CAPÍTULO VII
Llevaba quince minutos esperando, con el coche metido entre los árboles al borde de la carretera, fumando y reflexionando. Si yo estaba en lo cierto y existía un refugio donde se reunían Morano y Mabel, tenía un montón de probabilidades de que fuese allí donde ella hubiera escondido los documentos, incluso sin que él lo supiera. No podía creer que para sus entrevistas hubieran utilizado el apartamento de ella, exponiéndose a poner una temible arma en manos de míster Grogan si alguien los descubría.
Encendí otro cigarrillo con la punta del anterior y arrojé ésta por la ventanilla. Pasó un coche en dirección a la ciudad como una bala. Luego, todo volvió a quedar envuelto en el silencio de la noche.
Regularmente, como una pesadilla, llegaba hasta mí el coloreado resplandor del anuncio luminoso del Rex Club, encendiéndose paulatinamente, letra a letra, y apagándose después de golpe para volver a empezar el ciclo.
Desde mi observatorio podía ver perfectamente el aparcamiento del club, con los coches rutilando bajo las luces, y la puerta principal con el galoneado portero. De vez en cuando, un coche llegaba y el portero desplegaba su actividad. Los que llegaban desaparecían en el interior y todo volvía a quedar quieto y silencioso.
Treinta minutos. Pops debía estar terminando su representación, si no la había terminado ya. Me pregunté qué sucedería si resultaba que no había tal nido de amor. Seguramente Morano se reiría de mí y olvidaría el incidente.
Pero si existía…
De pronto alguien apareció en la puerta. Vi al portero precipitarse hacia un gran Cadillac negro, seguido del hombre que había surgido del interior del club. Aquel hombre era Tony Morano y a juzgar por sus andares parecía tener prisa.
Bien; así que yo había acertado…
El portero mantuvo la portezuela del coche abierta mientras el tahúr se instalaba ante el volante, y luego la cerró. El golpe resonó en la noche y llegó perfectamente hasta mí.
Apreté el arranque y el motor zumbó suavemente. Puse la primera y mantuve el pie sobre el pedal de embrague. Solté el freno y esperé.
El Cadillac salió disparado a la carretera y sus grandes luces de cola se alejaron a fantástica velocidad. Lancé mi viejo cacharro en la misma dirección y hundí el pie en el acelerador. Si Morano tomaba demasiada ventaja lo perdería sin remedio. Aquel condenado coche semejaba un bólido de carreras a pesar de su tamaño, más parecido a un acorazado.
Conseguí mantener a la vista las rojas luces de cola. Íbamos a una velocidad condenada por todos los códigos de circulación. Afortunadamente, los patrulleros debían estar mucho más lejos de la ciudad, de lo contrario ya los hubiéramos llevado pegados a la cola.
Al internarnos por las calles la cosa se complicó. El tráfico era todavía intenso y el Cadillac se me escabullía a veces, y otras yo estaba demasiado cerca de él para sentirme tranquilo. Si Morano sospechaba que le seguían, no sería tan idiota de ir directamente al lugar en que yo quería verlo.
Afortunadamente, debía estar lo bastante excitado para no pensar siquiera en la posibilidad de que alguien estuviera detrás de él. Seguramente iba pensando en lo que ocurriría si yo había llegado allí antes que él.
Vi que enfilaba el camino de las colinas, internándose por el barrio residencial. El tráfico ya no era obstáculo, pero aumentaba el peligro de que me descubriera. Le concedí más distancia, hasta que le vi detener bruscamente el coche al lado de la acera. Apagué las luces y el motor a la vez y dejé que la inercia de la carrera llevase el mío hasta el bordillo. Salté fuera y no cerré la portezuela para evitar todo ruido.
Casi corriendo, me acerqué a donde Morano se había estacionado. Por encima de las altas verjas se desplomaban las ramas de los grandes árboles, cubriendo de sombras la acera. Eso iba en mi favor.
Pegado a la entrada de uno de aquellos jardines, esperé a ver qué hacía el tahúr. Le vi sentado en el coche, a oscuras y mirando fijamente al otro lado de la calle. Miré en la misma dirección y descubrí un pequeño bungalow rodeado de un jardín diminuto. Aquella parte de la calle había sido explotada por alguna empresa constructora para edificar una serie de pequeñas residencias uniformes y elegantes. Aquella que miraba mi perseguido debía ser la que me interesaba.
Pero ¿qué esperaba, Morano?
Seguía en el coche, sin fumar, inmóvil, como formando parte de la carrocería. Había algo inquietante en su inmovilidad, de fiera en acecho, dispuesta a asestar un mortal zarpazo…
Me estremecí. Por primera vez se me ocurrió pensar qué estaría dispuesto a hacer Morano para conservar secreto lo que pudiera haber escondido en el bungalow. ¿Sería capaz de matar?
La idea no me gustó en absoluto. Pero ya estaba metido en el lío y no era cuestión de volverse atrás.
Al fin, Tony Morano descendió del coche, despacio, y echó a andar calle arriba.
Esperé a que se hubiese alejado para acercarme al Cadillac. Descubrí que el departamento de los guantes estaba abierto y una corriente de hielo subió por mi espalda. Seguramente el hombre llevaba una pistola en la mano, la misma mano derecha que mantenía en el bolsillo mientras simulaba pasear calle arriba.
Dio la vuelta, atravesó la calle y regresó sobre sus pasos. Envuelto en la sombra, le vi andar sin prisas hasta pasar por delante del bungalowque había estado vigilando. Lo miró largamente mientras lo rebasaba. Yo ya estaba seguro de que era aquél precisamente el que me interesaba.
Morano dio otra vuelta y de nuevo se alejó calle arriba. Me lancé a través de la calle y sin detenerme salté la decorativa verja de madera y me encontré en el jardín, jadeando, tenso, y esforzándome por ahogar mi ruidosa respiración.
Busqué un lugar donde esconderme. Morano debía estar ya regresando sobre sus pasos.
Descubrí el macizo de rosales trepadores al lado de la puerta. Las ramas se extendían por la fachada, sostenidas por invisibles cables, pero el grueso del arbusto era suficiente para disimular mi presencia.
Cuando Morano apareció en la acera, yo ya estaba allí detrás, ahogando los juramentos que pugnaban por arrancarme las afiladas espinas de la condenada planta.
Esta vez Morano se detuvo, descorrió el cerrojo de la verja y avanzó por el jardín en dirección a la entrada. Había querido asegurarse de que nadie vigilaba los alrededores ni brillaba ningún destello de luz en ninguna de las ventanas de su nido.
Se detuvo junto a la puerta y buscó en su bolsillo izquierdo. La mano derecha seguía sin aparecer, seguramente empuñando un arma.
Bien; cien dólares al día más los gastos. Y dificultades. Me deslicé fuera de mí escondrijo. Alargando la mano habría podido tocar a mi hombre. Pero mi intención era tocarlo de otra manera.
Levanté mi «38» y sacudí tal culatazo que el tahúr ni se enteró de que le golpeaban. Se desplomó igual que un fardo, sin un quejido. Había ya introducido la llave en la cerradura, de manera que no tuve que hacer más que darle la vuelta, abrir, y meter el inerte corpachón del gran Tony Morano dentro de su propia casa.
Cerré la puerta. Después acomodé al hombre en una butaca, comprobé que estaría bastante tiempo sin sentido, y sin perder más tiempo inicié un metódico registro.
Tardé quince minutos en hallar los papeles. Sólo pude darles un ligero vistazo, ya que no podía perder tiempo en aquellos instantes. Pero pude ver el nombre de John Grogan en la parte superior de las páginas y unos renglones en español en la inferior. Era suficiente.
Los doblé en cuatro y volví al lado del inconsciente Morano. Desde luego, le había sacudido duro. Respiraba entrecortadamente y no daba señales de volver a este valle de lágrimas.
Suspiré. Mi trabajo no había terminado todavía. Eché a correr hasta mi coche, saqué el tapacubos de una rueda, coloqué los documentos doblados allí dentro y volví a colocarlo rápidamente. Hecho esto, regresé a toda velocidad al bungalow.
Tony Morano seguía soñando. Entré en la cocina; llené un recipiente con agua y volví a la salita. Encendí la luz, pues ya no necesitaba disimular mi presencia entonces.
Vertí el agua sobre la cara del durmiente Morano y me gustó ver sus muecas al creer que estaba ahogándose. Boqueó igual que un pez y dejó escapar un gemido lastimero. Después movió la cabeza dando la sensación de que iba a desprendérsele del tronco y caer rodando como una pelota.
Y abrió los ojos.
Los tuvo clavados en mí, casi medio minuto, sin reconocerme. Pero cuando la comprensión entró en su castigado cráneo, pegó un respingo y exclamó:
—¡Usted!
Intentó enderezarse, pero hizo un gesto de dolor y volvió a caer recostado contra el respaldo de la butaca. Soltó una sucesión de maldiciones entremezcladas con gemidos. Le costó lo suyo recuperar las fuerzas.
Entonces bramó:
—¡Le mataré por esto, desgraciado!
Buscó frenéticamente en su bolsillo hasta que sacó la mano armada con una automática de pequeño calibre. Le dejé creerse el amo del mundo, entre otras razones porque yo ya había supuesto que blandiría su artillería.
—Muy bien, Morano —dije—. Dispare si quiere, pero será una estúpida manera de darme las gracias por haberle ayudado.
—¡Usted! —gritó—. ¿Usted ayudarme a mí? Lo que ha hecho ha sido golpearme a traición.
—¿Yo?
—¡Naturalmente que usted! ¿Quién si no? Ahora comprendo muchas cosas…
—O está delirando todavía, o es más idiota de lo que aparenta. Le he encontrado tirado ahí, junto a la puerta. Alguien le había atizado antes de llegar yo. Me he limitado a instalarlo en esta butaca y hacerle recobrar el conocimiento. Y me sale con que he sido yo quien le he golpeado. ¿Tiene eso sentido común?
Vaciló, pero estaba demasiado furioso y dolorido para razonar todavía. Gruñó:
—No trate de liarme con sus embustes. Sólo usted puede haber hecho esto. Usted sabía que yo iba a venir aquí.
—Seguimos andando en círculos. Si yo llego a saber que usted se proponía estar aquí esta noche, me hubiera mantenido a mil millas de distancia. ¿Es que no quiere comprenderlo? He descubierto este domicilio hace apenas dos horas. He estado terminando otro asunto que tenía pendiente y he venido aquí. Y ya le habían atizado cuando he llegado.
Por lo visto mi vehemencia estaba haciendo efecto. Pensé que incluso Pops se hubiera sentido impresionado ante mi representación de honor ultrajado.
Tony Morano se entretuvo en acariciarse la nuca, que por lo visto seguía doliéndole endiabladamente a juzgar por sus muecas, y al cabo de un minuto masculló:
—Quizá sea cierto lo que dice… Pero si lo es, ¿por qué se ha quedado a ayudarme en vez de largarse sin dejarse ver?
Ahí era donde yo tenía que llegar a la cumbre de mi representación. Fingí encontrarme embarazado, vacilante.
—Bueno, a decir verdad… hay varias razones para que yo haya actuado así. En primer lugar, quería echar un vistazo por aquí, ¿comprende? Y después he pensado que, después de todo, usted es mi cliente. ¿Está claro?
Su mirada centelleó. Asintió con un movimiento de cabeza, que le costó otra mueca, y después dijo:
—Ahora creo que dice la verdad. Usted ha aprovechado mi estado para registrar cuanto ha querido.
—Exacto.
La automática se enderezó un poco más y quedó fija en mi estómago.
—Entrégueme lo que ha encontrado —ordenó.
—¿Todavía sigue sin comprender lo ocurrido? No he hallado nada en absoluto.
¿Qué diablos cree usted que han estado haciendo los que le han tumbado? Todo estaba patas arriba cuando yo he llegado.
—Ya veo…
Se recostó en la butaca y cerró los ojos. La pistola dejó de amenazarme. Respiré con alivio y pregunté:
—¿No sospecha quién estaba aquí cuando usted ha llegado?
—No.
—¿A quién más podían interesar esos malditos papeles?
—No lo sé. ¡Maldito sea! ¿Cómo quiere que lo sepa? No sé siquiera qué contienen…
Manoteó en el aire para dar mayor énfasis a sus palabras y descubrió la pistola en su mano. La miró como si la viera entonces por primera vez y acabó guardándosela otra vez en su bolsillo.
Suspiré. Había ganado.
Hizo un esfuerzo y se levantó, con sus ojos entrecerrados y fijos en mí. Habló despacio:
—¿Le molestaría que le registrase los bolsillos, pesquisa?
—¿Registrarme? Ya veo… Duda de mis palabras…
—Sí.
—Está bien, si eso ha de tranquilizarle.
Levanté los brazos y dejé que examinara cuanto llevaba encima. Sin embargo, el fracaso de su acción no borró del todo su desconfianza. Murmuró:
—Ha tenido tiempo de esconderlos.
—¿Para tener que volver aquí otra vez? No diga tonterías. Morano.
—Ya pensaré en esto.
Dio una vuelta por la salita, fijándose en el desorden. Después recorrió el resto de la casa y se reunió conmigo mientras comentaba de mal talante:
—No hay duda de que si algo había aquí, ya se lo han llevado —me miró de frente y preguntó—: ¿Cómo ha descubierto este escondrijo, desgraciado?
—No pienso decírselo —negué, siguiendo con mi papel—. Y no me llame desgraciado. Ya le he advertido otras veces. Lo que debía haber hecho cuando hablé con usted fue hablarme de este… nido de amor. Usted se hubiera ahorrado un porrazo y yo no hubiera perdido esos documentos, si es que estaban realmente aquí.
—Cállese. Quiero pensar.
Le dejé otra vez en la butaca y me dediqué a llenarme medio vaso del whisky que había descubierto en un mueble rinconera. Mientras lo saboreaba me permití dedicarme a mí mismo un par de felicitaciones por mis dotes de comediante.
—Venga aquí —gruñó Morano.
Me planté ante él, que me examinó de arriba abajo cual si tratase de calibrarme. Después anunció:
—Voy a creerle, desgraciado, después de revisar su coche. Si ha sacado algo de esta casa puede haberlo escondido en su coche para no tener luego que volver.
Me encogí de hombros antes de soltarle:
—Estoy empezando a pensar que he sido un estúpido en molestarme para ayudarle, Morano. Pero si con registrar mi coche se ha de sentir mejor, adelante. Está estacionado en la calle, un poco más abajo.
—Vamos.
—Siento la tentación de sacudirle yo ahora, aunque sólo sea para ver de qué clase de alcornoque está hecha su cabeza.
No replicó. Apagó las luces y salimos fuera. Él cerró la puerta con la llave que todavía estaba en la cerradura y nos encaminamos hacia mi coche. Pero antes de llegar a él, Morano se detuvo en medio de la acera y sonrió, diciendo:
—Creo que pierdo el tiempo. Si hubiese algo en su coche que usted no quisiera enseñarme no iría tan tranquilo.
—Veo que comienza a pensar con sentido común. ¿Se encuentra bien para conducir?
—Perfectamente. Deme la llave.
—¿Qué llave?
—La que se llevó del apartamiento de Mabel.
—¿Cómo demonios sabe eso?
—La llave.
Fingiendo asombro por su inteligencia, le entregué mi hallazgo, que él se embolsó, satisfecho. Entonces me recordó:
—Sigue usted trabajando para mí, pesquisa. No olvide que hay un premio de diez mil dólares al final de la carrera.
—No lo olvido.
Hizo un ademán de despedida y fue hacia su coche. Yo me instalé en el mío y esperé a que él hubiera dado la vuelta para hacerlo a mi vez.
Pronto lo perdí de vista. Tomé rumbo a mi apartamento sintiéndome plenamente satisfecho. Acababa de ganarme el sueldo, y según lo que contuviesen los famosos documentos, podían caer los cinco mil ofrecidos por la desconcertante Irma Thomas.
Cada vez que pensaba en ella sentía una corriente cálida pasearse por mi cuerpo… Decidí que tendría que hacer algo a este respecto.