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1813

Cuando una joven alcanza cierta edad, es decir, cuando una chica está a punto de convertirse en mujer, comienza a hacerse preguntas acerca de su futuro. A los dieciséis se estaba en la edad de soñar despierta con caballeros sobre blancos corceles, con castillos en el aire y con las tímidas miradas al chico de la puerta de al lado. A esa edad, algunas de las chicas del pueblo ya estaban casadas o comprometidas. Otras, a las que no se las necesitaba en casa para ocuparse de las granjas o de sus hermanos menores, se habían marchado a trabajar en los molinos o a servir en alguna casa. Las hijas de los terratenientes adinerados y de los empresarios planeaban sus bailes de presentación en sociedad. Las jóvenes damas de la aristocracia preparaban sus presentaciones ante la corte. Y Queenie… se hacía preguntas.

¿Dónde iba a encontrar un marido? ¿Cómo se habían conocido sus padres? ¿Cómo habían sabido que estaban enamorados?

Cuanto más crecía Queenie, más difíciles de responder se volvían sus preguntas. Lo que a Molly le parecía sencillo trece años atrás, ahora se le antojaba imposible. Había soñado con criar a su preciosa niña como una dama y verla casada con un refinado caballero. Pero ¿cómo? Queenie Dennis no era ni una cosa ni la otra, pues poseía los aires y la educación de una mujer de buena cuna pero no tenía contactos, ni linaje conocido, ni historia. Molly no podía ocultar su propio y ordinario acento, que la distinguía como perteneciente a las clases bajas, pero los chicos que trabajaban en las minas, los molinos y las granjas no eran lo suficientemente buenos para Su Alteza, como sus aspirantes a pretendientes llamaban a Queenie cuando se les negaba una entrevista de presentación a la joven belleza.

Los hijos de la aristocracia veían en ella un diamante que brillaba con una atractiva dote. Pero sus padres harían más preguntas que un tendero o un abogado. Sus madres querrían conocer el árbol genealógico, no solo a la flor de una rama. ¿Quién era la familia de Queenie? ¿De dónde procedía la dote si el marido de Molly no era más que un militar cualquiera?

Vaya, cuán veloces huirían si Molly les revelase que su niña era rica gracias al dinero procedente de la extorsión a un hombre demente que había cometido un crimen. Pero ¿qué podría contarle a un futuro pretendiente? ¿Y qué podría decirle a Queenie acerca de su pasado… o su futuro?

La mugrienta niña sin hogar que era hacía trece años había sobrepasado incluso las estimaciones que había hecho Molly en cuanto a su belleza. Se estaba convirtiendo en una mujer despampanante, con un cabello largo y ondulado de color oro y unos ojos azul intenso. Tenía una complexión perfecta y una figura esbelta, con suficientes curvas como para parecer una mujer en lugar de una chiquilla. Queenie se parecía a su apuesto padre, y no a su parte de la familia; eso era lo que Molly (regordeta, feúcha y de ojos marrones) le decía a la muchacha cuando le preguntaba.

Ahora, sin embargo, el mayor miedo de Molly (aparte de que Queenie descubriese la verdad sobre su origen y la odiase por ello) era que su niña atrajese la atención del tipo de hombre que no le convenía, de alguien sin intenciones de ofrecerle una proposición honrosa. De ahí que nunca asistiesen a los eventos locales, a las cenas o a las ferias campestres, que nunca se reuniesen en el jardín de la iglesia tras los servicios dominicales, que nunca desayunasen en el salón de té o cenasen en la posada cercana.

Molly mantenía a Queenie cerca de casa, donde parecía contenta con sus clases, sus libros y su costura. Queenie tenía aptitudes para la moda y un don para el diseño que Molly fomentaba, ya que servía para mantener ocupada a la chiquilla. Dejaba que los vecinos pensaran que se le habían subido los humos. Dejaba que creyesen que Queenie era una estirada. Permitía que el futuro llegara solo. De todos modos, Molly no estaba lista para desprenderse de su mayor alegría. Queenie era demasiado joven e ingenua, y se hallaba demasiado protegida. La caza de marido podía esperar.

Pero la enfermedad que crecía en el interior del pecho de Molly, no. Por eso, Queenie estuvo demasiado ocupada cuidando de su madre para preocuparse por pretendientes y compromisos. Ahora le tocaba a Queenie atender a Molly, confortarla, contarle historias y aliviar sus miedos… Y escuchar sus confesiones de viejos pecados.

Lo había hecho todo por amor, susurraba Molly a través de sus labios secos y agrietados. Lo había hecho todo por amor a su hermano, y por amor a Queenie.

Entre lágrimas, Queenie perdonó a su madre sin hacer preguntas. Desde luego que tenía muchísimas, pero no podía presionar a una mujer que luchaba por cada aliento. Y Molly le habría desvelado todos sus pecados, con la esperanza de alcanzar el cielo, pero era demasiado tarde. Entre el dolor, el láudano y su lucha por fijar su apagada vista en Queenie, la visión más hermosa a este lado del paraíso, Molly únicamente acertó a pronunciar ahogadamente las siguientes palabras:

—Nunca me casé.

Entonces Queenie se quedó sola. Su tutor se había retirado a casa de su sobrina hacía un año y su maestro de dibujo había encontrado un cliente rico en Bath para quien pintar retratos y realizar servicios más personales. El amigo sombrerero de Molly había emigrado a Canadá años atrás. La taciturna ama de llaves irlandesa regresaba a su casa por las noches.

Queenie revolvió toda la casa en busca de certificados de matrimonio, una biblia familiar con el árbol genealógico escrito, una carta de amor, cualquier cosa. Seguro que Molly deliraba cuando había pronunciado aquellas fatales palabras. Pero Queenie no encontró nada. Molly nunca había aprendido a leer, a pesar del empeño de Queenie, así que ¿cómo iba a escribir pruebas de algo que posiblemente no había existido?

Así que Queenie estaba sola con su dolor. Y era una bastarda.

Ni siquiera sabía quién había podido ser su padre. ¿Un héroe del ejército que se había ido de Inglaterra sin saber que su amada estaba encinta? ¿O acaso el teniente Dennis era un producto de la imaginación de Molly y de su deseo de ser respetada? El hermano de Molly podría saberlo, pero llevaba tiempo muerto. Un triste final para un mal comienzo, había dicho siempre Molly, y un nombre para olvidar. Aquello solamente dejaba a Ize.

Señor, te ruego que no dejes que ese hombre detestable sea mi padre, pedía Queenie mientras le escribía una carta al viejo… ¿Qué? ¿Amigo? ¿Socio? ¿Amante de Molly? Dios no lo quisiera. En cualquier caso, querría saber que Molly había fallecido, y tal vez llegar a tiempo para el funeral.

No lo hizo, y pocos fueron los que asistieron al servicio religioso en el cementerio.

Más tarde, mientras Queenie teñía algunos de sus vestidos de negro, hecha un mar de lágrimas, trataba de no desesperarse con respecto a su futuro. ¿Cómo podía esperar contraer matrimonio ahora? Comprendía y apreciaba las mentiras que Molly había contado para apartar de su hija el estigma de la ilegitimidad, pero un futuro esposo tendría que saber algo así. Tendría derecho a saberlo y también a rechazar a una esposa cuya madre no era decente y cuyo padre era ficticio. Por supuesto, un hombre que la amase lo suficiente ni siquiera se preocuparía por eso, al menos no en las novelas de Minerva Press. Incluso un dechado de amor y lealtad querría conocer de dónde procedía su dote. Si no era del militar muerto, ¿de dónde entonces?

Además, lo que Queenie sabía acerca de los hombres podría caber en su dedal. Según Molly, eran mentirosos y sus cráneos estaban repletos de lujuria en lugar de cerebro. Buscaban la virtud de una doncella, o bien su dinero. Y los maridos podían controlar cada una de las facetas de la vida de su esposa, desde dónde vivían hasta cómo se vestían o cómo gastarse su dote.

Así que Queenie decidió que no se casaría. Entonces contaba con casi diecinueve años y había llevado la casa de su madre durante sus últimos dos años de enfermedad. La casita le pertenecía, contaba con su dote y podía ganarse la vida como costurera.

Pero tuvo que enfrentarse a la verdad. Molly no había ido al banco de Londres durante aquellos dos años y el dinero que tenían en casa se estaba acabando. Y nadie en Manchester le daría trabajo a Queenie. Las sastras la consideraban demasiado altiva. Lo que sucedía es que era demasiado insegura a la hora de tratar con desconocidos. No sabía cómo hablar de un modo convincente para vender sus habilidades y demostrar su potencial. Para las modistas tenía muy poca experiencia, les resultaba una desconocida, excesivamente joven y demasiado peculiar. Hasta su nombre, Queenie, la hacía destacar. La zona estaba plagada de Janes, Marys y Elizabeths. ¿Quién había oído hablar de una Queenie que resaltase sobre el resto de la gente? Se comentaba que se creía demasiado buena para los muchachos del lugar. Demasiados aires de superioridad para las clientas de clase media.

Y aquello solamente le dejaba a Ize como último recurso.

La vida de Ezra Iscoll había mejorado con el paso de los años. Llevaba a cabo operaciones más sustanciosas como perista en un barrio mejor. Hasta se afeitaba, la mayor parte de los días, antes de abrir la tienda. Había creído a Molly cuando le había dicho que se sentiría mejor el próximo mes, el próximo enero, la próxima primavera. Una vez más, había creído que se casaría con él algún día. La muy zorra había mentido y Ize estaba perdiendo su tienda. No quería regresar a los barrios bajos, así que necesitaba que Queenie fuese al banco de Londres, y también necesitaba saber qué sabía ella.

—Lo único que dijo fue que nunca se había casado —le contó Queenie ante una cerveza y unos bocadillos. Sabía que aquello era mejor que ofrecerle a aquel feo hombrecillo té y pasteles. Tal vez se hubiese afeitado, pero no se había quitado los pelos de la nariz y las orejas.

Él retorció el brazalete negro que se había atado a la manga en señal de luto.

—Entonces todo está bien.

—No, no todo está bien, ni siquiera medio bien. Tengo que saber quién era mi padre y por qué mis padres nunca se casaron.

—¿Para qué? Eso no cambiará nada. Lo pasado, pasado está. La vieja Molly se llevó sus secretos a la tumba, tal y como debía hacer. El dinero es lo que no se pudo llevar consigo, por suerte. Ahora es nuestro, tuyo y mío.

Lo último que Queenie deseaba era asociarse con aquel duendecillo glotón de ojos saltones. No le gustaba el modo en que se relamía los gruesos labios cuando la miraba, como si se le estuviesen ocurriendo ideas para hacerse con su dote, ahora que ya estaba totalmente crecida y sin la constante protección de Molly.

—¿De dónde procedía el dinero si no era de la familia de mi padre? —preguntó, con la esperanza de obtener información que pudiese terminar con su relación de una vez por todas. Podía acudir ella misma al benefactor de Molly, si tenía un nombre.

Ize se relamió de nuevo. No había llegado tan lejos en el negocio del engaño sin aprender a manejar un trato peliagudo.

—Te lo diré si vienes a Londres. Sé que Molly dejó un testamento, y eso debería convencer al banco para transferirte sus cuentas. Yo me quedo con mi mitad (nada de tercios o menos, no viniendo de una chiquilla a la que podría estrangular con una mano si fuera un hombre violento) y tú te enteras de algunas cosas que nadie te ha contado. —Por supuesto, le contaría aquello que Ize quisiera que la chica supiese. De ningún modo le iba a hablar de Carde o de la recompensa. Eso supondría firmar su propio arresto. Aquella remilgada señorita tardaría en delatarlo menos tiempo del que él tardaba en decir «lady Charlotte Endicott». Y el dinero del rescate también desaparecería.

Queenie se sintió tentada. Quería la información que Ize estaba poniendo a su alcance como se le pone una zanahoria a un asno. Y no tenía nada por lo que quedarse en Manchester. En Londres podría poner en marcha su propio negocio sin depender en absoluto de Ize ni de aquella dichosa cuenta bancaria.

—Me lo pensaré.

—¿Qué hay que pensar? Podríamos compartir un carruaje de vuelta a la ciudad mañana mismo.

¿Varias horas a solas con Ize? ¿Noches en la carretera? Aquello bastaba para convencer a Queenie de que debía aguardar.

—Tengo mucho que hacer aquí, papeles que firmar y esas cosas. He de escoger una lápida para la tumba, hablar con el abogado, hacer cosas en casa. Te haré saber si voy. O te avisaré desde la casa de la señora Pettigrew. —Nombró a la amiga londinense de Molly.

—Ya veo. Y trae la copia de ese testamento. Si no, volveré yo mismo a por ti.

Ambos sabían que aquello era tanto una amenaza como una promesa. Queenie comprendió que nunca se libraría de aquel hombre hasta que solucionase el asunto del banco de una vez por todas, y también que de ningún otro modo averiguaría nada sobre su familia.

No resultó tan sencillo convencer al abogado de que vender la casa y trasladarse a Londres era lo mejor para Queenie, ni tampoco de que así se cumpliría la última voluntad de Molly. Para empezar, el abogado desaprobaba que las mujeres gestionasen el dinero. En segundo lugar, y siempre según él, cuanto más joven era la mujer, menos capacidad tenía para gestionar sus fondos. Y en tercer lugar, la señorita Dennis necesitaba a un hombre que la guiase para evitar que acabase en las compañías equivocadas, que la timasen para quedarse con su herencia o que encontrase un destino peor que la muerte en las perniciosas calles de la metrópoli. Ahora bien, el sobrino del abogado era un muchacho con muchas posibilidades de entrar en política. Con la esposa adecuada y un poco de respaldo financiero…

Queenie obtuvo una copia del testamento de Molly. La casa y su dote le pertenecían íntegramente a ella, por haber sido una hija cariñosa y diligente. Sin embargo, ningún tribunal había decretado que necesitase un fideicomisario, así que el abogado no tuvo otro remedio que acceder a sus deseos. Recogió su gratamente generosa dote, vendió la casita y sus muebles y dejó la mitad de los ingresos, tras pagar la pensión del ama de llaves, para que el abogado los invirtiese hasta que ella necesitase el dinero para su nuevo negocio.

¿Una mujer haciendo negocios? La señora Dennis no había educado a su hija como una dama para que ahora acabase como comerciante. El abogado se echó las manos a la cabeza. ¡Imposible!

Pero era posible, y además no le correspondía a él tomar la decisión. Para ser una mujer de modales tan moderados, Queenie estaba aprendiendo a tener una voluntad de hierro. Se marchó a Londres ese mismo mes.

No es que fuese asunto del abogado, pero Queenie tenía un plan y un lugar desde el cual llevarlo a cabo. En realidad conocía a alguien en Londres, o lo suficientemente cerca para que la distancia no importase, en Kensington. Valerie Pettigrew había sido una actriz de tres al cuarto muchos, muchos años atrás, cuando ella y Molly, encargada del vestuario, se habían hecho amigas. Valerie había dejado el teatro para convertirse en la amante de un hombre rico, un noble dispuesto a mantenerlas a ella y a la hija que habían engendrado. Desafortunadamente, aunque amaba a Valerie y a la niña, estaba casado con la madre de su heredero. Hellen (con dos eles, en honor al barón, Elliot, y porque Valerie nunca supo escribir bien) era unos años más joven que Queenie. Queenie y Molly solían alojarse en la diminuta habitación libre de la casa adosada de las Pettigrew cuando iban a Londres, y la señora Pettigrew la invitó a visitarla tras el triste fallecimiento de su madre.

Queenie aceptó la invitación. Fue en el carruaje del correo, pálida y paralizada de terror. Se decía a sí misma que no estaba asustada por la velocidad, ni por la mayoría masculina de pasajeros, ni por estar sola. Se decía a sí misma que únicamente tenía miedo del futuro. Se mentía a sí misma.

La señora Pettigrew se mostró encantada de verla, especialmente cuando Queenie hizo las gestiones necesarias para alquilar la pequeña habitación. El viejo barón apenas iba ya a la ciudad, puesto que padecía de gota y temía sufrir una apoplejía entre los brazos de su querida. Su esposa y su hijo lo matarían. Sus infrecuentes visitas desembocaban en cada vez más frecuentes visitas de la señora Pettigrew a Ize, para venderle las pulseras de diamantes y los colgantes de rubíes que el barón le regalaba, a cambio de dinero para carbón, ropa y alimentos.

Hellen estaba emocionada por tener una amiga tan elegante y moderna con ellas. Su madre era demasiado gorda e indolente para pasear por el parque, acudir a obras de teatro o recorrer las tiendas (lugares donde Hellen podía conocer a hombres; seguro que Queenie querría ver a todos los caballeros solteros) y, por supuesto, los sitios de interés.

Pero antes Queenie tenía que hablar con Ize.

Primero Ize la arrastró hasta el banco. Luego maldijo, arrancó un cartel que estaba pegado junto a la puerta y, dedicándole una repulsiva mirada a un petirrojo de Bow Street que vigilaba a los clientes en el interior del banco, volvió a arrastrar a Queenie, esa vez fuera de allí.

—Maldita sea, deben de haber cogido al esbirro de Godfrey. Él es el único que les diría lo de la cuenta. Godfrey no lo hizo, por Satán, porque los hombres muertos no pueden hablar, y estoy endemoniadamente seguro de que Molly no lo haría, no después de haber vivido de ello durante todos estos años. ¡Maldición!

Queenie respiraba entrecortadamente cuando Ize aminoró el paso al llegar a Green Park. Estaba tan enfadado que no se dio cuenta de que ella le arrancaba el cartel de la mano y se derrumbaba en un banco.

Queenie tomó aire de nuevo. Tenía ante sí la imagen de una joven que podría haber sido su hermana. «Ojos azules», decía el anuncio, «cabello rubio claro. Dieciocho años de edad».

—¡Vaya! ¡Podría ser yo!

—Bueno, pero no lo eres —dijo Ize, tratando de recuperar el anuncio de búsqueda. Queenie se aferró a él y siguió leyendo.

—¡Dios santo, mira el dinero que ofrecen por información o por encontrarla! «Lady Charlotte Endicott, conocida en su día como Lottie, está siendo buscada desesperadamente por su hermano, el conde de Carde. Lleva desaparecida desde los tres años de edad… perdida en un accidente de carruaje.» —Imágenes de un coche cayendo, de gritos y de sangre pasaron rápidamente por la cabeza de Queenie—. Recuerdo…

—Recuerdas lo que Dennis Godfrey te contó. No eres ella, y punto.

—Claro que no. ¿Cómo podría ser yo la hija legítima de un conde cuando Molly era mi…? Molly era mi madre, ¿no es cierto?

Ize se sacó un cuchillo de la bota, miró a su alrededor para comprobar si los observaban, se pasó el cuchillo de una mano a otra como decidiendo qué hacer con él y, finalmente, se puso a rasparse la porquería de debajo de las uñas.

—Es hora de que sepas la verdad, yo creo, aunque solamente sea para evitar que acabes en la cárcel.

El rostro de Queenie palideció aún más.

—¿La cárcel?

—Eso es. Cárcel, o deportación. O tal vez la horca. Me colgarían a mí primero, y por eso no vas a contarle nada a nadie, sin importar la recompensa. ¿Me oyes?

—¿Nada sobre qué? ¿Quieres decir que en realidad tengo algo que ver con esta mujer?

—Algo, pero no de una forma legítima, por decirlo así. Molly nunca quiso contártelo; te quería demasiado y le daba vergüenza.

—¿Fui la hija ilegítima de su hermano? —dijo Queenie. Al menos aquel granuja estaba muerto.

Ize emitió un sonido que podría haber sido una carcajada.

—Como si aquel impresentable fuese a hacerse cargo de un bastardo suyo. Dejaría a su propio hijo morir de hambre en una alcantarilla. Pero tenía grandes planes.

—¿Para la hija del conde?

—Ella ya estaba muerta. Echó a perder el trabajo y mató a la condesa, al cochero y a la niñera también. Lo iban a colgar seguro, solo que el tipo que lo contrató era igual de culpable que él. Ese es quien nos ha estado pagando todos estos años. Pero antes de eso, el viejo Godfrey tuvo la ingeniosa idea de devolver a la heredera muerta a cambio del rescate.

—Pero estaba muerta. Acabas de decirlo.

Ize escupió en el suelo.

—Pero había cientos de huérfanos que mendigaban un hogar. Escogió a una niña hermosa, una que se parecía a la damita. Pelo rubio, ojos azules. Lo bastante parecida dentro de lo posible. Habrían pagado, pero el viejo conde murió, y después Godfrey. Y luego Molly va y se queda prendada de ti. No quiso saber nada de entregarte. Además, ella ya era culpable de haber ayudado y encubierto a su hermano. Y de quedarse con el dinero del chantaje. La habrían condenado hasta sin juicio, por tomarle el pelo a un conde.

Queenie no se planteó la culpabilidad o inocencia de Molly.

—¿Entonces soy huérfana?

—Por partida doble, ahora que Molly se ha ido.

Así que Queenie ni siquiera era hija de su madre. No tenía padres, ninguno. Su apellido no era «Dennis». Ni siquiera era el de Molly, al parecer. Debió de haberlo tomado del nombre de pila de su hermano cuando Dennis Godfrey se convirtió en un fugitivo. Solo Dios sabía de dónde procedía «Queenie». Suponía que tenía que sentirse agradecida a aquel horrible hombre por sacarla del orfanato. Los expósitos tenían una baja tasa de supervivencia en instituciones como aquellos asilos, viviendo entre la porquería, la pobreza y la enfermedad, sin oportunidades de mejorar su suerte. Aun así, era culpable de tantos crímenes abominables que se alegraba de que estuviese muerto.

Volvió a mirar el cartel.

—Alguien debería contárselo al conde actual y a su hermano. Mira, aquí dice que la información que se tenga debe llevarse a Bow Street.

¿Alguien debería contarles qué? ¿Que has estado viviendo de su dinero durante dieciséis años? ¿Que tú ibas a ser el señuelo? ¿Que tu propia madre era una chantajista y tu tío el asesino? ¿O tal vez les contarás que yo fui cómplice, que lo supe todo durante todos estos años, también?

—No, yo no haría eso.

Lanzó el cuchillo y la punta aterrizó a un centímetro escaso del zapato de Queenie.

—Claro que no lo harías, maldita sea. Si oigo que te acercas al conde o a Bow Street, no tendrás que preocuparte por ir a la cárcel.

—Solo pensaba que deberían saber que su hermana está muerta para que dejen de buscarla. Pueden enterrar su recuerdo de una vez por todas, en lugar de vivir para siempre con la incertidumbre. —Igual que ella, que siempre se preguntaría por sus orígenes.

—Bah. ¿A quién le importan? Tienen su fortuna. Y nosotros no vamos a sacar nada más, a no ser que se nos ocurra un modo de entrar en el banco pasando desapercibidos. —Observó el cabello rubio de la muchacha que asomaba bajo el sombrero negro—. Puede que con un velo.

Queenie no creía que aquello fuese a funcionar. Si el conde tenía hombres vigilando el banco, seguro que se lo habían notificado a los cajeros. Además, ella y Ize no sabían qué nombre había utilizado Molly en su cuenta. ¿«Molly Dennis», como se la conocía en Manchester? ¿«Molly Godfrey», que era su verdadero nombre? Por otro lado, aunque el testamento establecía claramente que todo su patrimonio y propiedades le eran legadas a su hija, Queenie no tenía forma alguna de probar que ella era, de hecho, la hija de Molly. Entonces comprendió por qué no había encontrado ninguna partida de nacimiento, ni prueba alguna de su origen.

—El dinero no es nuestro —dijo.

Ize arrancó su cuchillo del suelo y lo limpió en sus pantalones.

—Entonces será mejor que yo me quede con una parte de esa dote que Molly apartó para ti. Piénsalo, nena. No serías nada sin mi ayuda.

Queenie no era nadie; no era nada.

—Ese dinero es mío, para abrir una tienda. Nuestro negocio, por otro lado, se ha acabado. No le hablaré de ti a nadie y espero que tú no vuelvas a hablar nunca de mí. Que tengas un buen día, Ize.

Y regresó a casa de las Pettigrew.

Valerie Pettigrew lo sabía todo acerca de la historia de los Carde, la tristeza del viejo conde fallecido y la tragedia de la muerte de su joven esposa, ambos agravados por la desaparición de su hijita. Había anuncios de recompensa pegados por toda la ciudad, recordaba la señora Pettigrew, pero la chiquilla nunca había aparecido. Conocía nuevas historias sobre el capitán Jack Endicott, que había regresado de la guerra y abierto un local de juego para encontrar a mujeres jóvenes de la edad adecuada… que pudiesen saber algo sobre su hermanastra. Contrataba a las más hermosas y las trataba bien, según todos los rumores.

—El Rojo y Negro, así es como llama a su club, ya que no permite que ninguna rubia haga negocios o acompañe a los hombres, en memoria de la pequeña Charlotte —contó la anciana mujer, secándose una lágrima del rostro.

Queenie pensó que aquella lágrima podía deberse a la emotiva historia sobre un joven héroe que renunciaba a su privilegiado estatus en la sociedad para emprender un turbio negocio a causa de un juramento que había hecho cuando no era más que un niño. Por otro lado, Valerie Pettigrew podría estar llorando porque, sin la protección de su barón, no podía visitar el local más distinguido y conocido entre las mujeres de su clase.

Queenie sí podía. Se libró de Hellen, para decepción de su amiga, y tomó un coche de plaza hacia Mayfair. El cochero conocía sobradamente la dirección, pues había llevado a muchas mujeres cargadas de esperanzas a aquel club. Estuvo de acuerdo en aguardar su vuelta por una moneda más. Ella procuraba permanecer tras el velo que llevaba, y tenía dudas acerca de su atuendo de luto.

—Debe tener el cabello rojo o negro, señorita. Y estar dispuesta a sonreír a los caballeros —le aconsejó con educación y generosidad—. Buena suerte.

Queenie no tuvo buena suerte. Era la última de la fila, al parecer, para hablar con el hombre que estaba a cargo de las entrevistas. Sin embargo, pudo contemplar largamente el retrato de la madre de la niña desaparecida, una mujer que se parecía a ella misma lo suficiente como para hacer que desease lo imposible. Qué dulce y elegante, qué perfecta con sus perlas, con una preciosa casa detrás. Queenie podía imaginarse perfectamente allí, como su amada hija. ¡Qué estúpida!

Se retiró el velo y observó a las demás mujeres que esperaban a ser llamadas al escritorio que presidía el largo y estrecho recibidor. Casi todas tenían el pelo rojo o negro, tal y como el cochero le había advertido, y vestían exuberantes y escotados atuendos que definían sus actitudes y ambiciones. Unas cuantas rubias, artificiales o no, buscaban un puesto diferente en el casino. Una mujer vestida con lúgubres ropajes llevaba incluso una niña con ella. Queenie no alcanzaba a imaginar qué era lo que aquella mujer buscaba allí, pero esta fue lo bastante amable como para hablar con ella antes de que le llegase su turno en la parte delantera de la habitación.

—Debes saber que tus hermanos son Alex y Jack. Te preguntarán el nombre de tu poni y de tu muñeca —le susurró mientras dejaba a la niña durmiendo sobre el banco para acercarse al escritorio.

Queenie había oído a la señora Pettigrew hablar de Alex, o Ace, como le apodaban, el actual conde de Carde; y del capitán Jack Endicott, desde luego, el propietario del club. Pero ninguno de los dos nombres resonaba en su cabeza. Creía que debía de haber conocido a un chico llamado Andy o Endy en el orfanato, y seguro que habría un Jack o un John.

Ella nunca había tenido un poni. Molly quería que aprendiese a montar, como una dama, pero a Queenie le daban miedo los caballos, así que nunca lo hizo. En cuanto a Dolly, se había desintegrado muchos años atrás, y Queenie suponía que la mitad de las niñas de Inglaterra llamarían Dolly a sus muñecas.

Entonces el hombre del escritorio se incorporó de la silla. Declaró las entrevistas finalizadas por ese día y se escabulló por la puerta trasera, tras la que Queenie alcanzó a ver a un hombre de pelo oscuro y nariz torcida sentado tras otro escritorio.

Queenie se marchó.

Lo intentó de nuevo la semana siguiente, tras siete infructuosos días inmersa en la búsqueda de empleo con alguna sastra consagrada de Londres. Nadie quería sus diseños ni sus destrezas con la aguja, excepto para puestos en los que pagaban poco por muchas horas en condiciones deplorables.

Aquella vez le pareció haber visto a Ize en las inmediaciones del club, pero ¿qué negocios podía tener él allí? Una vez más no tuvo suerte, ya que la oficina de entrevistas estaba cerrando. Una mujer con más carácter tal vez habría insistido en que su información era importante, que el capitán Endicott se sentiría aliviado tras escucharla, pero supuso que todas y cada una de las candidatas a heredera dirían exactamente lo mismo. Se retiró el velo para contemplar el retrato de nuevo antes de irse.

Unos días más tarde, la señora Pettigrew levantó la cabeza de su chocolate mañanero y su periódico y dijo:

—Vaya, ¿no es extraño? Hemos estado hablando del capitán Jack y su club, y ahora resulta que se incendió anoche. Nadie salió herido, por suerte. Creen que puede haber sido un jugador descontento el que causó el fuego intencionadamente.

Queenie pensó que había sido Ize, para advertirla a ella o al capitán Endicott. ¡Dios santo! Ahora le había causado más problemas a aquella pobre familia, cuando lo único que quería era acabar con su búsqueda y su pesar. Pensó en enviarles una carta, pero le pareció cruel no estar allí para responder a sus preguntas y no asumir la responsabilidad por su complicidad involuntaria en el crimen que causó el dolor de la familia.

Trató de presentarse en el salón de juego una vez más, ataviada con uno de sus vestidos más coloridos, con un sombrero rosa con velo en lugar del negro del luto. Se detuvo en el exterior para leer un nuevo cartel que habían colgado y que Ize no había conseguido destrozar. Esta vez la recompensa por cualquier información era más alta, y más detallada. Ahora buscaban a una joven de unos diecinueve años, conocida en su día como lady Charlotte Endicott, o Lottie, y que posiblemente ahora se identificase como Queenie.

¡Santo cielo! ¡La estaban buscando a ella, la llamaban por su nombre! Solo que no era su nombre, ni tampoco lo eran «Charlotte» o «Lottie». Ella no era nadie, solo una criminal, a pesar de que no había cometido ningún delito. Tenía una deuda con la familia Endicott que iba más allá de toda mesura, pero ¿cómo podía esperar pagársela desde prisión, si es que Ize no la mataba primero al sospechar de sus intenciones? O podría causar más problemas en el Rojo y Negro, o en la casa Carde de Grosvenor Square. Le pidió al cochero que rodease la mansión mientras decidía qué hacer. La elegante casa estaba siendo reparada, y no le resultaba familiar en absoluto. ¿Cómo podría, si no era más que una huérfana?

Era evidente que las Pettigrew verían los nuevos carteles… Y Valerie necesitaba dinero constantemente. Además, seguro que algunas de las sastras a las que Queenie había pedido trabajo recordaban un nombre tan particular. La atraparían, la entregarían y la arrestarían, si es que Ize no la encontraba antes.

Tenía que irse. Irse… ¿adónde? Tenía ahorros y tenía ambiciones. La guerra había terminado y Francia volvía a convertirse en la capital europea de la moda. Las sastras allí no eran costureras ni modistas que copiaban imágenes de las fotografías de revistas. Los hombres eran los diseñadores en Francia, y marcaban estilos para mujeres de todo el mundo. Queenie decidió que ingresaría como aprendiz en un lugar u otro. Su francés era impecable, según el criterio de su tutor, y era consciente de su atractivo físico, por si su destreza y su dinero no le bastaban para conseguir un empleo. Estudiaría mucho y se convertiría en una distinguida diseñadora, un árbitro de la elegancia inglesa, una mujer de negocios con un futuro. Tal vez no tuviese un nombre que pudiese llamar suyo (encontraría otro en Francia), pero sería alguien. Y entonces comenzaría a pagar su deuda de conciencia con lord Carde y su hermano Jack… Y con lady Charlotte.