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Nell estaba sumergida en una especie de niebla profunda, a pesar del sol de última hora de la tarde. Cuando no estaba apartando al ganso para que dejara de tirar de los lazos de su sombrero o de los flecos de su bolso, estaba sumida en sus pensamientos. Por suerte Eager conocía el camino a casa.

El extraño comportamiento de su hermano, la llegada del forastero y las condiciones de vida de los arrendatarios, todo le daba vueltas en la cabeza como un ciclón. Feas ideas surgían en medio del remolino y chocaban contra el caparazón de su segura vida, obligándola a abrirse a los elementos y a exponerse a la fiera tormenta.

¿Acaso había estado viviendo tras un escudo, protegida de la verdad por sus propios deseos, por su propio miedo a quedarse sin casa y sola en el mundo? La única respuesta sincera que Nell podía darse a sí misma era que sí. Siempre había sabido que a nadie en el pueblo le gustaba su hermano, pero también había creído que era por celos, que se trataba de una distinción de clase. Tendría que haber mirado mejor. Tendría que haber preguntado y haber hecho más, ¡por Dios! Pero Phelan era su hermano y mantenía un firme control sobre su vida. Si Phelan decía que ella debía quedarse en el colegio durante las largas vacaciones de verano, ¿qué otra alternativa tenía? Si él se negaba a permitir que los hombres solteros del lugar fueran a visitarla a la casa de campo de Ambeaux, ¿qué recurso le quedaba a ella? Si él decía que no quedaban fondos extra para salir fuera durante la temporada o para la dote o para un viaje a Londres, donde sus compañeras de clase podían presentarla en sociedad, ¿de dónde iba a sacar ella el dinero? Y si él decía que la necesitaba en casa, ¿cómo iba a marcharse?

Las cosas habrían sido muy diferentes si Lizbeth no hubiera muerto. La adorada prima Lizbeth se habría ocupado de presentarla en la corte y en sociedad; Nell habría tenido el respaldo de una condesa. Lizbeth se lo había prometido en sus cartas y luego una vez más, cuando asistió al funeral de su padre. Le habría buscado a la señorita Eleanor Sloane el más guapo, el más rico y el más amable caballero de todo Londres. Unos pocos años más, solo eso había faltado para que ella fuera por fin una doncella casadera. Pero entonces había sido a su querida Lizbeth a quien se le había acabado el tiempo.

De todos modos la vida de Nell podría haber sido muy diferente si su tío Ambeaux le hubiera dejado una dote en su testamento, solo que él esperaba que o bien Lizbeth o bien Phelan fueran quienes velaran por sus intereses. Phelan, sin embargo, ni siquiera había podido cuidar de ella cuando era pequeña; estaba demasiado destrozado por tanta pérdida. Un día después de la muerte de la tía Ambeaux, Nell había sido enviada de interna a un colegio.

Deberían haberla mandado a una academia más humilde, donde educaran a las hijas de la alta burguesía o donde enviaran a las hijas de los mercaderes para darles cierto brillo. La academia selecta a la que había asistido Nell y a la que había ido también Lizbeth era para mujeres ricas y aristocráticas, que sin duda tenían asegurado el éxito de la temporada y un matrimonio adecuado. Pero Nell carecía de ambas cosas.

En lugar de ello llevaba una vida sencilla, cuidando de la tía de Lizbeth, la tía Hazel, y guardando la casa para su hermano Phelan. Y una vez más, ¿qué otra opción le había quedado a los dieciocho años? Nell había aprendido a aceptar lo que no podía cambiar y a sacarle todo el partido que pudiera a lo que tenía. Podía haber acabado en una casa para indigentes de no haber sido por la casa de campo de Ambeaux, así que cuidaba de ella como si fuera suya. Por fin era mayor y podía abandonar Kingston Upon Hull pero ¿adónde habría podido ir? Algunas de sus antiguas amigas de colegio le escribían de vez en cuando, pero la mayor parte de ellas tenían marido y familia. Ninguna la había invitado a ningún baile o a su fiesta de compromiso. ¿Cómo iba a pedirles un puesto remunerado en sus hogares? ¿Y cómo abandonar a su hermano?

Antes Phelan era diferente. Siempre estaba jugando y riéndose a carcajadas, incluso después de la muerte de sus padres, al llegar a la casa de campo de Ambeaux. Pero cambió cuando Lizbeth se casó. Todos habían sufrido esa pérdida porque la adorada Lizbeth era como el corazón de la casa, pero Phelan había sufrido más que nadie. Al morir ella, fue como si parte de él hubiera quedado rota en ese horrible accidente de carruaje.

Phelan debería de haberse resignado con los años y haber ido dejando atrás el dolor. Pero en lugar de ello su carácter se había amargado, se había hecho más huraño y se había hundido en una melancolía que había ido creciendo con el tiempo. Apenas sonreía y ya ni hablaba con nadie: vivía su vida en soledad, un día detrás de otro. Cuando estaba en casa, se quedaba en la biblioteca durante horas y horas con una copa de brandi, mirando el retrato de Lizbeth. Quizá incluso hablara con ella exactamente igual que la tía Hazel con sus queridos parientes muertos. Nell no lo sabía con seguridad, pero tampoco podía preguntárselo sin arriesgarse a provocarle uno de sus ataques de ira.

También había aceptado su mal humor, diciéndose a sí misma que él trabajaba muy duro y encima tenía que preocuparse por las finanzas. Procuraba desaparecer cuando a él le daban esos temibles ataques o cuando tenía una de sus depresiones, exactamente igual que hacía el resto de los aterrados sirvientes. Pero Nell jamás admitiría que su hermano era un desequilibrado, por peculiares que fueran sus costumbres y por mucho que se parecieran a las de la tía Hazel. Y jamás admitiría tampoco que tenía miedo de él; que temía que la echara a la calle exactamente igual que hacía con los sirvientes.

Sin embargo, en ese momento no le quedaba más remedio que enfrentarse a su hermano. Sin duda Phelan tenía que haberse dado cuenta de que al mandarla a recoger los alquileres, Nell descubriría en qué condiciones vivían los arrendatarios. Y por supuesto debía figurarse que ella no iba a dejar pasar una injusticia y crueldad semejante, tan descarada y egoísta. Nell tenía veinticinco años y guardaba una pequeña suma de dinero ahorrado. La tía Hazel, por su parte, tenía algunas piezas de joyería que podían empeñar si las dos se veían obligadas a abandonar la casa. Y Nell estaba dispuesta a hacerlo si no conseguía las respuestas que estaba buscando.

Eager trotó directamente hacia el establo, ansioso por comerse la avena. Nell en cambio se movía lentamente, con mucho menos entusiasmo. Mientras Christopher, el chico nuevo que se ocupaba del establo, soltaba al burro, Nell desató al ganso. Por fin el animal había dejado de picotearla, así que le quitó las suaves plumas caídas de la cabeza. Pensó en llevarlo por la parte de atrás de la casa hasta el jardín al que daba la puerta de la cocina. Podía dejarlo allí para que la siguiente cocinera a la que contrataran se las apañara con él, pero el ganso no parecía estar de acuerdo. El animal saltó por encima de la valla baja instalada para los conejos y siguió los pasos de su nueva amiga y ama.

—¿Es que crees que Redfern va a ponerse contento cuando te vea delante de la puerta principal? —preguntó Nell, por supuesto sin esperar respuesta.

El ganso, no obstante, inclinó la cabeza a modo de contestación y siguió caminando detrás de ella.

Al dar la vuelta a la esquina en dirección a la fachada principal de la casa, Nell vio a un hombre y a un caballo que no le resultaron familiares. El hombre era alto, de hombros anchos y vestía de modo informal, pero llevaba las botas relucientes y el abrigo estaba confeccionado por un buen sastre. Obviamente, ese era el extraño al que Nell había jurado no hablar, el peligroso libertino que había prometido evitar. Porque, ¿cuántos caballeros desconocidos más podían llegar a un pueblo tan pequeño en el mismo día?

Y sin duda era un canalla y un bribón, porque ahí estaba, luchando contra la diminuta tía Hazel y retorciéndole el brazo hacia un lado y el otro.

Nell no se detuvo a pensar qué pretendía hacer el caballero, atacando de ese modo a la anciana chiflada. Sencillamente echó a correr en su ayuda. Y lo mismo hizo el ganso, detrás de ella.

Alex siguió tratando de estrechar la mano de madame Ambeaux en lugar de besársela, pero ella erre que erre, empeñada en alzar la sucia pezuña hacia su boca. Modales franceses o remilgos, ¿en qué quedaría la cosa?

Entonces oyó un grito detrás de sí.

Una mujer delgada con un aburrido y triste vestido gris y un chal de cachemira sobre los hombros corría en su dirección, seguida de… ¿una mascota? Parecía un ganso, desde luego. Alex se sorprendió tanto, que soltó la mano de la tía Hazel. Y luego se ocupó en defenderse de los graznidos, manotazos, picotazos, bofetadas y puñetazos, hasta que soltó las riendas del caballo.

Como era de esperar, el jamelgo gris se alteró tanto con aquella melé que comenzó a dar saltos y patadas peligrosas cerca de la anciana mujer francesa. Alex trató de apartar a la joven y al ganso empujándolos detrás de sí, y de alejar del peligro a madame Ambeaux haciéndola a un lado. Cayó al suelo sobre el hombro izquierdo y comenzó a rodar, tratando de evitar a la frágil anciana para no llevársela por delante. Entonces recibió un golpe de refilón de un casco del caballo, pero apenas se dio cuenta siquiera con la mujer, el caballo y el ganso todos chillando y saltando encima de él e interponiéndose los unos en el camino de los otros. Alex se puso en pie y trató de agarrar a la joven del chal para apartarla y ponerla a salvo, pero no lo logró. En lugar de eso Nell comenzó a pegarle con el bolso, tirándole las gafas al suelo. Él la arrastró como pudo, a pesar de que ella le daba fuertes patadas en las espinillas con unas botas de tacón de madera y duros codazos en el estómago. De nuevo Alex rodó sobre el hombro, que de todos modos se le había quedado ya insensible, para proteger de los cascos del caballo a la arrebatada mujer. Ella se revolvió y se apartó sin sufrir herida alguna mientras él yacía en el suelo, boca arriba, sin aliento.

Después de eso las cosas podrían haberse calmado, pero entonces la bestia emplumada decidió atacar al caballo. Si el estúpido caballo se hubiera dado la vuelta y se hubiera marchado, podría haber dejado atrás al pájaro sin ningún problema. Pero no: el corcel se asustó y se echó atrás. A esas alturas a Alex ya le daba igual lo que le ocurriera a cualquiera de los dos animales, pero sobre todo le importaba un bledo lo que le ocurriera al suicida del ganso. Sin embargo, la pobre Nell se retorcía las manos de pena y lloraba, y madame Ambeaux gritaba algo en francés. Y mientras yacía tirado sobre la tierra, Alex no pudo evitar pensar que si el ganso moría y su espíritu volvía para charlar con la lunática tía de Lizbeth, aquello se convertiría en un polterganso. Entonces sacudió la cabeza y escupió la tierra y la pelusa de la boca y se olvidó también de los terribles juegos de palabras.

Y se puso en pie para rescatar al maldito ganso.

Agarró las riendas del caballo y las sujetó con fuerza, esperando que alguna de las dos mujeres tuviera el suficiente sentido común para espantar al ganso de allí. ¡Ja! Juntas debían reunir la suficiente sensatez para llenar un dedal, porque la anciana siguió gritando y la joven se acercó para ayudarlo a sujetar al encabritado, saltarín y alterado caballo. Lo cual significaba que Alex tenía que preocuparse por ella en lugar de mirar por su propia integridad. Así que, por supuesto, volvió a salir malparado.

Entonces Alex maldijo y le gritó a la mujer que sujetara al condenado pájaro en lugar de al caballo. Ella le hizo caso, pero soltó tan de repente las riendas que, cuando el caballo sacudió la cabeza, empujó a Alex y lo tiró al suelo. Alex aterrizó, por desgracia, debajo del caballo.

La bestia, muerta de pánico, saltó arriba y abajo unas cuantas veces antes de darse cuenta de que no estaba pataleando sobre el ganso, sino sobre su jinete. Comprendiendo su error o temiendo las consecuencias o quizá, sencillamente, decidido a encontrar un establo en el que ponerse a salvo, el caballo se alejó galopando, lanzándole a Alex un último golpe de refilón, esa vez en la cabeza.

—¡Háblame, chico, háblame! —gritó la tía Hazel.

—¿Por qué?, ¿es que estoy muerto? —respondió Alex sin moverse, atemorizado ante la idea de no poder hacerlo.

No sentía la pierna y eso era malo, aunque comenzaba a sentir el hombro. Pero eso podía ser aún peor, porque quizá significara que se lo había dislocado. De un modo u otro cada vez le dolía más.

—¡No te muevas! —ordenó Nell, como si Alex tuviera elección.

La joven apartó al ganso con el pie para que dejara de picotear los botones de latón de la chaqueta de Alex y envió a la anciana a por agua, a por Redfern y a por las sales. Luego se arrodilló a su lado y comenzó a limpiarle con un pañuelo la sangre que le corría por la frente.

Entonces Alex alzó la vista y vio a un ángel, y se preguntó si después de todo sería cierto que había muerto. Ella tenía la piel cremosa y los ojos más azules que él hubiera visto jamás, y se le escapaban unos cuantos rizos dorados de la sucia cinta que le sujetaba el pelo. Aunque, por supuesto, con las gafas tiradas en el suelo por alguna parte y tan destrozadas como él, todo lo veía borroso. Pero Alex sabía que era bella. Simplemente lo sabía. Además era muy delicada con sus suaves toques en la cara y olía a pipermín. ¿Podía ser aquella la pequeña sombra de Lizbeth, la delgada y pálida niña abandonada a la que él y su hermano habían tomado el pelo hacía tanto tiempo? ¡Señor, los milagros sí ocurrían!

Nell bajó la vista hacia un semblante que ella jamás había olvidado: la nariz Endicott, el cabello oscuro y espeso, las gafas. Aquel extraño no era en absoluto un forastero; era el chico amable y serio que siempre se ponía de su parte cuando eran niños, años atrás; era el joven valiente que había impedido que su hermano, más pequeño y gamberro, le metiera una serpiente por la espalda el día de la boda de la tía Lizbeth. Además, él la había cuidado también ese mismo día de la boda, durante el desayuno, acercándole los manjares más selectos como si su delgadez constituyera una afrenta hacia la hospitalidad de su casa. Ya entonces poseía la dignidad de un noble. ¿Podía ser aquel el ídolo de su infancia ya crecido, el conde de Carde?

Por supuesto, en ese momento, tirado en el sucio suelo, era difícil verle la dignidad. Yacía boca arriba, con el brazo izquierdo en un extraño ángulo y la sangre manando de un corte profundo de la cabeza, el rostro contorsionado por el dolor y los ojos marrones entrecerrados, tratando de ver sin las gafas. Pero seguía siendo su protector, no obstante. Con valentía, las había salvado a ella y a su tía. Había salvado incluso al ganso. Por eso rezaba para que él no estuviera tan mal como parecía. ¡Señor, necesitaba un milagro!

Le limpió la cara otra vez, deseosa de que siguiera con vida.

—¿Nelly?

—¿Ace?

Él sonrió. Y luego cerró los ojos.

Una anciana, un viejo mayordomo y una mujer delgada no podían cargar con un hombre para trasladarlo dentro de casa, y mucho menos subirlo por las escaleras hasta el dormitorio. El chico de los establos, Christopher, debía haberse marchado a su casa nada más guardar a Eager, y Phelan se había llevado al cochero y al mozo consigo. De todas maneras Nell estaba convencida de que, de momento, mientras no conocieran el alcance de las heridas, era mejor no mover al inconsciente lord Carde. ¿Y si al moverlo él empeoraba? Jamás se lo perdonaría a sí misma.

—Necesitamos ayuda.

Era la afirmación más obvia que jamás hubiera oído. Redfern se tapaba los pálidos ojos de la luz del sol con una mano, dándose sombra, y la tía Hazel estaba casi tan blanca y lánguida como el incoloro mayordomo. Así que tendría que ser ella quien ensillara al caballo de Phelan y cabalgara hasta el pueblo. Lo malo era que aquel caballo castrado jamás había llevado una silla lateral de mujer, y Nell nunca había montado en una silla a horcajadas. Pero se las arreglarían. Sin embargo, detestaba tener que dejar a lord Carde allí, tirado en medio del camino. Él podía despertar, o podía estar sangrando por dentro. No podía dejarlo morir allí, entre el polvo, sin nadie a su lado más que un anciano sirviente y una anciana lunática. ¡Él no podía morir!

Nell decidió hacer sonar el gong de la puerta principal que servía de alarma contra incendios. Balanceó el mazo y golpeó el círculo de latón tan fuerte como pudo, y luego repitió la operación una segunda vez para no quedarse corta y una tercera para atraer la buena suerte. El cielo sabía que la necesitaban. La tía Hazel se tapó los oídos con las manos y Redfern se tambaleó hacia atrás.

Alex notó la vibración de la tierra y sintió el sonido en todo su cuerpo. Eran las campanadas del Juicio Final, pensó en su estado de atontamiento semiinconsciente. Estaba muerto. Pero luego sintió que le levantaban la cabeza y se la ponían sobre un suave regazo, así que el asunto ya no le importó tanto. Trató de sonreír cuando notó que una lágrima aterrizaba sobre su mejilla. Los ángeles no debían llorar. Por él no, al menos.

La tía Hazel se arrodilló al otro lado.

—Bien, cariño —le dijo a Nell—. Ya se ha despertado. Ahora los arrendatarios de las granjas oirán el gong y vendrán corriendo. Nos ayudarán a llevar al conde al dormitorio e irán a buscar al cirujano.

Pero, ¿quién se acercaría a ayudar?, se preguntó Nell. ¿Sophie Posener, que estaba a punto de dar a luz, o su marido enfermo? ¿Los Doyle, que ni siquiera le habían abierto la puerta? ¿O los Macalister, que se habían marchado del lugar? Ninguno de ellos acudiría a ayudar a la casa de campo de Ambeaux. Y el resto de los arrendatarios también se mantendrían apartados, se temía Nell; a ninguno le importaba si la casa del dueño de sus tierras se quemaba hasta los cimientos, mientras las llamas no alcanzaran a sus hogares.

—Espero que el chico del establo no haya llegado muy lejos. Él puede ir al pueblo en busca de ayuda —dijo Nell.

El joven Christopher volvió al poco rato, aterrado y apenas sin aliento. Diez minutos antes la casa no estaba ardiendo, se decía el chico, así que sin duda debía estar sitiada por sus espectrales inquilinos habituales. Fue el único que se alegró al ver que la urgencia consistía simplemente en que un forastero estaba tirado y medio muerto. Al menos no eran los espectros.

Christopher salió de allí otra vez disparado: era capaz de recorrer el kilómetro y medio de distancia que había hasta el pueblo en la mitad del tiempo que se tardaba en poner las riendas y ensillar al caballo castrado del señor Sloane. Sobre todo con las órdenes a voz en grito de la señorita Sloane retumbándole en los oídos, junto con las reverberaciones del gong.

Pero la carrera en realidad no hizo ninguna falta. El caballo alquilado del conde había vuelto a la posada, echando espuma por la boca y con los ojos como los de los locos, pero sin el jinete. El señor Ritter, temiendo por la vida de su huésped y por la cuenta que le dejaba sin pagar, reunió entonces a un puñado de los mozos que se encargaban de su establo. El gong, mientras tanto, había sacado de su casa a la mitad del pueblo, y la gente salía a cotillear curiosa, asustada y alterada, casi como si estuvieran de vacaciones. Todos iban por el polvoriento camino en dirección a la casa de campo de Ambeaux, y muchos de ellos tomaban ese sendero por primera vez. Llevaban una puerta de madera por si acaso había que cargar con el conde, y unos cuantos de ellos llevaban además sus pistolas, por si acaso… Bueno, simplemente por si acaso. Algunos llevaban cubos, otros palas. El herrero iba con su martillo, el cirujano con su bolsa de instrumentos y Kitty Johnstone con las faldas recogidas como si fuera de excursión, evidentemente para hacerles pasar a todos un buen rato.

El vicario llevaba su cruz y su Biblia, pero no porque creyera en ninguna de las ridículas historias que se contaban sobre los espectrales inquilinos de la casa de campo: él solía ir allí a tomar el té de vez en cuando, y a cenar una vez al mes. La señorita Sloane era una joven decente y temerosa de Dios que daba clases en la iglesia los domingos. El señor Sloane jamás iba a misa, cierto, pero eso no hacía de él un hombre menos creyente que muchos otros de entre la apresurada multitud. Redfern era un alma desafortunada, no una señal del destino procedente de las alturas. Y madame Ambeaux era una papista, no una bruja. No, él simplemente iba preparado para lo peor, se decía el vicario a sí mismo, aunque rezaba para que todo saliera lo mejor posible mientras jadeaba camino arriba.

Nell habría podido darles un beso a todos de lo contenta que se puso al verlos llegar por el camino, incluyendo al sudoroso herrero, al posadero con la ropa llena de manchas de cerveza y al mojigato del prelado, pero en lugar de ello le ordenó a Redfern que, con la ayuda de Christopher, entrara en casa a buscar vino y agua para los sedientos salvadores. Mientras tanto, todos esperaron a que el cirujano hiciera su primer diagnóstico formando un círculo bien apretado alrededor del conde.

—Sobrevivirá —declaró el señor Lessiter.

Inmediatamente se oyeron vítores y gritos y se alzaron los vasos. Todo el mundo lo celebraba excepto Alex, que apenas oyó la noticia y, por otro lado, prefería estar en desacuerdo con el matasanos. Por encima de él, tirado allí en medio del polvo, se asomaban lo que parecían cien cabezas con sus cien rostros. Si no fallecía por el agonizante dolor, sin duda lo haría de pura vergüenza.

Entonces el cirujano sugirió que quizá fuera mejor colocarle al caballero el brazo izquierdo correctamente en su lugar, en el hombro, allí fuera; de ese modo el traslado puede que no resultara tan doloroso. Alex no era capaz de imaginar que hubiera nada más doloroso aun que lo que estaba padeciendo, pero alzó la vista, tratando de distinguir los ojos azules de Nell. Ella estaba a su lado, agarrándole la otra mano y tratando de infundirle confianza con su gesto de asentimiento, así que él asintió a su vez.

El herrero se colocó a un lado y el posadero al otro mientras el cirujano tiraba y empujaba. Alex se desmayó, el vicario vomitó y el ganso comenzó a picotear las enaguas rojas de seda de Kitty Johnstone. Y luego todo el mundo volvió a lanzar vítores cuando el brazo de lord Carde por fin quedó colocado en su sitio.

—Estaré más seguro del diagnóstico en cuanto lo tengamos desnudo en la cama —le dijo el cirujano a Nell mientras los hombres se preparaban para levantar al conde y ponerlo sobre la puerta, donde lo llevarían escaleras arriba hasta el dormitorio de invitados más grande—. Aunque, por supuesto, ni siquiera entonces sabré si la herida de la cabeza lo ha dejado tonto o no.

—¡Ah, no, me ha reconocido! —exclamó Nell.

El cirujano la miró dubitativo. ¿Cómo podía aquel tipo elegante conocer a la solterona de la señorita Sloane, que jamás había ido a Londres a pasar la temporada? Quizá ella estuviera tan majareta como el resto de la familia.

Nell, que notó el escepticismo del cirujano, añadió:

—Su paciente es el señor Alexander Endicott, el conde de Carde: el hijastro de mi prima. Él me ha reconocido, lo juro.

—Bueno, mejor que mejor si el conde conserva su sano juicio. Aun así, puede que tenga heridas internas que le inunden los intestinos de sangre, o puede que una de esas costillas rotas le perfore un pulmón, aunque no oigo ningún soplido ni ningún ruido ronco en el pecho. O puede haberse dañado la espina dorsal y quedarse inválido. ¡Nunca se sabe!

—Se pondrá bien —aseguró Nell mientras se apresuraba a adelantarse para abrir la cama y sacar más sábanas y toallas limpias, además de una camisa de dormir del dormitorio de Phelan.

También se prometió a sí misma mandar una nota a Londres para pedir el diagnóstico de un médico más experimentado. Y sirvientes adecuados que pudieran quedarse en la casa por la noche. El joven Christopher estaba encendiendo la chimenea, pero ya miraba por encima del hombro hacia la puerta, a ver si oscurecía.

No cabía duda de que Nell, la tía Hazel y el viejo Redfern no podían cuidar ellos solos del conde herido. Incluso en ese momento, el cirujano le ordenó a la señorita Sloane que esperara fuera mientras le pedía ayuda al posadero para desnudar al enfermo. Ella no podía atender al conde en muchas de sus necesidades personales. Nell no habría podido decir quién de los dos se habría sentido más mortificado por ello, si lord Carde o ella misma.

Un millón de ideas se le pasaron por la cabeza, como por ejemplo, a quién debía notificarle lo sucedido y dónde estaba su hermano Phelan cuando más lo necesitaba. ¿Volvería la cocinera para servir al conde aunque al principio se tratara solo de platos especiales para un enfermo? Y ¿de dónde iba a sacar ella el dinero para pagarlo todo? Su pequeño alijo de ahorros se vació al instante, en cuanto comenzó a tender monedas a todos los hombres que habían ayudado a trasladar al conde escaleras arriba. Pagó un dinero extra al cirujano para que inmediatamente después fuera a visitar a los Posener y, además, le dio una bolsa de dinero para ellos, para que contrataran la ayuda que necesitaran. Ya le devolverían ese dinero cuando vendieran los gansos. Luego le dio más monedas al chico del boticario para que le acercara a casa lo que el cirujano prescribiera, y otras pocas más aun al señor Ritter para que le llevara las pertenencias del conde a la casa de campo. Con un poco de suerte, lord Carde tendría un par de gafas extra en su bolsa de viaje porque, en caso contrario, tendría que encontrar dinero también para ese menester. Después de todo, aquella catástrofe era solo culpa suya: suya y del maldito pájaro, y de Phelan por marcharse cuando sabía que el conde iba a visitarlos.

Phelan era el único que podía sacar dinero del banco. También era el único que conocía la combinación de la caja fuerte que había en la biblioteca y el único que sabía dónde se guardaba la llave de los cajones de su escritorio. Y pensando en ello de repente, Nell se dio cuenta de lo estúpida que era esa costumbre, que concedía únicamente al hombre el control completo de toda la casa. ¿Y si hubiera sido él el que había sufrido un accidente?, ¿y si no volvía jamás de donde quiera que estuviera? Sin dejar de reflexionar sobre el asunto, Nell le dio a Redfern el resto del dinero de la casa para que enviara a un jinete a Hull y a otro a Scarborough en busca de su hermano… y del dinero que necesitaban.

Pero muchos de los problemas de Nell se resolvieron cuando llegó un coche de caballos ante la puerta principal de la casa. No era su hermano que volvía, pero la visita resultó incluso mejor bienvenida. El elegante carruaje llevaba al ayuda de cámara del conde junto con sus baúles, sus gafas de repuesto, una pesada bolsa de dinero y unos cuantos mozos. Con todo eso por fin podrían apañárselas.

El nombre del ayuda de cámara personal del conde era Stives, y llevaba ya muchos años trabajando para él. No parecía ni mucho menos tan quisquilloso ni tan melindroso como el ayuda de cámara de Phelan, sino que por el contrario tenía un aspecto más robusto, era mayor y parecía haber sido soldado de joven más que bailarín. Parecía estar acostumbrado al alboroto y a tener que tomar decisiones rápidas. Gracias a Dios que al menos alguien parecía capaz, pensó Nell.

Stives la escuchó con calma mientras ella le repetía el diagnóstico del cirujano:

—El conde se ha dislocado el hombro izquierdo, y el señor Lessiter dice que es posible que jamás se le cure correctamente, de modo que puede que sea propenso a tener recaídas en el futuro. Se ha roto tres costillas, sin duda, y posiblemente tenga también una contusión. Tiene un golpe muy fuerte en la espalda que puede que indique una herida en la médula espinal, lo cual podría producirle una parálisis, pero el señor Lessiter dice que no puede estar seguro hasta que el conde se despierte. No cree que lord Carde haya sufrido heridas internas pero, una vez más, tampoco está seguro de momento. No cree que la herida de la cabeza del conde requiera puntos, pero si empieza a sangrar otra vez, tenemos que mandar a buscarlo. En caso contrario, él volverá mañana por la mañana —explicó Nell, que no pudo evitar trabarse al concluir—: Dice que los próximos días serán decisivos para el destino de lord Carde.

—Milord se pondrá bien —afirmó Stives, que pareció tomarse con serenidad la lúgubre letanía de posibles heridas.

—Sí, pero el cirujano me ha advertido que puede que le dé fiebre y entonces eso demostraría que tiene algún otro daño más. Me ha dejado unos pocos polvos de láudano, pero no cree que debamos administrárselos para rebajarle el dolor hasta que él valore bien la contusión.

El ayuda de cámara hizo un gesto hacia la puerta del dormitorio de lord Carde, que en ese momento no estaba cerrada del todo. Nell seguía aún sin poder entrar.

Sin embargo, sí podía mirar hacia dentro por la rendija. El conde estaba tan blanco como las sábanas de la alta cama que ocupaba, y tenía una enorme venda alrededor de la cabeza; parecía como si alguien hubiera comenzado a enrollarle el sudario a una momia, pero al final lo hubiera pensado mejor y lo hubiera dejado a medias. No se movía en absoluto, pero Nell vio que las sábanas se movían, lo cual quería decir que seguía respirando.

El ayuda de cámara volvió la vista hacia Nell antes de cerrarle la puerta en las narices y repitió:

—Se pondrá bien, señorita. No se preocupe, el conde es fuerte.

Nell se sintió alentada ante la confianza que demostraba el sirviente. Después de todo, Stives conocía al conde mejor que nadie; sabía en qué condiciones físicas estaba y conocía sus debilidades. Si el sirviente que se ocupaba del caballero decía que el caballero viviría, entonces Nell lo creería. Y, de todos modos, tampoco estaba dispuesta a enfrentarse a ningún otro pronóstico.

Tras ocuparse de que los nuevos sirvientes fueran alojados y alimentados, esto último gracias a la promesa de subirle el sueldo a la cocinera, y tras mandar a descansar a Redfern, repentinamente agotado después de haber sido útil casi por primera vez en su vida, Nell por fin pudo ir a cambiarse el asqueroso y sangriento vestido, manchado de barro y excrementos de ganso, y lavarse las manos. Luego se encontró con la tía Hazel en el salón, que le ofreció la taza de té que tanto necesitaba.

—Necesitamos a esos sirvientes que acaban de llegar —le dijo Nell a la anciana—. Desesperadamente. Ace… quiero decir, lord Carde los necesita aquí, así que, por favor, no los asustes con tus cuentos acerca de tus seres queridos muertos que vienen a charlar, ¿me comprendes?

La tía añadió otra cuchara más de azúcar al té de Nell.

—Justo así es como le gusta a André.

—¡No! Tía Hazel, escúchame. No debes asustar a nadie, y menos aún a Stives. Lo necesitamos.

—Necesitamos más al conde. Me lo dijo André.