27
—Ahora. —Harry había salido de la cama, se había vuelto a poner la bata y al hacerlo había levantado al perro, que dormía sobre ella. Le arrojó a Queenie su camisón—. Me lo vas a contar ahora. No me digas otra vez que tengo que esperar. Me muero por ti, mujer. ¿Es que no es obvio? —Hasta un ciego podría ver la prueba de ello bajo su ropa—. Me he ganado el derecho a saber la verdad.
—¡Pero es que no sé si es la verdad!
—Entonces dime lo que sabes.
Y así lo hizo, porque era Harry, y tenía razón; y porque lo amaba y él no le haría el amor hasta que se explicara. Y porque lo necesitaba y, por fin, confiaba en él y en su amor.
Le habló de Molly y de Queenie, y de que no recordaba nada anterior a esa época excepto al horrible hombre cuyo nombre nunca debía mencionar porque les haría daño a todos. Se trataba del hermano de Molly, pero era perfectamente capaz de causarles problemas, aunque jamás lo había vuelto a ver. Él era el hombre del saco, el malo cuyo nombre no debía pronunciarse.
Harry estaba de nuevo en la cama, apoyado en las almohadas junto a Queenie. Le tomó la mano.
—No eras más que una niña.
—Él me amenazó. Yo traté de olvidarlo. Suponía que tenía que olvidarlo o no habría sobrevivido al miedo.
Harry repitió:
—Eras una chiquilla. ¿Qué otra cosa ibas a hacer? Pero ¿qué hay del accidente de carruaje?
—No sé si fue real o si solo fue lo que él me dijo para asustarme aún más. O si me lo contó para que yo creyera ser la niña desaparecida, porque pretendía pedir un rescate por mí a lord Carde, el viejo conde, que murió poco después que su esposa. Sencillamente no puedo recordar los verdaderos hechos, así que nunca he creído que ocurriese en realidad.
—A lo mejor sufriste una conmoción. Creo que es muy común que una persona conmocionada pierda todos sus recuerdos del pasado inmediato. Continúa.
—El plan de pedir un rescate fracasó, seguramente debido a la muerte del conde y a la grave herida de Dennis Godfrey. Al parecer, Dennis Godfrey y Ize trazaron un nuevo plan de chantaje antes de que Godfrey muriera. Yo no supe nada de eso durante años, y estoy empezando a deducir algunas cosas ahora. Molly afirmó que su marido, mi padre, era un soldado muerto de cuya supuesta pensión vivíamos nosotras. ¿Por qué iba a cuestionar a mi propia madre? Molly nunca me contó nada más. Nunca quiso que le hiciera preguntas sobre su pasado o sobre mi padre, así que yo no las hice.
—Te mantuvo aislada y al margen, así que no tenías motivo alguno para dudar de nada de lo que te dijese, ni forma de oír por casualidad algún rumor. ¿Por qué ibas a seguir preguntando si nunca creíste que hubiera ningún problema? Los niños se adaptan. Sacan lo mejor de las cosas e ignoran lo que no pueden comprender.
Queenie asintió. Ahora veía que eso era precisamente lo que ella había hecho.
—Ize dijo que ella nunca me llevó con los Endicott, como su hermano había planeado en principio, porque habrían sabido al instante que yo era una impostora y me habrían rechazado. Ella me quería. Eso sí que lo creo de verdad.
—Por supuesto que te quería. Nadie se desprendería de ti. —La besó en la cabeza—. Y yo no lo haré. Pero nunca encontraron a esa otra niña.
Queenie se encogió de hombros.
—Era pequeña. Quizá cayó en una acequia… ¿quién sabe?
—Sacaron a los perros, tengo entendido, y dragaron el agua. Buscaron durante días y nunca encontraron ni rastro de ella. Pero continúa. ¿Cómo averiguaste que no eras hija de Molly, si no recordabas el pasado?
Queenie le explicó que Ize había ido a verla tras la muerte de Molly. Quería su parte de lo que habían estado acumulando todo aquel tiempo por haber ayudado a Dennis Godfrey con los crímenes y por ocultarlo hasta que pudiese huir.
—Pero el hermano de Molly no llegó a coger el barco, y ahora me pregunto si no sería el propio Ize quien lo mató. Nunca lo sabremos.
—Pero Ize te amenazó —dedujo Harry por el modo en que ella volvía a estremecerse.
—Y a Hellen y a la señora Pettigrew, porque nos habíamos quedado en su casa. Estuvo a punto de destruir el club de juego del capitán Jack para que yo dejase de indagar. Luego me contó la verdad sobre la extorsión. Habían cogido a una niña rubia con los ojos azules de un orfanato, dijo, para engañar al conde y conseguir el dinero del rescate… Y después engañar a Phelan Sloane para que les siguiera pagando por ocultar sus crímenes y aliviar su conciencia. Aquello era mejor que intentar que los jóvenes herederos del conde pagaran por una niña a la que no reconocerían. ¿Sabes? Mientras Phelan Sloane pagase, no tendrían que mostrar a una chiquilla que no era la auténtica. Cualquier pobre huérfana que Molly criase bastaba. Un mechón de pelo, una miniatura de un artista de la feria del pueblo… Sloane se quedaba tranquilo enviando el dinero, aunque tuviera que robárselo a aquellos a los que había herido tan profundamente. Por eso yo quería que la tienda fuese un éxito, para devolverle a alguien ese dinero. Quería contárselo a los hermanos Carde, pero tenía miedo de lo que me pudiera hacer Ize.
Entonces Harry la zarandeó, aunque con suavidad:
—Para ser una mujer inteligente, eres increíblemente tonta, querida.
Queenie se sintió ofendida y su espalda se tensó:
—No lo soy. Yo sola me he convertido en una diseñadora importante, una exitosa mujer de negocios y casi tu amante.
—Ya discutiremos ese «casi» más tarde. Pero creíste a Ize.
—Él estaba allí, y sabía la verdad.
—Te contó lo que quería que creyeras. Era un mentiroso, posiblemente un asesino. Sería difícil encontrar a un hombre más deshonesto que él, exceptuando a su amigo Dennis Godfrey. Lo mejor que se puede decir de él es que traficaba con objetos robados, un perfecto criminal. Cariño, podría haber ido a la horca si tú lo hubieras identificado. Seguramente por eso nunca trataron de devolverte a tu familia, porque sabías demasiado, aunque no fueses capaz de recordarlo todo. Te engañó con ese cuento sobre un orfanato. Y claro que te amenazó, el muy cretino. Debería alegrarse de estar ya muerto, porque si no yo mismo le desmembraría. Pero ¿tú? ¿Tú te creíste todo lo que Ize te dijo?
Queenie rompió a llorar de nuevo.
—Estaba tan sola, tan asustada. Dijo que yo también podría ir a la horca, porque me había beneficiado de los crímenes.
—Pero si no eras más que una niña. Vivías protegida, sin saber nada sobre el mundo ni sus males. No podías recordar todo aquel horror… ¿Qué niño pequeño podría? Incluso ahora no sabes si las imágenes son reales o simples pesadillas. Nadie puede culparte, chérie. Te lo juro.
Queenie seguía llorando.
—Tranquila, mi vida, no pretendía hacer que te sintieras mal. Un poco tonta sí, pero ¿cómo ibas a saberlo en aquel momento? Hiciste lo mejor: huir de él. Fue lo más inteligente y valeroso que podías hacer. Nunca obraste mal, ni una sola vez, y no debes culparte a ti misma, solamente a esos villanos.
—Pero yo dejé que siguieran buscando, incluso después de saber que no encontrarían a lady Charlotte.
—Te mantuviste viva para contárselo ahora. Pronto, conmigo a tu lado. Tendrán que desenmarañar todas las mentiras y averiguar la verdad, si es posible tras todos estos años, y después todos lo sabremos. Y entonces tendrás libertad para ser lo que tú quieras, quien tú quieras. Siempre y cuando esa persona sea mi esposa.
—¿Y de verdad no te importa?
—Me importa que mis pies se están enfriando otra vez.
Un rato más tarde (las velas ya se habían consumido) Harry oyó una tos y un discreto arañazo en la puerta.
—¿Madame Lescartes?
Era el condenado mayordomo de lady Jennifer, que se estaba encargando de comprobar si el grupo estaba cómodo, maldita fuese su peluca empolvada. Harry supuso que habría visto la luz de la lámpara bajo la puerta, o bien oído el crujido de la cama mientras se escabullía de nuevo a su cuarto después de haber comprobado si su señora (en ambos sentidos de la palabra) estaba cómoda.
—¿Está todo a su gusto? —susurró el dichoso mayordomo.
Queenie intentó no reírse.
—Ah, sí, ahora estoy completamente a gusto. Te deseo buenas noches.
Y su deseo se cumplió.
Si el conde de Carde se sorprendió al ver la horda de desconocidos que aparecieron en su puerta, su estoico semblante no lo dejó entrever. Alex estaba demasiado intrigado por la carta que había recibido en la que se le solicitaba una entrevista, y por el mensaje de su hombre de Bow Street, Rourke.
Hizo entrar a aquella multitud en su casa mientras observaba a través de sus anteojos a lady Jennifer, que era demasiado vieja; a la señora Pettigrew, que definitivamente era demasiado vieja y excesivamente común; a la señorita Pettigrew, que era demasiado joven; y a madame Denise Lescartes, que tenía el cabello demasiado oscuro.
Decepcionado, el conde los acomodó a todos en el salón dorado, donde su esposa, su hermano y su nueva cuñada aguardaban ansiosos.
Tras los saludos y las presentaciones, durante los cuales la condesa de Alex se disculpó por no moverse del sofá debido al volumen que ocupaba el bebé que estaba esperando, lady Jennifer se excusó, a ella y a su hermano, con elegancia.
—Creo que somos demasiadas personas para una conversación franca o cualquiera que sea el asunto. Cam y yo nos vamos a pasear por sus hermosas tierras, con su permiso, milord. Creo que mi mayordomo ya ha acompañado al caniche de madame Lescartes y a su joven sirviente a visitar el cenador que divisamos desde el camino.
Jack Endicott les abrió la puerta diciendo:
—¿Un caniche? No deje que mi pupila, Harriet, lo vea, o querrá uno igual.
Alex se inclinó, aliviado por librarse de parte de la incómoda situación, e invitó a los demás a tomar asiento.
La señora Pettigrew encontró un mullido acomodo convenientemente situado junto a una mesa sobre la que reposaba un plato de bombones. Hellen y John George Browne se apresuraron a ocupar sus sitios en el sofá, tan cerca el uno del otro como el decoro les permitía, mientras que el señor Rourke se quedó de pie junto a la ventana en lugar de colocarse con el resto del grupo.
Lady Carde, cuyo nombre de soltera era Eleanor Sloane, prima tanto de la condesa asesinada como de la mujer desaparecida, se quedó absorta observando atentamente a Queenie, especialmente sus ojos, y a continuación se disculpó por su grosero examen. La invitó a que se sentara lo más cerca posible de su sofá, y Harry se quedó de pie tras la silla de Queenie con la mano firme, obvia e inamoviblemente apoyada sobre su hombro.
—Tal vez debamos tener una charla más íntima —sugirió la condesa.
Queenie se aclaró la garganta para detener el temblor de su voz.
—No, estos son mis amigos. O son parte interesada de lo que tengo que decir.
—¿Tal vez una copa de vino, entonces? —sugirió Jack Endicott, sonriéndole. Queenie entendió por qué aquel viejo héroe tenía tal reputación de vividor y pícaro, aunque este acarició la mejilla de su bella esposa al pasar junto a ella en dirección a la mesa en la que estaban dispuestas las botellas y los vasos.
—Gracias, eso sería estupendo.
Se produjo un silencio aún más incómodo mientras todo el mundo bebía, a la espera. Por fin Harry apretó el hombro de Queenie y preguntó si comenzaba él.
Ella alzó la barbilla.
—No, es mi historia.
—Esa es mi chica valiente.
Dejó la copa a un lado, tomó aire profundamente y dijo:
—Soy Queenie Dennis.
La señora Pettigrew la escudriñó por encima de su copa.
—¡Seré estúpida! ¡Claro que lo eres!
—Pero a Queenie Dennis siempre se la describió como rubia, igual que nuestra hermana —dijo lord Carde.
Hellen, su madre y Harry respondieron a coro:
—Es rubia. —Tan solo Harry se sonrojó al darse cuenta de lo que había dicho y de cómo lo había averiguado.
Jack miró a su viejo amigo, pensativo. Antes de que pudiera hacer ninguna pregunta, Queenie se desató el trozo de encaje y las cintas que llevaba para cubrirse la cabeza. Se inclinó hacia delante para que los demás pudieran ver las pálidas raíces que asomaban del cuero cabelludo.
Tragó saliva, pues tenía la garganta muy seca, pero se las arregló para decir:
—Soy rubia. Soy Queenie Dennis y tal vez sea su hermana. No lo sé. No tengo recuerdos de mi primera infancia. Esperaba acordarme de algo al ver Carde Hall. —Se encogió de hombros—. Tienen una casa preciosa, milord, milady, aunque no me resulta familiar.
Alex se inclinó hacia delante.
—¿Pero…?
—Pero tengo pesadillas en las que sufro un accidente de carruaje y me quedo sola. —Entonces las palabras le salieron cada vez más rápidas, como si quisiera decirlas todas de una sola vez para quitárselas de encima. De algún modo, Ize, los diamantes de Harry y Francia se habían mezclado en su relato de un modo no demasiado comprensible. Sabía que tendría que aclarar todo aquello más tarde, pero ahora solo quería contarlo—. Me dijo que era huérfana, y culpable de los crímenes. Estaba tan asustada que no sabía qué hacer. Juro que no sabía lo de la extorsión, ni que el señor Sloane había tomado parte en ello.
Se volvió hacia lady Carde.
—Le ruego que me disculpe, milady, pues sé que es su hermano, y pagó mi vida, mi casa y mi educación, pero no puedo perdonarle. Fui a visitarlo a la posada del señor Browne, para ver si alguno de los dos reconocía al otro… —De nuevo, se encogió de hombros—. Nada. Parece contento, y supongo que me alegro por él.
—Gracias —dijo Eleanor, tomando la mano de su marido—. Pero ¿no está segura de si es realmente mi prima y la hermanastra de Alex?
—No conozco la verdad. Nunca quise reclamar una recompensa, ni nada parecido. Debe creerme, ese no es el motivo por el que estoy aquí. Quería compensarles por el dinero y por su pesar, si fuese posible.
Entonces la esposa de Jack, la antes institutriz Allison Silver, intervino:
—La recuerdo a usted de la sala de entrevistas del Rojo y Negro. Llevaba un velo y un bonito sombrero.
—Fui dos veces. Quería ver los retratos, hacer preguntas. Pero entonces ocurrió el incendio, por mi culpa y a causa de mi curiosidad. No podía causarles más daño a usted y su familia, así que huí como una cobarde.
—Como una cobarde no —insistió Harry—. Como una joven sin nadie a quien recurrir.
Alex se quitó las gafas para limpiarlas, como si se sintiera culpable por no haber estado allí. Jack maldijo, porque se trataba de su club y de su intento por obtener información.
Queenie prosiguió:
—Pensé que podría empezar una nueva vida con un nuevo nombre. Estaría a salvo y podría hallar un modo de ganar dinero para devolvérselo.
Alex hizo un gesto con la mano para señalar la lujosa estancia, repleta de tesoros por todos los rincones y todas las paredes.
—No necesitamos su dinero, querida. Y nada de esto lo provocó usted. No habría aceptado ni un solo penique.
—¿Lo ves? —dijo Harry—. Te dije que Ace sería justo. No tienes nada de lo que preocuparte.
Lady Carde se incorporó todo lo que su abultado vientre le permitía:
—No ha de preocuparse por nada, excepto por averiguar quién es.
—Eso a mí no me importa —insistió Harry.
—Pero a nosotros sí —replicó la esposa de Jack. Se volvió hacia su marido—. Tienes que hacerle las preguntas. Ya sabes, las que preparaste para todas las impostoras que venían por la recompensa.
Así que Jack se inclinó y dijo:
—¿Cómo se llamaba su poni?
—Nunca he tenido un poni. Nunca he montado a caballo en toda mi vida, y no tengo la intención de montar uno de esos enormes y aterradores animales.
—Supongo que eso es natural, después del accidente —dijo Jack—, pero Lottie tampoco tuvo uno. El nuevo poni la estaba esperando aquí, como regalo cuando regresase de su visita al norte.
Hellen apretaba la mano del señor Browne con tal fuerza que este respiraba entrecortadamente. La señora Pettigrew seguía metiéndose bombones en la boca.
La siguiente pregunta era el nombre de la muñeca de Queenie.
Queenie se rió.
—Pues Dolly, como las de la mayoría de las niñas, creo. Recuerdo lo hermosa que era, con aquel aspecto majestuoso antes de que su vestido se convirtiera en harapos y la porcelana se desconchara. Siempre pensé que ella debería llamarse Queenie, y no yo.
—Y así era. La muñeca fue un regalo de la mismísima reina. A ti te pusieron Charlotte en honor a ella.
Queenie negó con la cabeza. Eleanor, lady Carde, rompió a llorar.
Jack casi susurró su última pregunta:
—¿Cómo se llamaban sus hermanos?
—Bueno, todo el mundo sabe que son Alexander y Jonathan, o Ace y Jack. —Se volvió hacia la esposa de Jack—. Incluso usted me lo dijo, en el club, creyendo que estaba allí por la recompensa.
Valerie Pettigrew comenzó a preguntar por la recompensa, pero su futuro yerno le pasó un plato de frutas confitadas para que se callara.
Alex preguntó:
—¿Pero no recuerdas a tus hermanos por ti misma?
Queenie negó con la cabeza con tristeza, pues aquellos atractivos hombres habrían sido los hermanos perfectos, de los que hacen sentir orgullosa y protegida a cualquier chica.
—Cuando oí la pregunta creí recordar a un Andy o Endy de otra época. Tal vez del orfanato. Y debía de haber docenas de Johns o Jacks allí.
—Pero yo era el vizconde Endicott antes de poseer el título de mi padre. Solo Jack y mis compañeros de colegio me llamaban Alex o Ace. Nuestra niñera se refería a mí solo como Endicott.
Sin pensarlo, Queenie dijo:
—La niñera Molnar iba en el carruaje.
—Maldita sea, apenas recuerdo el apellido de la niñera —dijo Jack.
Rourke intervino por primera vez.
—El nombre debía de figurar en los expedientes originales.
Todo el mundo excepto Queenie lo miró con fastidio.
Ella admitió:
—Leí los viejos artículos de periódico cuando me enteré de la conexión. Tal vez lo viese allí.
—Pero una pobre huérfana no tendría una niñera. Ni estaría en un carruaje accidentado al mismo tiempo que nuestra Lottie.
—Ni tendría una bonita muñeca.
—Ni un poni.
Entonces hubo más lágrimas y Eleanor abrió los brazos hacia Queenie para que esta la abrazara.
—Mi primita.
Queenie permaneció en su sitio.
—No estoy segura.
—Yo sí lo estoy —insistió Eleanor, y nadie iba a discutir con una mujer a punto de dar a luz—. Alex, Jack, llevadla al cuarto de los niños para ver si recuerda algo que le devuelva la memoria. Allí era donde la pequeña Lottie pasaba la mayor parte del tiempo, así que nada podría resultarle más familiar.
Tan solo Queenie y los hermanos Endicott subieron. Y Harry, claro.
Les presentaron a un perrito blanco y a un niño pequeño de cabello oscuro que tenía la prominente nariz del conde. Queenie esperaba que el pequeño vizconde Endicott creciese hasta poseer el porte aguileño de su padre, que lo llevaba con dignidad y orgullo. Jack Endicott habría tenido los mismos rasgos afilados de no ser por su nariz torcida, obviamente rota, que completaba su pícara apariencia. Queenie se palpó su propia nariz, pequeña y recta, y suspiró. Entonces miró a su alrededor.
—Nada me resulta familiar.
Alex sacudió la cabeza.
—Mi esposa tiene ideas extrañas. La habitación de los niños se ha repintado, naturalmente, y todos los juguetes frágiles y femeninos se guardaron para protegerlos del bravucón de mi hijo.
Pero no la casa de muñecas. Queenie miró el estante de la ventana y se dirigió directamente al mueble cerrado con su tejado puntiagudo. Sin siquiera dudarlo, giró el pestillo y abrió la puerta. Metió la mano dentro y sacó una mesa de comedor del tamaño de la palma de su mano.
—Tú la rompiste, Jack, usándola como fuerte para tus soldados, pero Endy la arregló antes de que yo pudiera ir llorando junto a papá.
Una de las patas de la mesa estaba torpemente pegada.
Alex tuvo que limpiar sus gafas de nuevo, pero Jack dijo:
—Bienvenida a casa, hermanita.
28
Hubo tantas lágrimas, tantas explicaciones a los demás, tantos brindis y abrazos y más lágrimas, que lady Jennifer y Camden regresaron para unirse a la celebración. Charlie y Parfait, que ahora lucía uno de los sombreros de Harriet, también acudieron a probar el champán. Un viejo perro de caza miraba con tristeza el plato de bombones, vacío.
Queenie tenía que asegurarse de que nadie culpara a Hellen, o peor aún, a Browne antes de relajarse del todo. Ambos fueron perdonados al instante. Jack anunció que compraría una casa cerca de la escuela para los recién casados. Él y Alex les habrían comprado un castillo, de lo felices que estaban. La promesa que le habían hecho a su padre había sido cumplida y tenían a su hermana en casa. Ambos juraron que nunca más permitirían que se alejara de su vista, ni siquiera para asistir a la boda de sus amigos en la posada de la familia Browne, si podían evitarlo.
—¿Y qué hay de nuestra boda? —quiso saber Harry.
—Se celebrará aquí, por supuesto —ordenó Nell—, pues yo no puedo viajar.
Alex frunció el ceño.
—No tan rápido. Nadie ha pedido mi consentimiento.
Jack añadió:
—Y yo me dispongo a aguarte la fiesta, Harking, por tomarte libertades con mi hermana pequeña.
Alex tenía en brazos a su hijo y dejaba que el niño jugase con su reloj. Se lo sacó de la boca antes de decir:
—Con el debido respeto, Harking, no estoy completamente seguro de que seas digno de lady Charlotte Endicott. Tus perspectivas de futuro nunca han sido del todo alentadoras, y la reputación de tu familia mucho menos. Se te conoce como un tipo abstemio y serio, pero por lo que se comenta en la ciudad y en las columnas de sociedad has estado haciendo el asno, por decirlo de un modo sencillo. Nuestra hermana es una heredera de considerable prestigio, ¿sabes? Tendría que hablar con los abogados para conocer exactamente el volumen de la fortuna que su madre le dejó, pero la suma ha sido invertida y se ha multiplicado en varias ocasiones. Lottie también posee la casa Ambeaux, cerca de Hull, propiedad de sus abuelos y cuya rentabilidad yo mismo he visto resurgir. Y luego está el dinero de la recompensa.
Rourke tomó otra copa de vino, sabiendo que no podría permitirse volver a catar una cosecha tan cara, pues no había hecho nada para encontrar a la heredera desaparecida.
Hellen y Browne estaban demasiado exaltados por la promesa de su nuevo hogar para preocuparse por el dinero, y la señora Pettigrew asumió que no tenía posibilidad alguna.
—A menos que pienses que tienes derecho al dinero, Harking.
—Desde luego que no. Queenie, madame Lescartes, ha vuelto a casa por voluntad propia.
Queenie estaba consternada.
—¿Creéis que yo aceptaría vuestro dinero, después de todo lo que os he contado? Donadlo a la nueva escuela, o a un orfanato en todo caso, donde los niños necesitarán cada penique. Yo no pienso quedarme con nada.
Los hermanos se comunicaron en silencio, satisfechos. Su hermana pequeña no solo era hermosa y brillante, sino de buen corazón y orgullosa, una verdadera Endicott. Entonces Alex se disculpó y le pasó a su hijo al tío Jack.
Lady Carde describía la propiedad de Hull mientras todos esperaban y Harry y Jack se observaban mutuamente por encima de la cabeza del niño.
El conde regresó enseguida portando un pequeño cofre. Lo abrió y volcó su contenido sobre el regazo de Queenie. Anillos, collares, broches, perlas, diamantes y rubíes se desperdigaron sobre su falda negra.
—Eran de tu madre, de Lizbeth. Mi Nell recibió todas las piezas que le correspondían, claro, y la esposa de Jack escogió lo que quería de la colección personal de nuestra madre. Así que esto también forma parte de tu fortuna. Cuando seas presentada en la corte, tendrás a todos los buenos partidos de la ciudad a tus pies, y no solamente por tu riqueza y tu apellido, sino también por tu belleza. Así que no hay razón alguna para embarcarse en una alianza precipitada. Además, acabamos de encontrarte. No podría soportar perderte tan pronto.
—Oh, Alex —le reprendió cariñosamente su esposa—, no seas tan estirado. Cualquiera puede ver que están enamorados.
Alex arqueó las cejas en un gesto inquisitivo dirigido a Queenie. Jack profirió un sonido grosero.
Queenie se sentía abrumada y alterada por los acontecimientos del día, por no hablar del cansancio de la noche anterior. Miró a uno de sus hermanos y luego al otro: el conde, tan seguro de sí mismo, con tanta confianza en su autoridad y poder; y Jack, tan gallardo y valiente. Entonces miró a sus esposas, la hermosa aunque hinchada Eleanor y la encantadora Allison, la antigua profesora, que la había hecho sentir menos intrusa entre los aristócratas. Contempló la habitación y vio una familia, un cálido hogar con niños y perros. Eran sus familiares, después de todos aquellos años. Su corazón se hinchó con un sentimiento que nunca había experimentado: el de pertenecer a un lugar. Querían darle sus riquezas, sus casas y la protección de su ilustre apellido, una posición en la sociedad, ventajas que nunca había imaginado. La querían de verdad.
Pero ella no era la niña que necesitaba que la rescatasen, ni una joven tímida e insegura que carecía de orientación. Era una mujer independiente con un modo de pensar propio. Retorció las cintas de su vestido mientras todos aguardaban; entonces se incorporó y habló con un tono firme para que todos lo comprendieran:
—Lo siento milord, es decir, hermano Alex, hermano Jack, señoras, pero no puedo permitir que nadie decida mi destino por mí. Nunca más. Me abruma vuestra generosidad y vuestras buenas intenciones, pero no necesito joyas, ni propiedades en el campo, ni astronómicas cuentas bancarias. Y creo que me moriría de miedo si tuviese que ser presentada en la corte. Yo, y solo yo, puedo decidir lo que quiero, ¿entendéis?
—¿Que es…?
Se volvió para mirar a Harry, que permanecía tan sereno, tan estoico detrás de ella. Su adorable rostro se tiñó de rojo cuando todos lo miraron, pero dio un paso adelante e, ignorando a la ávida audiencia, se arrodilló.
—Querida, tu hermano tiene razón. No soy digno de lady Charlotte Endicott. No tengo una gran fortuna ni vastas propiedades, ni prestigio en la alta sociedad, y sí una reputación algo empañada. —Rebuscó en su bolsillo y extrajo un anillo con un diamante—. Y esta es la única joya que te puedo ofrecer, junto con todo mi amor, por siempre jamás.
—Tú me amaste y confiaste en mí antes que nadie.
—Sin contemplaciones, pero con todo mi corazón.
Ella extendió la mano para que él colocase el anillo en su dedo.
—Y yo te amo a ti, Harry Harkness. Sin contemplaciones. E intentaré ser la esposa perfecta para ti. Y si no supiera cómo ser perfecta, al menos seré la mejor que pueda ser, con todo mi corazón.
Alex quería que esperasen tres semanas para casarse, para anunciarlo como era debido y acallar los inevitables rumores. Eleanor quería que esperasen a que naciera el bebé, para poder invitar a todo el pueblo y a medio Londres a los esponsales y al banquete. Jack opinaba que deberían esperar un año, para estar seguros de su compromiso. Harry deseaba utilizar su licencia matrimonial a la mañana siguiente, o el carruaje aquella misma noche para huir a Gretna Green. Todo el mundo lo ignoró.
Queenie decidió que sería en dos semanas. Era su boda, después de todo, y no iba a permitir que nadie le dijera cómo proceder. De lo contrario no sería más que la hermana pequeña, la torpe novia, la mujer sometida a la voluntad de su marido. Además, era justo el tiempo que necesitaba para confeccionar el vestido de boda perfecto.
—¿Azul como tus ojos? —preguntó Harry—. ¿O rosa como tus labios? ¿Crema como tu piel? Cualquier color excepto el negro servirá, supongo, pero yo te prefiero así.
«Así» era rodeada por los brazos de él, y poco más.
Les habían adjudicado habitaciones en extremos opuestos de Carde Hall, gracias a aquellos libertinos reformados, a sus hermanos protectores, pero ellos habían encontrado el cenador y una gruta, senderos sombríos y apartados, e incluso una casita vacía dentro de las tierras, así que no todo estaba perdido durante aquellas dos semanas. De hecho, habían encontrado mucho más, ahora que todas las dudas se habían disipado.
Todas menos una.
—No sé cómo llamarte, mi amor —se quejó Harry—. Tus viejos amigos te llaman «Queenie». Tu nueva familia insiste en llamarte «Lottie», mientras que los desconocidos que desfilan por el salón utilizan «lady Charlotte». Charlie se niega a referirse a ti de otro modo que no sea «madame Denise». Y el cabeza hueca de tu hermano Jack jura que me atravesará con su espada si digo «chérie» una sola vez más. Dice que es irrespetuoso y que está por debajo de tu dignidad.
Como en ese momento Queenie estaba debajo de él, no pudo evitar reírse de su preocupación.
—Sinceramente, mi vida, ¿qué nombre prefieres tú?
—Pues «lady Harking», claro.
Y ese fue su nombre, y juró ante su familia y amigos y el mismísimo cielo que lo sería hasta su último suspiro.
Pero para Harry siempre sería una mezcla de la sofisticada madame Lescartes, la ardiente chérie que se había entregado a él, la Lottie que por fin podía reír y la verdadera dama que ahora era. No obstante, por encima de todo y para siempre jamás, era Queenie, la reina de su corazón.