CAPÍTULO V
Mientras me frotaba vigorosamente con la toalla, después de la ducha, intenté comprender lo sucedido. No llegué muy lejos. No veía la razón del ataque ni de la aparición de los dos criminales. ¿Quién los había enviado? Me dije que empezaba a tener una montaña de preguntas sin respuesta.
No tenía explicación que la policía me hubiera soltado tan fácilmente en medio de una sesión de tercer grado. Tampoco la había en la reticencia de míster Grogan en decirme qué contenían los documentos que debía buscar. Y la actitud de Tony Morano tampoco quedaba muy clara que digamos. No se ofrecen diez mil dólares así como así en estos tiempos…
Arrojé la toalla y empecé a vestirme. Pero antes de ponerme la camisa decidí que me había ganado un trago, de manera que tomé la botella, llené un vaso hasta la mitad y le añadí hielo. Después de vaciarlo, el mundo comenzó a tomar forma de nuevo, así es que repetí la dosis y el cuerpo lo agradeció.
Estaba saboreando la tercera dosis de semejante medicina cuando llamaron a la puerta. Miré el reloj. Eran exactamente las dos y cuarto de la madrugada. Una hora un tanto intempestiva para visitas.
Empuñé el «38» y me acerqué a la puerta. Desde un lado de ésta pregunté:
—¿Quién?
—Abra, por favor. Necesito hablar con usted… Di un respingo. Estábamos en la noche de las sorpresas, ya que la voz era de mujer.
Alargué el brazo y descorrí el cerrojo.
—Adelante —invité. Y el cañón del revólver quedó fijo en la entrada. No estaba dispuesto a fiarme ni de Afrodita en persona.
Y la dama que entró muy bien podía haber sido la diosa en carne y hueso. Era alta, de majestuosa figura, con curvas suficientes para marear a cualquiera con la cabeza mejor sentada que la mía. Sus senos eran altivos, y la estrecha cintura realzaba la firmeza de sus caderas.
Me encontré mirando al par de ojos más hermosos que yo recordaba haber visto jamás. Unos ojos verdes que adornaban un rostro de belleza turbadora, incitante, casi inquietante en su perfección.
Aquellos ojos descendieron hasta posarse sobre el revólver. Los rojos labios sonrieron burlonamente.
—¿Así recibe usted a las visitas, míster Cameron?
Tenía una voz un tanto ronca; sensual. Era semejante a una caricia.
—A estas horas —dije—, y en esta noche, sí. Cierre la puerta.
La cerró cuidadosamente. Le señalé el interior con el cañón del «38».
—Pase y póngase cómoda —indiqué—. Y si es posible deje el bolso lo bastante lejos de usted para que yo pueda darle un vistazo.
Rió y caminó hacia el interior. Tenía un andar subyugante, como esas artistas que pasean calmosamente por la pasarela para encandilar a los calvos de las primeras filas.
Dejó el bolso sobre la baja mesita y ella fue a sentarse en una butaca. Sus movimientos tenían la gracia de una pantera. Cruzó las piernas, con lo cual me ofreció una tentadora panorámica de sus encantos.
Abrí su bolso y le di un vistazo. No había ningún arma en él. Bien, después de todo quizá estaba pasándome de rosca.
Guardé el revólver en el bolsillo del pantalón y me dejé caer en el diván.
—Espero que tenga una buena razón para esta visita —dije.
—¿Qué le pasa a usted, míster Cameron? —Runruneó—. ¿Está asustado?
—Tengo ciertos motivos para estarlo. Y ahora veremos qué es lo que desea de mí.
Sonrió. Sus dientes brillaron entre el rojo sangre de los labios. Me maravilló su aplomo.
—Si usted fuese un caballero. Cameron, me hubiera ofrecido un trago…
—Afortunadamente no soy un caballero. ¿Quiere hablar de una vez? No creo que esté aquí por el placer de verme.
—Cierto. Quiero discutir de negocios con usted.
—Ajá. ¿Qué clase de negocios?
Seguía sonriendo. Pero en sus brillantes ojos había una mirada fría y alerta. Dijo suavemente:
—Me pregunto qué estaría usted dispuesto a hacer por cinco mil dólares… Di un respingo.
—Por lo visto, ésta es mi noche de oro. Todo el mundo me propone hacerme rico.
—¿Sí?
—Me han ofrecido diez mil hace cuatro o cinco horas.
—¡No me diga…!
—¿Qué quiere usted a cambio de esos cinco grandes?
—Digamos que… Bien, necesitamos su colaboración.
—¿Necesitamos? —La miré a la cara y añadí—: ¿Usted y quién más? Vaciló. La sonrisa se borró de su cara.
—De momento soy yo quien le hace la oferta. No se preocupe de nada más.
—Está bien, usted hace la oferta. ¿A cambio de qué?
—De lo que retiró del apartamento de Mabel Grogan.
Me eché hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo del diván. Pensé rápidamente, sin apartar la mirada de la hermosa cara de la desconocida.
—Así que es eso —murmuré.
—Exactamente. Así de fácil. No creo que John Grogan le haya ofrecido esa suma.
—No, realmente no la ha ofrecido.
—No perdamos tiempo, Cameron. ¿Acepta?
—No corra tanto, encanto. ¿Quién es usted?
—¿Cree que eso es importante?
—Para mí, sí.
—Mi nombre es Irma Thomas. ¿Le dice algo eso?
—Por lo menos sé cómo llamarla. Irma… Es un hermoso nombre.
—No divague; polizonte. Estamos hablando de negocios.
—Sí, claro… ¿Cree usted que lo que pide no vale algo más de cinco billetes?
—No para mí.
—Sin embargo, hay alguien dispuesto a pagar mucho más. Noté que se sobresaltaba. Cuando se serenó quiso saber:
—¿Grogan?
—No.
Se levantó de un salto y dio unos pasos de un lado a otro, inquieta. Quedó de espaldas a mí, muy cerca de la ventana. Desde allí preguntó:
—¿Cuánto le han ofrecido?
—Diez mil.
Se estremeció, pero siguió dándome la espalda cuando dijo:
—Es una locura. No puedo llegar a esa cantidad.
—Lo siento.
Giró en redondo. Sus ojos centelleaban.
—¡Lo siente! —gritó, enfureciéndose por momentos—. ¡Usted es…! ¡Es…!
—No lo diga, Irma —la atajé—. Sea como sea, está perdiendo el tiempo.
—¿Por qué dice eso?
—Porque yo no tengo esos documentos. No me llevé nada del apartamento de Mabel.
—No puedo creerlo…
—Es cierto. Y no es usted sola en ir detrás de esos malditos documentos, sean lo que sean. Han estado a punto de matarme esta noche para apoderarse de ellos.
Su furia dejó paso a una expresión de temor. Su voz tembló al preguntar:
—¿Quién… quién desea esos papeles, aparte de Grogan? Me encogí de hombros.
—No lo sé, pero sea quien sea emplea asesinos para lograr lo que quiere.
—¡Santo cielo! —exclamó, retorciéndose las manos, nerviosa y más asustada cada vez.
—Vamos a ver si ponemos esto en claro —determiné—. Dígame qué contienen esos papeles, Irma. Tal vez pueda ayudarla si dejo de andar a ciegas en este asunto.
Sorprendida, me miró como si me viera por primera vez.
—¿No se lo ha dicho míster Grogan?
—No.
Volvió a darme la espalda y de nuevo se acercó a la ventana, y allí se quedó, mirando pensativamente la oscura noche. Pero ahora la seguí y fui a colocarme junto a ella.
—Escuche, monada —traté de convencerla—; debe convencerse de que usted es demasiado débil para andar metida en esta clase de juego. Los que lo están jugando son asesinos profesionales, gente que no se detiene ante nada. ¿Qué cree que puede usted hacer ante semejantes enemigos? Si se confía a mí quizá pueda hacer algo por usted.
Sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No puedo hablar… —balbució.
De pronto estalló en sollozos y ocultó la cara entre sus manos. Yo iba de sorpresa en sorpresa. La tomé por los hombros y le obligué a dar la vuelta. Lo único que conseguí fue que ella se dejase abrazar, y siguió llorando con la cara apretada en mi hombro desnudo. Una corriente cálida me recorrió de arriba abajo. Su cuerpo era sacudido por los sollozos, y sentirlo apretado contra mí no contribuía a serenarme.
Notaba la calidez de su piel en mis manos y en mi pecho. La cosa estaba complicándose cuando al fin levantó la cabeza. Un velo de lágrimas enturbiaba sus ojos al mirarme.
—Lo siento, yo…
La interrumpí por el procedimiento más expeditivo. Incliné la cabeza y le cerré los labios con un beso. Resultó una caricia suave al principio, pero pronto dejó de serlo para convertirse en un estallido en el cual ella puso su parte también.
Cuando la solté jadeaba violentamente. No habló. Se limitó a mirarme sin sonreír en absoluto. No reconocí mi voz cuando hablé:
—¿Se siente mejor?
Afirmó con un movimiento de cabeza. Sonreí:
—Es un tratamiento que casi nunca falla.
Desvió la mirada. Pensé que se sentía violenta y respeté su silencio, aunque sin cesar de darle vueltas al asunto. Me intrigaba enormemente el interés de Irma por aquellos condenados papeles.
Cuando recobró parte de su entereza levantó los ojos y clavó en mí su brillante mirada.
—¿Me da su palabra de que no recuperó los documentos? Sacudí la cabeza y luego afirmé:
—Nunca los he visto. No voy a ocultarle que registré el piso de Mabel Grogan, pero allí no había nada parecido a documentos.
—No lo comprendo…
—Escuche, Irma, y dejémonos de ir dando rodeos. Grogan quiere los papeles. Usted quiere los papeles y por lo visto hay otros que también los desean y están dispuestos a matar para hacerse con ellos. Y todo el mundo supone que yo los tengo. ¿No cree que por lo menos debería saber qué diablos contienen? No puedo ir de un lado a otro buscando sencillamente un puñado de hojas de papel cualquiera. ¿Quiere decirme qué hay escritos en ellos y trataré de ayudarla?
Durante mi discurso la muchacha había ido serenándose, cuando callé quedé sorprendido del cambio operado en ella. Su mirada se había vuelto fría y distante; y segura, tan segura como no lo había estado desde su llegada.
También su voz volvía a ser la del principio de la entrevista:
—No creo que necesite su ayuda, míster Cameron… Quedé helado.
—¿Ha variado de opinión? —pregunté, desconcertado.
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque ahora estoy segura de que no tiene usted los documentos.
Recogió el bolso, sonrió forzadamente y se encaminó a la puerta. Cuando reaccioné casi había llegado a ella. Entonces me apresuré para alcanzarla y la detuve.
—Un momento —dije—. No los tengo, pero puedo buscarlos, y si los encuentro…
No me dejó terminar. Abrió la puerta y antes de salir me dedicó una de sus sonrisas y murmuró:
—No creo que los encuentre usted… Y desapareció.
Atónito, cerré despacio la puerta y permanecí más de un minuto inmóvil, apoyado contra ella. Desde luego, me había encontrado con situaciones sorprendentes a lo largo de mi carrera, pero la presente batía todas las marcas.
Finalmente, busqué mi ropa y terminé de vestirme. Tenía interés en llevar a cabo cierto experimento. Sin embargo, antes de abandonar el apartamento llamé por teléfono a Morano después de consultar el número de la guía.
Al oír la voz del tahúr pregunté sin rodeos:
—¿Eran de usted los dos perros de presa que estaban esperándome en el coche, cuando he salido de su timba?
—¿De qué está hablando, desgraciado?
—Le he hecho una pregunta.
—Creo que está loco. ¿Quién estaba esperándole?
—Dos gorilas. Llevaban pistolas y creían que por eso podían pisotearme la nariz.
—¿Y no lo han hecho?
—No.
—Lástima. Pero le doy mi palabra de que ese número no lo he organizado yo, Cameron.
—Me gustaría estar seguro de eso…
—¡Oh, al diablo! ¿Qué ha sucedido con esos dos gorilas?
—Ya supongo que le gustaría saberlo.
Colgué el auricular sin esperar su respuesta. Estaba casi seguro que Morano había dicho la verdad, lo cual complicaba las cosas.
Bien, abandoné el piso y bajé a la calle. Me detuve en la acera para encender un cigarrillo. Al apagar la cerilla aproveché para dar un vistazo a ambos lados sin descubrir nada sospechoso. Sin embargo, eso no quería decir nada. Caminé sin prisas hacia donde había dejado el coche, me acomodé en él y lo despegué de la acera, alejándome sin apretar demasiado el acelerador.
Nadie me siguió. No tenía sentido.
Di unas vueltas por los alrededores, con la mirada atenta a los coches que venían detrás. Nada. Ni rastro de ningún perseguidor.
Quedé convencido de que nadie sentía interés por mis andanzas y entonces sí hundí el pie. El motor soltó un rugido y el coche se lanzó calle adelante como un bólido. Pensé en lo que me había dicho mi cliente:
«Cien dólares al día no se ganan sin dificultades». Bien; yo iba en busca de dificultades. Aparqué el coche a cierta distancia de mi meta. Cerré el contacto, pero dejé la llave puesta por si al volver tenía excesivas prisas. Hecho esto avancé por la acera con paso despreocupado.
El edificio donde había vivido Mabel Grogan estaba a oscuras y con la puerta de la calle cerrada. No se distinguía un alma en todo lo que alcanzaba la vista y esto me decidió. Trabajé medio minuto en la cerradura hasta que conseguí abrirla silenciosamente. Guardé la ganzúa, entré y cerré, pero sin dejar que el cierre encajase en su ranura. Siempre pensando en la posible salida precipitada.
El interior estaba oscuro como un pozo. Aunque yo recordaba el zaguán, tanteé con cuidado para evitar todo ruido hasta alcanzar las escaleras. Subí despacio, pisando como un gato.
Ante la puerta del piso escuché conteniendo el aliento. No creía que la policía hubiera dejado allí ningún sabueso, pero quise asegurarme.
Nada. Silencio.
Deslicé los dedos a lo largo de la unión de puerta y montante hasta que encontré lo que andaba buscando. Un precinto.
Eso indicaba que dentro no había nadie.
Saqué la delgada lámina de acero y de nuevo violenté aquella puerta. Tenía que romper el precinto policiaco, lo cual constituía por sí solo motivo suficiente para encerrarme hasta el fin de mis días, pero ya otras veces había corrido semejantes riesgos.
Adelante.
Entré y volví a cerrar. Saqué la pequeña linterna eléctrica y la línea de luz me orientó. Vi que todo estaba igual que cuando había estado allí anteriormente, aunque mucho más revuelto. Los polis no se distinguen por su delicadeza cuando efectúan un registro.
Bueno, allí estaba. Ganándome los cien pavos diarios. Despacio, con infinito cuidado y procediendo con método, pasé todo el apartamento por el tamiz. Ya sabía que no hallaría los documentos, de eso estaba seguro; pero esperaba tropezar con algo que, bien interpretado, me diera una idea del escondrijo de ellos.
Al fin creí haberlo encontrado, aunque maldito si sé por qué experimenté tanta seguridad.
Era una llave. Una simple llave, delgada y brillante, que entre mis dedos adquiría el valor de un símbolo.
Para más seguridad la probé en la cerradura de la puerta. No encajaba.
La guardé y seguí revolviendo el resto del piso. No encontré nada más de interés, si exceptuamos una inmensa cantidad de vaporosas prendas femeninas, multicolores y de todos los tamaños. Pensé que me hubiera gustado ver a Mabel Grogan, viva, y cubierta solamente con aquellos pedacitos de nylon.
Sacudí estas ideas y abandoné el piso. Me alegró pensar que el teniente O’Toole pegaría un brinco cuando viera los violados precintos. Así tendría algo en qué pensar.
Acariciando la llavecita volví a casa. Y me acosté pensando en ella…