LA CENA

Me acomodo en mi silla, todavía con ojos llorosos, mientras la gente se ha puesto en pie y aplaude la llegada de la novia. Ella hace una cómica reverencia, da un beso a su ya marido y toma asiento. En ese momento los camareros empiezan a repartir botellas de vino, cerveza y entrantes.

—¿Estás bien? —me interroga el desconocido que está sentado a mi lado.

—Sí, sí, es alergia —miento. Y debo mentir bien porque parece que me cree.

Abro mi bolso en busca de un pañuelo de papel, busco y rebusco pero no me los he traído. Ya iba a pedírselos a Esther cuando, desde el otro lado de la mesa, Mark se incorpora y me ofrece su pañuelo de algodón, blanco con una fina línea azul marino como el color del traje. Aunque esté enfadado sigue siendo un caballero. Lo acepto y me limpio alrededor de los ojos. Joder, ahora tengo ganas de sonarme, pero ¿cómo voy a sonarme en su pañuelo? Qué vergüenza.

Estoy mirando el pañuelo como si fuera un extraterrestre. Levanto la vista y él debe de adivinar lo que estoy pensando, porque asiente con la cabeza y me sonríe mientras hace un gesto con la mano con el que me indica que lo haga. Me dejo de miramientos y me sueno. Esta absurda situación ha hecho que me sienta mejor.

El hombre desconocido que estaba hablando con su acompañante se dirige otra vez a mí.

—George Hansen —se presenta, extendiendo la mano.

—Ana Cruz, encantada —respondo, estrechándosela; pero él me la gira y la besa.

—Tú también eres tejano, ¿a que sí? —le digo más como afirmación que como pregunta.

—Sí, yo tengo más acento que Mark y no hablo tan bien el castellano.

—Ya. Tu acompañante es española, ¿verdad?

—Sí, ella es de aquí, de Alicante. Es mi esposa.

—En España solemos decir «mi mujer». Perdona, ¿te molesta que te lo diga?

—No, no, mi es… mi mujer me corrige todo el tiempo. ¿No está correcto esposa?

Me doy cuenta de que no sabe pronunciar la «erre». Mark sí sabe.

—Es correcto, pero no se usa coloquialmente —le contesto.

—Tu alergia, ¿mejor?

La «jota» tampoco.

—Sí, sí, ya bien. —Nos sirven un primer plato a base de marisco y George nos sirve vino blanco a su mujer, a Esther y a mí. Después se pone él y le pasa la botella a Mark, que sirve a Leo diciendo: «las señoras primero». Leo, naturalmente, se queda encantado y ríe con una coquetería que sólo el paciente Richi es capaz de tolerar sin inmutarse.

—¿Ves, cariño? No has querido sentarte a mi lado y ahora estoy entre los dos hombres más atractivos y galantes de la fiesta; claro que yo ya estoy pillado, pero tú deberías de estar aquí.

—No te molestes, Leo, a la señorita ni siquiera le caigo bien —contesta Mark. Durante un momento pensé que iba a pronunciar mi nombre, pero no, al final dice «la señorita».

—No te conozco lo suficiente como para saber si me caes bien —le contesto directamente.

—Eso podemos arreglarlo. Tal vez en ¿Granada?

Los demás nos miran, se dan cuenta de que esa frase esconde algo, pero yo no sé cómo salir de ésta; está claro, ahora sí, que el juego continúa.

—Tendrás que conformarte con un baile —le digo.

—¿Me estás pidiendo que baile contigo?

«Será… capullo». Decido no perder la paciencia.

—Lo siento, no te oigo muy bien. Hay mucho ruido y no me gusta gritar.

—¿Me estás pidiendo que me acerque?

«Capullo, capullo, capullo…».

—¡Noo! —contesto en tono un poco alto.

—Lo siento, no te oigo. Ya sabes, el ruido —me dice, jactancioso, mientras se levanta y le hace un gesto a George para que intercambie el sitio con él.

—¿Me abandonas? —le pregunta Leo. Mark se agacha, le dice algo al oído y mi amigo se ríe a carcajada limpia.

—Eres muy malo, picarón.

—Tú no te mueves de aquí —le digo a George, sujetándolo por el brazo.

I’m sorry, pero es más grande que yo y muy fácil me deja K. O.

Lo suelto, está claro que no va a ayudarme. Ese olor otra vez tan cerca. Me concentro en el marisco y así evito el escalofrío.

Él toma asiento a mi lado; cerca, incluso más de lo necesario. Jose se acerca a nuestra mesa. Viene de hablar con los novios y los padres, interesándose por cómo va todo, y se dirige a Mark.

—Cuídame a esta chica, no sabes qué manos tiene —le dice.

—Me gustaría comprobarlo, la verdad —responde Mark muy decidido.

—¡Ufff!, pues dile que te dé un masaje. Me hice una contractura en la espalda y, en apenas dos sesiones, me dejó como nuevo. Eso sí, prepárate, porque doler, duele. Os dejo, que sigáis disfrutando de la cena.

—Todo riquísimo —le digo antes de que se vaya.

—¿Es verdad? —me pregunta Mark.

—¿El qué?

—Que tienes unas manos de escándalo.

—No, son más bien pequeñas y poca cosa.

Me coge por la muñeca la mano derecha, que tengo apoyada sobre la mesa, y me acaricia el dorso con el pulgar. Ahora sí que no puedo reprimir el escalofrío y, por el tono de voz con el que me habla, yo diría que él ha sentido algo parecido.

—Son perfectas y me encantaría un masaje. ¿Cuándo vayamos a Granada?

—Estás pesadito con Granada. —Él me sonríe y me mira con ojos de cachorro abandonado—. De todas formas mis masajes no son de placer, soy fisioterapeuta, así que avísame cuando te hagas una lesión.

—Ya tengo una lesión —me contesta. En ese momento el camarero nos interrumpe para ofrecernos el segundo. Dorada sobre lecho de tomates caramelizados y pesto, o entrecôt con salsas diversas. Dorada para mí, entrecôt para él.

—No sé si atreverme a preguntarte. ¿Dónde?

—No seas mal pensada.

—Está bien, me puede la curiosidad, ¿dónde?

—En el corazón —me río con ganas—. Te ríes de mi dolor, menuda terapeuta.

—Es lo más cursi que he escuchado en mi vida.

—Sí, ¿verdad? —y se echa a reír él también.

—Sí —confirmo entre carcajadas.

Al levantar la vista me fijo en que Clara y Dani nos están mirando y cuchichean; Mark también se ha dado cuenta.

—Son unos liantes.

—Sí, se lo están pasando en grande a nuestra costa —respondo mientras nos sirven los platos.

—¿A ti también te han leído la cartilla? —me dice rellenándome la copa.

—Algo así, ¿quieres emborracharme?

—Prefiero que estés serena, por lo menos la primera vez.

—Sabrás que no me voy a acostar contigo hoy, ni borracha ni serena, ¿verdad?

—Lo de «hoy» me ha gustado, significa que tal vez mañana sí. —Me sonrojo y humedezco los labios con nerviosismo, y sus ojos se mueven por mi boca a la vez que mi lengua; una punzada baja por mi estómago hacia el centro de mi deseo—. Pero yo me refería a la primera vez que cenemos juntos —me contesta con voz ronca.

Mark se dio cuenta de que la reacción de ella era tan fuerte como la suya propia. Iba demasiado rápido y decidió frenar un poco, no quería estropearlo y que apareciera otra vez la Annie tarada. Llegados a ese punto, lo estaba disfrutando; podría estar así con ella toda la noche, hablando, bromeando, conectando. Justo eso era lo que necesitaban: un poco más de conexión.

—¿Hablas inglés? —me pregunta de pronto, cambiando el tono de la conversación.

—Un poco.

—¿Y por qué no hablamos en inglés un rato? —me sugiere juguetón.

—Cuando estemos en Yanquilandia.

—Los yanquis son los del Norte, yo soy del Sur.

—Para nosotros, todos sois yanquis.

—En dos semanas —replica después de pensar un segundo.

—En dos semanas, ¿qué?

—En dos semanas vuelvo a Houston, ¿te vienes? —me invita como si lo estuviera haciendo a tomar un café en el bar de la esquina.

—Que manía con hacerme viajar. Granada, Houston, y después ¿qué? ¿Un viaje estelar?

—Siempre me incitas y luego te rajas —contesta con una sonrisa pícara—. Estás mirando mi entrecôt igual que a mi coche, ¿quieres probarlo?

—Sí. ¿Puedo?

—Claro —me dice mientras corta un bocadito, lo unta en la salsa de mostaza y lo pone delicadamente frente a mi boca. Yo la abro, lo cojo y me relamo los labios un poco manchados de salsa. Él me pasa el pulgar suavemente por la comisura y termina de limpiarme. «¡Dios, qué erótico!». Le veo tragar saliva, es reconfortante ser tan deseada por un hombre así, el sexo promete; es tan dulce y atento, tan encantador desde que he vuelto del baño…

«Un momento, cuando hemos entrado en el salón Leo y Dan estaban hablando con él». Me temo lo peor. «Ahora lo que sentirá es… pena».

—Mark…

—Me has llamado por mi nombre. Me encanta cómo suena en tus labios.

—Te lo han dicho, ¿verdad?

—Sí. —No intenta ocultarlo pero tampoco me hace preguntas, sigue degustando su carne con placer—. ¿Qué me dices, Granada o Houston? —pregunta.

—¿No me compadeces? ¿No quieres saber cómo estoy, qué sentí y todo lo demás?

—¿Quieres que te compadezca?

—Claro que no.

—Lo imaginaba. Todo lo demás me lo contarás, si quieres, cuando te parezca oportuno.

Me mira a los ojos profundamente, parece que esté desnudándome el alma; siento una presión en el pecho, ojalá no hubiese dicho justo lo que tenía que decir. Durante todo este tiempo sólo he podido hablar de lo sucedido con Clara. Los demás intentan consolarte, animarte; todo con buena intención, pero yo no quería animarme, sólo quería vivir mi dolor. Él está dispuesto a dejarlo correr, no me presiona; empieza a gustarme más que su coche.

—Pero me gustaría que siguieses llamándome por mi nombre, me encanta cómo suena en esa preciosa boca que tienes.

—Mark —digo remarcando sonoramente el nombre—, eres un capullo conquistador.

—Preciosa, pero un poco sucia —insiste, mientras hace el gesto de limpiarme suavemente con su servilleta.

Se gira hacia mí y coloca el brazo en mi respaldo, acercándose, invadiendo todo mi espacio, me está volviendo loca. Ahora mismo lo sacaría de aquí y… No puedo pensar, ese olor me lo impide, me marea, el corazón me va a cien; tengo que recuperar la cordura.

—De modo que así es como ligas —especulo.

—Así, ¿cómo?

—Toqueteando…

—No te estoy toqueteando —me interrumpe apartándose de mí, medio enfadado.

—Sí lo haces. Y no te ofendas, no te estoy llamando sobón; en realidad si no me gustara hace mucho que te habría partido la cara.

Sonríe, mi respuesta le ha tranquilizado y vuelve a su pose de donjuán.

—En ese caso cuéntame más, me interesa mucho saber cómo crees que ligo.

—Pues… Una caricia aquí, un toquecito allá; ahora coges la cintura, luego la mano, después un roce; te acercas un poquito más de lo necesario y de paso marcas a tu presa con ese olor a madera y a… a… ¡testosterona! Eso era lo que no identificaba.

Le veo partirse de risa, cuando por fin se cansa me dice:

—Ten cuidado, te estás descubriendo.

—No sé de qué me hablas.

—Mentirosa, en realidad te gusta que te corteje tanto como a mí hacerlo.

—Cortejar… —Ahora me río yo—. Eres un anticuado.

Él pasa de mi comentario, pero nos interrumpe la marcha nupcial. Los novios van a cortar la tarta; qué rabia, justo ahora que la cosa está interesante.

Mark no podía creer lo mucho que le gustaba esa loca, con ella era imposible adivinar cómo iba a terminar una conversación. Cuando creía saber por dónde iban los tiros, ella le salía por peteneras. Era sencillamente fascinante, se había dado cuenta de todos sus trucos y le habían gustado.

Y cuando le dijo que no hacía falta que le hablara de su marido, sintió un alivio enorme al ver que ella no tenía intención de hacerlo; no quería escuchar cuánto amaba a otro hombre. Supo que era una locura, pero había decido que Annie era su mujer ideal, la que había descrito a su hermana, y sería suya y de nadie más; al menos durante las dos semanas que le quedaban de estancia en España.

—Siempre que veo a unos novios ofrecerse la tarta con la punta de la espada pienso que, si el que la sujeta se tropieza y se cae… ¿Te imaginas? Qué desagradable sería.

—Cuando yo digo que estás tarada… —me responde sonriendo.

Por fin terminan con el ritual y los camareros se llevan la tarta falsa y empiezan servirnos la de verdad: bizcocho de chocolate con chocolate caliente por encima y virutas de chocolate, acompañado con helado de chocolate; huelga decir que tanto Clara como Dani son adictos a este producto y decidieron que en su boda se darían un buen homenaje. Nos sentamos para disfrutar de la fiesta del paladar y de la conversación interrumpida.

—¿Te das cuenta de que desde que te has sentado a mi lado no he hablado con nadie más? —le recrimino—. Eres un acaparador.

—¿Qué puedo decir, aparte de que es porque necesito mucha atención? Claro que tú no te quedas atrás. Bueno, además podría decir que tú también has estado ligando conmigo.

—¿Ah, sí? —pregunto sorprendida—. ¿Y cómo he llevado a cabo semejante proeza, según tú?

—Primero te has hecho la interesante, luego me has mirado como si estuvieras desnudándome…

—Qué yo he hecho ¿qué? ¡Tú estás para que te encierren!

—Venga, reconócelo.

—¿Cuándo he hecho yo eso?

—En la puerta de la iglesia. Y seguro que es pecado. —Por toda respuesta le doy un manotazo en el brazo—. Luego me incitas a tener pensamientos lujuriosos ofreciéndote a viajar conmigo. Y, si besarme no es marcar territorio, ya me dirás qué es…

—Vale, lo capto, no hace falta que sigas —digo metiéndome en la boca mi primera cucharada de helado y lamiéndome después los labios por si me los había manchado.

—¿Ves? Ese gesto llevas haciéndolo todo el rato.

—El qué, ¿esto? —Y me paso de nuevo la lengua por labios, dándome un sensual bocadito al final. Él, respondiendo a mi provocación, acerca sus labios a los míos, noto su aliento con olor a chocolate y, cuando creo que va a besarme, me dice bajito:

—Además, te has contoneado para mí y has intentado ponerme celoso con el payaso ese.

Me siento hipnotizada, no puedo apartar mis ojos de sus labios. Sé que he retenido la respiración; la suya en cambio está alterada. Y entre los dos, un imán retorcido que nos mantiene a un centímetro de distancia ejerce su influjo sin dejar que lleguemos a tocarnos. «Vamos, bésame».

Mark no quería tomar la iniciativa. Quería que fuera ella quien lo hiciera. «Venga, bésame otra vez, como antes, y yo me encargo del resto», pensó con intensidad, tratando de transmitirle sus pensamientos. Era consciente de que, si empezaba a tocarla, era posible que no pudiera contenerse. Tenía tantas ganas de tenerla que dudaba que pudiera esperar a la tercera cita. Y, de pronto, se escuchó su voz, rompiendo la tensión y diciendo, exactamente, eso.

—Mark… oye…

—Lo siento. Yo… Estaba pensando en voz alta. —Se separa de mí.

Le cojo de las solapas y le acerco a mi cara, poniéndole de nuevo donde estaba.

—Repítelo —digo con un hilo de voz.

—Tengo tantas ganas de tenerte, que no sé si podré esperar a la tercera cita.

—Yo no soy de ésas.

—Lo siento. No quería insinuar nada, es sólo que me vuelves loco, pequeña.

—No soy de las que cuentan las citas.

Su cara es un poema. «Ahora sí va a besarme, por fin…». ¡Mierda! Noto una mano sobre el hombro.

—¿Sabes lo que haría si tuviera una manguera cerca, Ana? —el que habla es Dani, con un fingido tono de cabreo.

—¿Tú no te estabas casando? Pues a lo tuyo —le contesta secamente Mark sin llegar a mirarlo.

—Es que ahora viene eso de «que se besen los novios» y me da miedo que la tires sobre la mesa y…

De repente soy consciente de que estamos rodeados de gente y buena parte de ellos nos están mirando, incluido Raúl. Me pongo como un tomate y me separo inmediatamente.

—Calla —ordeno.

—No le hagas caso. Nos hemos acercado a saludar, lo dice para jorobar —me dice Clara, que está al lado de Dani.

—Mira lo que has hecho —le recrimina Mark—. Has conseguido que se avergüence. No te preocupes, cariño, estás aún más preciosa así, sonrojada —me piropea, mientras Dani suelta una sonora carcajada.

—Tío —comenta cuando se le pasa la hilaridad—, qué cursi te pones para ligar.

—Yo también se lo he dicho —apostillo.

—Oye, ¿pero tú de qué lado estás? —me reprocha Mark, y antes de que pueda contestar, los invitados comienzan a entonar el típico «¡que se besen!». Dani rodea con sus brazos a Clara y le da un beso de película, inclinándola exageradamente, mientras Mark entrelaza sus dedos con los míos. Nos miramos. Ambos pensamos en la promesa de lo que va a ocurrir esta noche. Somos conscientes de que vamos a tener que esperar para besarnos, no es plan de entrometernos en el «momento novios».

Suena una música que da por acabado el beso. Clara y Dani se dirigen al centro del salón, donde se ha preparado una pista de baile, y da comienzo el tradicional vals. Todos aplaudimos al terminar y empiezan a salir a bailar otras parejas. En ese momento Raúl se acerca a mi mesa.