EL CAMINO
Enseguida llegamos al coche, que está aparcado muy cerca. Un Jaguar, cómo no; un modelo XJ —yo diría que de este mismo año—, precioso, la verdad. Se acerca a la puerta del acompañante y la abre. Sin mando a distancia, sin llave, sin tarjeta; llave inteligente, en cuanto te acercas la detecta y se desbloquea directamente el cierre centralizado. Una vez que me acomodo y me pongo el cinturón, él cierra la puerta y se dirige hacia la del conductor. Entra, se asegura el suyo y nos ponemos en marcha.
Estoy maravillada, me siento flotar. Espacioso, asientos de piel, un montón de lucecitas y botones, el salpicadero negro con algunos toques en madera, música clásica de fondo.
—¿Las Polonesas?
—Sí, ¿te gusta la música clásica?
—Sí. Musicalmente tengo una mente muy abierta, desde la ópera hasta el rap, pero lo que escucho más habitualmente es rock, jazz y música clásica.
—¿Y flamenco?
—También. Tanto el clásico como el de fusión.
—Algún día podrías llevarme a ver algún espectáculo.
—Típico guiri.
—Sé que me estás insultando, pero sigo queriendo ir.
—Claro, y después una corrida.
—¿De qué tipo? —me dice sonriendo de forma seductora.
—¡Ja!
—No, lo del toreo no me llama, me da un poco de grima; como soy guiri…
—No a todos los españoles nos gustan, ¿sabes? Te lo he dicho porque es lo típico de un guiri, Hemingway hizo mucho daño.
Veo cómo sonríe. Aunque parece mentira, estamos disfrutando de la conversación.
—¿Eres norteamericano?
—Culprit. —Le gusta hablar con ella así; relajados, cómodos.
—Sureño, ¿verdad?
—De Texas.
—Ya me parecía a mí.
—¿Porque hablo bien español?
—En parte. —Lo cierto es que es porque tiene una forma de comportarse que me recuerda a los tejanos que describe Lisa Kleypas en sus novelas; pero eso no se lo digo, claro.
—Mi madre era andaluza y yo estuve en un internado en Madrid desde los doce hasta los diecisiete, por eso hablo tan bien español; además de que en Texas hay muchos hispanoparlantes.
Me relajo en el comodísimo asiento. El coche va suave y empiezo a notar cómo me destenso y me atrevo a indagar más.
—Y siendo tu madre andaluza, ¿nunca has visto un espectáculo flamenco?
—No. He ido a Granada muchas veces, incluso pasé algún verano allí, pero nunca ha sido posible.
—Si alguna vez vamos juntos a Granada te llevaré al Sacromonte para que te saquen los cuartos como a un buen guiri. Aunque la verdad es que es muy chulo, muy racial, a pesar de que se parezca poco a las pelis de Ava Gadner.
—Ya imagino. El fin de semana que viene lo tengo libre y todavía estaré por aquí. ¿Y tú?
—Jacob, estaba bromeando.
—Yo no. Mi nombre es Mark; Jacob es mi apellido.
—Lo sé.
—Pues llámame Mark.
—Preferiría no hacerlo.
—¡Ah! Your favorite phrase.
—Hacía mucho que no la decía. ¿Te importaría hablar en español todo el tiempo?
—You understand me, ¿yes?
—No te entiendo en absoluto —se ríe. Tiene una risa preciosa, contagiosa. Yo también me río—. ¿Es diésel o gasolina? —le pregunto cambiando de tema.
—¿El coche?
—No, tu aparato locomotor. Por supuesto que el coche.
—Eres una graciosilla, ¿eh?
—¿Y bien? —insisto, pasando por alto su calificativo.
—Gasolina.
—Um, gasolina… Cambio manual, de 0 a 100 ¿en cuánto? ¿Cinco segundos?
—Cinco coma siete. Éste no es el sobrealimentado —responde, mirándome con curiosidad.
—¡Mira la carretera!
—Tranquila, perdona.
—¿Trescientos ochenta caballos? —insisto en las cualidades técnicas del Jaguar.
—Trescientos ochenta y cinco.
—¿Y consume?
—Algo más de once litros a los cien.
—¡Ummmm! —se me escapa un profundo suspiro. Me encanta—. Me encanta este coche.
Mark está a punto de reventar. No puede evitar pensar si durante un polvo también suspirará así. Si Ana supiera cómo le ha puesto se sonrojaría o le daría una hostia, pero era mejor guardarse esos detalles para sí mismo. Sonríe ante sus pensamientos. En algún momento tendría que preguntarle si le gusta el boxeo porque, de ser positiva la respuesta, le pediría matrimonio. Dudaba de que cuando le dijera a su hermana que había conocido a la mujer de sus sueños, le creyera.
—Me parece que te has enamorado.
—Puedes estar seguro —confirmo.
—Nunca había conocido una chica a la que le gustasen los coches, los deportes, la cerveza y el rock.
Al escucharle recuerdo cuando Marcos y yo veíamos a los de Top Gear analizando coches y destrozando caravanas; los partidos de fútbol en el campo y en el bar de las rusas las múltiples subidas a Primera del Hércules de Alicante, aquella visita al Bernabéu; el mejor partido de tenis de la historia, entre Nadal y Federer; los torneos de boxeo de nuestro amigo Juan; los cubos de cerveza y cacahuetes compartidos en el As de Pikas mientras escuchábamos buen rock; las partidas de póker… Aparto los recuerdos de mi mente porque me están dando ganas de empezar a ser borde otra vez.
—Entonces es que no has conocido a muchas —replico cortante.
—Créeme, sí. He conocido a muchas.
—Vacilón.
—No estaba presumiendo.
Cierro los ojos y me quedo en silencio. No quiero hablar, prefiero refocilarme en mi dolor.
El convite es en El Çigró, un restaurante de Torrellano situado en el polígono donde está el hospital en el que trabajamos Clara y yo y las oficinas de comercio internacional en las que trabaja Dani —y parece ser que también Mark, aunque no lo haya visto nunca—. Normalmente en este restaurante, que es muy bonito y acogedor, no se dan bodas, pero hemos establecido cierta amistad con Jose, el dueño, y se ha encargado de preparar una celebración impresionante: ha montado el salón y una fiesta con música hasta las cuatro; chocolatada y autobús para el regreso a casa. Luego, al día siguiente, el autobús nos recogerá a la una y nos llevará a buscar los coches. Los novios, en cambio, se quedan en el hotel del polígono. Buen plan. Lo que no se le ocurra a Clara…
—¿Puedo preguntarte algo sin que te enfades? —me dice Mark, interrumpiendo mis cavilaciones.
—Puedes preguntarme lo que quieras, lo que no puedo es asegurarte que no me enfadaré —respondo muy digna.
—Ok, es lógico. Me arriesgo: ¿Por qué te he caído tan mal?
—Porque me has llamado rara sin conocerme, porque te has puesto pesado, porque te has comportado como un arrogante y un engreído… ¿Sigo?
—No, por favor, mi ego ha quedado muy maltrecho. ¿Me dejas que me explique?
—Claro.
—Me ha parecido raro ver a una chica tan preciosa y elegante bebiendo cerveza y leyendo un periódico deportivo, sola, mientras su amiga se está casando.
—Ya.
—¿Y?
—Y, ¿qué? ¿Querías explicarte tú, o lo que pretendes es que me explique yo? Porque yo no tengo que justificarme ante nadie desde hace mucho tiempo, y menos ante un desconocido. ¡Y mira la carretera, que no quiero estamparme!
—Ahí está mi machote. Llevaba mucho tiempo calladito.
—Le he prometido a Clara que intentaría ser amable, pero me lo pones muy difícil. ¿De verdad quieres empezar otra vez? ¿No podemos tener un viaje tranquilo?
—Perdona, es que es divertido picarte —responde, mirándome con una sonrisa burlona.
—Jacob, que no quites los ojos de la carretera, ¡copón!
—¿Copón?
—Es un taco.
—Vaya taco. Un copón es una copa grande.
—Vale. ¡Joder!, ¿te gusta más?
—Me encanta, en realidad.
—No seas grosero. No te pega.
—Ah, ¿no? Después de todo lo que me has llamado antes, yo diría que sí me pega.
—Pero eres un caballero sureño. Los caballeros del Sur no son groseros con las chicas.
—Si tú supieras…
—¿Estás casado? —pregunto de repente. Me sale sin querer, sin avisar, y rápidamente me arrepiento, pero disimulo.
—¿Te parece que estoy casado?
—A mí no tiene que parecerme nada, sólo era una pregunta para cambiar el rumbo de la conversación.
—No. No estoy casado. ¿Y tú? ¿Hay algún valiente capaz de lidiar contigo?
—Yo… no. Supongo que no estoy casada.
—¿Supones? ¿Separada? No me digas que he vuelto a meter la pata.
—No, no, tranquilo. Quería decir que no, que no estoy casada —respondo mientras me acaricio el anillo; de lo que se da cuenta. ¡Qué manía de quitar la vista de la carretera!
—¿Y la alianza?
—Es un recuerdo —contesto—. Por fin hemos llegado. ¿Sabes ir al restaurante, o te guío? Porque no me acuerdo del nombre de la calle para el Tomtom.
—¿El tontón?
—El GPS.
—¡Ah! —y se ríe con una carcajada sincera de mi broma simplona. Eso hace que me guste aún más.
«¿Cómo que aún más? ¿Estás loca? Este tipo no puede gustarte», me digo a mí misma, intentando convencerme.
—No te preocupes, sé llegar, pero ¿quieres conducir tú hasta el restaurante?
—¿En serio?
—Adivino el deseo en tu mirada y, puesto que está claro que no es por mi aparato locomotor, digo yo que será por el coche. ¿Te apetece llevarlo?
—Sí, por favor…
Para, apartándose a un lado de la calzada, ya dentro del polígono, que como es sábado por la noche, está vacío. Aún no he terminado de quitarme el cinturón cuando ya está abriéndome la puerta. ¡Qué habilidad tiene! Me tiende la mano para ayudarme a bajar, e iba a replicarle alguna bordería, pero cambio de opinión y me dejo mimar. Me acompaña al asiento del conductor y, una vez que me he acomodado y puesto el cinturón, se agacha a mi lado para explicarme cómo van las luces, los intermitentes…
«Umm, ¡qué bien huele! A madera con algo más… No sé, no lo identifico». No he escuchado nada. Se mueve despacio, demasiado cerca, impregnándome de ese aroma suyo. Puedo notar su aliento, su respiración algo agitada cuando su cara está a la altura de la mía. Me mira directamente a los ojos, como antes, cuando estaba apoyado en la fachada de la iglesia; tan profundamente…
Me aparta un mechón de la cara y lo pone con cuidado detrás de mi oreja, luego aleja la mano dejando que sus dedos me acaricien mientras los retira. Me estremezco otra vez.
—¿Todavía tienes frío? —pregunta con voz ronca.
—Eh… Un poco. Será mejor que subas, o al final van a llegar los novios antes que nosotros.
—Sí, claro.
Le escucho aclararse la garganta con un leve carraspeo mientras se incorpora dando un paso hacia atrás. Cierra la puerta y se dirige a su asiento; sube, se abrocha el cinturón y, cuando va a explicarme cómo van las marchas, salgo chirriando ruedas.
—¡Eh, loca! ¡Que es mi coche! —se queja, enfadado.
—Vamos, pon un poco de aventura en tu vida. ¿No te gustaba el machote que llevo dentro?
—Prefiero a la mujer dulce y femenina que pareces desde lejos.
—¿Estás seguro? —le reto.
—¿Es que no sabes que para un hombre no hay nada más importante que su coche?
—Salvo, quizá, su mujer.
—Ya, pero yo no tengo mujer. ¿O te estás ofreciendo como candidata al puesto?
—Ni se me ocurriría. No te preocupes, que no maltrataré más a Jag.
—¿Le acabas de poner nombre a mi coche?
—¿No te gusta?
—Un poco simple y muy evidente.
—Es que yo soy simple —replico muy convencida, a lo que él me responde con una sonora carcajada.
—Es ahí enfrente. Aparco aquí.
—Prefiero aparcar yo, si no te importa. —Aún no he terminado de decirlo y ya estoy haciendo la maniobra; a la antigua usanza, pasando de la guía—. ¿Ves, miedica? En su sitio, ningún arañazo. Creo que a Jag le gusto yo más que tú.
—No lo creo, pequeña. —«¡Cómo no…!». En lo que tardo en coger mi cartera, él ya está junto a mi puerta, abriéndola. Tanta caballerosidad me está empezando a poner enferma.
Mark no ha podido evitar llegar a temer por la integridad de su Jag, como ella lo ha llamado, y por la intensidad de sus reacciones. No podía creerse cuánto le gustaba esa chica.
—No hace falta que me abras la puerta cada vez que entre o salga; sé abrirla sola —protesto.
—Y tampoco quieres mi chaqueta, claro. Lo digo porque otra vez tienes escalofríos…
«Sí, pero no es de frío». El contacto de su mano al ayudarme a bajar, el roce de nuestros cuerpos al salir del coche, ha hecho que me estremezca una vez más.
—Debo estar incubando algo —respondo.
—¿Deseo, tal vez? —Parece que se ha dado cuenta. Intento disimular atacando.
—¿Tienes ya en la lista «presuntuoso»?
—No, ése es nuevo.
—¡Presuntuoso! —confirmo.
—Veo que no lo niegas…
—La verdad es que sí hay alguien en mi vida. Hace tiempo que no le veo y probablemente le veré esta noche, pues…
—Lo dices para ponerme celoso, mentirosa.
—No seas ridículo. Acabamos de conocernos y no nos llevamos precisamente bien.
—Dicen que ésos son los mejores polvos —dice provocativamente. En un segundo decido que la mejor forma de fastidiarle es hacer caso omiso de su comentario.
—Ya hemos jugado suficiente. Ten tu chaqueta, gracias por traerme y que te diviertas; ahora voy a socializar.
Me pongo de puntillas, le aferro por la corbata para tirar de él hacia abajo y le planto un beso ligero en los labios. Acto seguido me doy media vuelta, muy digna, y entro en el restaurante contoneándome cuanto puedo, consciente de su mirada fija en mí y, más exactamente, en mi trasero.
Mark tomó inmediatamente una decisión: si le gustaba jugar iban a hacerlo y él iba a pasárselo muy bien. ¡Qué demonios!, le había besado y se había contoneado para él… Durante el trayecto al restaurante había estado observándola y le hacía mucha gracia la forma en que se mordía los labios; le encantaba cómo se los humedecía. Y aquellos escalofríos, por no mencionar el espectacular trasero. Supo que tenía que conseguir tener ese trasero en sus manos. «Sí, otra vez rubia». ¿Qué podía hacer? Era una debilidad.