CAPÍTULO XI
Después de pasar por mi oficina tomé el camino que debía conducirme a casa de mi cliente. Ya era hora de presentar mi informe. ¡Y qué informe!
Aparqué el coche frente a la entrada principal y salté a la acera. Antes de entrar me detuve un instante para cerciorarme de que todo estaba en orden. Lo único que tenía que hacer era sacar un cigarrillo…
Dos minutos después estaba en presencia de míster Grogan, recibiendo sus felicitaciones por el hallazgo de los documentos que nos habían llevado de coronilla.
—Estaba seguro de que usted lo conseguiría, Cameron —afirmó lleno de entusiasmo. Y añadió—: Desde el principió tuve el convencimiento de que no debía preocuparme. Usted no podía fallar…
Seguí saboreando el excelente whisky. Míster Grogan era un hombre feliz. Siguió hablando:
—Naturalmente, antes de encargarle el asunto hice ciertas averiguaciones, ¿comprende? Me dieron inmejorables referencias de usted y sus métodos.
—Me alegro mucho.
Se frotó las manos. Luego bebió también un trago y, tras dejar el vaso, repitió:
—Sí, sabía que usted los encontraría…
Entonces hablé yo. Dije suavemente, al mismo tiempo que sacaba el paquete de cigarrillos de mi bolsillo:
—¿Por eso no se entretuvo en buscarlos usted después de matar a su esposa?
Se inmovilizó, mientras yo encendía el cigarrillo tras devolver el paquete al bolsillo. Su vaso se había detenido a mitad de camino de la boca. Tenía los ojos entrecerrados y pareció que iba a atravesarme con la mirada.
Al fin balbució:
—¿Qué ha dicho?
—Lo ha oído perfectamente. Debí haberlo pensado mucho antes, míster Grogan. Usted me encargó descubrir el paradero de Mabel, pero tuvo la astucia suficiente para estar cerca de mí cuando la encontré. ¿Cómo lo hizo? ¿Me siguió?
—Pero… usted debe haberse vuelto loco…
—Lo he estado al no comprenderlo antes. Usted presenció mi encuentro con Mabel; la vio después separarse de mí y la siguió, creyendo sin duda que yo la aguardaría en el bar… y la mató al enterarse de que no iba a traerme los documentos porque no los tenía en aquel apartamento. Fue entonces cuando confió en que yo los encontraría, no antes. En realidad me utilizó solamente para que le levantase la caza lo mismo que un perro de muestra. ¿Fue así, míster Grogan?
No quedaba un átomo de color en su rostro. Dejó el vaso y se irguió, desafiante, haciendo esfuerzos para conservar la seguridad en sí mismo.
—Así que me acusa de matar a mi esposa, Cameron…
—Eso es.
—¿Cómo piensa sostener esta acusación, maldito polizonte? ¿Tiene alguna prueba acaso?
—Desgraciadamente no. Ni creo que sea posible obtener una sola prueba, ¿verdad, Grogan? De ahí le viene su seguridad.
Sonrió fríamente. Sus mejillas recobraron un poco de color.
—Por lo menos reconoce eso —dijo—. ¿Qué piensa usted hacer ahora? Y… ¿dónde están los documentos? Usted dice que los tiene, ¿no es así?
—Están en lugar seguro. No caerán en manos de esos cubanos que andan tras ellos.
—Y ha descubierto también lo que contienen…
—Lo he descubierto.
—No importa. Usted me los entregará y…
—No, Grogan. Sé otro sitio donde estarán mejor. Sólo he venido para asegurarme de que yo estaba en lo cierto al sospechar de usted.
—¡Maldito sea, Cameron! Esos documentos me pertenecen…
—Seguro. Pero la vida de Mabel no le pertenecía en absoluto y usted se la arrebató.
—Escuche, podemos llegar a un acuerdo…
Estaba perdiendo la serenidad, aunque sólo en lo que hacía referencia a los documentos. Respecto al crimen se sentía tan seguro como antes.
—No hay ningún acuerdo. No acostumbro a pactar con asesinos, y no voy a cambiar ahora de costumbres.
—Pero… Pero yo le pago a usted y…
—¿Por qué la mató, Grogan?
Se quedó mudo. La ira empezaba a dominarlo. Soltó un juramento y admitió:
—Por los documentos. Se trataba de mi seguridad o la de ella.
—Ya veo. Usted no podía consentir que ella supiera lo que contenían esos papeles. Los había sustraído usted del Departamento en que está empleado, supongo que para venderlos a los agentes de Cuba… Por todo esto, deduzco también que el anterior robo es falso… Usted me mintió.
—Naturalmente. Pensé que con ese cuento le daba más verosimilitud al relato que le hice. ¿Piensa usted denunciarme por el crimen, Cameron?
—¿Reconoce que lo cometió?
—Aquí entre usted y yo, sin testigos, lo reconozco. Pero jamás podrán probar absolutamente nada, Cameron. No existe ni la sombra de una prueba.
—No, y es una verdadera pena…
—¿Y bien? ¿Qué decide?
Me encontré mirando la cara del asesino y me sorprendió no experimentar sentimiento alguno. Ahora sabía ya lo que tenía que hacer.
—Así que todo el que descubre el contenido de los documentos debe morir —dije fríamente—. Según eso, Grogan yo también estoy sentenciado…
Antes de acabar la frase, mi «38» apuntaba ya a la cabeza del criminal, el cual pegó un respingo y miró el arma con ojos desorbitados.
—¿Qué va a hacer, Cameron? —gritó, aterrado—. No puede disparar…
—¿No?
—Quiero decir que… que no se atreverá a matarme…
—La justicia no puede condenarle —le dije con voz sorda y amenazadora—. No hay pruebas. Y usted me hubiese matado a mí si le hubiera entregado los documentos.
—Pero no me los ha entregado… Oiga, Cameron, no sea loco… Me olvidaré de los documentos… Le diré cómo puede obtener por ellos cien mil dólares, que es lo que iba a sacar yo… Cien mil, Cameron, una fortuna…
Estaba loco de terror, y gruesas gotas de sudor brotaban de su frente. Me reí de él y le ordené:
—Vuélvase de espaldas, bastardo.
Obedeció, las piernas casi no le sostenían debido a que pensaba que iba a matarlo por la espalda. Pero me limité a registrarle. No llevaba ningún arma encima.
—Bien —dije—; la ley no puede tocarle sin pruebas. Personalmente opino que es un fallo de nuestras leyes que algún día deberá ser corregido. Y yo soy incapaz de matarle a sangre fría puesto que no soy un asesino como usted. Pero sé que tarde o temprano le alcanzará el castigo, Grogan, y cuando éste llegue no quisiera estar en su pellejo por todo el oro del mundo.
—¿No me denunciará? —gimió—. ¿Va a dejarme usted en paz?
El muy canalla no podía creerlo. Sacudí la cabeza de un lado a otro.
—No —dije—. Ha sido usted demasiado listo, granuja de los demonios. Quédese con su triunfo y con su conciencia y que el diablo cargue con usted.
El grandísimo cobarde estaba loco de miedo, aturdido y mudo. Para él, era increíble que yo le dejase con vida.
Sin embargo, allí lo dejé, sumergido en un mar de recobrada tranquilidad y sintiéndose cada vez más seguro de sí y de su inteligencia. Había burlado a la justicia.
Por lo menos, eso era lo que él creía.
No habría estado tan tranquilo de haber podido seguir mis pasos. De haberlo hecho hubiera visto cómo estacionaba mi coche en el aparcamiento del Rex Club. Se habría sorprendido al ver las facilidades que me daban para llegar a presencia del todopoderoso Tony Morano. Y se habría sorprendido todavía más al verme salir, silbando alegremente y acariciando en mi bolsillo un hermoso cheque por valor de diez mil dólares firmado por Morano.
Pero John Grogan, ensoberbecido por lo que creía su victoria, no sospechaba nada de esto.
Como tampoco podía sospechar que mi próxima visita, después de una loca carrera a noventa millas por hora, fuera para el teniente O’Toole, el cual me examinó atentamente cuando me vio entrar en su despacho, como si no diera crédito a lo que estaba viendo.
—¿Está usted entero, pesquisa? —preguntó como saludo.
—Más o menos…
Desabroché mi chaleco y del bolsillo interior saqué el maravilloso aparatito japonés, un magnetofón de tres pulgadas de ancho, seis de largo y menos de dos de espesor con el cual había captado toda la conversación sostenida con Grogan.
—Ahí tiene —anuncié, depositándolo encima de la mesa ante los encandilados ojos del policía—. Una confesión en toda regla, suponiendo que los tribunales la acepten en esta forma.
—Eso corre de nuestra cuenta. Pero…, ¿realmente ha confesado?
—Escuche usted la cinta y verá, pero después dese prisa en echarle el guante o llegará tarde…
—¿Por qué? ¿Se propone escapar acaso?
—No lo creo… Por lo menos en el sentido literal de la palabra.
—Maldito sea, Cameron. No me venga con acertijos. ¿Qué es lo que quiere decirme con esto?
—Lo que le he dicho; que se dé prisa…
Abrí la puerta, dispuesto a salir disparado. O’Toole hizo un ademán para detenerme, pero le recordé:
—Los laureles para usted, O’Toole. A cambio, déjeme en paz por lo menos esta noche.
—¿Por qué precisamente esta noche?
—Secreto profesional —dije, y abandoné el despacho a toda prisa antes que a O’Toole se le ocurriera alguna nueva trastada.
Yo había cobrado mi recompensa. Suponía que Tony Morano iría a cobrarse la suya antes de unos minutos, y también O’Toole iría en busca de su premio, estropeando la fiesta a Morano, pero no antes de que Grogan hubiese recibido por lo menos una paliza fenomenal.
Hundí el acelerador y a toda velocidad conduje al encuentro de Irma Thomas, y esta vez subí a su apartamento con los documentos en el bolsillo.
La besé en cuanto hubo cerrado la puerta. Después, los dos contemplamos cómo ardían los condenados papeles y luego me entretuve en desmenuzar las cenizas.
Hecho esto me enfrenté con ella.
—Y ahora —dije—, quiero cobrar.
Sonrió. Vestía exactamente igual que en nuestra anterior entrevista.
Sonriendo todavía, vino a mí y yo fui a ella y nos hundimos en apretado abrazo. De nuevo sus labios, y el torbellino arrastrándome al abismo y después un estallido loco aislándonos del mundo y de la noche que, fuera, al otro lado de las ventanas, amparaban un drama que se desarrollaba en otra parte de la ciudad.
Pero ése era asunto terminado.
¡Fuera con él!
Desperté a la mañana siguiente sintiéndome en paz con el mundo entero. El sol penetraba a través de la abierta ventana. Sobre la mesita de noche encontré un periódico doblado de manera que quedaban a la vista los grandes titulares.
Rezaban:
«Salvaje apaleamiento de un funcionario del Gobierno».
«La policía llega a tiempo de salvar la vida de la víctima, que resulta ser un asesino llamado John Grogan».
Leí el artículo y, tal como había supuesto, Grogan no había podido escapar a su castigo. Dentro de poco, su alma iría a pelearse con el diablo.
Entonces llegó hasta mí el aroma del café recién hecho, advertí que aquélla no era mi casa, y la voz de Irma gritó desde la cocina:
—¡Vamos, perezoso! El desayuno te espera… y yo también.
Pegué un salto fuera de la cama, me sentí feliz y recordé los diez mil pavos. El mundo era mío, incluyendo a la hermosa Irma.
Su voz sonó de nuevo, impaciente:
—¿Qué esperas, Max? Ven aquí… Naturalmente, fui.
FIN