CAPÍTULO IX
—¿Cree que a mí me gusta ser tomado por un muñeco de tiro al blanco? —estallé.
—Tampoco a mí me gusta su falta de colaboración, Cameron, y usted lo sabe —gruñó el teniente.
Sin duda, el policía estaba furioso. Incluso había olvidado el vaso mediado de whisky que reposaba sobre la mesita.
Detrás de su jefe, el sargento Crane fumaba un puro cuyo humo olía a estiércol.
No había despegado los labios desde que habían entrado.
—No puedo decirle más de lo que acabo de contarle —afirmé secamente—. Han empezado los tiros sin apenas advertirlo. Yo estaba seguro que los tipos del coche iban a intentar un rapto conmigo. La maniobra así lo anunciaba, por eso intentaba sacar el revólver cuando desde otro coche parado han iniciado el fuego. Yo he disparado cuando el auto escapaba, aunque el chófer ya debía ir herido porque daba bandazos de un lado a otro y…
—Ahórrese el discurso. El sargento me ha contado todo esto Usted sólo se muestra locuaz cuando no dice nada nuevo.
—No puedo decirle lo que ignoro.
—Está bien —masculló cansadamente—. ¿Adónde iba usted?
—¿Qué?
—Quiero saber a dónde se proponía ir cuando ha salido de aquí, después de marcharme yo.
—Estaba rabioso. Quería dar un paseo para calmarme.
—Seguro. A las tres de la madrugada.
—¿Por qué no?
—Porque es absurdo. Usted ha salido como resultado dé lo que yo le he dicho. Se proponía hacer algo determinado.
—Escuche, O’Toole —dije pacientemente—; ¿quiere creer de una vez que no sé nada que pueda ayudarle con respecto al crimen? No tengo la menor idea de quién mató a Mabel Grogan.
No replicó, limitándose a mirarme con fijeza. Gruñó algo incomprensible y alargó la mano para alcanzar el vaso.
El sargento seguía tan mudo como una estatua. Pero en su rostro había una expresión astuta y atenta.
O’Toole habló después de beber:
—Antes le he dicho que estaban utilizándole de carnaza. Bien; lo sostengo. Y es usted tan idiota que les está facilitando la tarea. Siga así y la próxima vez no podrá contarlo. Estoy convencido de que los ocupantes del coche que ha escapado eran federales. ¿Se da cuenta de lo que significa esto?
—Ya lo he pensado.
—¿Y qué?
—Por lo menos me han salvado el pellejo.
—No son tan altruistas —refunfuñó—. Han estado todo, el día intentando localizarle lo mismo que yo. Y los pistoleros que le esperaban, igual. Han acabado por apostarse abajo esperando su regreso, y si no le han atacado cuándo ha llegado ha sido gracias a que yo y el sargento estábamos delante de su puerta.
—Seguro. Hábleme de los pistoleros. ¿Quiénes eran?
Hubo un silencio. Me pareció que el sargento mordía su puro con más fuerza. El teniente dijo:
—Extranjeros.
—¿Qué ciase de extranjeros?
—Ya lo sabrá a su tiempo. Sin embargo, eso no me preocupa mucho. Lo interesante es el crimen. Ése es mi problema. ¿Cree usted realmente que mataron a la mujer para hacerse con los documentos?
—No lo sé. Aunque estoy por creer que no. El que la mato abandonó el apartamento sin entretenerse en buscar nada. Cuando yo llegué allí ya estaba fuera.
—Suponiendo que no fuera usted mismo quien le retorció el cuello —aventuró el sargento.
Le miré.
—Para decir tonterías es preferible que siga con la boca cerrada —le dije, furioso.
El teniente intervino de nuevo:
—Si no iban tras los papeles, ¿por qué la mataron? —No lo sé…
De pronto sentí unos grandes deseos de ver qué contenían los documentos. Pero había que esperar.
—No nos ayuda usted en nada, pesquisa —refunfuñó O’Toole.
Me encogí de hombros. Dejé que el silencio se hiciera dueño del ambiente. Encendí un cigarrillo. Finalmente decidí preguntar:
—¿Va a durar mucho esto, teniente? Estoy muerto de sueño.
—Me gustaría saber por qué la mataron…
—Eso no responde a mi pregunta.
Me miró distraídamente. Luego murmuró como hablando consigo mismo:
—Empiezo a pensar que hemos estado dando vueltas igual que un perro que trata de morderse su propia cola…
—¿Qué perro?
—Déjese de chistes. Sus malditos documentos nos han obligado a todos a considerar el caso desde un punto de vista equivocado. Hemos dado por supuesto que el crimen se había cometido para apoderarse de los papeles. ¿No es así?
—Por lo menos, eso parece.
—Pues no; no es eso.
—Mire, teniente —estallé, agotado—; lo único que le pido es que se calle y me dejen solo. Quiero dormir, ¿comprende? Solamente dormir como un ciudadano cualquiera.
—Usted no es un ciudadano cualquiera, Cameron. ¿Qué le parece mi idea?
—No quiero pensar en ninguna idea.
No conseguí nada. O’Toole siguió con su soliloquio:
—No creo que matasen a Mabel Morgan para apoderarse de los documentos. Debemos buscar otro motivo para el crimen. Nadie mata a una mujer y escapa inmediatamente si anda buscando algo que ella tiene… Otro motivo…
—Celos —gruñí.
—¿Qué?
—Los celos son un motivo tan bueno como otro cualquiera.
—Ya… —Sí, claro… ¿Ha descubierto algo en ese sentido?
—No. El único que podía sentir celos era él marido, y tanto ustedes como yo sabemos y tenemos pruebas de que ella le importaba un bledo a John Grogan. Prácticamente vivían separados. Él tenía sus amiguitas y ella sus amigos.
—Sé todo esto, y usted también por lo que veo. Y siendo así, ¿por qué habla de celos?
—Para no dormirme. ¿Qué está esperando para marcharse? Se levantó.
—Muy bien. Me acordaré de su interés en colaborar con la ley, Cameron. Recuerde que usted depende de una licencia.
—Eso me quita el sueño.
El sargento sacudió el puro y una columna de ceniza impresionante cayó al suelo. Sonrió, feliz. Le maldije mentalmente.
O’Toole le hizo una seña y se encaró conmigo. Dijo:
—Quédese aquí y duerma, pesquisa. Pero luego no se queje de lo que le suceda. Estoy harto de usted.
—Igualmente, teniente… Buenas noches.
Me dejaron solos. Encendí un cigarrillo y me dejé caer en la butaca. Con ellos fuera no tenía necesidad de disimular mi excitación; excitación que había nacido de las teorías del teniente.
Yo también empezaba a creer que habíamos estado equivocados acerca de los motivos del crimen, aunque en aquellos momentos no podía suponer ningún otro que el representado por los documentos.
Cuando me acosté, mi cerebro siguió dándole vueltas al problema. Creo que incluso dormido estuve pensando en lo mismo, como una pesadilla desequilibrada y sin sentido. Todavía duraba al despertar, con el sol lamiendo mi cama y un dolor de cabeza tremendo.
Al mirar el reloj vi que eran casi las dos de la tarde. Intenté despejarme con una larga ducha, pero no conseguí nada. Tomé un par de aspirinas y otras tantas tazas de café negro, me vestí y salí en busca de Terry Fisher, el reportero que esperaba un buen asunto.
Esta vez pude localizarlo en un bar donde solían reunirse la mayoría de sus colegas. Cuando me vio se dio maña en apartarme a un lado. Como explicación dijo:
—No quiero que esa pandilla de mastuerzos huelan nuestro reportaje…
—¿Nuestro?
—Naturalmente. Te mencionaré a ti, Max, te haré publicidad gratis en mi reportaje. ¿No es eso lo que quieres?
—Un poco de propaganda nunca está de más… ¿Dónde podemos hablar?
—Ahí…, en aquella mesa del rincón. Vamos.
Esperé que el camarero hubiese dejado el servicio antes de volver a despegar los labios. Entonces dije:
—¿Tienes amistad con el redactor de sociedad, Terry?
—Sí, es una chica que…
—Está bien, es cuanto quería saber. Necesito que le hagas un par de preguntas.
—¿Ahora mismo?
—Si es posible, sí.
—Veré de localizarla por teléfono. ¿Qué tengo que preguntar?
—Primero; todo lo que sepa de Irma Thomas y su familia. Tengo la impresión de que figuran en sociedad… Alguna vez ha sonado su nombre en los periódicos.
—Bien; ¿qué más?
—Que te diga también qué posición ocupa John Grogan socialmente.
—Dalo por hecho. Y ahora dime qué noticias tienes tú para mí.
—Cuando vuelvas. Y si tienes que salir a la calle para hablar con ella en la redacción, ten en cuenta que te seguirán.
—¿Qué diablos quieres decir?
—Tengo un par de sabuesos detrás de mí. Han venido pisándome los talones desde mi casa. Uno de ellos ha entrado hace un minuto y ha vuelto a salir en seguida. Sólo ha querido ver con quién me entrevistaba.
—¿Polizontes?
—Eso creo.
—Bueno, lo tendré en cuenta, aunque no creo que tenga que salir de aquí, si consigo localizar a esa chica…
Se alejó. Quedé esperando, maldiciendo mentalmente al teniente O’Toole por aquella vigilancia de que era objeto. Me habían impedido sacar los documentos de su escondrijo.
Mientras esperaba pedí otro café negro y un whisky, mi cabeza no se aclaraba y eso aumentaba mi agrio humor. Bebí la mitad del café y entonces le añadí el whisky.
Tragué mezcla como si fuera una medicina con la esperanza de encontrarme mejor.
Terry tardó veinte minutos en volver. Estaba satisfecho eso me hizo concebir esperanzas.
—Me pregunto qué sería de ti sin mi ayuda —comentó con petulancia.
—Seguramente tendría que emigrar. Bueno, ¿qué te ha dicho tu amiguita?
—¿Amiguita? Narices. Esa mujer es un cardo.
—¿Vieja?
—¡Qué va! Joven. Y bonita. Pero tiene un carácter endiablado. Bien, esta vez se ha portado decentemente. Irma Thomas es una muchacha con una regular fortuna heredada de su padre. Tiene un hermano con fama de deportista y que se dedica a viajar por el mundo en busca de aventuras. Ahora mismo no sabe dónde está.
—Olvídate del hermano; quien me interesa es ella. —Estoy contándote lo que dice Seila… Bueno, Irma Thomas vive la mayor parte del año aquí, en Tampa. Su madre murió hace ya años. Su padre fue asesinado en La Habana durante la revolución. Era un importador de tabaco en rama uno de los más importantes del país. La revuelta le sorprendió en Cuba y murió allí.
Eso me dio qué pensar. Y algunas cosas encajaron y otra no, pero generalmente el panorama se aclaró bastante.
—Sigue —le apremié.
—Bien, por lo visto te interesa todo esto.
—No sé aún dónde encaja, pero es importante. Continúa.
—En cuanto a John Grogan, lo único que Seila puede decir de él es que ostenta una posición mediocre en la sociedad de Tampa. Es lo que aquí llaman un advenedizo, ¿comprendes? Tiene dinero, pero eso no basta para abrir las puertas de la aristocracia. Y el escándalo originado por el asesinato de su mujer no le ha ayudado precisamente.
—¿Sabe esa chica, Seila, a qué se dedica Grogan?
—Bueno, Max; ¿no estás tú trabajando para él?
—Sí, pero no voy a dedicar mi tiempo investigando la vida de mi cliente si puedo obtener los mismos resultados con más facilidad.
—Ya veo a dónde vas a parar… Seila dice que su fuente de ingresos proviene de un alto cargo político. No ha podido ser más explícita en eso.
—Es suficiente, Terry.
—Menos mal. Y ahora háblame de nuestro reportaje.
—No hay nada definitivo todavía. Además, tenemos que ir con pies de plomo. Los federales andan por en medio y esos tipos no me gustan.
—¿Washington anda metido en esto? —saltó, asombrado.
—Así parece. Sin embargo, te diré que dos pistoleros me llevaron de «paseo» a una playa desierta. Uno de ellos hablaba con un ligero acento exótico. Ahora sé que su idioma era español. Luego, intentaron raptarme. Se armó un tiroteo y el coche de los pistoleros se estrelló. Cuando yo llegué junto al destrozado coche, uno de los moribundos me habló también en español… Une a todo esto la intervención del FBI y ata cabos. ¿Qué obtienes?
—El jaleo de Cuba. Agentes del Barbas.
—Eso me parece a mí también.
—¿Pero qué tienes tú que ver con ellos?
—Ahí está el lío. No lo sé. Y ahora déjame solo. Quiero pensar algo y necesito telefonear. Vuelve con tus congéneres.
—Total, no me dices nada que pueda publicar —se quejó, levantándose—. Necesito material, Max, ya te lo dije. ¿Puedo por lo menos mencionarte a ti en ese asunto de los tiros?
—No. Si la policía ha mantenido secreto este detalle no hay por qué airearlo prematuramente. Pero te prometo un completo reportaje… antes de lo que imaginas.
—Ojalá sea cierto, o de lo contrario mi jefe me arrancará la piel.
Se alejó. Por primera vez en todo el maldito caso empezaba a sumar dos y dos y me salían cuatro. Si las matemáticas continuaban de mi parte todo iría bien.
Busqué la guía telefónica, anoté un número y me encerré en la cabina. Marqué el número y esperé, pero poco. Contestaron casi al momento. Una voz de mujer.
—¿Irma Thomas? —pregunté.
—Sí. ¿Quién habla, por favor?
—Max Cameron, Irma. Usted estuvo a verme…
—¡Oh, sí! —exclamó—. ¿Qué quiere ahora?
—Verla.
Soltó una risita y runruneó:
—Hay muchos hombres que lo desean, detective…
—No lo dudo. Pero pocos tienen la seguridad que tengo yo de conseguirlo.
—¿Está seguro?
—Sí. Poseo magníficos argumentos, Irma.
—Ya me di cuenta la otra vez… Argumentos muy consoladores para una mujer.
—Tengo otros que no vio entonces. Los documentos.
La risa cesó en seco al otro lado. Escuché una especie de gemido y su respiración sonó a través del auricular. Cuando pudo hablar su voz no se parecía en nada a la empleada hasta entonces.
—¿Los tiene usted? —preguntó, anhelante.
—Sí.
Otro silencio. Finalmente…
—Está bien, Cameron. Yo tengo también los cinco mil dólares.
—Y otras cosas tan interesantes o más que el dinero.
—Comprendo… ¿Puede venir ahora?
—Dígame dónde está y empiece a abrir la puerta. Ahí estoy yo. No rió. Se limitó a darme la dirección y colgó.
Bueno; pensé que era cierto que tenía mucho más que cinco mil dólares. Poseía un cuerpo perfecto, cimbreante y duro. Y una cara delicada e incitante… Y unos labios que…
Dejé de soñar y salí de la cabina. Casi tropecé con Terry y una muchacha que me cerraba el paso.
—¿Qué pasa ahora? —mascullé, impaciente por largarme. Terry hizo un ademán de disculpa.
—No he podido evitarlo, Max —dijo—. Ésta es Seila. Ya te he hablado de ella y… La muchacha no le dejó terminar. Su voz era firme y decidida:
—Terry ha estado haciéndome un montón de preguntas por teléfono —explicó—. Después de colgar, se me ha ocurrido que detrás de sus preguntas había algo interesante y aquí estoy. ¿Qué pasa con Irma Thomas?
—Antes dígame qué ha despertado su interés.
—Ya se lo he dicho; las preguntas de Terry. Irma Thomas y John Grogan.
—Bien, ¿y qué?
—La mujer de Grogan fue asesinada. Usted fue encontrado junto al cadáver… Y Mabel Grogan era amiga de Irma Thomas. Se las había visto juntas muchas veces en fiestas y reuniones.
Sentí un estremecimiento.
—Esto empieza a moverse —dije—, pero no puedo decir nada todavía. Tengo que atar algunos cabos. Ya volveremos a vernos.
Salí disparado antes que pudieran seguir acosándome. Estaba apartado el coche de la acera cuando ellos dos aparecieron en la puerta del bar. No les hice caso y me alejé. Detrás de mí salió el coche con la pareja de sabuesos que me seguían los pasos.
Había que dejarlos tirados en cualquier lado. Inicié una serie de maniobras y virajes con esa intención, pero aquellos tipos eran perros viejos. No se apartaban de mi cola.
Ahogué una sarta de maldiciones. Si no hubiese llevado los documentos donde los llevaba hubiera podido dejar el coche y alejarme con cualquier taxi, después de despistar a pie a los dos sabuesos, pero yo quería sacar los papeles de una condenada vez.
Media hora después, cansado de vueltas, cambios de dirección y acelerones, me interné en Clark Stret y reduje la marcha, dejando que detrás del mío se apelotonaran ocho o diez coches más. El de mis perseguidores estaba detrás de éstos.
Vi cambiar la luz en el próximo cruce, cerrándonos el paso. Entonces hundí el pie y el acelerador bajó hasta el fondo. El coche pegó un tirón salvaje, las ruedas rechinaron y salió disparado, cruzando cuando los primeros autos de la otra calle se ponían en marcha. Afortunadamente no oí lo que esos conductores dijeron.
Sin aflojar la marcha, seguí la calle Clark durante dos travesías y luego doblé a la izquierda sobre dos ruedas. Un minutos después estaba lo bastante lejos para saber que los polizontes no darían conmigo en toda la tarde.
Sin embargo, cuando detuve el coche y lo dejé aparcado, no saqué los documentos de dentro del tapacubos. No estaba muy seguro de cómo se desarrollaría la entrevista con la bella Irma Thomas.