I
Después de varios días huyendo, no sabía cuántos, escondiéndose entre las sombras, evitando los espacios abiertos, Laia se había hecho a la idea de que ya siempre sería así. Tendría que renunciar a la vida que conocía: su familia, sus amistades, su trabajo, su novio… No podía poner en peligro a más personas de su entorno. Varias de las que habían intentado ayudarle no habían vuelto a dar señales de vida, lo que le hacía temer lo peor. Aquella gente no se andaba con remilgos.
Tras dos años de secuestro, el día que le comunicaron que la liberaban no podía creerlo. Hacía tiempo que había perdido la esperanza, y sólo aguardaba el momento de la ejecución. Tan funesta perspectiva, lejos de aterrorizarla, le ayudaba a soportar el cautiverio. La expectativa de una muerte próxima era lo más parecido a una liberación que podía esperar.
Cada mañana, al despertar, se preguntaba si aquel sería el día. En verdad, los últimos meses ya ni eso. Era como un alma en pena. No sabía dónde estaba, ni quiénes ni por qué la habían secuestrado. Ella no era nadie, una simple cooperante que intentaba dignificar la vida de personas condenadas a un cautiverio permanente por el simple hecho de haber nacido en el lado equivocado del muro que separaba la franja de Gaza del poderoso estado de Israel.
Sus raptores nunca le dijeron por qué la habían elegido. Ella imaginaba que tendría que ver con su incondicional compromiso con la causa palestina, pero no disponía de indicio alguno de que fuera así.
Al recordar el día de su liberación tenía la sensación de estar reviviendo un sueño. Todo fue muy rápido. Trayectos cortos, cambios constantes de vehículo, hombres encapuchados que apenas intercambiaban breves palabras en un idioma que no entendía (había llegado a la conclusión de que usaban lenguaje en clave, pues ella hablaba árabe y hebreo, y lo que escuchaba era muy diferente de ambos). Finalmente, la hicieron bajar en la pista de despegue de un aeródromo perdido en el desierto. Allí la recogió un hombre vestido de negro y con gafas oscuras que se identificó como agente del Centro Nacional de Inteligencia español. Sólo cuando escuchó aquellas palabras en castellano tomó conciencia de que, efectivamente, volvía a ser libre. Subió al jet que esperaba con la escalinata bajada y en cuanto tomó asiento cayó en un sueño profundo. No recordaba lo que era dormir por el placer de hacerlo.
Su llegada a Barajas fue todo un acontecimiento. Sonrisas y abrazos por doquier. Flores. Montones de personas que se alegraban de verla, que lloraban de alegría, y ella les correspondía con besos y sonrisas, aunque tenía la extraña sensación de estar asistiendo al recibimiento de otra persona. Era como si aquella mujer objeto de tantas atenciones no fuera ella. Dos años de la más absoluta soledad hacen mella.
En el hall del aeropuerto habían preparado una tarima con micrófono. Allí estaba la plana mayor del gobierno y representantes de la entidad para la que trabajaba. Todos pronunciaron sentidos discursos, repletos de grandilocuentes palabras y buenos deseos. Cuando llegó su turno únicamente fue capaz de sonreír y decir “gracias”.
Los días siguientes fue protagonista de portadas y programas de radio y televisión. Le hicieron montones de entrevistas en las que destacaban su aplomo y se asombraban por su capacidad de sufrimiento. “Llega un momento en el que no piensas. Simplemente resistes. El ser humano es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, por dura que parezca”, argumentaba ella.
Y vaya si tenía razón. Lo había vuelto a hacer… Lo estaba volviendo a hacer…
Dos semanas después de la liberación recibió la llamada.
Había vuelto a Barcelona, al piso que compartía con su novio, quien la había estado esperando todo aquel tiempo, convencido de que regresaría. Ella no podía decir que lo siguiera queriendo. No lo sabía, y es que el proceso de recolocar sus sentimientos tenía que ser necesariamente largo, pues ella ya no era la misma persona. Sin embargo, no se vio con la fuerza suficiente para echar por tierra las ilusiones de aquel muchacho tan bondadoso.
“Tienes que desaparecer. Inmediatamente. Van a por ti. No hay tiempo para explicaciones. Sólo necesitas saber que viva eres un lujo demasiado caro. Procurarán que parezca un accidente”. “Pero, ¿qué…?” “No hay tiempo. A las 22.03 horas en Sants. Vía 7”.
No podía ser verdad. ¿Un lujo muy caro? ¿Quién era aquel tipo? Las 21.05. Disponía del tiempo justo para salir pitando hacia la estación. ¿Avisaba a alguien? ¿Llamaba a la policía? “¡Vete!” El grito de advertencia brotó desde lo más profundo de su cerebro y la activó como un resorte. Metió un par de bragas y dos camisetas en el bolso, cogió el móvil, se ató un pañuelo verde a la cabeza con la estúpida idea de que le ayudaría a pasar desapercibida, y salió por la puerta. Iba a tomar el ascensor, pero en el último momento decidió bajar por las escaleras… “Procurarán que parezca un accidente”. Ya en la calle apenas había recorrido cien metros cuando una explosión tremenda le obligó a girar en redondo. Sí, no había duda, el balcón en llamas correspondía al piso del que acababa de salir. Menos mal que Aleix no había vuelto todavía.
Llegó a Sants a las 21.55 horas, con el tiempo justo para ver en el televisor de un bar las imágenes de su piso en llamas. “… se cree que en el interior había una persona en el momento de la deflagración. Los bomberos trabajan para reducir las llamas al tiempo que el edificio está siendo desalojado…” La vibración del móvil le hizo desviar la atención de la pantalla. Aleix… Dejó que siguiera vibrando mientras buscaba el andén número 7. 22.02 horas. Ya estaba allí. Sentía cómo los nervios la devoraban por dentro. Sus ojos miraban inquietos en todas direcciones. El tren hizo su aparición… y allí estaba él. No había duda. El mismo traje oscuro y las mismas gafas de sol.