lío tremendo. Su abuelo y su padre levantarían una gran polvareda cuando nos encontrasen. Además, yo no puedo cuidarme de usted, ni mantenerla hasta que encontrase trabajo. Supongo que lo comprende, ¿verdad?

Reflexionó largo rato, dando vueltas al vaso entre sus manos.

—Ya huí otra vez. Pero siempre me encuentro sin dinero ni sitio donde quedarme. Y tengo que regresar. De modo que si usted me da el dinero para el billete del autocar y me deja quedarme aquí hasta que me vaya, me conformaré.

—¡Usted está loca! Su abuelo sabe en qué hotel estoy y, a menos que esté muy equivocado, no tardará en imaginarse que usted ha venido a verme.

—Podemos irnos a otro hotel.

Por lo visto pensaba que yo era un estúpido.

Estaba a punto de coger su abrigo y empujarla hacia la puerta cuando recordé que ella sabía algo respecto a la familia Martin. Walden me había adelantado algún dinero de gastos, de modo que podía permitirme el lujo de darle a Stella los sesenta dólares del viaje a Los Angeles o Nueva York.

—Bien, cuénteme lo que sabe de la familia de Charles Martin. Si vale la pena, le daré el dinero del billete.

—¿Y podré quedarme hasta que coja el autocar?

—Podrá quedarse en alguna parte, ya veremos dónde. Ahora, diga lo que sabe.

La joven se apoyó en el respaldo de la butaca muy complacida.

—Cuando abuelito era joven, siempre iba detrás de las chicas. Le gustaban mucho. Entonces tenía un buen empleo en el ferrocarril y compró la casa de la calle Turner. El y abuelita vivían abajo y alquilaban los otros apartamentos. Charles Martin era amigo de abuelito, aunque más joven, y también trabajaba en el ferrocarril. Charles Martin y su esposa vivían en el apartamento de encima del de abuelito. La señora Martin era muy guapa. Y supongo que abuelito se encaprichó de ella. Tal vez ella fuese buena mujer y no le hiciera caso. O se lo hizo... ¿quién puede saberlo?

—Ciertamente, yo no lo sé, pero siga.

—Charles Martin era un hombrón. Mucho más alto que abuelito, pero nunca sospechó nada. Al menos, no lo dio a entender, ni le contó a nadie sus posibles sospechas. De modo que la señora Martin tuvo una hija, a la que pusieron el nombre de Helen. Luego, la señora Martin enfermó. Cuando Helen tenía dos años de edad, su madre falleció. Después del entierro, Charles Martin volvió a casa y fue en busca de abuelito. Se marcharon al garaje, y allí Charles Martin le propinó a abuelito una soberana paliza, que casi lo mata. La cicatriz que tiene abuelito en la cara y la frente la debe a Charles Martin. Abuelito tuvo que ingresar en un hospital y suerte tuvo con no morirse.

Hizo una pausa para tomar un trago de whisky.

—¿Y qué más ocurrió? —la apremié.

—No mucho. Cuando abuelito volvió, quiso que detuviesen a Charles Martin, pero éste ya se había cambiado de casa. Abuelito se enfadó mucho, pero no logró averiguar dónde vivía Charles Martin.

—¿Lo descubrió más tarde?

—Sí, cuando ya había empezado la Segunda Guerra Mundial, y Charles Martin estaba en el ejército. Abuelito no pudo perseguirle judicialmente, porque Charles Martin murió en el frente.

—¿Y Helen, la hija de Martin?

—No sé nada de ella. Yo ya he contado mi historia. La he sabido por los míos. Abuelito nunca habla de ello. En fin, no sé qué fue de la pequeña.

Consulté mi reloj de pulsera.

—Vamos —le ordené a la muchacha—. Nos iremos de aquí antes de que lleguen su padre y su abuelo.

Envolví la botella de whisky en una toalla, metí mis ropas en la maleta, y salí al pasillo, con Stella detrás.

Pagué la cuenta del hotel y descendimos por la calle, hasta que encontramos otro hotel conveniente donde pedí una habitación con dos camas bajo el nombre de Kiekhaufer.