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Domiciano,
el emperador rencoroso
Tito Flavio Domiciano había vivido siempre a la sombra de Tito, a quien su padre prefería. Quizás por eso Domiciano creció con rencor hacia su hermano, y no mostraba simpatía hacia quienes le rodeaban. Hay quien lo compara con Tiberio, por su carácter introvertido. A la muerte de Vespasiano no mejoraron las relaciones con Tito, a pesar de que este hacía lo posible por mantener a su hermano cerca. La consecuencia de que Vespasiano excluyera a su hijo menor de las cuestiones de gobierno fue que, al tomar este el mando, carecía de experiencia. A pesar de ello, Domiciano se propuso superar con éxitos brillantes la fama de sus dos predecesores.
Siendo muchas las cualidades del joven príncipe, que tenía entonces treinta años de edad, sus defectos eclipsaban su espíritu emprendedor y su inteligencia sagaz. Era orgulloso, egoísta, frío, desconfiado y carente de escrúpulos al elegir los medios cuando quería imponer su voluntad. La poca simpatía que despertaba entre el pueblo fue la causa de que la posteridad lo recuerde como un emperador desafortunado e infeliz. Nadie puede negar su empeño y afán por hacer frente a su importante misión de gobernar el Imperio; sin embargo ha pasado a la historia como un emperador frío y rencoroso.
Deberían ser sus hechos los que permitieran hacer un juicio ecuánime de su persona, pero no siempre resulta fácil desligar el carácter personal de la conducta externa. Respetó como su padre y su hermano mayor la concepción que Augusto tenía del principado. No se molestó en fingir respeto hacia el Senado, y eso contribuyó a su fama de cruel y tiránico, pues no ocultaba sus ganas de concentrar todo el poder en sus manos. En los dieciséis años de su gobierno, revistió el consulado diez veces, lo que ningún príncipe se había atrevido a hacer antes. Cada vez que él daba su nombre al año (pues en esto consiste el consulado epónimo), privaba a un miembro del Senado de este alto honor. Celebró tres triunfos sobre los dacios, y se hizo aclamar imperator veintidós veces. Se arrogó el título vitalicio de censor, magistratura que le confería el derecho de completar el Senado a su arbitrio y de expulsar a senadores de la curia. He aquí una de las razones del odio que sintió el Senado hacia Domiciano. Se hizo proclamar señor y dios, dominus et deus.
Al margen de la poca simpatía con que se recuerde a este emperador, bajo su mandato la administración del Imperio estuvo en buenas manos. Siguiendo el ejemplo de Augusto, se rodeó de un Consejo de Estado cuyos miembros fueron elegidos cuidadosamente. Una de las novedades más significativas de su mandato fue la descentralización, que se producía por vez primera. Creó un puesto reservado a los caballeros, cuya tarea consistía en supervisar los cuarteles de gladiadores de Alejandría, en Egipto, y enviar a Roma luchadores bien preparados. Dada su natural aversión hacia los senadores, Domiciano quiso asegurarse el favor de las masas a base de pan y circo. Y creó los juegos Capitolinos, a imitación de las grandes competiciones olímpicas griegas. Todo ello resultaba costoso para las arcas del Imperio, que vio muy pronto menguadas sus existencias. En consecuencia, el emperador tenía que limitar los gastos y aumentar los ingresos. ¿Cómo? He aquí la cuestión.
Un pueblo acostumbrado a disfrutar de espectáculos gratis y a recibir distribuciones de dinero no podía ver de repente que esta situación cambiaba. Por otro lado, reducir el número de tropas en las fronteras suponía un riesgo, pues la amenaza que se cernía sobre Italia aconsejaba más un refuerzo que una reducción del ejército. Los impuestos eran, sin duda, los únicos que ofrecían la posibilidad de contribuir a aumentar las finanzas. Sin embargo, la protesta ciudadana no se haría esperar. Y pronto el emperador se convertiría en una persona impopular a los ojos de todos. Así que no quedaba más que una vía posible: condenar a senadores, y confiscar sus bienes. La consecuencia a largo plazo no tardaría en llegar. Se multiplicarían los atentados contra la vida del emperador, pero las arcas estarían llenas.
En su política exterior, Domiciano adoptó una actitud prudente. Solo en casos necesarios permitió atacar a los enemigos más peligrosos, y no se propuso incorporar nuevas provincias al Imperio sino consolidar la paz y la estabilidad. Para evitar revueltas militares, acuarteló todas las legiones en campamentos separados en las fronteras, de modo que dos legiones no pudieran unirse contra el emperador. Como consecuencia de este control, el ejército se convirtió en una estructura férrea y sin energía, ante el riesgo de que a cualquier movimiento fuera acusado de atentar contra la vida de su príncipe.
A pesar de las continuas amenazas en las fronteras, Domiciano no se atrevió a enfrentarse a sus múltiples enemigos más allá del Danubio. Sabía que la victoria solo sería posible con una ofensiva de gran alcance, y el emperador no disponía de las tropas necesarias para ello. Dejó esta empresa, sin duda, para sus sucesores (como Trajano, por ejemplo).
Preocupado por la plebe de Roma y por los habitantes de Italia, fracasó en su intento de ganarse la simpatía del Senado, por el que siempre había mostrado desprecio. Se sucedieron varios intentos de conspiración, que Domiciano logró neutralizar con sentencias de muerte y destierros. No ocultó su odio contra los filósofos, quienes en nombre de la moral condenaban su gobierno de terror. Igualmente hostil se mostró contra los judíos y cristianos, y recaudó sin miramientos el tributo de capitación que los judíos estaban obligados a pagar desde la destrucción del Templo de Jerusalén.
Se creó una situación tan tensa y tan violenta, que el emperador ya no confiaba en nadie. Su rigor inexorable le creó nuevos enemigos que pretendían acabar con él a cualquier precio. En el año 96, dos funcionarios de la corte prepararon un complot para poner fin a su vida, y en él incluso participó su esposa. Antes tomaron la precaución de nombrar a un sucesor, Marco Coceyo Nerva, ex cónsul patricio. Uno de los dos funcionarios entró en el dormitorio del emperador y lo apuñaló a pesar de su resistencia. Con su muerte, llegaba a su fin la dinastía Flavia que dio a Roma tres emperadores.