III
Aquella afrenta no quedaría sin castigo. En todos sus años de carrera el Conseguidor nunca había permitido la más mínima falta de respeto. Un acuerdo era un acuerdo y saltarse cualquiera de sus términos acarreaba las correspondientes consecuencias. No se había labrado el indiscutible prestigio que tenía en el negocio mostrando debilidad y comprensión, precisamente.
Estaba furioso. De buena gana habría tomado medidas drásticas. Un coche bomba en algún sitio concurrido… Un ataque bacteriológico… Medidas que llevaran el pánico a todo el país. Lo merecían por tener unos gobernantes cuya palabra valía menos que sus repugnantes deposiciones, pero no podía dejarse llevar por la ira. Era un profesional, el mejor, y, por tanto, la represalia debía ser proporcional a la afrenta.
El emisario español no había dudado en humillarse en su presencia. Jamás había “negociado” con nadie tan patético. Un insulto más de aquel gobierno. “Perdone… Lamentamos lo sucedido… Ha sido un imperdonable error… No volverá a ocurrir… Le prometo que lo solventaremos y le compensaremos por las molestias…” Los balbuceos de aquel tipejo lo estaban poniendo enfermo. “Le reitero mis disculpas en nombre del presidente… Comprenda que no pueda hacerlo él en persona…” Patético. Por supuesto, aquel ridículo ser no regresó para explicar el resultado de la reunión por culpa de un desafortunado accidente.
Cuando un mes atrás el enviado español le dijo que necesitaban contactar con el principal traficante de armas ruso, un implacable ex agente doble de la KGB, el Conseguidor dejó muy claro que una vez iniciada la operación no habría posibilidad de vuelta atrás.
El enviado le explicó que un grupo terrorista había secuestrado a una cooperante española y que para su liberación exigía armamento por valor de 50 millones de dólares.
La cantidad le pareció escandalosa, e inaudito que un gobierno occidental accediera a un chantaje tan desproporcionado, pero ¿quién era él para juzgar el grado de estupidez de un gobierno? Sobre todo, teniendo en cuenta que el 10% de 50 millones era una ganancia más que interesante. No tardaría en comprender las verdaderas motivaciones de la operación. “Malditos gusanos españoles…”
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A Laia le parecían increíbles varias cosas. La primera, estar metida en un follón de proporciones siderales en el que no tenía responsabilidad alguna. La segunda, ser la protagonista en aquel preciso momento, encaramada junto al agente Robredo en lo alto del tren, de una de esas escenas típicas del cine de Hollywood que tan enferma le ponían. Habían subido por la ventana del lavabo. Robredo tuvo que romperla, y ahí llegaba la tercera de las cosas que le parecían increíbles, quizás la más inverosímil de todas: que nadie se hubiera dado cuenta de la maniobra. De hecho, cuando los policías que habían subido al tren con la indudable misión de encontrarlos localizaron la ventana rota tuvieron la certeza de que habían huido por allí. Empezaron las carreras, los nervios, las órdenes y contraórdenes, y el rápido hallazgo del pañuelo que se pusiera en la cabeza al salir de casa horas antes, que el agente Robredo había dejado como señuelo a un par de metros de la vía, fue la prueba irrefutable de que pretendían escapar campo a través.
—¿Todos los polis sois así de espabilados?
—A mí no me metas, que yo no soy poli. De todas formas, pronto se darán cuenta de su error y llegarán a la conclusión de que seguimos en el tren, así que tenemos que abandonarlo lo antes posible.
Laia y el agente Bond iniciaron el regreso a su compartimento mientras el tren se alejaba de las luces que los buscaban entre los arbustos.
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—Mr. Ruipérez, you’ve made the best choice trusting in our bank in order to take care of your Money.
Aquel empleado del National Bank of the Caiman Islands no ocultaba la satisfacción por haber cerrado una operación con la que probablemente acababa de cumplir con los objetivos para los siguientes cinco años.
Ruipérez sintió que se quitaba un peso de encima al entregarle el maletín con los 100 millones y firmar el contrato del depósito.
Habían hecho un negocio redondo con la pantomima del secuestro. Nadie podía imaginar que todo había sido un montaje muy lucrativo. Pero es que lo habían organizado muy bien. Lo más duro fue tener que esperar los dos años hasta poder concluir la operación. Pero los 100 millones bien lo valían. Era una pena que la joven tuviera que morir, pero no podían arriesgarse a que por cualquier motivo descubriera la verdadera naturaleza de su secuestro.
En cuanto la pantalla del teléfono por satélite se encendió supo que algo no iba bien. Tomó aire y se dispuso a contestar:
—Ruipérez.
—Tenemos problemas.
—Lo imaginaba, si no no me estarías llamando a este móvil.
—Se trata de Bond. Nos ha descubierto y se ha llevado a la chica.
Desde luego, una pésima noticia. En aquel momento no podía imaginar una novedad peor.
—¿Dónde están?
—Creemos que en algún punto entre Figueres y Portbou. Intentaban huir en el Talgo a París, pero se han bajado antes de que los pudiéramos detener.
—No pueden llegar a Francia, bajo ningún concepto.
—Lo sé… —El silencio demasiado prolongado del interlocutor de Ruipérez auguraba más complicaciones.
—¿Sí?
—… Hay más…
Pues sí, había algo aún peor.
—Suéltalo.
—Se trata de Cañete… No ha vuelto de su reunión con el Conseguidor.
No hacía falta que dijera nada más. La situación era alarmante. Después de todo, resultaba que la operación no había sido tan perfecta.