XIV

Sorayita experimentaba sensaciones encontradas. Le costaba sacarse de la cabeza la imagen de un lacónico Mariano firmando en su despacho la dimisión como presidente. Nunca imaginó que aquel hombre al que tanto admiraba, a quien tanto debía, acabara su carrera política de aquella forma tan cruel. Solo. Abandonado por todos. Con una triste maleta esperándole en la puerta.

—Ánimo, presidente. Ya verás cómo todo se arregla —le había dicho, acompañando sus palabras con una palmadita poco entusiasta en el hombro y una sonrisa forzada.

—Gracias, Sorayita. Aunque sea injusto, a veces hay que saber sacrificarse por el bien del país —le respondió, con un murmullo apenas audible y nulo convencimiento.

Lo vio recoger la maleta, con gesto cansado, y, arrastrando los pies, se dirigió hacia la puerta, tras la cual un enjambre de periodistas lo estaba esperando.

La vicepresidenta esperó unos segundos. Aunque la pena seguía allí, otro sentimiento, mucho más agradable, le subía desde el estómago. Giró sobre sí misma, muy despacio, dándose tiempo para llenarse la retina con los objetos y las dimensiones de aquel espacio tan acogedor. Respiró hondo y sonrió.

Ahora tenía una gran responsabilidad, la mayor que una ciudadana podía asumir. Desde el estrado del Congreso barrió el hemiciclo con una mirada regia, consciente de la significación de aquel momento que recogerían los anales de la historia. En unos minutos sería investida nueva presidenta de España, la primera mujer que ostentaba el cargo, aunque de entrada fuera sólo por unos meses. Pero pensaba dar la batalla. Era una mujer preparada, moderna, inteligente, conocedora de los entresijos de la alta política, acostumbrada a resolver entuertos y a diseñar estrategias. Aquellos nuevos yogurines mediáticos, con coletas y sonrisas postizas de niño bueno, por muy buena planta que tuvieran y muy yernos ideales que fueran, no eran rivales dignos para ella. Pensaba machacarlos. A sonrisas postizas y lágrimas de cocodrilo no le ganaba nadie. Además, bailaba como una diosa.

Antes de dirigirse a sus señorías dedicó un último pensamiento a su predecesor. Notó la lagrimilla que pugnaba por derramarse desde la cavidad ocular izquierda y decidió que sería un buen golpe de efecto para iniciar su discurso. “Gracias, Mariano”.

 

•••••

 

—Pedro, no tendría que haberte hecho caso nunca. Me prometiste que nada podía salir mal.

—Y yo cómo iba a saber que nuestro mejor agente iba a traicionarnos…

—No me vengas con historias. A ver cómo salimos de ésta.

—No te preocupes, ya verás cómo en unos meses nadie se acuerda de esto y nos acaban indultando.

—Eso si volvemos a ganar las elecciones…

—Bueno, bueno, yo creo que el catalán ése de la sonrisa profidén se dejará convencer.

—Con lo a gusto que estaba yo en la Moncloa… Supongo que aquí nos dejarán ver el fútbol.

—Pues, claro. Si nos van a tratar como a reyes.

Los dos hombres entraron en el edificio por una puerta lateral, lejos de la expectación mediática y de las miles de personas que se habían concentrado en el exterior de la cárcel de Soto del Real para desear “una feliz estancia” al expresidente y a su exministro de Defensa.

Unos minutos más tarde los nuevos internos aparecían en el comedor reservado a los presos de alcurnia.

—Oye, pues no está mal. Esto de la cárcel tampoco parece para tanto. Además, aquí ya no me voy a tener que preocupar de ruedas de prensa, sesiones de control al gobierno y reuniones con todos esos dirigentes que se las dan de importantes por saber hablar inglés.

—Tienes toda la razón, Mariano. Aquí sí que vamos a vivir del cuento.

Se sentaron en una mesa al fondo de la sala, intentando pasar desapercibidos al resto de reclusos.

—¿Nos vienen a tomar nota o tenemos que pedir en la barra? —preguntó Mariano.

—La verdad es que…

—Hombre, pero si son mis queridos amigos Mariano y Pedrito. —Un tipo de mediana edad, con una considerable mata de cabello grisáceo engominado y peinado hacia atrás, se acercó a la mesa y palmeó demasiado efusivamente las espaldas de sus dos ocupantes.

—Ho… hola, no estoy muy seguro de conocerle —titubeó el expresidente—. ¿Puede ser que trabajara para el partido?

El hombre prorrumpió en una carcajada estruendosa, que atrajo la atención de todo el mundo.

—Hay qué ver, qué gracioso eres, presi. —El tipo se llevó la mano al bolsillo de la camisa y extrajo un teléfono móvil. Mientras, el exministro de Defensa no sabía dónde esconderse—. Te voy a enseñar algo, un recuerdo de un buen amigo.

Manipuló el aparato durante unos segundos y entonces lo depositó en la mesa, ante la cara percebil de Mariano. “Luis, sé fuerte”, rezaba el mensaje que aparecía en la pantalla.

—¡Atención! ¡Les ruego que me presten su atención durante un instante! —Acababa de hacer su aparición en el comedor otro individuo de mediana edad, considerablemente más escaso de volumen capilar, que enseguida concitó toda la atención—. Les informo de que queda abierta la inscripción para el torneo de mus que celebraremos, como cada viernes, tras la cena. Si hacen el favor de apuntar en este folio las parejas que competirán…

—Ya está aquí el sacacuartos de Rodrigo. Siempre con esas formas de marqués, su educación exquisita, su elegancia… Sí, pero al final te la acaba metiendo doblada. No sé cómo lo hace para desplumar a todo dios. —El tal Luis no parecía tenerle en gran estima—. Bueno, queridos amigos, os dejo con él. Nos iremos viendo por aquí.

—Luis.

—Rodrigo.

Los dos hombres se cruzaron sin apenas mirarse.

—Oh, Mariaaaano. Qué bonito detalle que hayas venido a hacer compañía a tus antiguas amistades. Te hemos echado de menos. Pero tendremos tiempo de recuperar el ídem perdido.

El expresidente emitió un murmullo ininteligible y se levantó en busca de la cena.