6
Era poco después de las ocho cuando alquilamos la nueva habitación, con dos camas gemelas. Walden acostumbraba a trabajar hasta muy tarde en su oficina y era posible que pudiese hablar con él antes de que se marchara a su casa. No quería que Stella escuchase la conversación, de modo que le dije que se duchase. Cuando hubo desaparecido tras la puerta del baño, y oí correr el agua de la ducha, pedí la conferencia.
Walden en persona contestó y le hice un rápido resumen de cuanto me había enterado respecto a los Martin. Cuando concluí, añadí:
—Si Martin estaba en el servicio militar, tiene que haber un expediente suyo por el seguro, y probablemente otro como registro de sus cobros. Creo que dejó a la niñita con alguien, probablemente un pariente, y su paga de soldado debió servir para su mantenimiento. Tal vez pagaron el seguro a la hija, o a su custodio.
Walden reflexionó unos instantes.
—A veces —llegó a la conclusión—, es casi imposible obtener información de los archivos del gobierno de los Estados Unidos... especialmente una información tan antigua, a menos que se pidan por medio de los canales oficiales.
—Estando en Chicago, puedo intentarlo. La información ha de tener aquí su origen, y con algún dinero podré aplicar un poco de presión.
Era obvio que Walden no deseaba emplear más dinero en el asunto, pero por otra parte, habíamos llegado muy lejos, y si yo regresaba a California, tal vez tardaríamos meses en tener noticias de Washington, finalmente accedió a girarme doscientos cincuenta dólares. Colgué casi cuando se abría la puerta del baño y aparecía Stella envuelta en una toalla.
—Tengo hambre —anunció.
Yo también la tenía. Pedí por teléfono el servicio. Mientras esperaba la comunicación, le presté a la chica una camisa, que ya puesta le llegó casi a las rodillas. Ella puso en marcha la radio, se enroscó en una de las camas, y yo me enrosqué en mis propios pensamientos.
Créanme si aseguro que tenía muy pocas ideas, si es que tenía alguna, eróticas respecto a Stella. En realidad, me tenía asustado porque la muchacha era dinamita pura. Y no me importaba que estuviese rondando a mi alrededor aunque fuera un par de años, porque no pensaba en absoluto aprovecharme de la situación.
En cambio, yo quería enterarme de toda la historia de Charles Martin y conseguir cuantos datos pudiera de Stella. No quería librarme de ella hasta conocer todo cuanto sabía.
Claro está que tenía conciencia de que llevaba solamente mi camisa, prenda que ofrecía muy poca consideración estando tumbada en cama, pero me salvó de mi contemplación la llegada del camarero con la comida. Stella huyó al cuarto de baño mientras el camarero disponía la mesa, y sólo volvió cuando aquél se hubo marchado.
Se sentó a la mesa y empezó a comer con una delicadeza a la que obviamente no estaba acostumbrada.
—¿En qué trabaja tu padre? —pregunté.
—Mi papá es pintor. Pinta carrocerías de vagones.
—¿De tren? ¿Trabaja para la misma compañía ferroviaria que su abuelo y Charles Martin?
—Sí. Abuelito colocó allí a papá, el cual ya no ha dejado nunca el empleo. Algún día... bueno, dentro de unos doce años, cobrará el retiro.
Cuando regresó el camarero para recoger el servicio, volví a interrogar a Stella. Repasamos de nuevo toda la historia una y otra vez. En realidad, añadió muy poco. Los detalles sólo los conocía por referencias oídas a sus padres y a los vecinos. Sin embargo, durante la charla, conseguí obtener una imagen vivida de Charles K. Martin: un hombre alto, recio, no muy listo, muy trabajador, con una esposa bonita, posiblemente coqueta, a la que amaba profundamente. También visualicé a su amigo, Ignace Pasek, un poco mayor, un poco más inteligente, que generosamente le permitía a Martin, con su bella esposa, vivir en el pequeño apartamento del edificio de su propiedad.
En aquellos años, pensé, ¿sabía Martin que Pasek trataba de seducir a su mujer? ¿Tenía sólo sospechas? ¿Era posible que aquel hombre tan estólido amase tanto a su mujer que no pudiera resistir la idea de perderla, y por ello se resignase a compartir su cariño con otro hombre, en lugar de perderlo por completo en caso de una disputa? Y luego, cuando ella murió, después del funeral, le ajustó las cuentas a Pasek. ¿Era esto posible?
¿O había Etta Martin resistido el asedio de Ignace Pasek, sin decirle nada a su marido para no perturbar las buenas relaciones entre ambos? ¿Y después del funeral, revisando las cosas de su esposa, Martin encontró las pruebas de las intenciones de Pasek y, con un furor retrasado, quiso vengar su memoria?
¿O, y esto me sedujo más, tenía razones Charles Martin para creer que su hija Helen no era suya sino de Pasek? En ese caso, como Martin todavía estaba casado con Etta cuando nació la chica, los tribunales lo considerarían padre legítimo. De modo que, a pesar de todo, yo tenía que encontrar a Helen Martin, la heredera legal de Edgar Rhine.
Le entregué a Stella setenta y cinco dólares.
—No puedo darle más. Con esto tiene para el billete del autocar y aún le quedarán unos dólares para comer. ¡Aunque sigo creyendo que no debe irse a California! Bueno, mañana nos iremos de aquí. Váyase a Los Angeles... ¡Adonde quiera y déjeme en paz!
Cogió el dinero, no dijo nada y volvió a su cama.
Apagué las luces, me puse el pijama y me metí en la otra cama.
—Buenas noches —murmuró con vacilación, por entre el espacio que separaba las dos camas.
—Buenas noches.
Di media vuelta y me dispuse a dormir.
Por la mañana, cuando me desperté, Stella ya estaba levantada y vestida. Pedí que nos subieran café y fui a afeitarme.
Más tarde, sentado al borde de la cama, busqué el número telefónico de un tipo al que había conocido en mis años de preparatorio en Wisconsin. Debía ya de estar graduado. Encontré su número y lo llamé.
Me contestó una voz masculina.
—¿El señor Roger Lowe? —pregunté.
—Sí —me dijeron.
—Soy Dean Quinn.
Oí la risa profunda de Lowe por el aparato. Tras la charla preliminar, descubrí que era socio de una firma legal de Chicago, y quedamos citados para el almuerzo.
Cuando colgué, Stella apuraba su café.
—Será mejor que se largue a la terminal de autobuses y averigüe las horas de salida.
Se levantó lentamente y aún más lentamente se puso el abrigo ribeteado de piel. Recogiendo los guantes y el bolso, fue hacia la puerta. Se detuvo y dio media vuelta.
—Bueno... adiós.
—Adiós, chica. Buena suerte.
—Gracias, Dean. Por todo. Me ha ayudado mucho.
—De nada.
De pronto, lo sentí por ella, pero mantuve la expresión en blanco. Abrió la puerta y salió, cerrando a sus espaldas.
Por fin me vestí y me dirigí a las oficinas de la Western Union.
Los doscientos cincuenta dólares me estaban ya aguardando. Entonces fui a reunirse con Roger Lowe para almorzar.
Era un pequeño restaurante, con un interior muy antiguo inglés; cuando llegué, Roger ya esperaba. Nos estrechamos las manos, elegimos mesa y pedimos martinis y un par de chuletas de ternera. Mi antiguo camarada estaba un poco más grueso, más viejo y más próspero que la última vez que le vi. No le di muchos detalles respecto a mi carrera, excepto que estaba falto de dinero y que pensaba reanudar mi estudios al año siguiente. Mientras tanto, estaba trabajando como investigador para una compañía de seguros de California y le entregué una de las famosas tarjetas.
—¿Y has venido investigando un caso?
—Sí... en cierto modo. Intento obtener información. Tengo que conseguirla del gobierno federal, lo cual puede tardar mucho, y no quiero esperar tanto. Pero tú eres de aquí y tal vez pudieras presentarme a alguien que adelantase el asunto, ¿eh?
—Casi todos nuestros casos son de corporaciones. Nada criminal en absoluto. Pero sé que hay un detective privado con bastante buena mano en el Ayuntamiento. Se llama Clint Hale.
—¿Por qué piensas que me servirá?
—No lo sé... pero es el único que se me ocurre ahora. Si es cierto que Hale tiene relaciones en el Ayuntamiento, podrá echarte una mano.
Volvimos a charlar de nuestros tiempos.
Cuando terminamos de almorzar hacia las dos y media, encontré la oficina de Hale en un edificio situado junto a Wacker Drive. Era un apartamento, con una pequeña recepción, donde había una bonita secretaria. Hale era un tipo delgado, de casi cuarenta años, y debido al frío que hacía, llevaba un suéter rojo debajo de su traje oscuro.
Hice mi presentación, le entregué la tarjeta de agente de seguros, utilicé el nombre de la firma legal de Roger Lowe como referencia, y le conté el asunto.
—Estamos intentando localizar a la beneficiaría de una pequeña póliza... una tal Helen Martin. Era muy pequeña, de dos o tres años, en 1941 o 1942, cuando su padre, Charles K. Martin, que vivía en el 119 de la calle Turner, de aquí, se marchó al Ejército... sin que sepamos el regimiento. Murió en la guerra. Pero tiene que existir un expediente con el registro de su paga y el seguro militar, con lo cual podremos seguramente localizar a su hija Helen, si aún vive.
Mientras hablaba, Hale me miraba atentamente.
—¿Una póliza de mucho dinero?
Sonreí, agitando la mano indolentemente.
—Al contrario, de muy poco.
—Usted podría obtener los datos en Washington.
—Sí, pero seguramente ello nos entretendría bastante. En California estamos ya a punto de cerrar la testamentaría del abuelo de Helen Martin, y nos gustaría efectuar el pago y dejar este asunto liquidado. He venido a Chicago por otros asuntos y decidí que, puesto que estoy aquí, sería oportuno solucionarlo.
—Bueno, tengo un amigo en la Administración de Veteranos. Y quizá por su mediación... Veré qué puedo hacer por usted. Claro, le costará doscientos cincuenta.
Me eché a reír.
—Oiga, yo represento a una compañía de seguros, no a un mono millonario que quiere que sigan a su esposa. Mi compañía jamás pagará doscientos cincuenta pavos por un trabajito tan sencillo. —Le miré fijamente y agregué—: Cien pavos.
Lo dejamos en ciento cincuenta, por anticipado. Me marché después de decirle a Hale que le llamaría al día siguiente por la tarde.
Al salir a la calle vi que estaba cayendo una ligera cellisca, con pequeños copos que revoloteaban bajo el viento. Aquel vendaval helado penetró en mi impermeable. Yo pensaba irme de Chicago al cabo de un par de días. Por tanto busqué y encontré un suéter en un comercio de la calle State, y luego, como tenía tiempo libre, entré en un cine. Después, cené en solitario y regresé al hotel hacia las diez.
Cuando abrí la puerta de mi habitación, vi que las luces estaban encendidas y supuse que la camarera habría estado arreglando las camas. Sin embargo, al colgar el impermeable y la chaqueta en el perchero, una voz me saludó:
—Hola.
Sobresaltado, di media vuelta en el momento en que Stella salía de detrás de la puerta, donde se había escondido cuando oyó girar la llave. La contemplé unos instantes, en silencio, y al final le pregunté:
—¿Por qué no está en un autocar...?
—¿Está enfadado?
—¡Lo sabe de sobra!
Cruzó el cuarto, descalza, y se sentó en una butaca.
—No conseguí ninguna reserva —mintió lentamente—. Tal vez la encuentre mañana.
—¡No sea idiota! —me enfurecí—. Las compañías de autocares no hacen reservas.
Al verse atrapada, sonrió maliciosamente.
—Bueno, pues no quedaban asientos libres. No encontré ninguno. Bajé también a la estación.
Me quité el suéter y lo colgué junto con el impermeable y la chaqueta. Todavía quedaba algo de whisky en la botella. Lo vertí en un vaso y añadí agua fría del cuarto de baño. Con el calor de la estancia, mi cabeza empezó a dolerme ligeramente. Fui bebiendo, sin darle mucha tregua al whisky. Tras colocar la botella sobre la mesa, me volví de nuevo hacia Stella.
—¿Por qué no se marchó en el autocar?
Por primera vez observé que no llevaba el suéter ni la falda con que se había presentado la primera vez en el otro hotel. Ahora lucía un pijama nuevo. Una imitación de encaje negro, con adornos color carne en los sitios más estratégicos. El pijama era barato y feo, pese a lo cual no conseguía disimular la hermosura del cuerpo que abrigaba.
—¿Dónde diablos ha encontrado el pijama?
Enrojeció de placer y miró los encajes falsos.
—Es bonito, ¿verdad? Lo compré hoy —añadió—. Siempre deseé tener un pijama como éste.
—Y ahora no tiene bastante dinero para el autocar, ¿eh?
—No... Estuve pensando. En realidad, no conozco a nadie en California. Creo que un par de días fuera de casa me sentarán bien. Luego, volveré.
Comprendí que Stella estaba asustada. No había salido nunca de Chicago. No deseaba irse; no obstante, sólo la idea de hacer planes, el sueño de huir... la intrigaba y la encantaba.
Usualmente, aguanto bien el licor... Sin embargo, sentí como el whisky daba vueltas dentro de mi estómago y me sentí mal. Bruscamente, nada me interesó más que el deseo de acostarme.
—Está bien —le dije a Stella con severidad—, puede pasar otra noche Aquí. Después se largará, ¿entendido?
Me quité el pantalón, no me puse el pijama y me metí en cama.
Durante la noche y en varias ocasiones, me desperté por breves momentos, consciente del confortable calor que parecía envolver mis temblores. No sé cómo, mas lo cierto es que comprendí que aquella irradiación calorífera, que se extendía desde mi nuca, bajando por la espalda, hasta las rodillas, procedía de un cuerpo suave que estaba pegado al mío en la estrecha cama. Como no pude concentrarme en ello, continué durmiendo pesadamente.
Por la mañana, cuando me desperté, Stella volvía a estar de pie y vestida con la falda y el suéter, y ya había pedido el desayuno. Yo tenía un ligero dolor de cabeza.
Después de tomar un jugo de naranja y café, empecé a sentirme mejor. No tosía ni sentía frío, por lo que decidí que mi estado no era grave. Entonces, al recordar la sensación de calor de la noche, le pregunté a Stella:
—¿Dormiste conmigo anoche? —pregunté, tuteándola.
—Sí —repuso con indiferencia.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Bueno... —pareció buscar las palabras—. Dabas muchas vueltas y te destapaste varias veces. Y hablabas en voz alta. Dijiste que tenías frío. Sólo traté de mantenerte en calor —y con una fugaz sonrisa agregó—: Oh, te sosegaste al momento.
—Es lo que suelo hacer cuando una desconocida se acuesta conmigo —repliqué agriamente.
Aquella chica me tenía muy preocupado. Por lo visto, quería adueñarse de mí. Y entonces me acordé de Beth... la cual sí se había adueñado realmente de mí. Decidí que a mi alrededor se estaba tejiendo una intriga femenina. Bueno, cuando cobrase mi tanto por ciento de la herencia de Edgar Rhine, regresaría a Nueva York como Dean Quinn. Y sin darme cuenta, volví a caer dormido.
Dormí durante toda la mañana. Cuando volví a despertarme, eran las cuatro. Stella no estaba. Me senté en la cama, sintiéndome mareado, y cogí el teléfono.
—Sí, señor Quinn —contestó Clint Hale—. Y tengo noticias para usted. Cuando Hale trabaja, lo hace de veras y de prisa.
—Aguarde un momento hasta que encuentre algo dónde escribir —le detuve. Hallé el papel con el membrete del hotel y mi bolígrafo—. Bien, adelante.
—Charles Kermit Martin. Treinta y ocho de Infantería, Illinois. Muerto en acción de guerra, el 22 de agosto de 1944.
Hale hizo una pausa.
—¿Está seguro de que es nuestro hombre?
—Cuando se alistó vivía en Gary, pero dio su antigua dirección de la calle Turner, 119, de Chicago.
—De acuerdo, ha de ser él. Ahora estoy interesado en sus beneficiarios. ¿Quiénes componen la lista?
—Según el registro tenía una hija menor, Helen. Su paga para el mantenimiento de la niña la enviaban a la señora Vivian Clay, Ruta 1, Towan, Illinois.
—¿Y el seguro militar a quién?
—A la misma señora Clay.
—¿Alguien más que deba yo conocer?
—Creo que no. Enterraron a Martin en Francia.
—Gracias.
Colgué. Ya de pie, me tambaleé hasta el cuarto de baño y me tomé un vaso de agua fría, volviendo a la cama. Me senté y encendí un pitillo. El sabor era horrible. Tratando de serenarme, pedí una conferencia.
Contestó una voz femenina.
—¿La señorita Helen Martin? —pregunté.
Tras una breve vacilación, la mujer replicó:
—Hace años que Helen no vive aquí.
—¿Es usted la señora Vivian Clay?
—Sí. ¿Y usted quién es?
—Me llamo Quinn. Represento a una compañía de seguros, y estamos intentando localizar a la señorita Martin. ¿No podía darme sus señas actuales?
—Señor Quinn, le agradecería que viniera a verme.
—De acuerdo. ¿Dónde está Towan?
—A unas sesenta millas de Chicago.
—Lo encontraré. ¿Estará usted en casa mañana?
—Sí.
—Entonces, nos veremos mañana por la tarde.
Colgué el aparato, me acosté de nuevo y me dormí como un leño.