CAPITULO X
El más impresionado parecía el propio sargento, quizá porque imaginaba la tormenta que se le vendría encima si aquella racha de crímenes se prolongaba sin que pudieran ponerle remedio.
Había contemplado el cadáver, habían descendido a la bodega para examinar el lugar del asesinato, y, valiéndose de una potente linterna eléctrica, el sargento, Shannon y el coronel, revisaron una vez más el extenso sótano lleno de telarañas y botellas de afamadas marcas, sin hallar ni rastro de una salida secreta por la que el criminal hubiera podido huir.
Cuando se reunieron con las mujeres, en el salón, el coronel atizó el fuego como si necesitara algo urgente en que ocuparse. Estaba más sombrío que nunca y a simple vista se adivinaba que en aquellas horas había envejecido diez años.
En su cabeza zumbaban las últimas palabras del sargento antes de abandonar la bodega. Y en su corazón burbujeaba la cólera contra Shannon por haberlas provocado.
—¿Qué decide usted, coronel? —insistió el sargento, apurado porque siempre había sentido un inmenso respeto por el viejo militar.
—Me parece una solemne tontería, ni más ni menos.
—Lamento disentir, coronel —dijo el hombre casi con humildad, pero con una firmeza que no pasó desapercibida a nadie de cuantos escuchaban—. La idea del señor Shannon de registrar el castillo me parece muy acertada. Ese engendro, sea lo que sea, necesita un escondrijo. ¿Y cuál mejor que esa inmensa ala del castillo cerrada, y fuera de servicio desde hace tantos años?
De pronto, Joan intervino, y lo hizo en tono resuelto, firme.
—Tienen razón, tío. Me parece jugar con fuego negarnos a comprobar una cosa tan sencilla... y tan grave al mismo tiempo.
El coronel la fulminó con la mirada.
—Está bien. Si hasta mi propia familia insiste en cometer una tontería no seré yo quien lo impida. Tienen mi permiso para levantar hasta las piedras si quieren.
—Gracias, señor —murmuró el sargento—. Mis hombres y yo empezaremos ahora mismo, si no le importa. El señor Shannon puede ayudamos si lo desea... aunque debo hacer hincapié en que puede existir un grave riesgo, si el criminal, sea hombre o bestia, se oculta en el castillo.
Shannon gruñó:
—Iré con ustedes.
Apurado, el sargento paseó la mirada por las tres muchachas y el ama de llaves. Luego miró al coronel.
—Creo que usted debería quedarse aquí, señor, para que las señoritas no estuvieran solas. La búsqueda puede prolongarse durante horas.
Mulrooney se encogió de hombros. Ostensiblemente, se hundió en una butaca frente a las llamas de la chimenea y pareció desentenderse de todo lo demás.
Joan explicó:
—Hay una entrada al resto del castillo al fondo del vestíbulo. Debe estar la llave junto al portón. Las demás de los pisos están cerradas y no sé donde estarán las llaves... ¿Lo sabes tú, tío?
—Sólo Chalmers lo sabía. El se ocupó de guardarlas...
Shannon se encaminó al vestíbulo en compañía del sargento y los dos agentes. Uno de ellos fue al coche que les había traído y regresó con una potente linterna eléctrica para cada uno.
—Creo que deberíamos dividirnos en dos parejas —propuso el sargento—. Ustedes dos registrarán el ala este, El señor Shannon y yo nos ocuparemos del resto. Y no quiero héroes, en caso de que encuentren algo. ¿Entienden?
Asintieron. Shannon abrió la pesada puerta, cuyos goznes rechinaron lastimeramente, y se enfrentó con un pozo de sombras negro como la tinta.
Iniciaron el registro paso a paso, viendo así incontables aposentos llenos de polvo, con los muebles cubiertos por fantasmales fundas blancas que habían cambiado de color con los años.
Salones, dormitorios, salas y comedores se sucedieron en un recorrido tenso y alucinante. Las armaduras decorativas que llenaban los pasillos semejaban seres vivos prontos a entrar en combate. Un combate de ultratumba que ninguno de los hombres que se movían aquí y allá deseaba.
En un momento determinado, el sargento gruñó, desalentado:
—El coronel tenía razón, Shannon. Estamos perdiendo el tiempo.
—Había que hacerlo.
—Sí, claro. Veamos esa puerta...
La abrió y aparecieron unos escalones de piedra que desaparecían hacia arriba. La escalera de caracol era estrecha y lóbrega.
—Debe corresponder a esa torre que ocupa el ángulo oeste de los muros —refunfuñó el sargento—. ¿Cree que debemos continuar?
—Ya que empezamos...
Empezaron a subir. Minutos después, tras abrir otra rechinante puertecita, salieron al exterior, en la cumbre del torreón. Bajo ellos, la noche era un lago de sombras impenetrables.
Refunfuñando, el sargento volvió a bajar seguido de Shannon. Este fijó la luz en las paredes de recias piedras. Se maravilló una vez más de ese modo de construir impresionante.
Luego, de pronto, la luz descubrió una estrecha puerta de hierro.
—¡Mire eso, sargento! —exclamó—. Al subir nos pasó desapercibida.
—Está cerrada... No comprendo cómo puede haber una habitación en el muro, porque si no me equivoco aún estamos en el cuerpo de la torre.
Shannon examinó la cerradura. Era antigua, mohosa y con trazas de no haber sido abierta en muchos años.
No obstante gruñó:
—Quiero saber qué hay al otro lado, sargento.
—Sin la llave no hay fuerza humana capaz de abrir esa puerta.
Shannon titubeó. Sintió tentaciones de disparar contra la cerradura, pero lo dejó correr porque imaginó que el sargento no estaría precisamente conforme con semejante brutalidad.
Reanudaron el descenso. Entonces, Shannon se detuvo en seco y gruñó:
—¿Oyó usted eso, sargento?
—¿Qué?
—Arriba... como un chasquido metálico.
—No oí nada. Vamos, démonos prisa o mis hombres empezarán a buscarnos a nosotros.
—Estoy seguro que algo se ha movido arriba, sargento. Deberíamos echar otro vistazo.
El obeso policía suspiró, disgustado. Subir aquellas endiabladas escaleras acababa con sus fuerzas.
Shannon buscaba una réplica cuando de nuevo pareció captar aquella voz sombría, extraña, que parecía estar dentro de su propio cerebro o flotar en el espacio llenándolo todo.
—¡Vete de aquí porque ésta es la noche!
—¿Tampoco oye usted esa voz, sargento? — jadeó.
—¡Maldita sea, hombre! ¿Qué voz?
—¿Estaré volviéndome loco?
—¡Lo que buscas está a tu alcance! — siguió aquella voz que no lo era —. Llévatelo y huye. ¡HUYE PORQUE ES LA ÚLTIMA NOCHE DE VIDA DE LOS MULROONEY!
—¿Dónde estás, quién habla? — balbuceó Shannon.
—¡Nadie, condenación! —Bufó el sargento—. ¿Qué pasa con usted, Shannon?
—¡Sígame!
Echó a correr escaleras arriba. Resoplando y maldiciendo, el obeso policía se fue tras él y casi deseó que el americano se rompiera las piernas de una vez.
Shannon estaba parado delante de la puerta de hierro cuando le alcanzó. El haz de su linterna enfocaba la cerradura.
Había una llave inserta en ella.
El sargento abrió la boca, estupefacto.
—¿Ve usted lo mismo que yo, sargento?
—¿Cómo infiernos llegó ahí esta llave? — tronó el policía cuando recobró la voz.
—No lo sé... oí un chasquido metálico, y luego esa voz...
—Pero ¿qué voz? Yo no oí más que la suya, Shannon.
Este alargó la mano y dio vuelta a la llave. La cerradura se resistió y cuando al fin cedió lo hizo con un seco crujido.
—Alumbre el interior cuando yo abra, sargento...
El empuñó el revólver y lo amartilló. Empujó la puerta y los goznes rechinaron de modo interminable.
La luz de dos linternas empuñadas por el policía barrió las tinieblas del reducido espacio que apareció al otro lado. Era una estancia diminuta, poco más del grosor de los ciclópeos muros de piedra. Estaba llena de polvo y telarañas y además contenía un par de muebles que parecían abandonados allí desde la misma época en que el castillo fuera construido.
Pero había algo más. Algo que no podía datar de aquella época.
La extraña figura rodeada de telarañas estaba sobre una mesa de madera carcomida.
Shannon atrapó una linterna y enfocándola sobre el ídolo lo examinó de cerca.
Era sin duda una deidad hindú, extraña y siniestra, sentada sobre un grueso pedestal de oro. De no haber tenido aquel aspecto siniestro pudiera haber sido confundida con un Buda.
—¿Qué es eso? — gruñó el sargento.
—El dios de Djala.
Shannon limpió el ídolo de las telarañas y mirando al sargento dijo:
—No era exactamente lo que buscábamos, pero lo llevaremos abajo.
—¡Maldito si me importa ese chisme! Lo que me preocupa es esa llave. ¿Quién demonios la colocó en la cerradura sin que nosotros le viéramos?
—Casi prefiero no saberlo, sargento. Jamás hubiera pensado que yo acabaría creyendo en fantasmas.
Descendían apresuradamente. El sargento volvió la cabeza y le miró estupefacto.
—¿Fantasmas?—exclamó—. ¿Pretende insinuar que fue un fantasma quien colocó esa llave en la cerradura?
—Fantasma, aparecido, sombra del Más Allá... De algún modo hay que llamarlo.
—¿A quién?
—Tampoco lo sé.
En el vestíbulo esperaba uno de los agentes. Saludó al sargento y explicó:
—No encontramos nada, señor. Mi compañero está en el salón, con las señoritas.
—¿No estaba allí el coronel?
—Al parecer se encontraba indispuesto y dijo que iría a descansar a su cuarto. Pero exigió que se le llamara cuando ustedes estuvieran de regreso.
—Muy bien, vaya a buscarle. Estaremos en el salón.
Fueron a reunirse con las muchachas, el policía y la señora Murdock. Joan casi lanzó un grito al ver el ídolo que Shannon llevaba entre manos.
—¡Frank! —balbuceó—. Lo encontraste...
—Y de un modo que es para volverse loco.
—¿Qué es eso? — indagó Jenny.
Shannon lo colocó sobre la mesa y volvió a examinar el pedestal de oro con extremado cuidado.
Ninguno de ellos advirtió la llegada del coronel y el otro policía hasta que el viejo Mulrooney llegó junto al grupo.
Entonces no pudo contener un grito y apartando a Maggy de un empellón se colocó frente a Shannon.
—¿Qué hizo usted, forzó una puerta, Shannon? — rugió.
—No, señor. Alguien puso una llave en la cerradura.
—¡Miente! Esa llave no existe.
—¿Cómo puede afirmarlo?
—¡Yo personalmente la destruí!
Shannon se estremeció y reinó un largo y tenso silencio.
Luego, suavemente, el americano sólo preguntó:
—¿Por qué, coronel? Hay una fortuna en esta figura.
—¡Fortuna! Hay el infierno en ella, eso es lo que hay.
—Explíquese.
—No tengo nada que decir. Exijo que me devuelva usted ese ídolo sin tocarlo.
—Mi tío me explicó que esa figura debía estar oculta en alguna parte del castillo. Aseguró que una parte de esa fortuna le pertenecía, pero a mí me interesa más el ídolo en sí que lo encerrado dentro de él. ¿Quiere explicarnos el significado, coronel?
—¡Que me condene si lo hago!
—Entonces, dígame cómo se abre el pedestal.
—¿Abrirlo? Nunca lo supe... es macizo.
—Veremos.
Shannon tomó asiento y procedió a un nuevo, meticuloso y largo examen de la figura, tanteándola suavemente con los dedos aquí y allá, presionando la cabeza del ídolo, los brazos y los pies.
Sonó un leve crujido. Empujó la figura hacia atrás y ésta cedió, y con ella toda la parte superior de la peana.
El interior del pedestal estaba hueco y contenía una bolsa de gamuza protegida por algo parecido a algodón.
Todos contenían hasta el aliento. Shannon sacó la bolsa y abriéndola derramó su contenido sobre la mesa.
Una catarata de diamantes se desparramó bajo la luz. Chispearon con mil reflejos, increíblemente bellos, fantásticos.
—Bien, mi tío tuvo razón después de todo —balbuceó Shannon, tan impresionado como todos los demás.
Cuando el primer impacto emocional hubo cedido, Joan susurró:
—¿Sabes el valor de esos diamantes, Frank?
Este sacudió la cabeza.
Fue el coronel quien murmuró:
—Más de quinientas mil libras...
De nuevo el estupor les dejó mudos. Después, Shannon le espetó:
—Usted sabía la existencia de esa fortuna, coronel... lo mismo que mi tío.
—Sí.
—¿Por qué no sacó los diamantes mucho antes? Tengo entendido que su situación financiera no es tan satisfactoria como parece.
—¡Nunca quise tocarlos! ¿Es que aún no lo comprende? Ese ídolo significa la desgracia, la destrucción y la muerte.
—No nos salga ahora con supersticiones hindúes, por favor.
Bruscamente, Mulrooney giró sobre los talones y se fue, caminando como si sus piernas apenas pudieran sostenerle.
Jenny musitó:
—Todo esto es cada vez más siniestro. Quiero irme de aquí cuanto antes, Shannon.
—Nos iremos en cuanto amanezca —gruñó Frank—, Depositaremos esos diamantes en un Banco de momento, hasta que el coronel se haya serenado y decida qué hacer con ellos. En buena ley, pertenecen a los Mulrooney, y él es en realidad el jefe de la familia.
Recogió los diamantes, volviéndolos a colocar en la bolsa.
Luego, volviéndose hacia el sargento, preguntó:
—¿Van a quedarse aquí el resto de la noche, sargento?
—Creo que es lo más razonable.
—Todos nos sentiremos mucho más tranquilos sabiendo que ustedes velan — murmuró Maggy—. Las horas hasta la mañana se me antojarán siglos.
—Joan...
La muchacha dejó de atizar el fuego. La voz de Shannon había sonado extrañamente tensa.
—Dime, Frank.
—Creo que oí de nuevo esa voz, o lo que sea. Algo inexplicable, pero que amenaza a los Mulrooney.
—Empiezas a preocuparme, créeme. No necesito estímulos para marcharme con todos vosotros.
—Sería conveniente que tú y Maggy estuvieseis juntas esta noche, eso es lo que quiero decir.
—Sabiendo que la policía vigila no veo ninguna necesidad de... ¿Qué opinas tú, Maggy?
—Con tantos hombres alrededor no tengo miedo. Unicamente que mañana quiero irme volando de aquí, cuando ellos se vayan también.
—Yo me quedaré aquí, frente al fuego —decidió la señora Murdock.
Casi se sobresaltaron al oír su voz. Habían olvidado hasta su presencia.
—Muy bien.—El sargento le sonrió—. Habrá uno de mis hombres en su compañía. Otro se quedará en el vestíbulo y el tercero en la biblioteca, cerca del coronel. Yo haré las rondas hasta que amanezca y de este modo supongo que quienquiera que piense atacar desistirá de su idea.
Eso marcó la desbandada general y unos minutos más tarde Jenny cerraba la puerta de su cuarto después de entrar Shannon.
Tan pronto estuvieron solos, él la rodeó con sus brazos y buscó la boca de la muchacha en un beso casi desesperado.
—Ha sido un día endiablado —murmuró después, aún abrazados—. Espero que cuando estemos lejos de este lugar, tú y yo podamos pensar definitivamente en el porvenir.
—Frank... dijiste que habías oído de nuevo la voz...
—Sí. Pero estábamos juntos el sargento y yo, y él no oyó nada.
—A veces siento como una presencia extraña a mi alrededor, como si me vigilaran... ¿Te sucede lo mismo a ti?
—Sí.
—¿Qué piensas que pueda ser?
—El miedo, quizá.
—El miedo no hace que resuenen voces en tus oídos o en los míos.
—Ese es otro misterio. Podría tratarse de parapsicología, una especie de transmisión de pensamiento. Pero para eso sería preciso que hubiera un parapsicólogo cerca, y lo que es más importante, que tuviera un sólido motivo para querer que tú y yo nos marchemos de aquí.
—¿Y si no se trata de eso?
—Entonces, pequeña, habría que pensar en un fenómeno sobrenatural.
—¿Quieres decir... un fantasma?
—Puedes llamarlo de mil modos distintos y será lo mismo. Pero piensa un poco, querida. Un fantasma, si hubiera que creer en él, es un ser incorpóreo. Digamos, un espíritu. Y un espíritu no tiene materia, no tiene fuerza física. Entonces... ¿cómo puede matar de ese modo, con esa violencia? Chalmers era un pobre viejo, pero Manson no. Manson era fuerte y hubiera ofrecido resistencia, lo que equivale a que quien fuera que le atacó era aún más fuerte y poderoso que él.
Ella se estremeció, sujeta por los brazos de Shannon.
De pronto susurró:
—También debe ser más fuerte que tú...
—No quisiera tener que comprobarlo. De cualquier modo, tengo un revólver y hasta un fantasma debe andarse con tiento antes de encajar un par de plomos de un «38».
—No creo que pueda pegar ojo en toda la noche...
—Eso me conviene — sonrió él, besándola de nuevo.
Tras esto, fue a correr las cortinas ocultando la ventana. Luego, sonriendo, preguntó:
—¿Me vuelvo de espaldas, Jenny?
—¿Para qué? Sólo ven aquí y no me dejes. Ni un minuto.
—De acuerdo.
Shannon se acercó a ella, y estaba firmemente decidido a obedecerla... y no soltarla en todo lo que quedaba de noche.